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7.01.23

Hay que volver a Cristo

«Este es mi Hijo el amado, en quien tengo mis complacencias»

Leía recientemente un comentario de Facebook de don Ramón Portela Alonso, que me pareció ciertamente inapelable. Decía así (subrayados míos):

Veía el otro día la conferencia de José Antonio Zorrilla en San Telmo Museoa, San Sebastián, titulada “Ucrania: ¿Cómo hemos llegado a esta situación?". Llegado el turno de preguntas una mujer conturbada reclamaba al conferenciante que le diese un criterio moral para guiarse en el espacio de la geopolítica. José Antonio en su respuesta volvió a reiterar lo que había sido el meollo de su mensaje, en geopolítica (y otro tanto se puede decir de la política, añado yo) no existe moral todo se cifra en el poder. Si hago mención de esta anécdota es porque pone de manifiesto una vez más como la gente se resiste a admitir el hecho de que la esfera pública ha dejado de ser un espacio moral. La sociedad, sin embargo, prefiere seguir viviendo en la ficción de que la vida pública posee carácter moral. Aquella mujer deseaba aquietar su conciencia, no podía soportar la verdad palmaria, política es poder, no hay buenos ni malos. La mujer pretendía que el conferenciante le indicase quienes eran los buenos para que ella pudiese actuar de un modo moral y así tranquilizar su conciencia. La gran falsedad de la edad moderna consiste en fingir que después de haber expulsado a Dios de la vida pública, ésta puede seguir transcurriendo por los cauces de la moralidad. A fin de mantener viva esta ficción se revisten de carácter moral todas las pulsiones síquicas y biológicas del hombre. De este modo apelando a cualquier instinto emocional el hombre moderno se convence a sí mismo de que vive moralmente. Se sosiega a sí mismo pensando que puede expulsar a Dios de la vida pública y seguir siendo bueno. La fe que le niega a Dios se la concede a la democracia, entendida como fundamento de la vida social. Pero la democracia así concebida no es más que el mundo sin moralidad. Ya no hay buenos o malos solo hay poder. La expulsión de Dios de la vida pública no conduce al limbo laicista sino a quedar sojuzgados bajo el poder del príncipe de este mundo.

El mundo de la política se ha convertido en un espacio de inmoralidad, en una estructura de pecado, porque se ha expulsado a Cristo de la esfera pública. Por eso estamos como estamos.

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