Las bibliotecas personales
Ilustración de Edward Ardizzone (1900-1979). |
«La existencia misma de las bibliotecas es la mejor prueba de que aún podemos albergar esperanza en el futuro del hombre».
T. S. Eliot
«Si junto a tu biblioteca tienes un huerto, nada te faltará».Marco Tulio Cicerón
«El Dr. Johnson me aconsejó hoy que tuviera tantos libros a mano como pudiera, para poder leer sobre cualquier tema sobre el que deseara instruirme en ese momento. “Lo que leas", dijo, “lo recordarás, pero si no tienes un libro inmediatamente listo, y el tema se moldea en tu mente, será una suerte si vuelves a tener el deseo de estudiarlo"».
James Boswell. Vida de Samuel Johnson
Las bibliotecas, esos oasis de cultura y saber, son casi tan antiguos como el hombre. Dice Holbrook Johnson que «no hay tesoro tal como una biblioteca; las bibliotecas son los mejores consuelos, retiros, puertos, refugios del alma del hombre. Nada hay más precioso que una gran biblioteca, nada más noble». Sin duda, se trata de los elogios propios de un bibliófilo, algo exagerados y pomposos. Pero, no obstante, creo que, despojada de toda filia, queda en esa frase algo de verdad. Y hoy, quizá, las bibliotecas representan una esperanza para la salud del alma del hombre; el faraón Ramses II estaría de acuerdo con ello.
Se dice que Aristóteles fue el primero en tener una biblioteca personal propiamente dicha; él transmitió el afán a su discípulo, el gran Alejandro, que allá donde iba llevaba consigo su colección de libros. Aunque, como sabemos, biblioteca, lo que se dice biblioteca, hubo muchas antes, aunque menos personales quizá. Y así, hubo bibliotecas de tablillas de arcilla pobladas de incisiones cuneiformes en Nínive, y bibliotecas de rollos de papiro con tinta negra y roja en Egipto. Cada desierto parece haber albergado una biblioteca, y entre sus arenas todavía yacen los restos de algún templo en el que moraban rollos, papiros o códices entre orden y desorden; lo que parece contradecir la afirmación de Charles Lamb de que una ciudad sin biblioteca es un lugar desierto e indeseable. El viajero todavía puede ver en las ruinas de Tebas, en los restos del templo Ramesseum, el lugar que ocupaba la sala de libros de Ramsés II, llamada el «Hospital del alma», tal y como nos cuenta Diodoro Sículo en su Biblioteca Histórica; y solo nos queda imaginar la grandiosidad de aquella mítica biblioteca que albergara Alejandría, destruida por las hordas del califa Omar en el otoño del 640. Se dice también que la primera biblioteca romana la fundó Sila con los libros que sacó del templo de Apolo en Atenas.
Más tarde, cuando la desolación y la destrucción bárbara se apoderó de todo aquello que fue el Imperio, en monasterios semi ocultos en oscuros bosques de Europa central, sobre escarpados montes del centro de Italia, o en medio de las brumosas islas de la Bretaña e Irlanda, afanados monjes copiaban y almacenaban manuscritos en enormes bibliotecas. A un tiempo, en las iglesias, conventos y cenobios dispersos por los estrechos callejones de Sevilla y Toledo, otros religiosos cristianos atesoraron códices y manuscritos, y promovieron también su estudio, traducción y difusión, asegurando así que este conocimiento sobreviviera a través de siglos de inestabilidad política y social. Entre los muchos monjes y estudiosos anónimos, destacaron nombres como Benito, Agustín, Isidoro, Jerónimo, Beda, Casiano, Alcuino, Juan Escoto y Tomás. Todo lo demás, hasta hoy, ha sido mera continuidad de esto, ni más ni menos.
Pero volvamos a las bibliotecas personales, que son una derivada en pequeñito de las grandes bibliotecas.
Una cuestión importante en este asunto es: ¿Cuántos libros? La cantidad no lo es todo, es verdad, pero siempre ha sido algo a considerar. Thomas Carlyle valoraba a sus conocidos por la extensión de sus bibliotecas, y decía, que un hombre valioso, es un hombre de 3.000 volúmenes. Recientemente Arturo Pérez Reverte manifestó que poseía 32.000 volúmenes, por lo que, bajo este estándar sería unas 30 veces valioso para Carlyle. Santo Tomas Moro vivía asediado por los libros. Su amigo Erasmo escribió sobre él: «es increíble la cantidad de libros antiguos que se extienden por todas partes: hay tantos que terminan en un mirador sostenido por pilares, que da al jardín»; por lo que parece, Moro había hecho caso de Cicerón. Por su parte, el obispo Richard de Bury tenía la mejor biblioteca privada de su tiempo en Inglaterra, conteniendo más libros que todos los demás obispos juntos. Los guardaba en sus distintas residencias, y eran tantos que muchos de ellos permanecían esparcidos por toda su alcoba, tanto que sus amigos, cuando entraban, no encontraban lugar para pararse o caminar sin pisotearlos.
En nuestro país, además de la citada biblioteca privada de Reverte, la de Luis Alberto de Cuenca rebasa los 35.000 volúmenes; y al parecer la de Ortega y Gasset constaba de unos 13.000 volúmenes; todas ellas, sin embargo, lejos de la de Sánchez-Dragó, de cerca de 100.000 ejemplares. Y, en el ámbito de la literatura infantil y juvenil, destaca la biblioteca que había atesorado Carmen Bravo-Villasante, más de 5.000 volúmenes que fueron donados a su muerte por su hija a la Universidad de Castilla-La Mancha, donde se creó el fondo bibliográfico “Bravo-Villasante” en el CEPLI (Centro de Estudios de Promoción de la Lectura y Literatura Infantil).
En todo caso, creo que podemos convenir que la verdadera fuerza de una biblioteca no es el número sino la calidad de sus obras. Y así, por ejemplo, la biblioteca del Dr. Samuel Johnson era solo de 841 volúmenes; Montaigne poseía 1.000 ejemplares; Robert Burton, 1.700; Samuel Pepys, 2.474; Thomas de Quincey, 5.000; y Gibbon, 7.000.
Algunos incluso necesitaban menos. Shelley sostenía que una buena biblioteca se compone de las obras de Platón, las de Lord Bacon, Shakespeare, y los viejos dramaturgos, Milton, Goethe, Schiller, Dante, Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo, Guicciardini, y Calderón. La biblioteca del emperador Severo consistía en Horacio y Virgilio, Platón y Cicerón. William Hazlitt tenía menos obras aún, pero conocía de memoria a Shakespeare y a Rousseau; y Shakespeare, Voltaire, y Goethe, aunque apasionados bibliófilos, no tenían una colección de libros a la que pudiera aplicarse el termino biblioteca, ya que su número era escaso.
Nuestra reina Isabel I, la católica, quizá la mujer más culta de su tiempo, poseía una biblioteca personal de alrededor de cuatrocientos títulos entre manuscritos y libros impresos. Su colección consistía en múltiples ejemplares de las Sagradas Escrituras, y exposiciones y comentarios de las mismas; obras de los Padres de la Iglesia; vidas de Santos; el Kempis; Las Meditaciones de San Buenaventura; Las Etimologías de San Isidoro de Sevilla; la historia de Tito Livio; obras de Cicerón; las Epistolae de Plinio; y obras de Virgilio, Salustio, Terencio, Séneca, Justino, y Valerio Máximo. Poseía el Decamerón, de Boccaccio; y los Triomphi de Petrarca. Y entre los libros en castellano aparecía el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, y un nutrido grupo de libros de caballería, además de las obras de Alfonso X el Sabio, Juan de Mena, Nebrija, o el Liber Proverbiorum de Raimundo Lulio.
En El Quijote, Alonso Quijano posee más de trescientos libros, que, dice, «son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida». Pero su autor, según sesuda investigación de Daniel Eisenberg, habría tenido algunos menos; quizá poco más de doscientos, aunque bien selectos.
Aun así, las bibliotecas domesticas pueden tener grandes dimensiones sin perder calidad. Probablemente una de las más grandes colecciones de libros que se recuerdan es la que, en pleno Renacimiento, el duque Federigo III da Montefeltro reunió en Urbino; una amalgama de libros como no se había visto en mil años, a la que el duque esperaba incorporar un ejemplar de cada libro que en el mundo hubiera. Sus fondos se conservan todavía en el Vaticano, y en él figuran los nombres de todos los clásicos, los Padres y los Escolásticos, muchas obras sobre arte y casi todas las obras griegas y hebreas que se conocían en aquel momento.
Sacando algo de ventaja a Reverte, Umberto Eco, manifestó en su día que poseía 50.000 libros. Pero, una de las preguntas que se presentan en estos casos de grandes poblaciones librescas es: ¿Realmente se pueden leer tantos libros? Eco dijo lo siguiente sobre este asunto:
«Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer. Sería como decir que deberías usar todos los cubiertos o vasos o destornilladores o brocas que haya comprado antes de comprar otros nuevos. “Hay cosas en la vida que necesitamos para tener siempre suficientes suministros, incluso si solo usaremos una pequeña porción. “Si, por ejemplo, consideramos los libros como medicina, entendemos que es bueno tener muchos en casa y no pocos: cuando quieres sentirte mejor, entonces vas al ‘botiquín’ y eliges un libro. No uno al azar, pero el libro adecuado para ese momento. ¡Por eso siempre debes tener una opción de nutrición! “Quienes compran sólo un libro, leen sólo ese y luego se deshacen de él. Simplemente aplican a los libros la mentalidad consumista, es decir, los consideran un producto de consumo, un bien. Quienes aman los libros saben que un libro es cualquier cosa menos una mercancía».
Lo dicho por Eco podría entroncar con un concepto japonés denominado tsundoku (積ん読): el fenómeno de adquirir incesantemente materiales de lectura, pero dejar que se acumulen en la casa sin leerlos. Combina elementos de los términos tsunde-oku (積んでおく, “apilar cosas listas para más tarde”) y dokusho (読書, “leer libros”). Quizá a alguno de los lectores les haya ocurrido algo parecido alguna vez, si bien, seguramente, a una escala menor que la de Eco.
En su libro, El cisne negro, Nassim Nicholas Taleb parte de lo comentado por el intelectual italiano, para decir que los libros leídos son mucho menos valiosos que los no leídos. Una biblioteca personal debe contener de lo que no se sabe, tanto como los recursos financieros lo permitan. Y continua:
«Acumularás más conocimiento y más libros a medida que crezcas, y el creciente número de libros no leídos en los estantes te mirará de manera amenazante. De hecho, cuanto más sabes, más grandes son las filas de libros no leídos. Llamemos a esta colección de libros no leídos una antibiblioteca».
Dicho todo ello, el número de libros de las bibliotecas personales no es una marca del amor por lo que hay en ellos, sino más bien, como apunta Taleb, de las finanzas de uno, y, como no, del espacio del que se disponga. La riqueza o la pobreza, por lo general, no son determinantes; la riqueza está en los libros, no en quien los compra. Una riqueza que en el caso de los niños puede ser decisiva.
Un profundo estudio de dos décadas de duración encontró que la mera presencia de una biblioteca en casa aumenta el éxito académico, el desarrollo del vocabulario, la atención y el logro laboral de futuros adultos.
«La exposición de los adolescentes a los libros es una parte integral de las prácticas sociales que fomentan las competencias cognitivas a largo plazo», ha declarado la investigadora principal.
El estudio también mostró que «la diferencia entre crecer en un hogar sin libros en comparación con crecer en un hogar con una biblioteca de 500 libros tiene un efecto tan grande en el nivel de educación que alcanzará un niño, como tener padres que apenas saben leer y escribir en comparación con tener padres que tienen educación universitaria”. En ambos casos, tener padres con estudios universitarios o una colección de libros impulsaba “a un niño 3,2 años hacia delante en su educación, por término medio"».
Por lo tanto, parece que el número de libros almacenados en casa si puede ser importante, al menos en el caso de los niños y los jóvenes. Aunque hacerse con quinientos libros puede ser complicado y no está al alcance de muchos hogares; además, el espacio es escaso. Sin embargo, el informe también sostiene que tener tan solo veinte libros en el hogar impacta igualmente, y de manera significativa, en la educación futura de los niños.
Pero, aun más allá, trascendiendo esas ventajas, utiles y necesarias para la vida práctica, y dando fundamento y sentido real a la existencia misma, esos libros, pocos o muchos, acercarán a nuestros chicos a un conocimiento sobre el mundo al que poder acceder, un conocimiento que es invisible, intangible e inmensurable, y que está más allá del nivel de la experiencia cotidiana: hablo de la realidad primera (en cuanto a fundamental) y última (en cuanto a misteriosa) de las cosas. Una realidad, paradójicamente, oculta y manifiesta al mismo tiempo. Los antiguos y los medievales sabían que la expresión en términos mundanos y materiales de ese saber primero solo puede llevarse a cabo a través de símbolos. Lo llamaban conocimiento poético, y como señalaba santo Tomás, es una vía puesta nuestra disposición para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto.
Solo nos queda decidir cuáles serán –al menos– esas veinte obras. Para ello, entre otras cosas, mantengo este blog y he publicado un libro; para ayudarles en esta tarea. A ustedes les corresponde hacerse con ellas.