El rostro del Mesías recién nacido

Probablemente no nació sonriendo y con tirabuzones rubios. La iconografía cristiana, y las obras de arte que han reflejado el nacimiento de Jesús, han representado siempre la imagen de un niño que podría tener varios meses de edad. Tiene su lógica, al fin y al cabo para la veneración de una imagen lo primordial es la idea a la que evoca, y no tanto el meticuloso realismo con el que esté elaborada.

Todos hemos visto alguna vez a un recién nacido. Su rostro fruncido y sus minúsculas manos cerradas nos transmiten una sensación de extrema fragilidad. Así debía ser Jesús en el momento de su nacimiento. La condición humana nos trae a éste mundo tan débiles como dependientes de los demás, tan inseguros y desconcertados, como somos consolados por un simple abrazo protector.

Precisamente la idea del protector de todos los hombres, del Rey del Universo, del Mesías, envuelta en la delicadeza de un ser humano recién nacido, es la máxima expresión del reinado de Jesucristo. Nos pide con su condición ineludible de la fragilidad humana un gesto protector, y nos protege desde un poder que trasciende profundamente las formas superficiales de las organizaciones humanas, para salvar nuestro espíritu.
Creo –y es una percepción personal- que el realismo me ayuda a comprender un poco mejor la dimensión humana del Hijo de Dios. Con la crudeza de la realidad, el Jesús en la pantalla de Mel Gibson representa fielmente la condición del sufrimiento que no eludió el Señor, inseparable a la fragilidad humana.

Así también – pero sin una superproducción cinematográfica de por medio- me imagino en estos días al niño que nace en Belén, como un recién nacido. Y en el desconcierto del bebé durante los primeros minutos tras salir del vientre de su madre, en la debilidad anatómica de su minúsculo cuerpo, en la insalubridad de un pesebre con ganado de la Palestina romana, se hace más grande la Navidad y resuena más fuerte si cabe la proclamación de que ¡Dios ha nacido!.

Javier Tebas
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