26.05.12

El fruto del Espíritu

Uno de los significados de la palabra “espíritu” es ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo. Cuando nos falta el “espíritu” nos sentimos languidecer. No solamente puede debilitarse el cuerpo - por ejemplo, en la enfermedad - , sino que también el “espíritu” puede abatirse.

Aunque mejoremos nuestras condiciones de vida – la vivienda, el bienestar material, la comodidad – , si nuestro espíritu no está fuerte, entonces no encontraremos la felicidad. Incluso teniéndolo todo, nos parecerá que las cosas, y que la misma existencia, no merecen demasiado la pena.

El “espíritu” es también un modo de denominar nuestra alma. Los hombres somos seres “espirituales”, dotados de “espíritu”; es decir, llamados a un fin sobrenatural, destinados, desde la creación, a ser elevados, por pura gracia, a la comunión con Dios (cf Catecismo 367).

La solemnidad de Pentecostés nos recuerda que la fuerza y la energía interior nos vienen de Dios, y que la realización de esa capacidad de nuestra alma de ser elevada al plano de lo divino es también una obra de Dios, del Espíritu de Dios.

Dios, que nos ha creado, ha querido comunicarse a nosotros para salvarnos. Esta comunicación de Dios a los hombres ha tenido lugar por el envío de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que, con su Pascua, nos ha redimido, rescatándonos del pecado y de la muerte y haciéndonos partícipes, por la Resurrección, de su vida nueva. Pero la obra de Jesucristo es inseparable del envío del Espíritu Santo.

Dios no solamente ha querido morar entre nosotros por la Encarnación de su Hijo, sino que ha querido también habitar dentro de nosotros, por la efusión de su Espíritu. El Espíritu Santo es lo más íntimo de Dios, porque Dios es, en su esencia, amor y el Espíritu es, en el seno de la Trinidad, el amor personal de Dios, el amor en persona, la Persona que es el amor (cf Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 10).

El Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo y, queriendo Dios dárnoslo todo, no solo nos ha enviado a su Hijo, sino que ha hecho de su amor personal un don, el don del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo derraman en nuestros corazones.

Por la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, “la Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y por fin quedó prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por la Iglesia de la Nueva Alianza, que en todas las lenguas se expresa, las entiende y abraza en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel.” (Ad gentes, 4).

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24.05.12

El discurso del papa a los obispos italianos

Me gustaría resaltar algunas líneas maestras del discurso pronunciado por Benedicto XVI en la audiencia concedida a la Asamblea General de la C.E.I. que tuvo lugar esta mañana (24 de mayo de 2012).

1º) La necesidad de escuchar el Concilio Vaticano II. Y escucharlo, ante todo, profundizando en sus textos para así poder recibirlo de un modo dinámico y fiel. Benedicto XVI cita el discurso inaugural del concilio en el que Juan XXIII pedía a los padres conciliares que, en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia, trasmitiesen la doctrina “pura e íntegra”, pero “de un modo nuevo”, tal como requiere nuestro tiempo. Se trata, en suma, se aplicar la clave hermenéutica correcta a la hora de interpretar los textos: no la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino una hermenéutica de la continuidad y de la reforma.

2º) Esa escucha del concilio constituye la vía para “ofrecer una respuesta significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestro tiempo, que tienen consecuencias visibles también en la dimensión religiosa”. ¿Cuáles son estas transformaciones? Benedicto XVI señala algunas de ellas:

2.1. El cientificismo: La racionalidad científica y la cultura técnica tienden, a menudo, a restringir el ámbito de las certezas de la razón a lo empíricamente demostrable y desvincularse de toda norma moral.

2.2. La confusa búsqueda de espiritualidad.

2.3. El secularismo, que provoca que el tejido cultural de matriz cristiana deje de ser un punto de referencia unificador sin que se perciba, además, su instancia veritativa.

3º) ¿Cuáles son las consecuencias de estas transformaciones en la vida religiosa?

3.1. La disminución de la práctica religiosa: Se participa menos en la Santa Misa y, sobre todo, se acude mucho menos al sacramento de la Penitencia.

3.2. Muchos bautizados han desdibujado su identidad cristiana y su sentido de pertenencia a la Iglesia.

3.3. Se excluye a Dios del horizonte personal.

4º) El corazón de la crisis que afecta a Europa “pasa por este abandono, por esta falta de apertura al Trascendente”. La crisis es espiritual y moral.

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23.05.12

Los creyentes se fortalecen creyendo

En “De utilitate credendi” San Agustín afirma que los creyentes “se fortalecen creyendo”. Esta expresión afortunada es recogida por Benedicto XVI en su importante carta apostólica “Porta fidei”, 7.

La fe, la adhesión a Cristo y la aceptación de la revelación que Él es, no es una realidad estática, puntual, sino dinámica, que nos compromete plenamente y a lo largo de toda la vida: desde el bautismo hasta el paso a la vida eterna.

“La fe solo crece y se fortalece creyendo”, insiste el papa. Y de crecimiento y fortaleza estamos necesitados los cristianos. La vida de fe, en analogía con la vida física, debe conocer un desarrollo proporcionado y armónico. Debe ir a más. Creemos, sostenidos por la gracia, pero, siendo dóciles al impulso del Espíritu Santo, podemos creer con mayor intensidad y pureza.

¿En qué reposa la fe, en qué se apoya? En el amor de Cristo, que es la manifestación divina y humana del ser de Dios. Es el amor de Cristo el que nos atrae, el que nos da alegría e impulso para comunicar a los demás el bien de la fe.

Solamente cimentados sobre esa base firme es posible resistir a las presiones, a veces agotadoras, que provienen del exterior y también del interior de nosotros mismos. La incredulidad parece dominarlo todo y encuentra, tantas veces, un eco notable en nuestro corazón.

Muchas veces, siendo creyentes, nos descubrimos a nosotros mismos como ateos o casi ateos. Las pruebas de la vida, el sufrimiento propio o ajeno, la incomodidad de tener que nadar contra corriente atenazan nuestra débil fe: o creemos del todo o, si Dios no lo remedia, podremos incluso dejar de hacerlo.

No hay, nos recuerda el papa, “otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un ‘in crescendo’ continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios” (“Porta fidei”, 7).

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22.05.12

No molesta el IBI, molesta la Iglesia

Y conviene que lo tengamos claro. De los enemigos no hay que esperar gran cosa. Ya se sabe: la Iglesia es un mal, es casi “el” mal. Y el mal, así en general - estaría de acuerdo con eso - , hay que eliminarlo.

La Iglesia no se justifica, no encuentra su razón de ser, en aliviar la situación de los pobres. En un Estado moderno, en un Estado del bienestar, esa tarea le corresponde al Estado. Si este Estado es viable o inviable es una cuestión de otro tipo. Obviamente, no solo técnica, sino también moral.

Pero que en un momento de crisis - cuando estamos dando, los que formamos la Iglesia, más de lo que podemos dar - se nos agobie apretando sobre nuestras gargantas la bota de la hipocresía – la hipocresía de los opresores - es insoportable.

La Iglesia no es una entelequia. La Iglesia es, en la práctica, una red, un conjunto, de comunidades de cristianos. No hablo desde una perspectiva teológica, sino meramente sociológica.

Sobre los que vienen a Misa cada domingo recae todo: El mantenimiento del templo; los gastos de calefacción, teléfono, luz y agua; y, en una medida mucho mayor, la atención a los necesitados del barrio, de la zona más inmediata.

¿Quién paga estos gastos? ¿De dónde salen los recursos? Por lo que se me alcanza, de los feligreses de cada semana, de cada domingo. ¿Quiénes son estos feligreses? Yo, entre ellos, no reconozco a ningún magnate. A nadie poderosísimo. Las limosnas que llegan son, en su mayoría, inferiores a un euro – muy inferiores – y solo en una o en dos ocasiones he recibido –como párroco – un donativo, para fines muy concretos, la “escandalosa” cantidad de 1.000 euros.

¿Quiénes son los feligreses del día a día, del domingo a domingo? Son, en buena parte, pensionistas. Si ellos son generosos, la Iglesia no hace “más que lo que tiene que hacer”. Si ellos pueden dar menos, entonces la Iglesia se convierte en “egoísta”.

Lo que, de modo voluntario, destinan los contribuyentes a la Iglesia Católica a través del IRPF garantiza, asegura, que los sacerdotes con cargo parroquial cobren un mínimo subsidio – unos 750 euros al mes - . Si los sacerdotes dependiésemos de las aportaciones de los fieles para vivir, quizá lográsemos vivir, pero no se pagarían los recibos de la luz.

Que, con estas cifras de miseria, se ayude al Tercer Mundo y se palíen, en la medida en que se puede, las urgencias de tantas personas, cada vez más personas, es llamativo. Que se pida a la Iglesia tributar más es inconsciente.

A la Iglesia, como tal, no le iría peor. Debería hacer lo mismo que hacen otras instituciones: pasar de 50 sucursales a una. O a ninguna. Y ese vacío nadie lo iba a llenar.

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21.05.12

RINO FISICHELLA, La nueva evangelización

RINO FISICHELLA, La nueva evangelización, Sal Terrae, Colección “Presencia Teológica” 187, Santander 2012, 150 páginas, ISBN 978-84-293-2003-9, 15 euros.

El arzobispo Rino Fisichella es el presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización. Además es un reconocido teólogo especializado en el área de la teología fundamental. El 29 de marzo de 2010, en una audiencia privada, el papa Benedicto XVI le dirigió estas palabras: “He pensado mucho estos meses. Deseo instituir un dicasterio para la nueva evangelización y le pido que sea su presidente”. Este encuentro, rememorado por R. Fisichella al comienzo de este libro (p. 8), está en el origen no solo de su nueva tarea como presidente del mencionado Pontificio Consejo, sino también, sin duda, del libro que recensionamos.

Porque este libro explica de una manera ordenada qué cabe entender por “nueva evangelización”. No se trata de una explicación “normativa”, pero sí de una explicación propia, ya que como indica el autor: “Las páginas siguientes son únicamente una interpretación personal de cómo entiendo la ‘nueva evangelización’ ” (p. 9).

La obra está articulada en 10 apartados, cuyos títulos y subtítulos resultan suficientemente elocuentes. La nueva evangelización es, en primer lugar, un desafío que, con una intuición “profética” (cf p. 11), el papa ha hecho suyo en continuidad con el concilio Vaticano II y con el magisterio del beato Juan Pablo II. El capítulo 2 explica la expresión “nueva evangelización”: el fundamento, el desarrollo, la génesis, así como las razones que llevan a preferir ese modo de decir – “nueva evangelización” – en lugar del neologismo “re-evangelización” (cf p. 29).

Particular atención merece el capítulo 3, “El contexto”, ya que, en palabras de R. Fisichella, “la exigencia de la nueva evangelización está determinada por el contexto cultural y social” (p. 31). Un contexto marcado por el secularismo, por la desorientación del hombre y por la crisis de Occidente. Más allá de la crisis, el autor indica cuál ha de ser la aportación de los cristianos para poder mirar al futuro: “En suma, tenemos la tarea de producir pensamiento que sea capaz de cimentar una época que dará cultura a las generaciones futuras, permitiéndoles vivir en la libertad auténtica porque se proyectan hacia la verdad” (p. 52).

El capítulo 4 aborda el “centro” de la nueva evangelización, que no es otro que Jesucristo. Él es el contenido esencial que, a la vez, marca el método a seguir. La centralidad de Jesucristo aparece vinculada con dos cuestiones fundamentales: la cuestión de Dios, la búsqueda de su rostro (cf p. 59), y “una nueva reflexión antropológica en clave apologética, como presentación del acontecimiento cristiano que pueda comunicarse con el hombre contemporáneo” (p. 60).

El capítulo 5 se ocupa de los “lugares de la nueva evangelización”: la liturgia, la caridad, el ecumenismo, la inmigración y la comunicación. El capítulo 6 señala algunas perspectivas: el panorama de la cultura, la misión de la Iglesia, la relación entre verdad y amor, la importancia del sacramento de la confesión, , el binomio identidad-pertenencia, la catequesis y la nueva antropología.

El capítulo 7 se titula “nuevos evangelizadores”. La llamada a la nueva evangelización es, en definitiva, una llamada común, pero esto no impide que se pueda hablar específicamente de los “nuevos evangelizadores”: los sacerdotes – y al ocuparse de este tema Mons. Fisichella escribe unas bellas páginas sobre lo que él denomina “la audacia de Dios” que “considera que un hombre, con toda su fragilidad, sea capaz de erguirse en icono de su misma presencia en la historia de los hombres” (p.105) - , las personas consagradas y los laicos, a fin de poder llegar a todas las personas.

El capítulo 8 – “La vía de la belleza” – reflexiona sobre la belleza y el arte como vías para percibir la esencia del misterio que nos envuelve. Particularmente reseñable es lo que escribe sobre la catedral como lugar de la nueva evangelización. El capítulo 9 – “El icono” – es como una ampliación y aplicación concreta del capítulo anterior: se trata de una bella meditación sobre el templo de la Sagrada Familia de Barcelona como icono de la nueva evangelización.

El capítulo 10 proporciona una “síntesis final”. Con palabras de Benedicto XVI se recuerda que realizar una nueva evangelización “quiere decir intensificar la acción misionera para corresponder plenamente al mandato del Señor” (p.143). Se trata, en suma, de dar razón de la propia fe, mostrando a Jesucristo, el Hijo de Dios. No se trata de un anuncio nuevo, sino del mismo anuncio que tiene hoy “necesidad de un renovado vigor para convencer al hombre contemporáneo, a menudo distraído e insensible” (p. 144).

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