24.06.24

Las bibliotecas personales

                                      Ilustración de Edward Ardizzone (1900-1979).

      

  

 

«La existencia misma de las bibliotecas es la mejor prueba de que aún podemos albergar esperanza en el futuro del hombre».

T. S. Eliot



«Si junto a tu biblioteca tienes un huerto, nada te faltará».

Marco Tulio Cicerón

   

«El Dr. Johnson me aconsejó hoy que tuviera tantos libros a mano como pudiera, para poder leer sobre cualquier tema sobre el que deseara instruirme en ese momento. “Lo que leas", dijo, “lo recordarás, pero si no tienes un libro inmediatamente listo, y el tema se moldea en tu mente, será una suerte si vuelves a tener el deseo de estudiarlo"».

James Boswell. Vida de Samuel Johnson

 

 

Las bibliotecas, esos oasis de cultura y saber, son casi tan antiguos como el hombre. Dice Holbrook Johnson que «no hay tesoro tal como una biblioteca; las bibliotecas son los mejores consuelos, retiros, puertos, refugios del alma del hombre. Nada hay más precioso que una gran biblioteca, nada más noble». Sin duda, se trata de los elogios propios de un bibliófilo, algo exagerados y pomposos. Pero, no obstante, creo que, despojada de toda filia, queda en esa frase algo de verdad. Y hoy, quizá, las bibliotecas representan una esperanza para la salud del alma del hombre; el faraón Ramses II estaría de acuerdo con ello.

Se dice que Aristóteles fue el primero en tener una biblioteca personal propiamente dicha; él transmitió el afán a su discípulo, el gran Alejandro, que allá donde iba llevaba consigo su colección de libros. Aunque, como sabemos, biblioteca, lo que se dice biblioteca, hubo muchas antes, aunque menos personales quizá. Y así, hubo bibliotecas de tablillas de arcilla pobladas de incisiones cuneiformes en Nínive, y bibliotecas de rollos de papiro con tinta negra y roja en Egipto. Cada desierto parece haber albergado una biblioteca, y entre sus arenas todavía yacen los restos de algún templo en el que moraban rollos, papiros o códices entre orden y desorden; lo que parece contradecir la afirmación de Charles Lamb de que una ciudad sin biblioteca es un lugar desierto e indeseable. El viajero todavía puede ver en las ruinas de Tebas, en los restos del templo Ramesseum, el lugar que ocupaba la sala de libros de Ramsés II, llamada el «Hospital del alma», tal y como nos cuenta Diodoro Sículo en su Biblioteca Histórica; y solo nos queda imaginar la grandiosidad de aquella mítica biblioteca que albergara Alejandría, destruida por las hordas del califa Omar en el otoño del 640. Se dice también que la primera biblioteca romana la fundó Sila con los libros que sacó del templo de Apolo en Atenas.

Más tarde, cuando la desolación y la destrucción bárbara se apoderó de todo aquello que fue el Imperio, en monasterios semi ocultos en oscuros bosques de Europa central, sobre escarpados montes del centro de Italia, o en medio de las brumosas islas de la Bretaña e Irlanda, afanados monjes copiaban y almacenaban manuscritos en enormes bibliotecas. A un tiempo, en las iglesias, conventos y cenobios dispersos por los estrechos callejones de Sevilla y Toledo, otros religiosos cristianos atesoraron códices y manuscritos, y promovieron también su estudio, traducción y difusión, asegurando así que este conocimiento sobreviviera a través de siglos de inestabilidad política y social. Entre los muchos monjes y estudiosos anónimos, destacaron nombres como Benito, Agustín, Isidoro, Jerónimo, Beda, Casiano, Alcuino, Juan Escoto y Tomás. Todo lo demás, hasta hoy, ha sido mera continuidad de esto, ni más ni menos.

Pero volvamos a las bibliotecas personales, que son una derivada en pequeñito de las grandes bibliotecas.

Una cuestión importante en este asunto es: ¿Cuántos libros? La cantidad no lo es todo, es verdad, pero siempre ha sido algo a considerar. Thomas Carlyle valoraba a sus conocidos por la extensión de sus bibliotecas, y decía, que un hombre valioso, es un hombre de 3.000 volúmenes. Recientemente Arturo Pérez Reverte manifestó que poseía 32.000 volúmenes, por lo que, bajo este estándar sería unas 30 veces valioso para Carlyle. Santo Tomas Moro vivía asediado por los libros. Su amigo Erasmo escribió sobre él: «es increíble la cantidad de libros antiguos que se extienden por todas partes: hay tantos que terminan en un mirador sostenido por pilares, que da al jardín»; por lo que parece, Moro había hecho caso de Cicerón. Por su parte, el obispo Richard de Bury tenía la mejor biblioteca privada de su tiempo en Inglaterra, conteniendo más libros que todos los demás obispos juntos. Los guardaba en sus distintas residencias, y eran tantos que muchos de ellos permanecían esparcidos por toda su alcoba, tanto que sus amigos, cuando entraban, no encontraban lugar para pararse o caminar sin pisotearlos.

En nuestro país, además de la citada biblioteca privada de Reverte, la de Luis Alberto de Cuenca rebasa los 35.000 volúmenes; y al parecer la de Ortega y Gasset constaba de unos 13.000 volúmenes; todas ellas, sin embargo, lejos de la de Sánchez-Dragó, de cerca de 100.000 ejemplares. Y, en el ámbito de la literatura infantil y juvenil, destaca la biblioteca que había atesorado Carmen Bravo-Villasante, más de 5.000 volúmenes que fueron donados a su muerte por su hija a la Universidad de Castilla-La Mancha, donde se creó el fondo bibliográfico “Bravo-Villasante” en el CEPLI (Centro de Estudios de Promoción de la Lectura y Literatura Infantil).

En todo caso, creo que podemos convenir que la verdadera fuerza de una biblioteca no es el número sino la calidad de sus obras. Y así, por ejemplo, la biblioteca del Dr. Samuel Johnson era solo de 841 volúmenes; Montaigne poseía 1.000 ejemplares; Robert Burton, 1.700; Samuel Pepys, 2.474; Thomas de Quincey, 5.000; y Gibbon, 7.000.

Algunos incluso necesitaban menos. Shelley sostenía que una buena biblioteca se compone de las obras de Platón, las de Lord Bacon, Shakespeare, y los viejos dramaturgos, Milton, Goethe, Schiller, Dante, Petrarca, Boccaccio, Maquiavelo, Guicciardini, y Calderón. La biblioteca del emperador Severo consistía en Horacio y Virgilio, Platón y Cicerón. William Hazlitt tenía menos obras aún, pero conocía de memoria a Shakespeare y a Rousseau; y Shakespeare, Voltaire, y Goethe, aunque apasionados bibliófilos, no tenían una colección de libros a la que pudiera aplicarse el termino biblioteca, ya que su número era escaso.

Nuestra reina Isabel I, la católica, quizá la mujer más culta de su tiempo, poseía una biblioteca personal de alrededor de cuatrocientos títulos entre manuscritos y libros impresos. Su colección consistía en múltiples ejemplares de las Sagradas Escrituras, y exposiciones y comentarios de las mismas; obras de los Padres de la Iglesia; vidas de Santos; el Kempis; Las Meditaciones de San Buenaventura; Las Etimologías de San Isidoro de Sevilla; la historia de Tito Livio; obras de Cicerón; las Epistolae de Plinio; y obras de Virgilio, Salustio, Terencio, Séneca, Justino, y Valerio Máximo. Poseía el Decamerón, de Boccaccio; y los Triomphi de Petrarca. Y entre los libros en castellano aparecía el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, y un nutrido grupo de libros de caballería, además de las obras de Alfonso X el Sabio, Juan de Mena, Nebrija, o el Liber Proverbiorum de Raimundo Lulio.

En El Quijote, Alonso Quijano posee más de trescientos libros, que, dice, «son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida». Pero su autor, según sesuda investigación de Daniel Eisenberg, habría tenido algunos menos; quizá poco más de doscientos, aunque bien selectos.

Aun así, las bibliotecas domesticas pueden tener grandes dimensiones sin perder calidad. Probablemente una de las más grandes colecciones de libros que se recuerdan es la que, en pleno Renacimiento, el duque Federigo III da Montefeltro reunió en Urbino; una amalgama de libros como no se había visto en mil años, a la que el duque esperaba incorporar un ejemplar de cada libro que en el mundo hubiera. Sus fondos se conservan todavía en el Vaticano, y en él figuran los nombres de todos los clásicos, los Padres y los Escolásticos, muchas obras sobre arte y casi todas las obras griegas y hebreas que se conocían en aquel momento.

Sacando algo de ventaja a Reverte, Umberto Eco, manifestó en su día que poseía 50.000 libros. Pero, una de las preguntas que se presentan en estos casos de grandes poblaciones librescas es: ¿Realmente se pueden leer tantos libros? Eco dijo lo siguiente sobre este asunto:

«Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer. Sería como decir que deberías usar todos los cubiertos o vasos o destornilladores o brocas que haya comprado antes de comprar otros nuevos. “Hay cosas en la vida que necesitamos para tener siempre suficientes suministros, incluso si solo usaremos una pequeña porción. “Si, por ejemplo, consideramos los libros como medicina, entendemos que es bueno tener muchos en casa y no pocos: cuando quieres sentirte mejor, entonces vas al ‘botiquín’ y eliges un libro. No uno al azar, pero el libro adecuado para ese momento. ¡Por eso siempre debes tener una opción de nutrición! “Quienes compran sólo un libro, leen sólo ese y luego se deshacen de él. Simplemente aplican a los libros la mentalidad consumista, es decir, los consideran un producto de consumo, un bien. Quienes aman los libros saben que un libro es cualquier cosa menos una mercancía».

Lo dicho por Eco podría entroncar con un concepto japonés denominado tsundoku (積ん読): el fenómeno de adquirir incesantemente materiales de lectura, pero dejar que se acumulen en la casa sin leerlos. Combina elementos de los términos tsunde-oku (積んでおく, “apilar cosas listas para más tarde”) y dokusho (読書, “leer libros”). Quizá a alguno de los lectores les haya ocurrido algo parecido alguna vez, si bien, seguramente, a una escala menor que la de Eco.

En su libro, El cisne negro, Nassim Nicholas Taleb parte de lo comentado por el intelectual italiano, para decir que los libros leídos son mucho menos valiosos que los no leídos. Una biblioteca personal debe contener de lo que no se sabe, tanto como los recursos financieros lo permitan. Y continua:

«Acumularás más conocimiento y más libros a medida que crezcas, y el creciente número de libros no leídos en los estantes te mirará de manera amenazante. De hecho, cuanto más sabes, más grandes son las filas de libros no leídos. Llamemos a esta colección de libros no leídos una antibiblioteca».

Dicho todo ello, el número de libros de las bibliotecas personales no es una marca del amor por lo que hay en ellos, sino más bien, como apunta Taleb, de las finanzas de uno, y, como no, del espacio del que se disponga. La riqueza o la pobreza, por lo general, no son determinantes; la riqueza está en los libros, no en quien los compra. Una riqueza que en el caso de los niños puede ser decisiva.

Un profundo estudio de dos décadas de duración encontró que la mera presencia de una biblioteca en casa aumenta el éxito académico, el desarrollo del vocabulario, la atención y el logro laboral de futuros adultos.

«La exposición de los adolescentes a los libros es una parte integral de las prácticas sociales que fomentan las competencias cognitivas a largo plazo», ha declarado la investigadora principal.

El estudio también mostró que «la diferencia entre crecer en un hogar sin libros en comparación con crecer en un hogar con una biblioteca de 500 libros tiene un efecto tan grande en el nivel de educación que alcanzará un niño, como tener padres que apenas saben leer y escribir en comparación con tener padres que tienen educación universitaria”. En ambos casos, tener padres con estudios universitarios o una colección de libros impulsaba “a un niño 3,2 años hacia delante en su educación, por término medio"».

Por lo tanto, parece que el número de libros almacenados en casa si puede ser importante, al menos en el caso de los niños y los jóvenes. Aunque hacerse con quinientos libros puede ser complicado y no está al alcance de muchos hogares; además, el espacio es escaso. Sin embargo, el informe también sostiene que tener tan solo veinte libros en el hogar impacta igualmente, y de manera significativa, en la educación futura de los niños.

Pero, aun más allá, trascendiendo esas ventajas, utiles y necesarias para la vida práctica, y dando fundamento y sentido real a la existencia misma, esos libros, pocos o muchos, acercarán a nuestros chicos a un conocimiento sobre el mundo al que poder acceder, un conocimiento que es invisible, intangible e inmensurable, y que está más allá del nivel de la experiencia cotidiana: hablo de la realidad primera (en cuanto a fundamental) y última (en cuanto a misteriosa) de las cosas. Una realidad, paradójicamente, oculta y manifiesta al mismo tiempo. Los antiguos y los medievales sabían que la expresión en términos mundanos y materiales de ese saber primero solo puede llevarse a cabo a través de símbolos. Lo llamaban conocimiento poético, y como señalaba santo Tomás, es una vía puesta nuestra disposición para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto.

Solo nos queda decidir cuáles serán –al menos– esas veinte obras. Para ello, entre otras cosas, mantengo este blog y he publicado un libro; para ayudarles en esta tarea. A ustedes les corresponde hacerse con ellas.

16.06.24

De charla con los libros: la gran conversación

 
                                  «Niñas leyendo». Hugo Salmson (1843-1894). 

     

   

 

«Le encantaban los libros, esos amigos poco exigentes pero fieles».

Víctor Hugo. Los Miserables

  
«En los libros encuentro a los muertos como si estuvieran vivos,
en los libros veo lo que está por venir…
Todo decae y pasa con el tiempo…
Toda fama caería víctima del olvido
si Dios no hubiera dado a los hombres mortales el libro para ayudarlos».

Richard De Bury. Philobiblon

    

 

 

Al tratar de las bonanzas y los provechos de los libros es un tópico, y de los más usados, el de la gran conversación. Les hablo de un tipo de conversación densa y profunda, nacida de los mismos libros, que, a poco que nos descuidemos, pueden envolvernos ––a nosotros y a nuestros hijos–– en un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, poniéndonos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido.

Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:

«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».

Pero, por supuesto que para iniciar y mantener esa conversación no es imprescindible embarcarse en ningún curso universitario como el de los señores Hutchins y Adler. Puede comenzarse ya de niño, y si bien a esas alturas los niveles de dificultad y profundidad serán, obviamente, superficiales, la charla irá preparando –como escribió John Senior–, a la imaginación y al intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros. Proseguía el profesor Senior: «No es un comentario frívolo decir que una persona que haya tomado contacto en su infancia con las rimas y los ritmos de las rimas y pareados infantiles también ha cultivado los sentidos y la mente para la lectura de Shakespeare». Y ello, porque, según él, «las ideas seminales de Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomas germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto».

Así que nunca es demasiado pronto para comenzar este fecundo el dialogo.

En todo caso, he de precisarles que esta conversación va más allá de la mera recepción intelectual, emocional y vivencial por el lector de aquello que el autor trata de transmitir (que ya sería mucho). Va más allá, sí. Cada vez que leemos con atención concentrada; cada vez que ponemos el corazón, el alma y todos los sentidos en un buen libro, algo más sucede.

Ciertamente, los libros son objetos materiales, no hay duda. Algo compuesto de pasta y celulosa; una ingeniosa mezcolanza de papel y tinta. Pero no debemos olvidar que también son creación del esfuerzo intelectual de otros seres humanos. Así como tampoco, que no surgen en cualquier momento y de cualquier forma, sino con la intención –otra cosa es su logro– de ser lo mejor dicho y pensado, fruto de intelectos brillantes y, al menos, peculiares, en un momento de plena conciencia creativa.

Además, no es baladí constatar que su lectura tiene lugar, muchas veces, en la intimidad de nuestros corazones, con nuestro intelecto abierto y atento a recibir y acoger. Por ello, los libros, al leerlos de esta forma, nos hacen más vivos, más sabios, más humanos; desafían nuestra subjetividad, nuestras convicciones, nuestros prejuicios, nuestra posición ante la vida; y nos inducen a escuchar todo tipo de voces: las voces de otros hombres. Y, por si fuera poco, además de hablarnos y permitirnos hablar con sus autores, los libros hablan con otros libros y nos enseñan a leer de una forma nueva: conversando, contrastando, discutiendo y amando. Y todo ello, a través de los siglos.

Por último, los libros nos impulsan –a algunos– a escribir; que es una forma derivada y más sutil de leer; y quizá, una forma más elevada e intensa de hacerlo. El que escribe ve afinar su pensamiento; lo ordena y depura; se vuelca hacia la precisión; atiende a un texto con atención y cuidado extremos; trata de desentrañar todos sus significados; e incluso, de añadir otros menos evidentes.

Al leer y escribir buenos libros, y reflexionar sobre ellos, se entra en esa gran conversación que ha durado siglos y que perdurará mientras perdure el mundo. Escribió el poeta Robert Southey una vez:

«Mis amigos infalibles son ellos,
Con quienes converso día a día».

Y nuestro Francisco de Quevedo nos regaló sobre el asunto estos conocidos versos:

«Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos».

Los libros, por tanto, nos hablan. Y conversan con nosotros, incluso cuando nadie más lo hace. El Dr. Johnson escribe: «Tengo una razón más para leer, que el tiempo, al quitarme a mis compañeros, me dejó sin oportunidades para conversar»; así, el gran conversador que fue pudo continuar con su gustoso hábito cuando ya no podía hablar con sus amigos fallecidos.

Aunque, es verdad, se trata de una conversación peculiar, pues suele ser silenciosa (he hablado de esto aquí). Señala con agudeza Holbrook Johnson en su curioso Anatomy of Bibliomania, lo siguiente:

«Muchos han dicho que una de las preciosas cualidades de esta compañía [la de los libros] es que es silenciosa; pero hay toneladas de evidencia de que, aunque silenciosos, los libros no son mudos, saludan a sus amantes y están siempre dispuestos a hablar con ellos».

Así que, aunque silenciosos, no son mudos, claro que no. A pesar de que no hablen en alto (si bien a veces lo hacen, solo tenemos que prestarles nuestra voz), sus musitados discursos llegan muy profundamente, al fondo del alma; conmueven el corazón, estimulan el intelecto; apremian y azuzan a la voluntad; ejercitan nuestra memoria; acarician el alma; e incluso la sacuden y la despiertan cuando parece dormida o anestesiada. Pero para ello, hay que estar atentos.

Tal y como nos dice Emily Dickinson, su musitar es como el viento, y

«Ofrecen una música, como de melodías
sopladas trémulamente en un cristal».

Una música muda que invita a escuchar. Con un silencio de «melodía sin frase», de «melodía sin fecha», como dice la poeta. Silencio cuyos «ecos vuelan por el aire frío», o hacen «retumbar el aire mudo». Un silencio de lo más elocuente, íntimo y locuaz en su susurro. Así es la lectura profunda, que nos adentra en las entrañas mismas del libro.

Además, se trata de un dialogo agradable, que, con el tiempo, puede hacer nacer en nosotros un afecto que podríamos denominar libresco. Maquiavelo, que poco tenía de compasivo y sentimental, decía que cuando leía y estudiaba «pasaba a las antiguas cortes de los hombres antiguos, para ser recibidos con amor por a ellos».

Se trata de un sentimiento que nos toca el corazón y puede condicionar nuestra vida. San Anselmo se apartaba del mundo para dedicarse a sus libros favoritos, que apenas podía abandonar ni de noche ni de día, pues, como san Jerónimo y san Isidoro, era un gran amante de los libros. A mediados del siglo XIV, Richard de Bury, obispo de Durham, llegó a escribir un breviario sobre el amante del libro, el Philobiblon, donde puso de manifiesto su gran pasión.

Este afecto libresco va más allá de la trama, del estilo, o de la brillantez de la escritura, profundizando en una sima arcana y muy particular, y despertando una sensibilidad densa y significativa difícilmente explicable. Y termina conduciendo a una ligazón con la obra, a un compromiso. Asumir un compromiso con alguien implica vincularse totalmente con él, hacerle una promesa. Comprometerse con un libro es algo parecido. Hay una conversación, a veces incluso una relación continua, entre el lector y lo leído, y el lector y el escritor. En algunos casos se circunscribe al solo libro de un solo escritor, incluso aborreciendo al escritor mismo. En otras ocasiones la relación se establece con un escritor concreto y con todo lo que produce. Y muchas veces abarca a varios libros y varios escritores.

Así que, adentrémonos en esa conversación, y hagámoslo con nuestros hijos. Si elegimos los libros adecuados nacerá entre ellos y nosotros un afecto sincero. Aunque habremos de ser prudentes: no hay que llegar a los extremos de perder casi la razón, como el caso del bibliófilo del que nos habla Flaubert:

«Esta pasión le había absorbido por completo. Apenas comía, ya no dormía, pero soñaba días y noches enteras con su idea fija: los libros. Soñaba con todo lo que una biblioteca real debía tener de divino, sublime y bello, y soñaba con hacerse una biblioteca tan grande como la del Rey. ¡Cuán libre respiraba, cuán orgulloso y fuerte se sentía, cuando echaba el ojo a las inmensas galerías donde la vista se perdía en los libros! ¿Levantaba la cabeza? ¡libros! ¿La bajaba? ¡Libros! A la derecha, a la izquierda, ¡aún más libros!».

Creo que fue John Donne el que afirmó que el mundo es un gran volumen y el hombre su índice. No sé si esto es así, pero es una imagen sugerente. Y con ella les dejo.

    

CONSTRUYENDO UN HÁBITO (VII). LA CONVERSACIÓN

DE NUEVO, SOBRE LA CONVERSACIÓN Y LOS LIBROS

11.06.24

«¡Vive la différence!», con Mark Twain

 «Hellelil y Hildebrand, encuentro en las escaleras de la torre». F. W. Burton (1816-1900). 

  

        

        

«¡Mis hombres se han convertido en mujeres y mis mujeres en hombres!».

Heródoto

  


«¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, varón y mujer los hizo y dijo: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”?».

Mateo, 19, 4.

  

 

Nuestros vecinos franceses han acuñado una frase que se ha hecho famosa en todo el mundo: «¡Vive la différence!». La conocida expresión se refiere a la natural disparidad entre los dos sexos en los que se encarna el ser humano, las mujeres y los hombres, a la vez que hace honor a la dicha que tal contraste trae consigo en el vivir humano.

Si bien la frase suele atribuirse a Anatole France, seguramente ustedes la recordarán mejor por la película de George Cukor, «La costilla de Adán» (1949). En el tramo final de la cinta, tras sostener la protagonista, Katherine Hepburn, la igualdad absoluta entre los sexos, concedía a su partenaire, Spencer Tracy, la posibilidad de alguna diferencia, aunque «insignificante», a lo que Tracy replicaba: «¡Vive la différence!».

No obstante, en nuestro avanzado y confortable presente, la referida frase ha devenido en tabú; se ha convertido en lo que, eufemísticamente, se califica de «políticamente incorrecto» y, por tanto, en algo indecible.

Sin embargo, a pesar de esta negación, día a día hemos de lidiar con dos hechos incómodos relacionados con este tema del sexo y su natural alteridad.

Me refiero, por un lado, al grado de insatisfacción o infelicidad que padecemos como sociedad, y en el que las mujeres parecen llevar la peor parte, y por otro, al enconado enfrentamiento que se ha desencadenado entre los dos sexos.

Numerosos estudios demuestran la conocida como «paradoja del declive de la felicidad femenina»: aunque desde el punto de vista material la vida de las mujeres occidentales ha mejorado en los últimos 50 años, las encuestas muestran que su felicidad ha disminuido, tanto en términos absolutos como en comparación con los hombres, y ello independientemente de la medida utilizada —ansiedad, depresión, miedo, tristeza, soledad, ira—.

Por lo que respecta a la cuestión del enfrentamiento entre sexos no creo necesario remitirles a ustedes a ningún estudio, basta con estar atentos a la actualidad social y política.

Las causas de tal situación son diversas, pero una de las mayores radica en la colonización ideológica de nuestras mentes por credos seculares como la ideología de género y el feminismo, peligrosas e inquietantes cosmovisiones radicalmente contrarias a la realidad, que sostienen, entre otros dislates, la inexistencia de la mentada diferencia, haciendo de la vida masculina que teóricamente venían a derogar, la norma para todos, en directo detrimento tanto de la mujer como del hombre.

Y como suele suceder cuando se altera lo que está en orden, el sinsentido de adueña de todo: fornidos transexuales abusan de las atletas; las demandas para abolir la separación de sexos en los deportes amenazan estos eventos; muchas jóvenes rechazan la maternidad y abortan bajo la amenaza de un invierno demográfico; los denominados drag queens parodian la belleza femenina, mientras esta se usa más que nunca como entretenimiento, instrumento de comercio, o material de consumo sexual; aumenta la esclavitud de mujeres para el placer de los hombres, y cada vez a edades más tempranas; y cada día que pasa son más las mujeres que se esclavizan a sí mismas sin saberlo bajo la proclama de su empoderamiento, al tiempo que minan su dignidad.

Por si fuera poco, tales ideologías han azuzado un forzado enfrentamiento entre los sexos que ha engendrado una hostilidad antinatural, lo que ha perjudicado a mujeres y hombres por igual.

Y es que, ambos sexos sufren cuando se menosprecian los atributos y la verdad natural de uno de ellos. Cuando a las mujeres no se les permite ser mujeres, los hombres no pueden ser hombres, y viceversa. Los dos sexos están hechos el uno para el otro y, si se corrompe uno, se corrompen ambos.

Así, hoy, asistimos a un mundo infeliz, atiborrado de pastillas y de soledad, donde las mujeres y los hombres vagan perdidos, explotados, infelices, alienados, y en guerra las unas con los otros.

Y a pesar de este desastre, las feministas y los ideólogos del género se aferran a sus ilusiones de liberación. Sin embargo, una parte cada vez mayor de la población, incluyendo por igual a hombres y mujeres, se ha dado ya cuenta de la gran estafa.

La buena noticia es que hay respuestas reales a estos disparates. Respuestas que derriban falsos y dañinos mitos. Para las víctimas de estas ideologías perversas, hay una luz que brilla en la oscuridad. La puerta está abierta y las luces están encendidas. Solo hay que regresar a casa.

Aunque no hay que ser ingenuo; no será fácil. Estas ideologías se presentan engalanadas bajo la seductora máscara de la igualdad y de la justicia.

Sin embargo, digan lo que digan estos ideólogos y sus voceros, la realidad siempre termina imponiéndose. Los hombres y las mujeres son esencialmente iguales, claro que sí. La fe cristiana sostiene que Dios ha dado a cada persona humana, sin distinción de sexo, la inteligencia y la voluntad, y sobre esta base se asienta una igualdad ontológica fundamental de todas las personas, como imágenes del Dios del entendimiento y del amor. Pero al mismo tiempo, mujeres y hombres son diferentes.

Y estas diferencias (estructurales, funcionales, manifestadas en el sexo y en diferentes disposiciones, no solo físicas, sino también espirituales y de carácter) tienen, además, una razón de ser. No son fruto de un azar sin sentido, así como tampoco imposiciones nacidas de una dominación (en este caso, de los hombres sobre las mujeres: el tan mentado patriarcado). Por el contrario, responden a un propósito y a una función. Los cristianos creemos que a una disposición de Dios mismo, y, por tanto, su razón última está oculta tras el misterio.

Ahora bien, le guste o no a estas ideologías, es una realidad que, en esta existencia terrenal nuestra, los hombres están más (e incluso, únicamente) cualificados para determinadas funciones, y las mujeres para otras. No porque unos sean superiores a otros, sino porque, debido a esas cualificaciones, ejercerán mejor esas funciones o serán los únicos capaces de hacerlo (pensemos en la paternidad y en la maternidad). 

Diferencias estas que, además de existir, son fundamentales para el vivir humano, pues son las que permiten que el hombre y la mujer se encuentren, cara a cara, dispuestos a ofrecerse como un don mutuo, y, a su vez, son las que facilitan esa entrega. Solo nos enriquece lo que nos falta. Así sucede entre hombres y mujeres. Y esos dones (la otra cara de esas diferencias) que cada uno aporta a la vida en común, serán necesarios para cumplir su misión, encomendada a ambos:

«Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla».

Es en ese plano de ejercicio de funciones complementarias orientadas al bien común y a la comunión entre unas y otros, donde debe comprenderse la natural diferencia entre mujeres y hombres.

Pero todo ello no es comprendido por el feminismo y sus derivadas ideológicas, que en sus agresivas reivindicaciones no son capaces de concebir un mundo en el que, partiendo de esas diferencias, haya un lugar para la contribución positiva del género masculino en el florecimiento femenino, y viceversa.

Por ello, únicamente un redescubrimiento de la verdadera condición de mujer (y de la maternidad), y de la condición de hombre (y de la paternidad) puede sacar a nuestra sociedad del abismo. Esto presupondrá, para mujeres y hombres, la aceptación franca de sus consustanciales diferencias, tomándolas como aptitudes complementarias y enriquecedoras, lo que, a su vez, permitirá recuperar la natural colaboración a la que están llamados ambos. Lo que siempre ha sido, y lo que nos ha traído hasta aquí.

Y, como de costumbre, la literatura puede acudir en nuestra ayuda, brindándonos un pequeño auxilio en esa vuelta al hogar; eso sí, siempre que la dejemos ayudarnos. Solo tenemos que hacernos con el libro adecuado. Y quizá uno de estos libros sea Los diarios de Adán y Eva, escritos por el famoso Mark Twain.

Porque, ¿qué mejor que referirnos en este asunto a lo que fue «en el principio», al momento fundacional del matrimonio, de la ordenación de la más básica comunidad humana, origen de la familia? Un matrimonio como culminación de la atracción natural que nace de esas, siempre reconciliables, diferencias.

Pocos libros muestran como este, el atractivo de las naturales disparidades que median entre los dos sexos, y lo hacen de una forma tan desenfadada, tierna y exacta; al igual que pocas obras describen tan gráfica y claramente la interdependencia y complementariedad que hay entre hombre y mujer, y su disposición natural al matrimonio como unión monógama, indisoluble, fructífera y fiel de ambos sexos.

El planteamiento viene descrito en su expresivo título: Twain escribe sobre la primera historia de amor entre un hombre y una mujer, y muy probablemente la única por lo que tiene de arquetípica, la que todo hombre y mujer que se aman deberían vivir, y que se repite, indefectiblemente, desde el principio de los tiempos. Y lo dispone todo para que sean ellos mismos los que nos la cuenten.

Con sutileza, fina ironía, y una profundidad psicológica pasmosa, Twain nos muestra, no solo la distinta manera de ver el mundo y de vivir la vida que tienen hombres y mujeres; sino, las eternas discrepancias y malentendidos que se dan por ello, que, en unas ocasiones enredan y en otras, dan agudo interés a sus pertinentes e inevitables relaciones.

Por supuesto que excluyo de mi recomendación la lectura satírica que el autor hace del libro del Génesis, impulsado por su conocida postura contra el cristianismo. Aun así, vale la pena acercarse a este libro, ya que su tono humorístico y burlón no afecta a quien está advertido y posee una formación catequética básica, y, su claro enfoque de los complementarios contrastes entre hombres y mujeres lo hace muy actual e interesante.

La obra es también un claro homenaje de Twain al matrimonio que mantuvo con su querida esposa, Olivia Langdon Clemens, nacido de uno de los más curiosos y originales noviazgos de la historia de la literatura (se cortejaron haciendo uso de los libros, expresando a través de su correspondencia sus expectativas, deseos y sentimientos mediante numerosas referencias literarias). Twain comenzó a escribir este breve libro poco antes del fallecimiento de su amada esposa y lo terminó unos años después.

Sus últimas líneas son conmovedoras, y, quizá por eso, verdaderas, como fundamentos del matrimonio al que el libro rinde homenaje:

«Cuarenta años después

Es mi ruego, es mi anhelo que ambos partamos juntos de esta vida —un anhelo que nunca perecerá en la tierra, sino que tendrá un lugar en el corazón de cada amante esposa hasta el fin de los tiempos, y será llamado con mi nombre.

Pero si uno de los dos tiene que partir primero, ruego que sea yo, pues él es fuerte, yo soy débil, y no soy tan necesaria para él como él lo es para mí; la vida sin él no sería vida: ¿cómo podría soportarla? Esta plegaria también es inmortal, y no dejará de ser pronunciada mientras perdure mi raza. Soy la primera esposa, y la última será una repetición mía.

En la tumba de Eva:

Adán:

«Dondequiera que ella estuviera, allí estaba el Edén».

Un esperanzador y divertido libro que deben leer sus jóvenes hijos, y ustedes también, claro. Para que con su lectura redescubramos, y presentemos a nuestros hijos, esa desconcertante y emocionante delicia que es la natural y sana relación entre un hombre y una mujer que se aman.

Porque, recuerden, aunque sea pequeña y, en ocasiones, deliciosamente perturbadora:

«¡Vive la différence!».

31.05.24

Las aventuras de Huckleberry Finn

   «Mapa de “La aventuras de Huckleberry Finn"». Obra de Everett Henry (1893-1961).

   

    

      

 

«Porque lo que está bien, está bien y lo que está mal, está mal, y cuando uno no es un ignorante y sabe lo que se pesca, no tiene derecho a obrar mal».

Mark Twain. Las aventuras de Huckleberry Finn

 

 

 

¿Novela infantil y juvenil o novela para adultos? ¿Clásico indiscutible o desafortunado intento? Por supuesto que tengo mi opinión personal sobre estas cuestiones, pero, que quieren que les diga; en cierto modo, tales disquisiciones académicas me dan un poco igual. Les recomiendo que lean Las aventuras de Huckleberry Finn si todavía no lo ha hecho, o lo relean si lo hicieron en sus años mozos; y, si les gusta y les parece conveniente, dénselo a leer a sus hijos. Yo lo hice, todo ello, y puedo decirles que estoy muy satisfecho (y mis hijas, también).

Dicho esto –que los expertos en retórica criticarían, pues semeja más la conclusión que la apertura–, si les parece bien, podemos contar algunas cosas sobre Huck y sus aventuras por el Misisipí.

Allá por el año 1875, Mark Twain acababa de terminar uno de sus mayores éxitos literarios, Las aventuras de Tom Sawyer (publicado al año siguiente, y comentado aquí), pero en una carta por esas fechas nos indica que ya estaba pensando en Huck:

«He terminado la historia [Tom Sawyer] y no he llevado al chico más allá de la niñez. Creo que sería fatal hacerlo de cualquier otra forma. En algún momento tomaré a un niño de doce años y lo llevaré por la vida (en primera persona), pero no a Tom Sawyer; no sería un buen personaje para ello».

Un año más tarde, vuelve sobre el asunto en otra misiva:

«Empecé otro libro para chicos, más para trabajar que para otra cosa. Llevo escritas unas cuatrocientas páginas, por lo que está casi a la mitad. Es la Autobiografía de Huck Finn. Me gusta bastante, por lo que he podido leer, y es posible que cuando termine el esbozo, o bien lo titule y lo maquete, o bien lo queme».

Y ya en 1883, en otra carta, escribe:

«Estoy avanzando en un libro extenso que dejé a medias hace dos o tres años. Espero terminarlo en un mes, seis semanas, o, como mucho, dos meses. (…). Es una especie de compañero de Tom Sawyer. Hay en él un episodio con una balsa».

Finalmente, el libro vio la luz (aunque por el camino Twain abandonó su intención inicial de seguir el desarrollo de Huck hasta la edad adulta), siendo publicado primero en Inglaterra en diciembre de 1884, y datando la primera edición en Estados Unidos de febrero de 1885.

La recepción del libro por la crítica fue, por decirlo suavemente, polémica. Recibió gran número de críticas negativas, por ejemplo, Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, reprochó a Twain que, si no tenía algo mejor que decir a los chicos, dejara de escribir para ellos. Este clima crítico difícilmente podía anticipar los elogios de figuras como T. S. Eliot y Ernest Hemingway cincuenta años después, y, sobre todo, su enorme éxito de ventas, pero entronca con el fuego aniquilador y censurador que soporta la obra en nuestros días, animada por los nuevos movimientos woke que nos asolan.

Eliot elogió la novela en un famoso prólogo, y fue uno de los pocos críticos que consideró “correcto” que la historia volviese en su final, en los capítulos denominados de “evasión”, al estado de ánimo de su precuela Tom Sawyer. Pero, Ernest Hemingway, al tiempo que dedicaba a la novela las mayores alabanzas, diciendo que toda la literatura estadounidense moderna proviene de ella, y que se trata del mejor de los libros estadounidenses, no dejó de advertir lo siguiente:

«Si, debes leerlo, pero debes detenerte donde los chicos recuperan al negro Jim. Ese es el verdadero final. El resto es simplemente hacer trampa».

Discrepo de Hemingway y estoy con Eliot. Quizá porque, como el poeta angloamericano señaló, al igual que «la mayoría de nosotros», Mark Twain «nunca llegó a ser maduro en todos los aspectos. Incluso podríamos decir que su lado adulto era juvenil, y que solo el niño que había en él, que era Huck Finn, era adulto», lo que explicaría su facilidad para trasladarnos, con diversión y deleite, los recuerdos de su propia infancia, «aún dignos de desear, aunque perdidos y desaparecidos para siempre», para que sus lectores pudiéramos disfrutarlos tanto como él.

La trama de la historia es bien conocida, narrando las tribulaciones y peripecias de joven Huck Finn tras huir de su padre borracho y encontrase con su futuro amigo, el esclavo fugitivo Jim; ambos deciden efectuar una accidentada bajada por el río Misisipí en una balsa, culminando el relato con un reencuentro final con su camarada Tom.

Pero el libro guarda entre sus tapas mucho más que eso. Hay en él, por supuesto, una enseñanza moral, aunque esta no esté garabateada en cada página, y a pesar de la advertencia –muy probablemente humorística– con la que Twain presenta su libro:

«AVISO

Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración serán perseguidas. Aquellas que intenten hallar una moraleja serán desterradas.
Y las que traten de encontrar un argumento serán fusiladas».

Decía Chesterton que la Odisea es, y siempre será, uno de los grandes libros de la literatura universal, porque realmente toda vida es como un viaje. Una idea que ha sido objeto de innumerables declinaciones literarias, aunque quizá tenga su versión más auténtica y trascendente en la parábola del hijo pródigo. Y una de esas variaciones podrían encontrarse ciertamente en las aventuras de Huck Finn; hay en esta historia algo de la Odisea, y en su protagonista, Huck, algo de Ulises.

El viaje —representado por la navegación en balsa por el Misisipí—, es el centro de la historia. Un viaje que transforma al protagonista en muchos aspectos. Andrew Lang opinaba que Mark Twain se había vuelto homérico con este libro, aunque quizás no se había dado cuenta; lo cierto es que se han señalado muchas analogías entre las dos obras, no solo la del viaje en sí: el uso de disfraces de Tom y Huck al final del libro está en la tradición del regreso a casa de Ulises y de su buscado anonimato una vez llega; y el encarcelamiento de Huck en la cabaña, la destrucción de la balsa, e incluso, Huck fingiendo su propia muerte y más tarde escondiendo oro en un ataúd, en una especie de descenso al mundo de muertos, pueden verse como reflejos —algunos muy tenues, es verdad— del viaje que nos cantó Homero.

Pero si hay alguna moraleja en el libro —sea a causa o a pesar de su autor—, es la forma en la que se produce el crecimiento moral del protagonista, la lucha que en su interior libran su conciencia y su conformidad con el estado de opinión en el que había crecido al respecto de la legitimidad de la esclavitud. Huck había sido educado en un perverso ambiente esclavista, pero su odisea por el río se convierte para él en una camino hacia la verdad, y la amistad que brota entre Jim y él desencadena la liberación de su conciencia, dándole su verdadera dimensión de profundidad y verdad (he tratado este tema aquí).

El crítico Lionel Trilling, escribió una buena recomendación sobre Huck y sus aventuras que no me resisto a reproducir:

«Uno puede leerlo a los diez años y luego cada año, y cada nuevo año descubrir que es tan fresco como el año anterior, que sólo ha cambiado algo por hacerse un poco más grande. Leerlo joven es como plantar un árbol joven: cada año añade un nuevo anillo de crecimiento de significado, y es tan poco probable que el libro se vuelva aburrido como el mismo árbol. Así, podremos imaginar como habrá sido el crecimiento de un niño ateniense junto a la Odisea. Hay pocos libros que podamos conocer tan jóvenes y amar durante tanto tiempo…».

Totalmente de acuerdo.

Así que, ahora toca acabar, pues tras esto nada más se puede añadir; y lo hago al estilo de Huck:

«No queda nada más por escribir».

20.05.24

El misterio y la tragedia de un lamentable olvido

    «Los cinco cerditos». Elizabeth Shippen Green (1871-1954).

    

 

«Algunos libros nos dejan libres y otros nos hacen libres».

Ralph Waldo Emerson


«La lectura es importante porque si sabes leer, puedes aprender cualquier cosa sobre todo y todo sobre cualquier cosa».

Tomie de Paola

 

 

Uno de esos pequeños misterios que nos rodean es por qué los libros para niños han recibido –y, a pesar de todo, siguen recibiendo– tan poca atención. Y, también, por qué han sido relegados siempre –hoy, también–, a la cola de los retrasados y menos favorecidos y elogiados. Vamos, que suele considerarse a esta literatura como de segunda categoría. Sin embargo, ninguna clase de libros es tan importante en el desarrollo de los hábitos de lectura de una nación, y, por ende, son tan cruciales para elevar, no solo en grado de alfabetización de su población, sino, igualmente, su nivel de espíritu crítico, independencia y libertad. Consecuentemente, aunque sólo fuera por esta razón, deberían ser estudiados, apreciados y, en su caso, alabados como ningún otro tipo de libro. 

Lo curioso del caso es que, además de todo ello, son igualmente dignos de atención por sí mismos, lo que acrecienta enormemente el misterio. Grandes clásicos de la belleza literaria, la poesía y el romance se cuentan a docenas entre ellos. Autores consagrados de todos los tiempos recurren a la mente y el espíritu infantil en momentos de exuberancia creativa, alegría y fantasía y, en ese trance, crean un tipo muy especial de libro que a menudo surge de una inspiración profunda, bebiendo, como ninguno, de la emoción más propicia y creadora: el asombro.

Más, a pesar de todo ello, la literatura infantil y juvenil sigue siendo la hermanita pequeña, fea y desaliñada, que nadie quiere, la cenicienta olvidada por todos, a la que todos repudian, y con la que nadie desea relacionarse públicamente, o a lo sumo el juguete ocasional con el que algunos se distraen y otros experimentan magnanimidad y generosa grandeza de corazón: migajas del supuesto talento artístico de muchos, un talento que se pretende poseer en cantidades a espuertas, pero del que se da poca cuenta y razón.

Sin embargo, si nos fijamos bien, esa descalificación, que se anuda con insistencia a la literatura para niños y jóvenes, no tiene fundamento. Como ya he apuntado, los libros para niños puede ser una muy útil herramienta para el desarrollo y la formación lingüística, cognitiva y moral, amén de un eficaz medio de entretenimiento y distracción. Es más, muchas de esas obras tienen igualmente valor literario, artístico y estético, tanto como pudiera tener cualesquiera otro tipo de literatura. Por esta razón, la literatura infantil y juvenil escapa a cualquier tipo de encasillamiento, y se resiste a ser encerrada entre las estrechas paredes cronológicas de la infancia y la juventud. Trasciende y desborda esos límites, abarcando todas las épocas, todos los estilos y géneros (poesía, narración, teatro, humor, fantasía, relato histórico, detectivesco, entre otros), y todas las edades (desde la primera hasta tercera edad).

Así, algunos estudiosos sostienen que sus inicios podrían rastrearse en la antigua civilización babilónica, en la tercera dinastía Ur; en todo caso, las Fábulas de Esopo tienen su claro origen en la Grecia clásica, y los cuentos de hadas populares se forjaron en las duras noches de inviernos inmemoriales, con las familias –niños incluidos– reunidas alrededor de una hoguera.

Por otro lado, ¿es Emilio y los detectives, de Erich Kästner, un simple thriller? ¿Es la serie de La casa de la Pradera, de Laura Ingalls Wilder, un caso de novela histórica? ¿Una arruga en el tiempo, de Madeleine L’Engle, es quizá una clásica historia de ciencia ficción? ¿Podría ser El conejo de terciopelo, de Margery Williams Bianco, un relato de juguetes como cualquier otro? ¿Son acaso los cuentos de Beatrix Potter meras historias de animales? ¿Es Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, únicamente una narración de humor absurdo? La respuesta a todas estas preguntas es sí, pero también no, ya que en tales obras hay más de lo que esas simples etiquetas pueden expresar.

Por último, muchas de las obras de la literatura infantil y juvenil van más allá de la infancia y la juventud. Tienen un largo alcance que las hace intemporales. Alguno de sus clásicos autores nos lo explican, como por ejemplo, el gran George MacDonald, quien sostenía lo siguiente:

«Yo escribo, no para niños, sino para aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta, o setenta y cinco años».

Por su parte, su discípulo espiritual, C. S. Lewis, apuntalaba el caso diciendo que «no merece la pena leer ningún libro a los cinco años a menos que valga la pena leerlo también a los cincuenta y más», y continuaba argumentando de esta manera:

«Cuando tenía diez años leía cuentos de hadas en secreto y me habría avergonzado si me hubieran encontrado haciéndolo. Ahora que tengo cincuenta los leo abiertamente. Cuando me convertí en hombre, dejé de lado las cosas infantiles, incluido el miedo a la infantilidad y el deseo de ser muy adulto».

Lewis pone aquí de manifiesto una especie de complejo a ser calificado de infantil, y, por tanto, inmaduro y poco sofisticado, que anida, no nos engañemos, en las profundidades del alma de muchos adultos, cosa que por otro lado no afecta al niño, quien, como apunta agudamente Gianni Rodari, sin complejo alguno «trepa a la estantería de los adultos y se apodera en donde puede de las obras maestras de la imaginación»; ya les hablé de esto aquí. Por tales razones, la mayoría de los grandes y buenos libros infantiles y juveniles son para todo tiempo y edad.

Pero lo que acabamos de relatar que acontece a la literatura infantil no es un fenómeno aislado; lo mismo ocurre con la enseñanza y con el rol de aquellos en quienes debe, por naturaleza y disposición, descansar aquella: padres y maestros –verdaderos padres y maestros, aclaro, no solo nominales y figurantes–. No se les reconoce, ni siquiera, la obligación –no digamos el derecho–, y no se da la suficiente importancia y trascendencia a esa digna y fundamental labor a la que están llamados.

La razón de uno y otro olvido, de una y otra relegación y desprecio, está el mismo lugar, y no por escandalosa es menos cierta. No hay un deseo real de criar y educar hombres libres, espíritus críticos (de ahí la postergación de aquella, antaño central, educación liberal); una educación liberal que consistía en la formación integral del hombre, lo que el cardenal Newman identifica como educación bajo la llama de una razón iluminada o esclarecedora, un «cultivo real de la mente» que permita a una persona «tener una visión o comprensión coherente de las cosas», que le dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real». Una educación que se manifiesta en «buen sentido, sobriedad de pensamiento, razonabilidad, franqueza, autocontrol y firmeza de visión», de tal manera que dé a su destinatario la «facultad de entrar con relativa facilidad en cualquier tema de pensamiento, y de emprender con aptitud cualquier ciencia o profesión»; «el poder de ver muchas cosas a la vez como un todo, de remitirlas por separado a su verdadero lugar en el sistema universal, de comprender sus respectivos valores y determinar su dependencia mutua».

Sin embargo, hoy, lo que se pretende con aviesa intención, es formar buenos esclavos, dóciles, manipulables, fabricar en serie zombis espirituales a los que domeñar y conducir doquiera lugar deseen los que ostentan el poder.

Y es que, muchas veces –si no, la mayoría de ellas– la simpleza y la sencillez adquieren el destello deslumbrante de la verdad. A menudo, el misterio de la existencia misma es más fácilmente intuido en el breve esbozo de un relato infantil, o en un poema en apariencia trivial, impactando profundamente en el fondo del alma. Somos más simples, y a la vez más complejos, de lo que nos imaginamos. Ocurre que nos creemos complejos en aquellos aspectos en los que no lo somos, y más simples de lo que en ocasiones nuestro orgullo nos permitiría aceptar.

Pero lo cierto, guste o no a nuestro ego, es que, como resalta Romano Guardini en su libro Los sentidos y el conocimiento religioso (1922), en todas y cada una de las cosas creadas hay un algo originario, peculiar y propio que se encuentra detrás de su realidad concreta y singular, de aquello que aparentemente vemos con nuestros ojos físicos, y que eso es, ni más ni menos, «el poder creador de Dios». Esta experiencia originaria, centrada en el verdadero asombro, es lo que puede conducirnos a un hecho básico: que todas las cosas –y nosotros entre ellas– han sido creadas. Un hecho que, según Guardini, se ve. Pero, ciertamente, hoy día muchos no ven ni con sus ojos físicos. Solo aquellos más simples, menos sofisticados, menos adocenados y artificialmente condicionados –como son los niños– pueden realmente ver. De esta manera, sus ojos, al mirar las cosas, les dicen:

«¡Mira el misterio; siente tu condición de criatura!».

Así que, lo que nos resta para alcanzar esa visión es la humildad primigenia de la infancia, los «ojos del alma» del niño. Nos falta rescatar para nosotros la original, la lúcida y pura mirada del pequeño que se asombra con todo, volver a poseer esos ojos infantiles, según Chesterton, tan «grandes y brillantes que parecen contener en su admiración a todas las estrellas»; y nos falta también ayudar a nuestros hijos a que conserven esa preclara visión suya, como el precioso tesoro que es. Pero, antes, hay que volver a hacer nuestra una virtud nada popular hoy (en realidad nunca lo ha sido), la ya mentada humildad. El cardenal Newman nos lo explica:

«Su percepción (de la belleza poética de las cosas y lo que nos transmite sobre la realidad), exige pues, como condición primordial, que no nos acerquemos a los objetos en los que reside, sino a sus pies: que los consideremos por encima y más allá de nosotros. Que debemos mirar hacia arriba, por sobre ellos. Y que, en lugar de imaginarnos que podemos superarlos, debemos dar por sentado que nosotros mismos estamos rodeados y comprendidos por ellos».

Solo así podremos intentar acercarnos al misterio de la existencia misma. Y si los libros infantiles alcanzan alguna vez la importancia y trascendencia que realmente encierran, en verdad estaremos cerca de ello.