16.11.20

El olvido de la memoria (y su rescate a través de la poesía)

                «La puerta de la memoria» Obra de Dante Gabriel Rossetti (1828-1882).

   

 

«Dios nos dio la memoria para que pudiéramos tener rosas en diciembre».

James M. Barrie

 

«Tengo una espléndida memoria para el olvido, David».

R. L. Stevenson. Secuestrado

 

   

 

Al final de la novela Farenheith 451 (1953), de Ray Bradbury, Guy Montag, el protagonista, logra escapar de sus perseguidores y en su huida descubre que no está solo, que hay otros como él, personas que aman los libros y que viven ocultas, lejos de la nueva civilización. Estos exiliados tratan de conservar, para las generaciones futuras, los tesoros literarios proscritos por el régimen, y lo hacen a través de la memoria. Cuando le preguntan a Montag qué obras desea consagrarse a memorizar, menciona dos de los libros de la Biblia: el Eclesiastés y el Apocalipsis.

Comienzo con esta evocación del libro de Bradbury para resaltar que memoria, aprendizaje y literatura han estado juntas desde un comienzo y desde entonces se han entrelazado como los tallos de una enredadera trepando sobre un muro, firmemente unidos y mutuamente dependientes. Pero esta, en un principio, firme unión ha ido resquebrajándose con el tiempo, y si bien la memoria ha sobrevivido a las acometidas de la imprenta, los augurios sobre su futuro en la era de las pantallas son sombríos. Aunque las advertencias nos vienen de lejos. Ya Platón en uno de sus Diálogos (Fedro), pone en boca de Sócrates las siguientes palabras premonitorias, que se refieren al efecto que podrá causar el cambio de la oralidad por la escritura, pero que hoy son igualmente aplicables a nuestra novísima tecnología:

«Esto [la generalización de la escritura], en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán valiéndose de caracteres ajenos, no desde su propio interior y de por sí. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos». (Platón. Fedro).

Probablemente, desde hace ya una generación al menos, se ha impuesto en el campo de la enseñanza la idea de que la memorización es, en el mejor de los casos, innecesaria, y en el peor, francamente dañina. ¿El argumento?, que sería perjudicial para la creatividad de los niños y para la comprensión y el disfrute del aprendizaje, lo que pone de manifiesto una identificación errónea de la memorización como una mera acción mecánica carente de sentido y de significado.

¿Y cómo ha ocurrido esto?

Una de las características de nuestra modernidad es que la historia se ha acelerado, los acontecimientos se suceden a velocidad de vértigo y se devoran a si mismos sin solución de continuidad. Las cosas caen con creciente rapidez en un pasado que semeja irrecuperable.

La respuesta de la modernidad ante esta vorágine epistémica no ha sido potenciar la facultad de la memoria, sino prescindir de ella y crear archivos y registros, bases de datos y pendrives de memoria, para reemplazarla o incluso borrarla. La memoria se ha vuelto irrelevante. Hemos optado por renunciar a la facultad en la que hasta hace no mucho nos basábamos para formar nuestro conocimiento del pasado, para conformar nuestro conocimiento presente y para proyectar nuestras previsiones futuras. Al borrar la memoria y descargar este «peso de conocimiento» sobre esos artificios técnicos, perdemos un recurso precioso que no puede ser sustituido simplemente por un montón de bytes. Pero, ¿por qué habríamos de esforzarnos si estos almacenes de datos cibernéticos nos hacen el trabajo?

Sin embargo, por mucho que se la aparte a un rincón oscuro, la memoria no deja de ser vida, siempre encarnada en sociedades vivaces y vigorosas y en los individuos que las componen y, como tal, en permanente conformación entre el pasado y el presente, en constante reconstrucción… la memoria es tradición y saber, son «las opiniones y reglas de vida antiguas», cuya falta, según el pensador inglés Edmund Burke (1729-1797), nos privaría de una «brújula que nos gobierne».

Es, además, quizá nuestro último reducto de identidad e independencia, pues como dice el también británico Dr. Johnson (1709-1784):

«El futuro es flexible y dúctil, y se moldeará fácilmente por una fuerte fantasía en cualquier forma. Pero las imágenes que presenta la memoria son de una naturaleza obstinada e intratable, los objetos de recuerdo ya han existido, y dejaron su firma detrás de ellos impresa en la mente, para desafiar todos los intentos de deflagración o cambio.

Dado las satisfacciones que surgen de la memoria son menos arbitrarias, resultan más sólidas y, de hecho, son las únicas alegrías que podemos llamar nuestras. Cualquier cosa que hayamos hecho reposar una vez, como Dryden lo expresa, en el sagrado tesoro del pasado, está fuera del alcance del accidente o la violencia, y no puede perderse por nuestra propia debilidad o la malicia de otro».

Por lo tanto, hemos de concienciarnos de que olvidar la memoria –como está sucediendo– traerá consigo una amnesia cultural que conducirá al suicidio de nuestra civilización. El filósofo ruso Nikolái Berdiáyev (1874-1948) ve en este credo del olvido «una deificación totalmente ilegítima del futuro a expensas del pasado y del presente», mientras que filósofo Eric Voegelin (1901-1985) advierte que conducirá a la «muerte del espíritu», y el poeta William Butler Yeats (1865-1939) que nos llevará la «marchitez del corazón».

Pero eso no es todo. Además, la proscripción de la memoria ha perjudicado el aprendizaje de los niños. El niño nace con un deseo instintivo de memorizar que está estrechamente relacionado con la adquisición del lenguaje. Si lo ignoramos o permitimos que se desarrolle al azar, no solo perderemos una de las mayores oportunidades de construir patrones de lenguaje sofisticados, sino que empobreceremos su inteligencia. Lo queramos o no, el niño, de forma automática, memorizará aleatoriamente todo aquello que encuentre en su entorno (constituido hoy, preferentemente, por la televisión, los videojuegos e internet). En otras palabras, si no le proporcionamos rimas populares, o a Lorca o a Stevenson, por ejemplo, memorizará los eslóganes de los anuncios de juguetes y las letras de Lady Gaga.

Por esta razón, desde hace tiempo han comenzado alzarse voces discrepantes contra ese apartamiento del aprendizaje memorístico, tanto autorizadas como profanas. Y en la neurociencia y en la mejor pedagogía ya hay poca discusión al respecto de la bonanza y el valor cultural, neurológico y lingüístico del aprendizaje memorizado.

Dice santo Tomás en su Summa Theologica: «Nadie se deleita a no ser en algún bien que le es conveniente, bien sea en la realidad, bien sea en la esperanza, o por lo menos en la memoria». Para esto último, podemos y debemos entrenar la memoria y hacer que esa facultad, tan deleznada y abandonada hoy, sea rehabilitada, posibilitando el disfrute de ciertos tesoros cuando los necesitemos.

Pero hay algo más. Porque aunque la lectura y memorización de la literatura ––y en especial de la poesía–– es, como nos dice santo Tomás, su propia recompensa, hacerlo desde la primera infancia crea además una rica base lingüística que facilita no solo la futura apreciación literaria, sino que, a mayores, enriquece a la persona.

Los franceses llaman «lieux de memorie» a cosas cuyo propósito es detener el tiempo, para bloquear el trabajo del olvido, objetos que representan una voluntad de recordar, de conservar y, a un tiempo, de facilitar el nacimiento de nuevos recuerdos. Los libros son «lieux de memorie» por excelencia y más excelentes cuanto mejores sean. Allí se almacenan hechos, sentimientos, emociones, experiencias, adulaciones, valoraciones, críticas, enseñanzas, alabanzas, distracciones o estímulos, pero, no solo sirven de almacén, sino que también tienen la capacidad de generar nuevos significados y de resucitar los antiguos en un juego constante entre la memoria, la imaginación y la razón.

El profesor Andrew Pudewa nos dice que la memorización también es útil (y fundamental) en estos otros aspectos:

1º.- Facilita el correcto crecimiento neurológico de los niños: «Las neuronas establecen conexiones en función de la frecuencia, la intensidad y la duración de la estimulación. Cuando los niños memorizan –y mantienen la capacidad de recitar–, estas tres variables están involucradas de manera poderosa, fortaleciendo la red de conexiones neuronales que construyen los cimientos de la inteligencia bruta».

2º.- Refuerza su capacidad de aprendizaje, puesto que «el sentido de logro que acompaña a la memorización de la poesía construye la confianza lingüística e incluso académica y se extiende a otras áreas». De esta manera, el niño «creerá que puede aprender cualquier otra cosa». En suma, «el aprendizaje de memoria no solo fortalece la mente, sino también el corazón y el espíritu del niño».

Vista la importancia de traer de nuevo con nosotros y sobre todo con nuestros hijos a esa adusta ama de llaves (la memoria) para que se ponga a jugar con la «loca de la casa» (la imaginación), la gran pregunta es ¿cómo hacerlo? El primer paso es comenzar por un programa de ejercicio intensivo y una dieta de alimentación equilibrada para hacer crecer el músculo memorístico. Después llega el mantenimiento, para no perderlo.

Es un hecho conocido que en una etapa inicial (aproximadamente de los 3 a los 12 años), las mentes de los niños son como esponjas. Se empapan de información y absorben hechos, hechos y más hechos. En este período su imaginación vaga sin rumbo y demanda ansiosamente alimento, y estos datos, hechos, fragmentos, deben ser su dieta. Contrario al desprecio moderno que hoy enfrenta este tipo de aprendizaje, no hay nada equivocado en conocer datos y hechos y dominarlos para, depositándolos en el granero de la memoria, gestionarlos después como almacén de información. Aunque puede ser inicialmente algo un poco árido y laborioso, los niños pronto podrán retener fácilmente esa información y les encantará exhibir su dominio sobre la misma.

Tras esta primera etapa de crecimiento, la memoria debe continuar siendo alimentada, ejercitada y fortalecida en los niños mayores y los jóvenes.

Pero, ¿cual es el alimento y el tipo de ejercicio ideal para este régimen, tanto de grandes como de chicos? En suma, ¿qué deberían memorizar? La respuesta es clara: poesía.

La poesía parece hecha ex profeso para entrenar la memoria y hacerla crecer en el recuerdo y la belleza, pues en ella ambas cosas se potencian mutuamente: la música del poema ayuda a recordarlo y su letra esculpe las notas de la melodía en la memoria.

El poeta británico Isaac Watts (1674-1748) publicó en 1715 una obra titulada Canciones Divinas en lenguaje fácil para el uso de los niños. Se trató de uno de los primeros intentos por parte de un literato reconocido de escribir versos específicamente para niños. Watts creía en la importancia de la educación temprana y en el poder del verso para el aprendizaje: «lo que se aprende en el versículo es más largamente retenido en la memoria y más pronto recordado».

Abundando en esta idea, Andrew Pudewa señala:

«Los poemas, por su propia naturaleza, son más fáciles de recordar que la prosa (…). Como las canciones, las rimas y los patrones rítmicos intrínsecos a la poesía, crean una previsibilidad que ayuda y acelera la memorización. Las rimas infantiles existen por una razón».

Los más pequeños tendrán de empezar con las rimas y canciones tradicionales, para ir creciendo poco a poco en complejidad, combinando estas con autores como Stevenson, Beatrix Potter, Gloria Fuertes e incluso otros que, si bien no escribieron poesía específicamente para niños, tienen en su producción notables ejemplos de poemas infantiles (algunos de ellos podemos encontrarlos en antologías como la ya clásica Mi primer libro de poemas (1997), con poemas de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y otros).

A los mayores (a partir de los 12 años), no será necesario que les hagamos memorizar el Eclesiastés, como Guy Montag, el protagonista de Farenheith 451, ni La Divina Comedia de Dante, al menos por ahora. Bastará con que sigamos el consejo del profesor Denis Quinn, el colega de John Senior, de que «la primera cosa que debe hacerse con un poema o canción es simplemente aprenderlo de memoria», y apliquemos este principio primero a poemas cortos para luego ir ampliando el campo a obras de mayor extensión y complejidad. Aquí se puede acudir también a diversas antologías, algunas de ellas ya citadas en este blog: Antología de la literatura infantil en lengua española (1966) de Carmen Bravo-Villasante, El silbo del aire (1965) de Arturo Medina, y 350 poemas para niños de la biblioteca Billiken. Hay que empezar por lo más bajo, pues ya sabemos que «lo más alto –como recuerda Thomas Kempis– no se sostiene sin lo más bajo».

Y leamos los poemas en voz alta. El crítico Harold Bloom (1930-2019) nos dice algo al respecto:

«He aquí un primer punto crucial sobre cómo leer poemas: en lo posible, hay que memorizarlos. (…) A las relecturas silenciosas de un poema breve que realmente nos ha tocado debería seguir el recitado en voz alta, hasta que nos descubrimos poseídos por el poema (…). Confiado al recuerdo, el poema nos posee y así podemos leerlo con más atención, que es lo que exige la gran poesía para dar sus recompensas».

Hagamos entonces que los niños memoricen poemas y los reciten en voz alta; no hay mejor ejercicio para el gusto y la memoria. Y sigamos el consejo que el malogrado pensador ruso Pável Florenski (1882-1937) daba a sus hijos en la distancia, desde su prisión siberiana:

«No dejes nunca de leer en voz alta hermosos poemas».

 

P.D. Además de las obras citadas, querría recomendarles dos libros de poesía editados por dos pequeñas editoriales católicas. Uno, un breve pero intenso libro del que ya hablé aquí, Elogio de la niñez, del poeta argentino y amigo José A. Ferrari, editado por Vórtice. El otro, 400 poemas para explicar la fe (selección de poemas religiosos para la catequesis) de Yolanda Obregón y editado por Vita Brevis, una antología de poesía religiosa diferente por la forma en que la autora la presenta, ordenada y en correspondencia con las Sagradas Escrituras, inspiración principal y origen y destino de todos los poemas.

 

9.11.20

Literatura cristiana, ¿ayuda u obstáculo?

                          «San Jerónimo» (detalle). Obra de Jan Massys (1509-1575).

 
 
 

«El ojo del poeta ve menos claramente, pero ve más allá que el ojo del científico».

Peter Kreeft


 

Hace no mucho hablé de escritores católicos, de los modernos y los contemporáneos, de su grandeza, de las dificultades de su oficio y del difícil mundo en el que se desenvuelven. Hoy quiero detenerme en la conveniencia o no de servirnos de sus obras. Y a ese respecto me asaltan una serie de preguntas aunque, ni son mías ni son nuevas.

¿Puede la lectura de estas obras ayudar espiritualmente al indeciso, al extraviado, incluso al alejado o al hostil? ¿O podría tratarse de medios de distracción o, incluso, de corrupción? ¿Deben o no deben ser leídas? ¿por quien y cómo? Y, sobre todo, ¿deben serlo en la busca de un apoyo, de una ayuda espiritual, o esto sería un error?

Todas estas preguntas arraigan en un tema más general, ampliamente tratado y discutido desde Platón: si la lectura sirve o no sirve de educadora y de acicate moral y espiritual, o, por el contrario, es un mero divertimento indiferente a la acción y a la conformación del carácter del lector.

Si bien Platón, en el último libro de La República, se manifiesta contrario a la actividad lectora, no lo hace por su inutilidad, sino por su peligrosidad, lo que habla en favor de su influencia (sea esta buena o mala). Aristóteles, por su parte, en su Poética, se muestra a favor de la lectura, al afirmar que el hombre purga así el exceso de emoción y obtiene una visión más racional de las cosas que le rodean.

Ya en el Renacimiento, en Una apología de la poesía (1583), Sir Philip Sidney, siguiendo a Aristóteles, defendió que la poesía revela universales y por ello es profundamente filosófica, para, yendo todavía más lejos que el filósofo, afirmar que es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía puede enseñar lo bueno, pero no mover nuestros corazones para actuar respecto a ese conocimiento.

Hoy día la polémica continua. Como muestra de una de las posiciones, el poeta y crítico W. H. Auden, en una famosa línea de su poema En memoria de W. B. Yeats, dice lo siguiente: «La poesía no hace que nada suceda». Auden explicitó en uno de sus ensayos a qué se refería, señalando que la poesía no se ocupa de decirle a la gente qué hacer, sino que solo la empuja a realizar una elección racional y moral, pero sin determinar su sentido. Como ejemplo de la otra, el también poeta contemporáneo Ezra Pound, señala: «propiamente, deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».

Pero, ¿qué hay de nuestros escritores católicos, más allá de la discutida cripto-confesionalidad de sir Philip Sidney? Para responder a esta pregunta, quizá deberíamos acudir a la opinión de quién, seguramente, es el primer y, por ahora, único santo novelista (a expensas de lo que ocurra con Chesterton): el cardenal Newman.

Apenas una década antes de escribir su primera novela, Perder y ganar (1848), un Newman todavía anglicano había advertido a sus feligreses en el sermón titulado El peligro de los logros, contra los riesgos de leer o escribir novelas: «hacemos daño a nuestro sistema moral interno, al igual que podríamos estropear un reloj u otro mecanismo jugando con las ruedas del mismo. Debilitamos sus resortes y estos dejan de actuar eficazmente» (…) «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción. Cuando leemos novelas no tenemos nada que hacer; leemos, somos afectados, somos enternecidos o somos provocados; pero eso es todo. Nos enfriamos de nuevo y nada resulta de ello». Estos recelos, basados en la posible influencia corruptora, o como mínimo, paralizadora, de la lectura de novelas, son casi tan antiguos como la propia novela como género, o incluso la propia lectura, pues ya hemos visto que de tal rechazo puede seguirse rastro hasta Platón. Así pues, que la lectura de novelas podía conducir a una disipación del sentimiento moral a expensas de la acción moral era una posición conocida en aquel tiempo. A pesar de este inicial recelo, sabemos por sus cartas, que Newman comenzó a disfrutar de la lectura de novelas —por ejemplo, elogió a Walter Scott— y, sobre todo, que finalmente superó sus escrúpulos morales a las mismas, o, la menos, consideró sus efectos beneficiosos superiores a los perniciosos.

En la serie de conferencias recogidas bajo el título Idea de la Universidad (1852), el cardenal escribe en términos elogiosos lo siguiente:

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia y la sabiduría perpetuada, si por los grandes autores los muchos son llevados a la unidad, el carácter nacional se fija, un pueblo habla, el pasado y el futuro, el Oriente y el Occidente se comunican entre sí, si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Aquí, Newman hace una defensa del arte literario, y no solo artística (en referencia a una posible via pulchritudinis), sino de igual manera instrumental, aunque esta utilidad instrumental lo sea para algo tan inmaterial como es el beneficio del corazón y el alma. Se trataba de una defensa intelectual de la bondad de la novela que, a un tiempo, se volvería práctica.

Y es que, cuatro años antes, en 1848, Newman había escrito su primera novela (Perder y ganar, parcialmente autobiográfica) y ocho años después escribiría la segunda (Calixta, 1856). Ambas obras tienen la misma temática ––la experiencia de una conversión––, aunque en diversos escenarios y épocas: el Oxford de su tiempo, la primera, y el Imperio romano de mediados del siglo III bajo las persecuciones del emperador Decio, la segunda.

¿Qué fue lo que llevó a Newman a cambiar de opinión?: El convencimiento de que el arte literario puede ser beneficioso, de acuerdo a la idea (parafraseando lo que C. S. Lewis diría casi cien años después), de que «a veces los cuentos [de hadas] dicen mejor lo que hay que decir».

Newman escribió sus dos novelas movido por dos motivos:

Primero, de acuerdo a sus palabras, como respuesta a un «cuento, dirigido contra los conversos de Oxford a la fe católica». Ese cuento era la novela anti católica titulada De Oxford a Roma (1847), de Elizabeth Harris, que incidía en una temática ya iniciada por otras obras del mismo estilo, como la de su compañero tractariano William Sewall, Hawkstone, publicada en 1845. Newman quiso hacer frente a esos ataques a los conversos al catolicismo con las mismas armas con que eran perpetrados.

Y segundo, para tratar de hacer algo que con sus escritos teológicos y filosóficos sabía que no podría hacer: mover a la fe a sus lectores. Estos dos relatos tienen el poder conmover a quien los lea, independientemente de su fe, y llevarlo a sentir simpatía por el converso, e incluso a identificarse con él. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, obstáculos que él conocía bien por haberlos padecido. Respecto de Calixta, señaló que se trataba de «un intento de imaginar y expresar, desde un punto de vista católico, los sentimientos y relaciones mutuas de cristianos y paganos en el período al que pertenece», y especialmente, el sentimiento de una conversión en un ambiente hostil al cristianismo.

¿Y qué hay del citado Chesterton? En Herejes (1905), un Chesterton temprano nos habla de la lectura de novelas con su original y sorprendente visión:

«En cierto sentido, es más valioso leer literatura mala que buena. La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre; pero la mala literatura puede revelarnos la mente de muchos hombres. Una buena novela nos cuenta la verdad de su héroe; pero una mala novela nos cuenta la verdad de su autor. Y mucho más que eso, nos cuenta la verdad de sus lectores. Además, por curioso que parezca, nos dice más cosas cuanto más cínico e inmoral sea el motivo de su creación. Cuanto más insincero es un libro en tanto que libro, más sincero resulta en tanto que documento público. Una novela sincera muestra la simplicidad de un hombre concreto; una novela insincera muestra la simplicidad de toda la humanidad. Las decisiones pedantes y los ajustes definibles de los hombres pueden hallarse en papiros, en libros fundacionales y en escrituras; pero las ideas básicas y las energías eternas deben buscarse en las novelitas de a un penique [las “chuches” de la época]. Así, un hombre, como muchos hombres de auténtica cultura de nuestro tiempo, puede no aprender nada en la buena literatura más allá del poder de apreciar la buena literatura. Pero de la mala literatura podría aprender a gobernar imperios y recorrer el mapa de la humanidad».

Chesterton habla aquí, entre otras cosas, de los «buenos libros malos» (que más tarde serían también elogiados por George Orwell), en referencia a aquellos que logran un efecto sorprendentemente estimulante y beneficioso para el alma a pesar de los defectos de estilo y construcción, que los descalifican como literatura. Siguiendo con Herejes, continúa el autor inglés diciendo:

«La gente se pregunta por qué se leen más novelas que ensayos científicos, que obras sobre metafísica. La razón es muy simple: sencillamente porque la novela es más verdadera que las otras obras. En ocasiones, legítimamente, la vida aparece en forma de ensayo científico. A veces, más legítimamente aún, la vida aparece en forma de obra de metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser canción; puede dejar incluso de ser un lamento hermoso. Tal vez nuestra existencia no sea una justicia inteligible, o incluso puede ser un mal cognoscible. Pero nuestra existencia sigue siendo una historia».

Soy de la opinión de Newman, de que la literatura (la gran literatura, la buena literatura e incluso la buena mala literatura ––las “chuches”––, cada una en su medida) puede ser útil para el corazón y para el alma, como una suerte de bendición. Este es, además, el estilo de Dios, observable en la propia Biblia y en la forma de expresarse de Nuestro Señor, al igual que en la forma y manera que ha dado a nuestras vidas, que, como dice Chesterton, no son otra cosa que una historia. En esta misma línea, George MacDonald decía que desdeñaba las abstracciones, considerándolas «momias de prosa sin vida». Él, como cristiano, prefirió la imaginación y la parábola como formas de liberar la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional, y así despertar la fe moribunda. Estoy de acuerdo con MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O´Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que nos posee», pues, como ella decía «este es un logro modesto, pero quizás necesario».

No obstante, la lectura no puede ser la única, ni siquiera la principal de las ayudas que ofrezcamos a nuestros hijos. Los libros deben limitarse a ser lo que deben ser: guías, muestrarios, ejemplos, o incluso distracciones. Nuestros hijos no deben dejar de frecuentar, en la mayor medida posible, la propia vida, la vida real, la que da sentido a esos mapas y guías, pues si el sentimiento y la voluntad, si el deseo de hacer el bien, de alcanzar la verdad y de contemplar la belleza quedan circunscritos al interior de unos libros, por muy buenos y bellos que estos sean, la misión estará abocada al fracaso. No se trata simplemente de sustituir las pantallas por los libros. Por ello el libro y la lectura habrán de ser un medio y nunca un fin. Quizá a este riesgo se refería Newman cuando advertía de que «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción».

Así que ya termino. Y lo hago con un ejemplo muy gráfico de alguien que hizo uso, junto al rezo y la ayuda de la gracia, de esas buenas lecturas católicas para apuntalar su fe. Para ello les invito a acercarse al Diario de oración de la citada Flannerty O’Connor. Este diario (editado en castellano por Encuentro), abarca desde enero de 1946 hasta septiembre de 1947. O’Connor tiene en ese momento veinte años, está muy lejos de casa, estudiando en la Universidad de Iowa, y su futuro, no ya como escritora sino como católica, pende de un hilo. Por primera vez en su vida se encuentra sola, bajo la influencia de maestros eruditos pero sin fe y compañeros igual de extraviados, que la arrastran a una situación de crisis espiritual. Ella solo puede aferrarse a la fe de su infancia, pero… ¿será suficiente? O’Connor clama en oración: «Temo, oh Señor, perder mi fe. Mi mente no es fuerte. Es una presa de todo tipo de charlatanería intelectual». Ella continúa diciendo que tiene «miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que andan a tientas en la oscuridad de mi alma», y le ruega que la proteja.

Flannery rezó y rezó, rogó por su alma y se dejó abrazar por la gracia, pero también participó en la lucha con su propio esfuerzo. Siguiendo el consejo de san Agustín rezó «como si todo dependiera de Dios» y se esforzó «como si todo dependiera de ella», y en este «esfuerzo» tuvieron parte destacada sus buenas lecturas. Ella comienza leyendo a Kafka, pero la pesadumbre del autor checo la atenaza, al darse cuenta que en él la acción de la gracia es prácticamente inexistente. Así que recurre a los franceses Georges Bernanos y su Diario de un cura rural (1936), y Léon Bloy. Y en ellos descubre a la gracia operar sobre las almas. Se trata de escritores católicos que tratan lo sobrenatural con gran seriedad, pero al mismo tiempo, con naturalidad. O’Connor toma a Bloy como modelo de cómo reaccionar ante el mundo contemporáneo; su lectura la perturbaría sanamente. Ella lo describió así: «Bloy es un “iceberg” lanzado contra mí para romper mi Titanic y espero que mi Titanic se rompa». Más tarde llega a sus manos Arte y Escolástica (1947) de Jacques Maritain, de donde la escritora toma con entusiasmo una ars poetica propia; escribe tras leerlo: «Quiero ser la mejor artista que pueda ser bajo la luz de Dios.» (…) «Dios me ha dado todo, todas las herramientas, incluso las instrucciones para su uso, incluso un buen cerebro para usarlas, un cerebro creativo para hacerlas inmediatas a los demás». Todas sus dudas se van disipando y va creciendo en ella la fe; su catolicismo se va manifestando a través de su naturaleza artística. Flannerty O’Connor salvó finalmente el escollo y en ello la ayudó, aunque fuera levemente, sus lecturas, sus buenas lecturas católicas.

¿Qué más quieren que les diga…? Creo que las preguntas han sido respondidas, al menos para mí. Espero que lo aquí escrito les sirva a ustedes de ayuda.

30.10.20

El mar, fuente de aventuras

                     «Capitán en medio de la tormenta». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

 

  

«El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar».

Jorge Luis Borges

  

«El mar nunca cambia y su acción, por más que digan los hombres, está envuelta en misterio».

Joseph Conrad

  

   

El mar es desafío y abandono, aprensión y temor. Una representación de lo más grandioso e indomable. Aquello que sitúa al hombre abruptamente en su lugar, como la mera criatura impotente e indefensa que es. Un lugar en el que –como diría el poeta norteamericano Longfellow–, «navegando en las lúgubres tinieblas, bajo el ronco huracán y la nevada», el hombre se debate y lucha contra la naturaleza desnuda.

Y como el hombre, el mar es una fuente de contradicciones. Es consuelo, tranquilidad y belleza, y nos acuna y nos arrulla, y nos extasía y nos anonada. Sin embargo, al igual que el hombre, también es oscuro y misterioso, profundo y siniestro, incontrolable y mortal. El mar es un conjunto de incongruentes estados que de forma impredecible se suceden y se solapan ante nuestra desesperada incomprensión. Su poder, a la vez catastrófico y generador, fértil y destructor, ha causado desde siempre un formidable impacto en el hombre.

                       «El solitario mar». Obra de Claus Bergen (1885-1964).

Como acabamos de ver en las dos últimas entradas, el mar ha sido tomado con frecuencia como el grandioso escenario de muchos dramas literarios, y más allá de eso, en algunos casos también ha adquirido el rol de co-protagonista de la historia. Byron lo describió como «oscuro; sin límites, interminable y sublime. La imagen de la eternidad: el trono de lo invisible»; Joseph Conrad en Tifón, (1902) lo tildó de fuente salvaje de poder y misterio con aparente voluntad propia, «un ser inteligente que tratara deliberadamente de destruirnos». Baudelaire lo hace rival implacable del hombre, con quien lo compara:

Ambos sois tenebrosos y discretos:

Hombre, nadie ha sondeado el fondo de tus abismos,

¡Oh, mar, nadie conoce tus tesoros íntimos,

Tan celosos sois de guardar vuestros secretos!

Y empero, he aquí los siglos innúmeros

En que os combatís sin piedad ni remordimiento,

Tanto amáis la carnicería y la muerte,

¡Oh, luchadores eternos, oh, hermanos implacables!

Como fuente de inspiración ha dado lugar a efímeras obras populares y a clásicos perdurables, desde la primera gran obra de la literatura marítima, La Odisea de Homero, hasta las excelentes novelas contemporáneas de C. S. Forester y Patrick O’Brian.

Si bien han sido muchos los maestros que han escrito sobre él, fue en el siglo XVIII cuando el mar se convirtió en un poderoso escenario literario con el Robinson Crusoe de Defoe (aquí), y sus continuadores, obras que prepararon el camino a las gloriosas aventuras de más tarde escribirían Stevenson, Melville, Verne o Conrad (La isla del Tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino, Moby Dick o La línea de sombra).

               «La nave convicta T. K. Hervey». Obra de James Hamilton (1819-1878).

El crítico Edwin M. Hall proporciona una útil definición de este nuevo tipo de relato de aventuras marinas: «una narración de prosa ficticia de la que al menos la mitad de la acción tiene lugar a bordo de un barco y en la que el manejo de este es fundamental para la trama». Hall sostiene que fue James Fenimore Cooper quien dio nacimiento al género con la publicación de El piloto (1824). Sin embargo, si Cooper lo inventó, el capitán Frederick Marryat fue quien lo popularizó, y sus novelas marcan un antes y después en el género. Según A. A. Milne, las obras de Marryat son un «combinando de aventura en una isla desierta por un lado, y un alto tono moral por otro; mermelada y pólvora en las proporciones adecuadas».

Como ha escrito W. H. Auden, desde finales del siglo XVIII y durante el siguiente siglo, el mar se convirtió en «una metáfora del peligro», y el género de aventuras náuticas se construyó sobre la base de varios principios característicos:

1) Abandonar la tierra y la ciudad es el deseo de todo hombre de sensibilidad y honor.

2) El mar es el mundo real y el viaje es la verdadera condición del hombre.

3) El mar es donde tienen lugar los acontecimientos decisivos, los momentos de elección eterna, de tentación, caída y redención. La vida en tierra es siempre trivial.

4) El destino es desconocido, aunque pueda existir: una relación duradera no es posible ni siquiera deseable.

                    «Viento creciente». Obra de Montague Dawson (1895-1973).

Como en toda novela de aventuras la estructura básica de este tipo de relatos es comúnmente conocida: el héroe es separado de su hogar y debe someterse a un período de pruebas y ordalías. En ocasiones conoce a un primitivo y sabio mentor que le enseña virtudes heroicas y habilidad práctica, en ocasiones debe aprender por sí mismo. El héroe inevitablemente crece en carácter, madurez y sabiduría y finalmente regresa a su hogar para demandar su legítimo lugar.

A continuación paso a referir unas cuantas de estas obras. Para ello, en algunos casos echaré mano de las peculiares y concisas referencias de ese pilar de la cultura que fue, durante tantos años, la poco reconocida revista literaria, Novelas y Cuentos (1929-1966):

El piloto (The pilot, 1824), de Fenimore Cooper. Unos héroes de la independencia americana, pilotados por un hombre misterioso, se aventuran hasta las costas inglesas, y tras azarosas luchas, sorteando mil peligros, dos de ellos rescatan a sus amadas. De dieciséis años en adelante.

Propiedad del rey (The King’s Own, 1830) del capitán Frederick Marryat. William Seymour es un joven huérfano que se enrola al servicio del rey en el Aspasia, un navío de guerra donde protagonizará toda clase de aventuras y batallará contra los franceses. Parte de los personajes y hechos que cuenta están basados directamente en experiencias personales del autor, como la escena del combate en medio de una gran tormenta. De dieciséis años en adelante.

 

                                             Portadas de las obras de Marryat.

Aventuras de Newton Forster (Newton Forster, 1832), del capitán Frederick Marryat. Aventuras asombrosas, intriga apasionante. Valor, pericia y suerte allanan mil obstáculos y el amor pone su nota risueña y optimista en el desenlace. De dieciséis años en adelante.

Pedro Simple o De grumete a almirante (Peter Simple, 1834), del capitán Frederick Marryat. Con sólo quince años, Pedro Simple embarca como grumete en el Diomedes. Relatados por él mismo, se suceden los incidentes: hace amigos, asciende, combate con arrojo, pasa tormentas y conoce el amor. Poco a poco, tras ponerse a prueba el valor y audacia del protagonista, la lealtad y el amor se enfrentan y derrotan a la ambición y la maldad. Pedro Simple pasa de ser un «simple grumete bobalicón a ser uno de los hombres más respetados de Inglaterra: el ilustre lord Privilege». De catorce años en adelante.

A bordo de la Harpy (Mr. Midshipman Easy, 1836), del capitán Frederick Marryat. Deliciosa sátira sobre un hijo malcriado y su vuelta al buen camino. El protagonista, desconocedor del mundo e imbuido de un espíritu de rebeldía, ingresa como guardia marina en una corbeta armada en corso. Combates, abordajes, incendios, apresamiento, ironía y humor. Para chicos de catorce años en adelante.

 

                                        Carátulas de algunos de lo títulos referidos.

El pescador de Islandia (Pêcheur d’Islande, 1886), de Pierre Loti. En un pequeño puerto bretón los hombres parten todas las primaveras hacia Islandia, a la pesca del bacalao y a enfrentarse a la mar, esa devoradora de marineros. Hasta su regreso, al final del verano, las mujeres en el pueblo sufren y esperan… Este es el marco de una sencilla y desgarradora historia de amor, con un hombre de mar cuyo corazón vuela desde el océano hacia la aldea donde le espera una mujer. Es la obra maestra de Loti y como evocación del mar es un poema de sombría magnificencia. De dieciséis años en adelante.
Los pescadores de ballenas (I pescatori di balene, 1894), de Emilio Salgari. El Danebrog es un buque ballenero danés al mando del capitán Weimar que surca los mares del Ártico en busca de ballenas. Durante la persecución de una ballena herida, el barco se aleja de las rutas habituales y acaba naufragando en el hielo. Desde este momento los marineros Hostrup y Koninson tendrán que sufrir graves peligros y enormes penalidades en su lucha por sobrevivir y llegar a las costas de Alaska. Un escenario a lo Moby Dick pero destilado de toda trascendencia. De catorce años en adelante.

 

                                        Portadas de algunos de los libros comentados.

Los pescadores de trepang (I pescatori di Trepang, 1896), de Emilio Salgari. Cuenta la historia de un barco comandado por un capitán holandés que se adentra en unas costas poco exploradas de Australia y Papua para pescar trepang, una especie de pepino marino muy apreciado en Asia. Junto a sus sobrinos naufraga y es perseguido por indígenas antropófagos hasta que, tras tribulaciones mil, logra volver a su país. De catorce años en adelante.

Los amotinados de la Bounty (Les révoltés de la Bounty, 1879. De dieciséis años en adelante) y La Trilogía del Bounty (The Bounty Trilogy, 1932-34. De dieciocho años en adelante). El motín de la Bounty es el hecho más novelesco en la historia de la navegación, con ecos de La Odisea. Una tripulación amotinada que se deja hechizar por la belleza y la dulzura de las islas polinésicas, un capitán abandonado con dieciocho hombres en un pequeño bote que se enfrenta victoriosamente a los salvajes, las tormentas y el hambre, en tanto los amotinados, vagando por el Pacífico, cumplen destinos trágicos y extraños. Julio Verne y Nordhoff Charles y Hall James Norman, entre otros, han abordado el tema. El primero en una novela corta, al parecer no enteramente suya, y los segundos en una trilogía que es considerada uno de los más colosales relatos de aventuras náuticas jamás contados.

Les deseo a ustedes y a sus hijos una buena y provechosa lectura.

19.10.20

Capitanes intrépidos o las bondades del patriarcado

                      
              «La advertencia de la niebla». Obra de Winslow Homer (1836-1910).

 

 

«Debo volver a los mares de nuevo, 

A la errante vida gitana,

A la manera de la gaviota y la ballena, 

Donde el viento es como un cuchillo afilado;

Y todo lo que pido es una alegre historia 

Junto a un compañero de aventuras».

 

John Masefield 

 

 

 

El argumento de la novela de Rudyard Kipling Capitanes Intrépidos (1896), puede ser resumido en unas breves frases, como las usadas en su día por la mítica revista literaria Novelas y Cuentos«Libro clásico de aventuras, la obra narra las peripecias de Harvey Cheyne, un niño malcriado e hijo de un multimillonario, que, tras caer al mar desde la cubierta de un lujoso vapor, es recogido por un barco de pescadores».

Como en una de sus obras anteriores, El libro de la Selva (1894), en esta historia Kipling nos presenta a un muchacho a quien las circunstancias fuerzan a vivir en un nuevo entorno y que se ve profundamente afectado por la experiencia. A diferencia del niño de El Libro de la Selva, Mowgli, que no es más que un bebé cuando es adoptado por los lobos, el protagonista de Capitanes intrépidos, Harvey Cheyne, tiene 15 años, y cuando una ola fatal lo arranca de la cubierta de un transatlántico, lo arroja al océano y cambia por completo su vida, ya ha adquirido malos hábitos (los propios del hijo caprichoso y consentido de un millonario). Tras caer al mar, Harvey es providencialmente rescatado por un pescador portugués, Manuel, y llevado al barco pesquero del que este procede, el Estamos aquí, un balandro del puerto de Gloucester, Massachusetts, que navega hacia las aguas de Terranova bajo el mando del veterano capitán Disko Troop. De esta manera, Harvey se ve obligado a pasar la temporada de verano en los grandes bancos del Atlántico Norte, pescando bacalao como un tripulante más del navío. Cuando el Estamos aquí regresa a Gloucester, Harvey se reúne con sus padres como un joven distinto, maduro y dispuesto a afrontar las responsabilidades de una vida adulta, tras haber adquirido en la travesía los atributos morales que le hacen un digno hijo de su padre.

                              Ilustración para la novela de Zdenek Burian (1905-1981).

En cartas a amigos, Kipling describió Capitanes intrépidos como una «pequeña historia en prosa»«una historia de niños», incluso un «boceto para un mejor trabajo», y solo ocasionalmente como una verdadera «novela». Finalmente, poco antes de su publicación, escribió a William James anunciándole que el «cuento largo» estaba terminado. Todos estos calificativos, junto a su breve extensión, conducen a ver la historia como una fábula, una fábula que versa sobre el crecimiento y la madurez, así como sobre la importancia que para el éxito de esta vital empresa, que es hacerse hombre, supone el reconocimiento de la autoridad, sus reglas y su asunción y respeto.

En la obra se abordan tres temas centrales que se entremezclan: el paso del protagonista de la infancia a la juventud, la trascendencia de la paternidad en este proceso (que da título al libro: los capitanes intrépidos y valientes son los dos padres: el capitán de la goleta pesquera, Disko Troop y el empresario y naviero, Mr. Cheyne, ambos modelos paternos para Harvey) y la importancia de la amistad en la adolescencia (entre el protagonista Harvey Cheyne y el hijo del capitán, Dan Troop). Todos ellos son desarrollados en un ambiente propicio, sano y duro, que facilita la rehabilitación moral y el crecimiento espiritual y madurativo del protagonista. Ese ambiente beneficioso representa lo que hoy, despectivamente, se denominaría en la «neolengua» dictatorial que nos asola «el patriarcado». Pero vayamos por partes.

Kipling trató con esta historia de resaltar algo de lo que estaba absolutamente convencido y que ya había esbozado, más tenuemente, en su anterior libro juvenil El libro de la Selva; a saber, que la mejor manera en que un joven puede alcanzar su destino de hombre es conviviendo con hombres ––y esto comienza con un padre como es debido–– y en un ambiente de hombres. Un mundo de hombres regido por reglas que se arbitran y se aplican sobre una estructura de autoridad piramidal a la que se escala desde la base. Ese mundo, llamado hoy, peyorativamente, «patriarcado», no es, ni más ni menos, que la camaradería entre hombres que se unen para afrontar un trabajo difícil o peligroso. Una camaradería que se soporta en una jerarquía y en una disciplina, y que a su vez se asienta en una necesidad de orden y eficacia: en el imperativo de hacer, de proteger a los propios, de cultivar la tierra, de pescar, de cazar, de construir hogares, caminos, templos y puentes, de comandar barcos, de escalar montañas, de forjar espadas y azadas, de blandirlas sin temor y descanso, de atravesar selvas y desiertos, de llevar la cruz y la esperanza a través de ellos, de pilotar aeronaves, de hacer llegar cohetes a los cielos, de excavar minas en las profundidades de la tierra y del mar, en suma, de luchar por la vida, el bien y la verdad. Cientos de cosas, básicas unas, sofisticadas las otras, que hoy damos por supuestas en nuestro cómodo mundo moderno, sin darnos cuenta de que, no solo lo sostienen y apuntalan desde el pasado, si no que todavía hoy siguen haciéndolo gracias al esfuerzo colectivo y ordenado de muchos hombres en condiciones durísimas y esforzadas. Hombres corrientes en desarrollo de labores cotidianas, duras y peligrosas, y en este sentido, épicas.

Y todo ello, reposando en la elemental y atávica relación padre/hijo, tan conflictiva, pero tan fecunda y profunda. Tanto es así, que es el tipo de relación que nos une con la Divinidad. 

Los tripulantes del Estamos aquí a veces se pelearán entre sí, en ocasiones discreparán de las decisiones de su capitán, en otras, protestarán, desesperarán y desearán encontrarse en otro lugar, pero, siempre, siempre, cuidarán unos de los otros, siempre se enseñarán unos a otros, y siempre  obedecerán a quien saben que es su superior, en el que confían y a quien se encomiendan en los peligros y las vicisitudes: su capitán. Y el protagonista hace suyo muy pronto este código de vida.

 
                                                   Varias ediciones de la novela.

El mar es un buen escenario para representar este drama humano tan viejo como la humanidad, pero que hoy se proscribe en casi todas partes. Se trata de la representación de una historia arquetípica en un ambiente marino, una historia que celebra la fidelidad, la compasión, el honor, la amistad, el sacrificio y el servicio.

Es en ese mundo en el que, de improviso, aterriza (ameriza, sería más apropiado), Harvey Cheyne, un chico malcriado, presumido y displicente, que disfruta de una vida cómoda, pero que no sabe lo que cuesta ganarla. La accidentada caída propicia su inmersión en las aguas, de las que emerge a un nuevo mundo propedéutico, con su propia instrucción, aplicada a través de una paideia de choque (el aprendizaje como tripulante y pescador en una goleta de pesca), una enseñanza que pronto da sus frutos haciendo de él un hombre. Su estancia en el velero le lleva a aprender a marchas forzadas el duro oficio de pescador y a entablar amistad con Dan, el hijo adolescente del capitán, dos circunstancias que se revelarán decisivas en su camino hacia la madurez. Harvey y Dan se convierten en amigos íntimos, aunque no sin desencuentros y roces ocasionales que no hacen más que fortalecer sus lazos. Sus aventuras incluyen conocer a fondo el rudo y penoso trabajo del pescador, salando el bacalao y empacándolo, ser testigo del hundimiento de otro barco pesquero abordado por un transatlántico, ayudar en el salvamento de alguno de sus tripulantes y llevar a cabo peligrosas escaramuzas con tiburones. En el microcosmos de la goleta pesquera, despojado de su antigua identidad al igual que de la segura cobertura de sus padres, Harvey debe asumir nuevos hábitos, nuevos comportamientos y una nueva perspectiva sobre su lugar en el mundo, desempeñando el papel de un hombre entre un grupo de hombres, sujeto al código común de camaradería que asegura la supervivencia de la, extraña para él, comunidad que le ha acogido: trabaja duro, escucha las historias entre melancólicas y heroicas de sus compañeros y canta canciones con ellos, como uno más de ellos.

Así, con la lectura de este libro, lo chicos podrán acercarse, como decía otro maestro de las aventuras marítimas, Joseph Conrad, al «mar y a los barcos como pruebas de la virilidad, del temperamento, del coraje, la fidelidad, y del amor», en una historia que muestra como un niño mimado se hace hombre.

Y no me resisto a terminar sin incluir un texto de John Senior que ilustra bellamente el fin espiritual de esa camaradería forjadora de hombres:

«El propósito inmediato (práctico) de beber una taza de café es simplemente mojar un bizcocho. Su propósito próximo (ético) es la comunión personal de los cowboys (sí, los cowboys existen; Will James tenía razón), de pie, junto al fuego del campamento, con los sombreros curvados por la lluvia, el agua cayendo sobre los chubasqueros y sobre las espuelas, mientras el líquido amargo se desliza a través de sus gargantas y llega hasta el corazón de su camaradería. El propósito remoto (político) del café y del fuego del campamento es hacer americanos –nacidos en la frontera, libres, francos, amistosos, susceptibles con el honor, despreciativos con los obstáculos, amantes de los caballos, devotos de las águilas y de las mujeres… Pero el fin último es espiritual. Para un muchacho, beber una taza de café bajo la lluvia con un grupo de vaqueros es, como dijo Odiseo sobre el banquete de Alcinous, una cosa que roza la perfección». 

La restauración de la Inocencia, 1994, John Senior (1923-1999).

9.10.20

La línea de sombra de Conrad

          «Sin viento». Obra de John Conrad Berkey (1932-2008).

 

 
 
«Uno avanza y el tiempo avanza también. Hasta que uno descubre ante sí una línea de sombra que le advierte de que la región de la primera juventud también debe ser dejada atrás». 
 
Joseph Conrad. La línea de sombra
 
  
«Tan ocioso como un barco pintado, 
sobre un océano pintado».
 
Samuel Taylor Coleridge. Rima de un anciano marinero
 
 
 
En estos tiempos relativistas que vivimos, la influencia de la cultura en la comprensión del arte todavía es una verdad compartida, aceptada con poca discusión por la mayoría de nosotros. Los códigos implícitos, los simbolismos, las alusiones, las correspondencias, las relaciones intertextuales, todo un entramado de comunicación tácita se nos revela decisivo para entender aquello que el artista hace y que resulta fundamental para poder disfrutarlo y amarlo. Pero todo eso, en lo que los críticos se detienen con frecuencia y que valoran de forma, a veces, exagerada, se pierde hoy, y con ello se esfuma el mensaje mismo de aquello que el artista trata de decir. Las nuevas generaciones crecen en una tierra baldía, huérfana de significados, amputada de símbolos, desacralizada y descristianizada, y junto con ello, aislada del mundo clásico. Estos nuevos bárbaros ignoran los códigos secretos que por todas partes les rodean, emboscados en los monumentos, las estatuas, los cuadros, la música y, cómo no, los libros. Y así pasan la vida, anodinamente, en una especie de existencia vegetativa, flotando en un vacío espiritual, en lugar de mantenerse atentos y expectantes, los músculos tensos, los ojos bien abiertos, atónitos y fascinados, como corresponde a su naturaleza.
 
Un ejemplo de ello es la obra de la que voy a hablarles, La línea de sombra (1916), una novela corta y abiertamente autobiográfica escrita por Joseph Conrad. No es la obra de un cristiano, pero está escrita en la tradición de la cultura cristiana, en un mundo que comenzaba a descomponerse, pero en el que la Cristiandad todavía conservaba su hegemonía cultural, y que, por esa misma razón, no puede ser verdaderamente entendida si no se lee bajo esa clave. 
 
La historia es fascinante, aunque hoy nos suene remota. Su escenario se remonta a los últimos días de los grandes veleros y está magníficamente escrita. Conrad era un estilista que pensaba que el honor de un escritor estribaba en «cuidar las frases como la tripulación baldea y cuida la cubierta, sin esperar más recompensa que el respeto silencioso de sus iguales». Y a fe que aquí puso ese empeño.
 
La primera capa de la historia, la más superficial, no se capta en su totalidad sin un mínimo conocimiento sobre la crudeza y masculinidad de ese mundo del mar, hoy perdido. Un mundo incomprensible sin la percepción de esos detalles de fondo que nos ilustran sobre cómo eran aquellos hombres. ¿Qué vida es esa del marino, entre foques, nudos y velas, olas y tormentas? ¿Cómo comprender la asunción de ese riesgo y sufrimiento, de ese alejarse de la seguridad y comodidades reconfortantes de nuestro mundo moderno? ¿Qué significa que la vida de un hombre dependa permanentemente de aquellos que le rodean? ¿Cómo situarse en ese punto inicial del relato si casi ignoramos cómo los congelados de nuestros frigoríficos fueron una vez fascinantes seres de una vitalidad intrigante que lucharon, junto con los elementos, contra un hombre que trató de doblegarlos?  
 
La novela es una historia de mar y, a su vez una historia sobre el fin de la inocencia, contada en una prosa concisa y clara para lo que es el estilo complejo de Conrad. Alguien ha llegado a decir sobre ella: «Parte Coleridge, parte Kafka, parte Melville, parte Henry James. Una dosis concentrada de infierno mezclado con comedia negra y con el espectro colonial que atormenta a Occidente de fondo. Corto, formidable». 
 
El relato, inquietante, evoca una sensación de temor ambiguamente sobrenatural. Pero no deben pensar que se trata de una historia fantástica. Joseph Conrad, en su prefacio, rechazó la ficción paranormal, ya que para él «el mundo de los vivos contiene suficientes maravillas y misterios tal como es; maravillas y misterios que actúan sobre nuestras emociones e inteligencia en formas tan inexplicables que casi justificarían la concepción de la vida como un estado encantado. (…) no hay nada en ella [la historia], más allá de los confines de este mundo, que en toda conciencia contiene suficiente misterio y terror en sí mismo». 
 
El propio Conrad nos aclara cuál es el tema central del libro: «El objetivo principal de este escrito era la presentación de ciertos hechos que estaban asociados con el cambio de la etapa juvenil, libre de preocupaciones y ferviente, al período más consciente y más conmovedor de la vida madura». Y el autor desarrolla este tema con lo que mejor conoce, el mundo del mar, y con una historia sobre el primer mando de un inexperto capitán. Conrad envía a su joven y anónimo personaje central ––una figura autobiográfica–– a un peligroso viaje que escenifica la dramatización de una transición hacia la madurez a través de una experiencia del mundo. Una experiencia que, como se dice en la novela, «significa siempre algo desagradable en oposición al encanto y la inocencia de las ilusiones». Michael Oakeshott señala que «para la mayoría, existe lo que Conrad llamó la ‘línea de sombra’, que cuando la traspasamos, revela … un mundo habitado por otros además de nosotros mismos, otros que no pueden reducirse a meros reflejos de nuestras emociones». 
 
                                  Cuatro ediciones de la novela.
 
El inmaduro protagonista se hace con el mando de un mercante llamado Oriente, un barco sobre el que se cierne la sombra de su anterior capitán, fallecido tras perder la razón. El viaje se desenvuelve sobre un mar desesperadamente inmóvil a causa de la falta de viento («quietud, gran espejo ¡de mi desesperación!», que diría Baudelaire) y con una tripulación exhausta por la fiebre pero fiel a su capitán, sumida en la esperanza de un viento esquivo que pueda llevarlos a puerto rompiendo el hechizo que parece condenar al barco. El joven capitán, acosado por la ansiedad y el temor causados por su inexperiencia, logra con la ayuda del viejo cocinero del barco y, a pesar de las dificultades, llevar la nave a su destino y mantener con vida a la tripulación. Tras esta dura experiencia, el protagonista decide volver a partir de nuevo con el barco, esta vez solo, sin  ayuda de nadie más, pero también sin sus ilusiones de juventud, convertido ya en un hombre adulto. No creo que a sus hijos les resulte excesivamente difícil identificarse con el adolescente capitán y la aventura de su esforzada travesía.
 
Pero la parte más profunda de la historia, su significado hondo y trascendente, se encuentra más alejado aún de muchos de los jóvenes de hoy de lo que pudiera estar el relato de aventuras marinas. Gran parte de esta juventud, no tanto atea o agnóstica como intrascendente, lamentablemente no podrá comprender a Conrad. 
 
El inexperto capitán de La línea de sombra comienza su narración reflexionando sobre el curso de las vidas humanas, a fin de poner en el lugar adecuado a su lector, fijándole una perspectiva que se revela imprescindible para entender la historia en toda su complejidad. Al comienzo de la vida, reflexiona, «uno cierra tras de sí la pequeña puerta de los simples niños y entra en un jardín encantado». Pero después de la «seducción» de los caminos de la juventud, nos dice que uno, inevitablemente, llega a una línea de sombra, el límite entre la juventud y la experiencia; y así,  «uno continúa. Y el tiempo también sigue, hasta que se percibe por delante una línea de sombra que advierte de que la región de la juventud temprana también debe ser dejada atrás». 
 
Mientras leemos esto, nuestras asociaciones culturales con la inocencia y la madurez deberían activarse inmediatamente. Así sucedió con generaciones de lectores desde que Conrad escribió su libro. Seamos o no cristianos, la mayoría de nosotros deberíamos pensar en el Jardín del Edén cuando el narrador menciona un «jardín encantado»; y en Adán y Eva y su pecado cuando menciona la seducción y la advertencia; y en la expulsión y el exilio del Paraíso cuando imaginamos el cruce de la línea de sombra, dejando atrás la región de la juventud temprana. Las pocas y muy simples ideas de la novela (juventud versus experiencia, pecado versus expiación) solo adquieren un patrón coherente y universal bajo la óptica de la cultura cristiana. Algunos de nosotros podemos hacer esas asociaciones y llegar a esos significados, en parte porque somos lectores entrenados en la vieja tradición cultural de la Cristiandad, preparados para el salto imaginativo. Pero también, porque Conrad es un artista consumado, criado en nuestra misma cultura cristiana (aunque no profesara la fe), que sabía que la mayor parte de sus lectores contemporáneos, como miembros de esa misma tradición y cultura, responderían a su aparentemente casual alusión. Sin embargo, hoy muchos no van a poder hacerlo, sobre todo numerosos jóvenes. La mayoría de ellos pasarán por esas páginas sin penetrar en el fondo del mensaje, sin conocer al autor, su arte y su palabra.  
 
El poeta T. S. Eliot escribió que él prefería una literatura que fuera «inconscientemente cristiana» antes que una «deliberadamente cristiana». Sin embargo, una literatura cristiana que no tiene conciencia de sí misma, normalmente solo puede funcionar cuando, como acabamos de ver, autor y lector comparten creencias comunes (aun cuando sean basales y de fondo, como es la creencia en la existencia de lo sobrenatural), lo cual no ha sido el caso del siglo pasado ni tampoco de lo que llevamos de este. La razón la esboza el mismo Eliot cuando observa que «toda la literatura moderna está corrompida por el secularismo, (…) simplemente no es consciente, no puede entender el significado de la primacía de lo sobrenatural». Esto sitúa a los autores cristianos en una difícil situación: esa literatura pura, de inconsciencia cristiana, que deseaba Eliot, que de forma natural fluye de un alma cristiana, no resulta ya posible, o si lo fuere, está destinada a la marginalidad. Por ello, el escritor cristiano que pretende hablar de lo sobrenatural a sus lectores ha sentido a menudo la necesidad de elegir sus métodos consciente y deliberadamente y de mostrar crudamente más que insinuar. Tal ha sido el enfoque de muchos de los más importantes escritores católicos de la segunda mitad del siglo pasado, como Graham Green, François Mauriac o Walker Percy.  
 
Quizá deba ser así, quizá sea una necesidad de los tiempos, algo pasajero y contingente, el precio que necesariamente hay que pagar para hacerse entender, pero no puedo dejar de entristecerme, porque esa forma cruda de contar historias, esa manera llamativa de despertar conciencias está, la mayoría de las veces, alejada de la belleza. Y mi duda es: ¿valdrá la pena? 
 
En todo caso, lo que si creo que merece un esfuerzo es educar, entrenar y acostumbrar las mentes y los corazones de nuestros hijos a ese lenguaje ya casi olvidado, a un  simbolismo y una música que les hará capaces de entender todo aquello que se forjó en la belleza y que allí les aguarda. Y la principal forma de hacerlo es, por supuesto, recibir una catequesis que les dé los pilares básicos de su formación religiosa. 
 
No obstante, al lado de esa labor primordial, como una pequeña parte de ese esfuerzo, está quizá la lectura de libros como este; se lo recomiendo a aquellos de ustedes que no lo hayan leído, y no solo como lectura para sus hijos adolescentes.