16.03.23

De nuevo, la figura del padre

             «Padre e hijo sobre un carro de heno». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

  

  

«Se encontrará que casi todos los hombres … tienen … algún héroe u otro hombre admirable, vivo o muerto, … cuyo carácter intentan asumir y cuyas actuaciones trabajan por igualar. Cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección».

Samuel Johnson



«La mejor manera de formar a los jóvenes es formarse uno mismo al mismo tiempo; no para amonestarlos, sino para que nunca se les vea haciendo aquello de lo que les amonestarías».

Platón



«También el padre será mucho mejor al enseñar estos principios y educándose a sí mismo. Porque, si no por otro motivo, siquiera por no echar a perder su ejemplo, se hará mejor».

San Juan Crisóstomo

  

  

La sentencia juiciosa del Dr. Johnson (como casi todas las suyas), nos presenta ante una característica innata de la naturaleza humana: el impulso de imitar y, por lo tanto, la necesidad de buscar un modelo al que emular. Lo queramos o no, y desde nuestros más tiernos años, imitamos, y es esta imitación el primero y más sólido mecanismo de nuestro aprendizaje.

Por ello, se manifiesta como decisivo para el futuro de todo hombre encontrar modelos a los que seguir y que estos sean los adecuados. A esto se refiere la acertada sentencia de Platón que preside este escrito.

Por eso, quienes sean los referentes de nuestros hijos se revela como una cuestión capital. Como dice el Dr. Johnson «cuando el original es bien elegido y copiado juiciosamente, el imitador llega a excelencias que nunca podría haber alcanzado sin esta dirección», pero cuando no lo es…, cuando no lo es, el hombre camina hacia su decadencia y perdición.

Y el primer modelo con el que nos encontramos en nuestras vidas es el de los padres. Por ello, todo progenitor debe ser consciente de la importancia de su propia conducta, ya que, un día, sus hijos seguirán más probablemente su ejemplo que su consejo.

Pero los padres debemos suministrar a nuestros hijos algo más; no solo el ejemplo cotidiano de nuestra conducta —tarea ya de por sí exigente—, sino también, y al mismo tiempo, deberemos acompañar su desarrollo de lo mejor que podamos darles o mostrarles de otros. Esta doble labor ejemplificadora es una de las más nobles tareas de los padres y, bien llevada, suele ser fuente de frutos estimables.

Quizá por ello, la paternidad en general y la figura del padre en particular, están siendo sometidas hoy a un persistente asalto, con el objetivo de hacerlas desaparecer, o de distorsionarlas de tal modo que pierdan su esencia, buscando afanosamente esas perniciosas consecuencias antes comentadas.

Porque, muchos, entre los que me incluyo, creemos que ser padre es algo inexorablemente unido a la condición de hombre, y que, consecuentemente, está en la naturaleza de los hombres el convertirse en padres. Por esta razón, es bueno para nosotros ser buenos padres, y malo el no serlo.

Ahora bien, frente a la tremenda ofensiva que hoy padecemos («los niños no pertenecen a los padres de ninguna manera»), quizá podríamos acudir en busca de ayuda a Tomás.

Seguramente, el doctor Angélico nos diría que, dado que es bueno para un padre mantener y cuidar de sus hijos, y puesto que estamos obligados a hacer aquello que nos es de provecho, ser buenos padres es una de nuestras obligaciones naturales. Del mismo modo, nos seguiría diciendo, dada la necesidad de instrucción y disciplina con que nacen los niños, es de su interés el obedecer y respetar a sus padres, y, en consecuencia, es su obligación natural el hacerlo. Pero, como también nos recordaría, la obligación de una persona hacia otra implica el nacimiento de un derecho de esta última frente a la primera. De esta manera, continuaría el Aquinate, los niños tienen derecho a ser atendidos, cuidados y formados de la mejor manera por sus padres, y, en correspondencia, estos ostentan el derecho a ser obedecidos y respetados por aquellos. Como consecuencia de todo ello, Aquino terminaría diciéndonos que, tales derechos, al nacer de obligaciones naturales, son igualmente naturales, razón por la cual son inviolables e inamovibles, al no encontrarse su origen en ninguna convención humana (y, por tanto, bajo la espada de Damocles de su supresión o modificación por los hombres), sino en nuestra propia naturaleza.

Por todo ello, concluiría nuestro santo, para nuestro florecimiento como personas y para el de nuestros chicos, es necesario que, una vez tengamos descendencia, unos seamos buenos padres, y, los otros, buenos hijos.

Pero hoy me centraré únicamente en la que, a día de hoy, es una de las partes más débiles de la célula familiar. Voy a hablar del padre; no de la madre ni de los hijos, sino solo del padre, como una figura a extinguir, acusada de ser el epítome de lo masculino y la máxima expresión del odiado patriarcado.

Es verdad que los padres de hoy en día –los que están presentes y ejercen– se implican más en el cuidado de los hijos que las generaciones que les precedieron. Sin embargo, la paradoja radica en que, de igual forma, la ausencia del padre en la vida de sus hijos es un hecho más y más frecuente. Hay cada vez menos padres presentes y ejercientes que, además, se ausentan mucho antes de desaparecer físicamente de escena. Su presencia empieza a diluirse en cuanto olvidan la vocación que les es propia. ¿Quizá porque, tanto la condición de padre como la condición de hombre no son hoy muy queridas? ¿O, porque faltan modelos de aquello que ha de ser un buen padre? Lo cierto es que, los pocos padres implicados que hay no compensan la ausencia masiva de todos los demás (sea esta física, sea espiritual, emotiva o moral).

Este declive de la paternidad –y de nuestra comprensión de lo que significa– constituye un gravísimo problema.

Frente ello; frente a esa irracional tendencia destructiva y desincentivadora, creo firmemente que llegar a ser un buen padre es de las mejores cosas que un hombre puede aspirar a ser, y de las más exigentes también: un patriarca, un líder, un ejemplo, un confidente, un maestro, un héroe, un amigo… un padre es todo eso y algo más, algo indefinible que da unidad a todo lo anterior y que se llama amor. Como alguien dijo una vez, y no se equivocaba, los padres son hombres simples y comunes, convertidos por amor en héroes, aventureros, guerreros, poetas y cantores.

Pero, si queremos restaurar la paternidad a su estado original, no podemos olvidar que se encuentra indefectiblemente unida a la concepción –hoy también malherida– de la masculinidad. Una y otra son inseparables.

Y hoy día, la concepcción de la masculinidad oscila entre dos extremos, ambos perniciosos. Por un lado, el que ve a los hombres como seres confusos, diluidos, débiles, que han abandonado aquello que constituye su natural identidad: procrear, proveer y proteger, y como corolario de todo ello, educar. Y, por otro, el que los presenta prepotentes y vanidosos, ansiosos buscadores de sexo (desligado de la procreación), poder y dinero, cuanto más mejor, y si es con el menor de los compromisos y esfuerzos, mejor todavía.

Pero esto no es masculinidad, ni obviamente paternidad. Ni la debilidad, ni la supuesta sensibilidad, ni la promiscuidad, ni el dinero, ni el poder hacen a un hombre.

Los hombres de verdad no son dominadores, tiranos u opresores, así como tampoco débiles y sumisos, son otra cosa, son servidores. Ponen humildemente su fuerza, su ferocidad, su brío, su habilidad, su inteligencia y su poder al servicio de algo mayor que ellos y sus deseos. Y la construcción y el mantenimiento de una familia es la más grande de las empresas que un hombre pueda llegar a emprender. Aquello que le pone a prueba y nos da su medida.

El hombre está al servicio de su familia, de su mujer y de sus hijos, con las funciones que he mencionado de procrear, proveer, proteger, y educar. Ese es el verdadero significado de la paternidad. Y, si los niños no son testigos de este tipo de entrega y de servicio, tengan por seguro que crecerán huérfanos en algún sentido, llenos de confusión y de desorden en sus mentes y sus corazones. Necesitamos a padres que críen a sus hijos «en la decencia y el honor», como versó el poeta escocés Robert Burns.

Pero, como todos sabemos, ser padre es una cosa y ser un buen padre otra que está más allá de nuestras fuerzas. Por ello, como siempre, tendremos que pedir ayuda. Pensando en eso el poeta norteamericano Douglas Malloch, escribió:

«Padre de padres, hazme ser uno,
Un ejemplo digno para un hijo».

Aun así, en la parte que nos toca, por pequeña que esta sea, todos debemos empeñarnos en esta restauración, en este rescate. Incluso aquellos que no son ni serán nunca padres, tienen la obligación de no dejar a los que lo son (y a aquellos que podrán llegar a serlo) abandonados a su suerte. Deben intentar rescatarlos de su ostracismo y de su olvido, como Eneas rescató a su padre de la destrucción de Troya.

Y una parte importante de esta labor de restauración es convencernos de nuevo de que los padres son insustituibles y necesarios: porque proporcionan protección y seguridad (aunque esta labor hoy sea hoy poco reconocida y comprendida, al menos en el mundo occidental), porque proveen a las necesidades familiares (aunque ahora esta sea una función compartida en muchos hogares) y porque, como trato de resaltar aquí, muestran a los hijos modelos y guías de conducta masculinos, diferentes y complementarios a los de las madres. Los padres tienen un estilo de crianza significativamente diferente al de las madres, pero igualmente necesario, y si falta, el niño, muy probablemente, se resentirá durante toda su vida.

Y en la literatura, en la buena y la grande, podremos encontrar una ayuda para esta restauración. Ya les he comentado algunos de esos libros, pero habrá otros que pasaré a comentar en futuras entradas. Cierto que no se trata más que de historias, pero tengan por seguro que podrán ayudar a los chicos, brindándoles ejemplos de simples, pero buenos hombres, que en su función paternal podrán enseñarles a ser buenos padres.

Por último, los que somos padres, no debemos olvidar que esa función, ese destino, ese encargo que se nos hace y sobre el que se nos pedirá cuentas, es virtuoso en sí mismo, ya que está también concebido, como dije antes, para nuestro bien, y no solo para el de nuestros hijos. Los hijos son una bendición y nos transforman profundamente (a eso se refiere, en parte, la sentencia de san Juan Crisóstomo del inicio). En palabras del filósofo tomista J. Budziszewski:

«La descendencia nos convierte; nos obliga a convertirnos en seres diferentes. No hay manera de prepararse completamente para ello. Los niños llegan a nuestras vidas, ensucian sus pañales, alteran todos nuestros cómodos arreglos, y nadie sabe cómo van a resultar finalmente. De repente, nos sacan de nuestros hábitos complacientes y nos obligan a vivir fuera de nosotros mismos; son la continuación necesaria y natural de esa sacudida a nuestro egoísmo que inicia el propio matrimonio».

Pero, como sigue diciendo Budziszewski, «recibir esta gran bendición requiere valor». Así que, ya lo saben padres, armémonos de valor, pongámonos en marcha y preparémonos para la batalla. ¿Y, dónde tiene lugar esta? Primero, en nuestra alma, pero también en el alma de nuestros hijos. Así que, como nos dice el Apóstol, «vistámonos las armas de luz» y, con coraje, vayamos a su encuentro.

 

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Los nuevos y oscuros avances de la moderna cultura totalitaria

      «Quema de libros». Ilustración anónima de Las Crónicas de Núremberg (1493).

  

   

  

«Los tiranos saben que una obra de arte posee una fuerza liberadora».

Albert Camus



«No tengo miedo a luchar. Mi Dios es un Dios de batalla».

G. K. Chesterton

 

 

Decíamos ayer que el género de las utopías se estaba volviendo bastante presente en el universo literario de hoy. Pero, al hablar de esa presencia, no solo me refiero a una realidad ficcional, a la proliferación de un determinado tipo de literatura –que también–, sino a la presencia real, en el mundo de todos los días, de una policía del pensamiento, como la profetizada en muchas de estas obras. Orwell, de vivir hoy, nos estaría mirando, y con gesto de cansado escepticismo nos espetaría: «Os lo advertí… y no me hicisteis caso». El voraz apetito de este ejército censor no parece tener fin y, cada vez con mayor alcance y poder, no deja de crecer, mientras alardea de su puritanismo atroz.

Ahora le ha tocado el turno a Roald Dahl y al Dr. Seuss, aunque el posible objetivo de los despiertos puede ser cualquier obra, sin importar, ya que la lógica y la razón se hallen ausentes por completo en el origen y raíz de esta actividad censora. No es que la censura sea una novedad, sin embargo, antaño guardaba coherencia, respondía unos fines que podían o no ser compartidos, pero que, al menos, tenían detrás una razón de ser. Hoy es diferente; lo único que tienen en común estos movimientos es nihilismo. Los mismos que se rasgan las vestiduras por inocentes palabras a las que atribuyen gratuitamente una carga de paranoia que no les es propia, promueven, a un tiempo, bajo rígido e inexorable mandato, que nuestros hijos deben poner fin a su inocencia leyendo libros sobre masturbaciones, travestismo, homosexualidad, cambio de sexo y cosas similares. Porque, la desfachatez y el absurdo son los orgullosos estandartes ondeados al viento por esta moderna tendencia totalizadora que solo busca destruir.

¿Recuerdan a los lectores de sensibilidad? Pues continúan sus avances devastadores. La editorial que comercializa las obras de Roald Dahl (el autor de Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate o El fantástico Sr. Fox) ha contratado a individuos sensibles para que reescriban fragmentos de sus obras, a fin de asegurarse de que sus libros «puedan seguir siendo disfrutados por todos hoy».

¿Saben ustedes cuál ha sido el pecado secular de Dahl? Su imperdonable falta ha consistido en escribir en una época en la que las palabras tenían el significado convenido tras el tamiz de innumerables generaciones; un significado prudentemente codificado y guardado en ese tipo de libros llamados diccionarios, a fin de que todos pudiéramos entendernos.

Pero hoy es diferente. Por un lado, los escritores sienten la presión de tener que rendir pleitesía a la mezquina obsesión que anida en los cerebros enfermos de unos pocos, y por otro, las palabras ya no significa sino aquello que esos pocos determinan.

Asómbrense: algunas de las palabras preocupantes que según estos señores podrían ofender a los niños hipersensibles de hoy, y que en las nuevas ediciones de estos libros de Dahl se están borrando, son «gordo», «feo» y «negro». Esta última, por cierto, no se usa con una connotación racial, pero esto no importa, ya que, según la disparatada Teoría Crítica de la Raza, todo es racismo según el sentir particular de aquellas razas a las que se les permite sentir, que no de todas, claro. Por supuesto, se han añadido nuevas líneas para reconstruir las historias, adecuando convenientemente las tramas a las novedosas ideologías, y así, a las mujeres se les dan trabajos más emocionantes. Como no, tampoco podían faltar los guiños a la ideología del, mal denominado, género: se prefieren las palabras de género neutral (palabra aquí, si bien empleada) a las supuestamente ofensivas cómo «hombre», «madre», «padre», «niñas» y «niños». E incluso, algunos llegan al paroxismo, alcanzando el éxtasis en esta carrera por ser el más absurdo: por ejemplo, los zares de la corrección política de la universidad de Stanford consideran palabras dañinas «estadounidenses» y «chicos».

Frente a los libros con los que uno no comulga, hay, y siempre ha habido, otras opciones que preservan la integridad de la obra: No leer el libro; no leer los pasajes que uno encuentre ofensivos; leerlo, pero discutir los temas y darles contexto… Y es que, la opción de la mutilación y el cambio tiene carácter ideológico y, sin duda, busca adoctrinar. Estos son los primeros cambios. Pero, habrá otros más significativos, no lo duden.

Aunque, todavía hay débiles resistencias por parte de quienes tiene el mayor poder y la fuerza. Por ejemplo, Penguin Random House, la editora de las obras de Dahl, acordó conservar copias clásicas (es decir, originales), además de las recién aseadas. Pero, quién sabe cuánto tiempo seguirá haciendo eso. Porque una puerta ha sido abierta, y ya sabemos aquello de la pendiente resbaladiza y de poner puertas al campo. ¿Tendremos que mantener bajo el radar a muchos de los libros que en su día amamos? ¿Nos veremos obligados pronto a hacer lecturas, subrepticiamente y en secreto, de los libros de siempre? Quizá pronto tengamos que huir a los campos, y llevarnos con nosotros el libro del Apocalipsis, tal y como, por cierto, hace al final de la historia, Guy Montag, el protagonista de una de las distopías más famosas: Farenheith 451 (1953), de Ray Bradbury.

Pero esto no es todo. Claro que no. Como estamos viendo en tantas otras cosas, en nuestros días, las iniciativas privadas de control y reeducación del pensamiento (sostenidas por un capital concentrado e internacional) actúan de con los gobiernos, quienes ha tomado también resoluciones de este tipo. Esta colusión mundial de tintes totalitarios, y que busca, sin ambages, el dominio y gobierno del mundo por unos pocos, se pone de manifiesto, aquí y allá, y lo hace ya sin vergüenza ni reparo alguno. Está a la vista de todos, pues a todos pretende someter.

Una de sus últimas manifestaciones, referida a este pequeño ámbito que es lo literario, ha tenido lugar en los lares de la brumosa Albión. El Daily Mail hacía pública hace pocas fechas la noticia de que el Gobierno británico (recordemos, capitaneado por los conservadores torys), en el marco de un programa estatal de lucha contra el terrorismo denominado Prevent, había elaborado una lista en la que se incluían algunas de las mejores obras de la literatura como posibles signos de extremismo derechista. La lista demonizadora contenía referencias al poema épico anónimo, Beowulf, a El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, a El agente secreto, de Joseph Conrad, a 1984, de George Orwell, y a varios poemas de G. K. Chesterton, además de a muchas otras grandes obras de autores canónicos como Shakespeare y Milton. El listado también incluía varias películas, entre ellas, El puente sobre el río Kwai (1957), de David Lean, La gran evasión (1963), de John Sturges, y Zulú (1964), de Cy Endfield. Consultado por el citado periódico, el historiador Andrew Roberts manifestó lo siguiente: «Esto es realmente extraordinario. Esta es la lista de lectura de cualquiera que quiera una educación civilizada, liberal y culta». El escándalo generado por la exposición al público de ese informe y su listado, y la reacción enérgica de personalidades de la política y la cultura, ha detenido por el momento la iniciativa, pero, ¿hasta cuándo?

Una de las cosas que más asombro y frustración causa, en esto y en tantas otras cosas, es la facilidad con la que unos pocos están imponiendo un régimen de vida precario y castrante a todos los demás. ¿Haremos algo?, ¿reaccionaremos en algún momento?, ¿o será ya demasiado tarde? Decía el sociólogo norteamericano Neil Postman, que si los padres deseamos preservar la infancia de nuestros hijos, deberemos concebir la crianza como un acto de rebelión contra la cultura. Es posible, pero para los cristianos esa rebelión es más bien una resistencia. Debemos, por tanto, resistir, y hacerlo varonilmente, como nos dice el apóstol. Por supuesto, siempre necesitaremos la ayuda imprescindible de la gracia, pues solos no podemos. Pero, aun así, a nosotros, como dice el poeta, nos queda el intentarlo. Y el propio saber poético de esa grande y buena literatura que se trata de cercenar, ocultar o perseguir con estas incitativas, y que debemos luchar por detener, nos podrá ayudar en esa labor —–más Suya que nuestra—, de restaurar en nuestras almas y en las de nuestros hijos un hoy perdido sentido del misterio y la maravilla.

Pongámonos, pues, en marcha. Como dice el apóstol (Romanos, 13, 12), «desechemos, por tanto, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de luz», preparándonos para esta batalla, que no es sino el preludio de otras mucho mayores.

Y no desfallezcan. Saben que ya hemos ganado. Alguien ha ganado la guerra por nosotros. Como escribió hermosamente, Chesterton:

«La única cosa perfectamente divina, el único vislumbre del paraíso de Dios dado en la tierra, es librar una batalla perdida, y no perderla».

P. D. Por cierto, las atrocidades cometidas por los oscuros comisarios del pensamiento, pueden ser una razón adicional para comprar libros impresos. Al menos estos, guardados en su biblioteca, no podrán –aunque solo sea por el momento, según Bradbury–, ser quemados, borrados o manipulados a sus espaldas. Supongo que saben que Amazon puede entrar en su biblioteca electrónica y editar lo que contiene. Así que, no pasará mucho tiempo antes de que todos y cada uno de los libros, siquiera en ese formato, sean sujetos a esta reescritura estalinista, suave y cadenciosa.

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Nuevos tiempos, viejas distopías

                 «El jardín de las delicias» (detalle). Obra de El Bosco (1450-1516).


 

 

   

«Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, imagina una bota estampada en un rostro humano, para siempre».

George Orwell. 1984

 

«Con una madera tan retorcida como es el hombre no se puede conseguir nada derecho».

Immanuel Kant. Filosofía de la Historia

 

«Es esto lo que siempre ha convertido al Estado en un infierno, que el hombre ha intentado hacer de él su cielo».

Friedrich Hölderlin. Hiperión, o el Ermitaño en Grecia

 



 

Curiosamente, vivimos en un mundo que adora la ciencia, o al menos esto es lo que se proclama a voces; sin embargo, paradójicamente, ese mundo actúa muchas veces en su contra, o, en el mejor de los casos, consiente o acepta que los que mandan (o aquellos a quienes se les deja mandar), la contravengan, y la usen o desprecien a su capricho, según convenga o no a sus intereses políticos o privados, o quizá más bien a sutiles mandatos satánicos. Esta incoherencia es la prueba palpable de que, en numerosas ocasiones, aquello que se hace bajo la bandera de lo científico no es de verdad ciencia, sino una impostura llamada cientificismo, del que hablábamos en la última entrada.

De esta manera, hoy, desde las atalayas mediáticas, los consejos de ministros y los parlamentos, se difunden visiones de la realidad contrarias, tanto al sentido común como al estado actual del conocimiento científico. Y no solo eso, sino que, además, se persigue a aquellos que, por el bien de la verdad, osan denunciar y/o tratan de corregir esos errores.

Y así, contra toda evidencia, se niega el hecho biológico bruto de la existencia de dos únicos sexos, no se toma en consideración que el inicio de la vida tiene lugar en el momento de la concepción, y se hace caso omiso a los traumas, secuelas y sufrimientos causados por tratamientos y cirugías que pretenden cambiar –de forma irresponsable y antinatural, y sin eficacia alguna– el sexo determinado por naturaleza.

Estados de pensamiento (o no pensamiento) como los señalados, y otros concomitantes y fronterizos, como el ecologismo histérico, el feminismo de la generación que sea, la denominada teoría crítica de la raza, las olas de solidaridad totalitaria basadas en la igualdad, la integración y la diversidad, etc., tienen un denominador en común: hay algo en la mente moderna que se está deteriorando, y esta deficiencia cognitiva facilita nuestra conducción, como ovejas que van al matadero, hacia un totalitarismo eugenésico. Es este un diagnóstico en el que recientemente coinciden algunas voces, y me viene a la mente, por la expresividad de su título, el último libro del politólogo argentino Agustín Laje, La generación idiota (2023). Pero, como ya les dije en una ocasión aquí, esta situación de precariedad intelectual y cuasi locura, fue pronosticada hace mucho tiempo, y ya en Platón, y más tarde en santo Tomás, pueden encontrarse extensos comentarios sobre ello y sobre sus causas.

También podemos encontrar advertencias sobre estos desmanes y corrupciones en la literatura, dentro de un oscuro subgénero de la ciencia-ficción denominado distópico.

El término distopía es definido por el diccionario de la RAE como «representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana», lo que nos apunta a su origen etimológico, compuesto por el término «utopía» y el prefijo griego δυσ -dys- (‘dificultad’ o ‘anomalía’). Pero, entre estos dos conceptos, únicamente la distopía es patentemente real. Sabemos por santo Tomás Moro, cuya obra de 1516, se titula precisamente así, Utopía, que estas son demasiado buenas para ser verdad, pues “el buen lugar” (eu-topos), es solo uno, y no se encuentra en este mundo, sino en el que está por venir.

De lo que no nos habló Moro, es sobre si la distopía, a pesar del final catastrófico en el que desemboca –y, quizá por ello–, puede conducirnos hacia algo bueno. Me inclino a pensar en que resulta posible encontrar en ellas un sentido útil y provechoso, como alarmas sobre aquello a lo que no debemos tender y de lo que deberíamos alejarnos. Sobre esta cuestión me extendí en su día, ocupándome de tres de las distopías literarias más famosas: 1984, Un mundo feliz, y Fahrenheit 451.

Hoy voy a hablarles de cinco obras más, mucho menos conocidas, pero no por ello menos pertinentes, menos proféticas. Cinco novelas que abordan las posibles consecuencias de algunos de los dementes proyectos ideológicos que padecemos hoy y que les comenté al comienzo. Me refiero a las breves novelas, La máquina se para (1909) de E. M. Foster, y Amor entre ruinas (1953) de Evelyn Waugh, a Un mundo sin hombres (1958) de Charles Eric Maine, a El desembarco (también conocido como El campamento de los santos) (1973), de Jean Raspail, y, finalmente, a Hijos de los hombres (1992), de P. D. James.

 

La máquina se para (1909), de E. M. Foster

 

 

Esta novela de Foster es una obra menor en su producción literaria, pero, en el momento de su publicación, causó cierto revuelo, provocado por su descripción de un modelo de sociedad futuro, inhumano y frío.

Considerada como una de las mejores distopías tecnológicas, la acción se desarrolla entre dos ambientes, la proscrita y semi abandonada superficie de la Tierra, lugar en el que moran los pocos rebeldes que osan desafiar a la tiranía tecnológica que controla el mundo; y las ciudades subterráneas sojuzgadas por la Máquina, donde habitan la mayoría de los hombres. Foster no disimula sus simpatías por el primero de los lugares y da a la historia, no obstante su tinte de tragedia, un final teñido de una leve esperanza.

En este escenario dual, la mayor parte de los individuos se atrincheran en sus hogares enterrados, comunicándose entre sí a través de un sistema electrónico similar a internet, y bajo la vigilancia providente del gran regidor del mundo: la supermáquina. Estos sujetos se relacionan electrónicamente intercambiándose mensajes de texto y visualizando sus rostros en video pantallas. Viven rodeados de toda clase de comodidades que les proporciona la mega máquina, pero en un completo aislamiento social. Se trata de una humanidad satisfecha y lánguida que ha olvidado su carácter humano.

Por ello, el fondo de la historia es pesimista y doliente. El autor parece asistir, impotente, a la desaparición de la belleza y de la sensibilidad de un mundo que semeja perdido. Un mundo que una sociedad tecnocrática y mecanizada como la que describe no puede tolerar.

Por razones obvias, la novela ha adquirido los tintes de una profecía secular. Su lectura nos deja con el sabor amargo e inquietante de sentir que, ese nuevo tipo humano que, aparentemente vive encantado con sus dispositivos tecnológicos en medio de una intimidad enfermiza, y que parece ajeno al precio que ha debido pagar por ello (que no es otro que el de su propia humanidad), somos, no nos engañemos, nosotros mismos. He aquí un párrafo de la novela que seguramente nos es fuertemente familiar:

«La Maquina”, afirmaban, “nos alimenta, nos viste nos aloja; a través de ella hablamos entre nosotros, por ella es que nos vemos los unos con los otros, en ella es que se manifiesta nuestro ser. La Maquina es amiga de las ideas y enemiga de la superstición: la Maquina es omnipotente, eterna; bendita sea la Maquina».

Pero… ¿Qué ocurrirá si las máquinas se detienen?

 

Amor entre ruinas (1953), de Evelyn Waugh

 

 

En esta breve novela (80 páginas) la vida corriente en una futura Inglaterra ficticia es un caos desastroso: las huelgas y los cortes de electricidad son continuos y la gente viven en horribles albergues de mala muerte llenos de penumbra y frío. Ello induce a muchos ciudadanos a adoptar una solución final suicida, facilitada por un gobierno que ha institucionalizado, dentro del sistema público de salud, el acceso gratuito a la eutanasia. Las prisiones, en cambio, son lugares privilegiados, pues gozan de los beneficios de la electricidad, con abundante luz y calor, lo cual azuza el delito y la reincidencia en él. Se trata de una sociedad buenista en la que se trata mejor al delincuente que al ciudadano de a pie. En la novela puede leerse lo siguiente:

«El progreso ha llegado. La eutanasia está disponible en el Sistema Nacional de Salud, aunque las colas para la cámara de gas son tan largas que los pacientes a menudo mueren mientras esperan».

El protagonista, un pirómano que ha cumplido su condena y que ha sido rehabilitado con éxito, se pone a trabajar en un centro sanitario público que práctica la eutanasia, donde conoce a una mujer con ciertas peculiaridades físicas, de la que se enamora (no en vano la novela se subtitula, «un romance en un futuro cercano»). Tras una serie de peripecias, y en una suerte de fundido en negro final, el protagonista, en la última página de la novela, se mete la mano en el bolsillo para sacar un mechero.

En una crítica de la época se puede leer:

«En un país en donde se le puede decir seriamente a alguien refiriéndose a su documentación, “ese montoncito de papeles es usted", donde el amor es un incidente casual del sexo, y el arte un servicio público mecanizado, la eutanasia constituye naturalmente una función esencial y sumamente solicitada. Es por la importancia de esta oficina que se emplea allí al héroe, equívoco representante de una nueva generación de rehabilitados».

A pesar de la breve extensión de esta novelita, Waugh consigue, con su característica ironía, com­poner una miniatura bastante expresiva e impactante de lo que él pensaba que podría llegar a convertirse un mundo occidental, ya en su tiempo, irreligioso y amoral. Lo cierto es que en sitios como Canadá, el aparente disparate de este tipo de sociedad empieza a fraguarse, casi sin que nos demos cuenta. Editado por EMECE (cuadernos de la quimera) en el año 1954.

 

Un mundo sin hombres (World Without Men, 1958), de Charles Eric Maine

 

 

Se ha comparado a Un mundo sin hombres, de Charles Eric Maine (un oscuro escritor inglés de ciencia-ficción), con 1984 de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley, lo cual, sin duda, resulta exagerado, porque la novela no alcanza el nivel literario de las otras dos obras.

Sin embargo, el tema que trata es de tremenda actualidad. Maine basa su visión distópica, no en una sociedad que deviene totalitaria por causa de una ideología política o una tecnocracia, sino que presenta su caso contra al feminismo. El autor vio en el naciente feminismo de su época (el período inmediato a la II Guerra Mundial) una fuerza deshumanizante y destructiva, que tendía hacia el totalitarismo, y que, según él, tenía el potencial de deformar la sociedad a través de la imposición de modos de vida radicales y antinaturales.

Su convicción era que el feminismo derivaba sus premisas fundamentales del odio y el rencor, no del respeto por el orden natural, y que, además, implicaba una rebelión contra la diferencia natural entre los dos sexos. No hace falta decir que aquellas aguas trajeron los lodos entre los que actualmente nos hundimos, incluidas las propias feministas.

La novela (que no está traducida al castellano, pero quizá debería estarlo) presenta un mundo futuro que no tiene hombres debido al control de la natalidad, la homosexualidad, la promiscuidad y la pornografía, y que está regida por un gobierno despótico, una lesbiocracia totalitaria o una ginecocracia lésbica; ¿o quizá no? Y es que el mundo, poblado exclusivamente por féminas, está dirigido por cerebros electrónicos que toman todas las decisiones. Y todos los nacimientos –únicamente de mujeres– tienen lugar por medios partenogenéticos inducidos. 

Maine tiene otro libro premonitorio (tampoco traducido al castellano), titulado, La más oscura de las noches (The Darkest of Nights, 1962), en el que reúne los siguientes elementos, que les sonarán a todos: pandemia a nivel mundial de un virus letal y virulento que se propaga con gran rapidez y para el que no se conoce remedio, muertes masivas, científicos, periodistas, censura, autoridades gubernamentales presumiblemente democráticas convertidas en tiranías, revoluciones y revueltas, romance, y pesimismo distópico. En todo caso, el libro, por las condiciones personales del protagonista y una innecesaria escena de violación, no me parece recomendable para adolescentes, aunque su interés y actualidad son innegables.

 
 
El desembarco (o El campamento de los santos, 1973), de Jean Raspail
 
 

El desembarco (Le Camp des Saints, título original en francés) es una novela apocalíptica y premonitoria escrita 1973 por el escritor francés Jean Raspail. El libro de Raspail describe un futuro en el cual la migración pacífica en masa desde el tercer mundo hacia Europa, a través de Francia, desencadena la destrucción de la civilización Occidental. Casi cuarenta años después de su publicación original, el libro regresó a la lista de los más vendidos en Francia en el 2011, donde, como sabemos, conviven ya dos sociedades irreconciliables, y una de ellas –la mahometana– terminará pronto por prevalecer. Pero el problema no es solo de Francia, sino de toda Europa. Ya en 1974, Bumedian, presidente de Argelia en aquellos días, en una sesión de la Asamblea de las Naciones Unidas incluyó en su discurso lo que Raspail había escrito un año antes, y lo que hoy vemos y vivimos con muchísima mayor claridad:

«Un día millones de hombres abandonarán el hemisferio sur para irrumpir en el hemisferio norte. Y no lo harán precisamente como amigos, pues irrumpirán para conquistarlo. Y lo conquistarán poblándolo con sus hijos. Será el vientre de nuestras mujeres el que nos dé la victoria».

Y ese día, parece ya próximo. Lo que no se logró ni en Poitiers, ni en Covadonga, ni en Lepanto, ni en Viena, parece estar ya a su alcance.

El título original de la novela es una referencia al libro del Apocalipsis, (20, 9): «Subieron a la superficie de la tierra y cercaron el campamento de los santos». La novela ha sido traducida a la mayoría de idiomas del mundo. En español, fue publicada por Plaza y Janés en 1975 y por Áltera en 2007.

 
Hijos de los hombres (1992), de P. D. James
 
 

En esta novela atípica de la escritora de relatos policíacos, P. D. James, la humanidad se encuentra al borde de la extinción a causa de una infertilidad masiva. Es una historia sobre un mundo sin hijos, y por lo tanto, sin futuro.

Resulta extraño y melancólico, y finalmente desesperante, imaginar un mundo sin las voces y el jolgorio de los niños. Un jolgorio cuyo bullicio, en ocasiones, desearíamos que emudeciese, al menos, por un tiempo. Pero, se trata de un deseo inconsciente que olvida que en ese imaginario mundo, tranquilo y sosegado, ya no habría inocencia, ni esperanza, ni alegría, ni luz, ni vida. Ese es el mundo descrito por James en esta novela. Un mundo, por cierto, al que parece aproximarse el nuestro con su colapso demográfico. Y aunque no es la mejor de sus obras, solo por recordarnos la obligación de crecer y multiplicarnos, merece una consideración. A propósito, el origen del título proviene del Salmo 90, «Tú vuelves el hombre al polvo, diciendo: Volved, hijos de los hombres».

La novela arranca en la Inglaterra del año 2021, donde la última generación nacida, los mimados, arrogantes, crueles y violentos omegas, gozan de variados privilegios, bajo el gobierno despótico de Xan Lyppiatt, primo del narrador protagonista, Theo Faron, un académico de Oxford de mediana edad. Estamos ante una sociedad moribunda, hastiada y sin esperanza. Se importan trabajadores de otros países más atrasados, llamados sojourners, que luego son expulsados a los sesenta años, la misma edad a la que la mayoría de los nativos se enfrenta a la eutanasia. Los suicidios son comunes y la depresión se apodera de gran parte de la población. Grupos de flagelantes expían sus pecados públicamente. Algunas mujeres perturbadas pasean con muñecas en cochecitos, fingen un embarazo o tratan a sus mascotas como hijos. Los criminales son enviados a la isla de Man, donde muchos mueren de hambre o son torturados por crueles bandas. Poco a poco, la gente se concentra en las ciudades para aprovechar mejor la poca energía y recursos disponibles, y pasar sus últimos días entre la apatía y la indolencia. La trama gira en torno a la relación del narrador protagonista con un grupo de disidentes cristianos llamados los Cinco Peces, entre los cuales nace, milagrosamente, un niño que parece destinado a convertirse en la esperanza del mundo.

Ha sido publicada por Ediciones B.

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¿POR QUÉ LOS BUENOS Y GRANDES LIBROS SON HOY TAN NECESARIOS?

20.02.23

La literatura de ficción, el cientificismo y el asombro agradecido

             «En busca de la piedra filosofal». Joseph Wright Of Derby (1734-1797).

 


«Diciendo ser sabios, se tornaron necios».

Romanos, 1, 22

  

«Nadie se engañe a sí mismo. Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para hacerse sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad para Dios. Pues escrito está: “Él prende a los sabios en su misma astucia.” Y otra vez: “El Señor conoce los razonamientos de los sabios, que son vanos.”».

I Corintios, 3, 18-20

  

«Otra verdad, vulgarísima de puro repetida, es que la ciencia humana debe descartar, como inabordable empresa, el esclarecimiento de las causas primeras y el conocimiento del fondo sustancial oculto bajo las apariencias fenomenales del Universo (…). Para la resolución de estos formidables problemas (…) parece indudable la insuficiencia radical del espíritu humano».

Santiago Ramón y Cajal. Los tónicos de la voluntad.

      

      

Una de las cosas que nos pueden ofrecer la literatura y la poesía es ayudarnos (y con nosotros, a nuestros hijos) a recuperar el hoy ausente y perdido sentido del asombro, y con él, asociado irremediablemente a él, un también extraviado y cuasi desconocido sentido del agradecimiento.

Ambas cosas, asombro y agradecimiento, son, como sabemos –o deberíamos saber-, esenciales para algo más importante, diría que crucial: el sentido de lo sagrado y la adoración a que este da lugar. Pero en nuestros días, la gran mayoría de los hombres, incluso los que se estiman religiosos, desconocen, o al menos no extrañan, esa trascendental ausencia en sus vidas.

La causa, o al menos una de las causas de este extravío, se encuentra en la concepción moderna de la ciencia, degenerada desde hace tiempo ya, en lo que se suele denominar cientificismo, definido por la RAE como «Teoría según la cual los únicos conocimientos válidos son los que se adquieren mediante las ciencias positivas». En el fondo, todo ello es el resultado natural de unos antecedentes ya remotos: la pretensión de convertir a los hombres en «dueños y poseedores de la naturaleza» (como dijo Descartes), y la de mejorar la «utilidad y el poder humanos a través de las artes mecánicas» o tecnología (en expresión de Francis Bacon).

Antes de continuar, he de advertirles que esta crítica de ninguna manera implica una demonización de la ciencia misma, si no que únicamente trata de poner de manifiesto la incongruencia de afirmar que el único conocimiento real es el científico, además de alertar de su peligro.

Este enfoque perverso de la ciencia –mayoritario hoy–, adquiere los perfiles de una cuasi ideología, o mejor dicho, de una cuasi religión, y se fundamenta, desde un punto de vista metafísico, en dos presuposiciones: (i) el materialismo de lo real y, (ii) el escepticismo de no creer en nada que no pueda encerrarse en ese «frasco científico». Consecuentemente, solo existiría lo material, aquello que se puede observar, medir y experimentar, descartándose otras posibles vías de conocimiento. Pero, esta pretendida exclusividad encierra en su interior su propia condenación.

La primera y más elemental de las contradicciones que encierra esta ideología es que, si todo es materia y no responde a ningún propósito inteligente y planificado (obviamente, por “alguien”), sino que solo es producto del azar, no pueden existir “leyes” que observar o descubrir. Porque, es imposible aplicar la razón al caos. Lo que trae a mi memoria una anécdota de Chesterton: se cuenta que, en una cena, compartiendo nuestro amigo mesa y mantel con un conocido materialista ateo, este último le pidió que le acercara la sal, lo que Chesterton hizo con presteza. De inmediato, el notorio materialista se apresuró a darle las gracias, a lo que el escritor inglés replicó: «¿Por qué me da las gracias? ¿No hemos quedado en que, o bien, carezco de libre albedrío y estaba obligado a darle la sal por razón del mecanicismo materialista del que usted ha hablado, o bien, el que le diera la sal es resultado del puro azar? Si es así, en cualquiera de los dos casos no hay nada que agradecer a nadie. ¿No cree?». Ante lo cual el notorio materialista no tuvo nada que decir. Porque, como él mismo Chesterton escribió una vez: «el peor momento para un ateo es cuando está realmente agradecido y no tiene a nadie a quien agradecer».

La segunda dificultad del cientificismo es su propia e irracional autolimitación. El filósofo Edward Feser nos lo explica con una clarificadora imagen:

«El éxito de los métodos de la ciencia moderna para iluminar aquellos aspectos de la naturaleza susceptibles de predicción y control, simplemente no implica que la naturaleza no tenga otros aspectos. Los que piensan de otra manera son como el borracho que asume que, debido a que el área bajo la farola es el único sitio donde podría ver las llaves que ha perdido, no debe haber otro lugar en el que valga la pena buscar».

Por último, la tercera de las contradicciones deriva de la pobreza epistemológica de esta ideología: afirmar que la ciencia moderna es la única vía de conocimiento, no es una afirmación científica, ya que no pueden probarse utilizando métodos científicos. Y ello, porque la ciencia descansa en una serie de suposiciones filosóficas que necesita para empezar a andar, y que ella misma no puede validar:

1. Que los sentidos son confiables. Pues es a través de los sentidos que el científico mide, cuenta, experimenta y constata.

2. Que la mente es racional. Pues es a través de esa racionalidad que el científico da orden a esas percepciones.

3. Que el universo es racional y responde a unas razones que la mente humana puede conocer.

4. Que existen las leyes de la lógica.

5. Que existen los números y las matemáticas.

6. Que existe la verdad.

Dado todo ello, una visión reductora como la que propugna el cientificismo es, precisamente, anticientífica. Opera bajo las presunciones limitadoras de lo que el filósofo Charles Taylor llamó un «marco inmanente», un marco de referencia que excluye cualquier cosa fuera de lo material y que niega, por tanto, sin ninguna razón en absoluto, lo espiritual y trascendente, cayendo de lleno en un fideísmo que dice abominar.

Este círculo reducido de conocimiento (la zona iluminada por la farola en el caso del borracho de Feser) es lo que Max Weber llamó una «jaula de hierro», una prisión mental que, paradójicamente, excluye todo lo espiritual, todo lo que no puede ser verificado por la ciencia experimental.

Sin embargo, el tipo de científico que más abunda en la actualidad es el que encaja en ese cientificismo, y por ello, lamentablemente, esta es la idea que impera hoy.

¿Y qué ante esto? Pues que aquel que profesa esa religión no solo limita sus posibilidades de acceder a la verdad, sino que, además, careciendo de humildad, adopta una postura altiva y displicente, de superioridad moral e intelectual, que resulta ridícula, dada su pequeñez y contingencia.

Esa falta de humildad impide al hombre moderno asombrase, estremecerse ante la maravilla, y, por tanto, dar las gracias. Decía Chesterton que este tipo de conocimiento científico pervertido, no es la forma más elevada de pensamiento porque, precisamente, no da gracias. Y es que las gracias se han de dar a alguien. Debe haber un ser personal a quien agradecer. ¿Cómo agradecer al Big Bang, o a la sopa primigenia, o a la evolución, o al caos?

El difunto papa Benedicto XVI señaló que, a lo más, las mejores teorías científicas, lo que hacen es luchar por aproximarse a lo trascendente, luchar por alcanzar el conocimiento. Pero son, en última instancia, incapaces de acercarse a la totalidad de la realidad. Tal como el filósofo inglés Bertrand Russell sostuvo, lo que la ciencia actual realmente revela son, únicamente, características estructurales muy abstractas del mundo natural expresadas matemáticamente, pero no la naturaleza esencial de la realidad que presenta esas características, de la que nada nos dice.

Y es que hay algo más, mucho más que lo poco que sabemos gracias a nuestros experimentos, cuentas y medidas, más allá de la mera realidad material medible, más allá del limitado arco de luz proyectado por el foco de nuestra farola. Y también hay otros medios de explorar esa realidad misteriosa y escondida, uno de los cuales es la sciencia poetica, una forma de conocimiento olvidada de la que alguna vez les he hablado, a la que se llega por connaturalidad, por intuición, en la que el uno participa del ser del otro, y en la que los libros tienen una destacada función.

Un ejemplo literario de ello nos lo muestra Charles Dickens en su obra Tiempos difíciles (1854), en el personaje de George Gradgrind. Este pedagogo victoriano siempre se encontraba «con una regla y un par de balanzas, y la tabla de multiplicar en su bolsillo… listo para pesar y medir cualquier parcela de la naturaleza humana y decirte exactamente a qué viene», a fin de poner en práctica su filosofía, que el mismo expresa de forma clara y contundente:

«––En esta vida, no queremos nada salvo los hechos, señor; nada salvo los hechos».

Los propios hijos de Gradgrind sufrieron esta filosofía reduccionista y limitadora bajo la tutela de su padre, lo que dio lugar a un paisaje humano devastado y estéril:

«Ningún pequeño Gradgrind había visto nunca una cara en la luna; (…). Ningún pequeño Gradgrind había aprendido nunca la simple canción, “Brilla, brilla, estrellita, me pregunto quién serás”. Ningún pequeño Gradgrind había mostrado nunca su asombro sobre el particular, ya que cada pequeño Gradgrind había diseccionado, como un profesor Owen cualquiera, la Osa Mayor a los cinco años, (…). Ningún pequeño Gradgrind había asociado una vaca del campo (…) con aquella todavía más famosa vaca que se tragó a Pulgarcito. Nunca habían oído hablar de aquellas celebridades, y solamente se les había presentado a la vaca como un cuadrúpedo rumiante y gramnívoro con varios estómagos».

Por otro lado, en esa misma obra, Dickens nos muestra también otra pendiente resbaladiza por la que puede deslizarse la ciencia experimental: la arrogancia y la ilusoria pretensión de saber, de poseer todo el saber. En otra escena, al comienzo de la novela, a Cecilia Jupe, hija de un domador de caballos, se le pide en la escuela del señor Gradgrind que explique qué es un caballo. Ella, nerviosa, no sabe qué decir. Billy Bitzer, el alumno estrella, que no había visto un caballo en su vida, contesta orgulloso:

«Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo durante la primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos».

El profesor Gradgrind, con cansada suficiencia, se vuelve hacia Cecilia y le espeta: «Niña número veinte (…) ya sabes ahora lo que es un caballo».

Como dice el profesor Anthony Esolen (10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo, Homolegens):

«La ironía es que Cecilia sabe más acerca de caballos que cualquier persona en el aula, incluidos Bizer y el señor Gradgrind. Ella ha montado caballos, los ha visto dar a luz, los ha peinado y almohazado, y ha visto a su padre curar sus heridas. Ella los conoce en una manera que solo una vida con ellos puede revelar».

Pero estos no son los únicos problemas en este asunto. Otra cuestión muy actual, asociada a la ciencia entendida como técnica, es anunciada, preclaramente, por C. S. Lewis en su obra, La abolición del hombre (1943):

«Para los antiguos hombres sabios, el problema cardinal era cómo adaptar el alma a la realidad, y la solución fue el conocimiento, la autodisciplina y la virtud. Para lo mágico y para la ciencia aplicada, el problema es cómo adaptar la realidad a los deseos del hombre: y la solución es una determinada técnica; y ambos, aplicando dicha técnica, están preparados para hacer cosas que hasta entonces se habían considerado displicentes e impías, como desenterrar y mutilar a los muertos».

El ejemplo paradigmático de este tipo de hombre de ciencia, enajenado o inmoral, es el doctor Víctor Frankenstein, el protagonista de la obra, del mismo título, Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley, comentada aquí. Su declaración de principios es muy explícita:

«Se ha hecho tanto, empero, mucho más yo lograré: pisando los pasos ya marcados, seré pionero en un nuevo camino, exploraré poderes desconocidos y revelaré al mundo los misterios más profundos de la creación».

Otro representante genuino de esta concepción de la ciencia, es el malvado y cruel Dr. Moreau, de La isla del doctor Moreau (1896). En esta entretenida novela, el progresista y eugenésico H. G. Wells explora, siquiera superficialmente, las perturbadoras posibilidades de una cirugía y una genética sin control moral. Curiosamente, se trata de las mismas prácticas que acechan hoy por medio de la enajenada ideología del transexualismo. Pero…, ¡si lo hace por la ciencia! Eso dice él, ciertamente, pero persigue fines del todo inaceptables con uso de métodos extremadamente cuestionables. Son precisamente esos propósitos sin horizonte moral, y la locura antinatural que encierran, lo que les convierte, tanto a él como a lo que pretende hacer, en un enorme e inquietante peligro.

Hay algunos otros científicos que hacen un mal uso de la ciencia en Robur el Conquistador (1886) y su continuación, El amo del mundo (1904), de Julio Verne (y en cierto modo, en 20.000 leguas de viaje submarino (1870) y La isla misteriosa (1875), con el capitán Nemo). En este plano está también, claro, el Dr. Jekyll de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de R. L. Stevenson.

Como antes señalé, C. S. Lewis, en su breve, pero jugosísimo ensayo, La abolición del hombre, también nos da una visión crítica de ese concepto absolutista de ciencia. Una perspectiva que muestra sin rebozo en su trilogía cósmica, compuesta por Perelandra (1938), Lejos del planeta silencioso (1943) y Esa horrible fortaleza (1945), donde insinúa que algo demoníaco acecha bajo el velo científico. Esa horrible fortaleza en particular causó cierto revuelo con su publicación, ya que plasma claramente los temores y reticencias de Lewis ante una ciencia endiosada. Una crítica de la época dio con la clave de la novela: «Creo que “Esa horrible fortaleza” trata de un triple conflicto: la Gracia frente a la Naturaleza y la Naturaleza frente a la anti-Naturaleza (la moderna industrialización, la ciencia y las políticas totalitarias)». Al final, todo aquello de lo que les estoy hablando se resume en eso, en el conflicto entre lo sobrenatural, lo natural y lo artificial, que vivimos hoy tan intensamente.

Y es que, la respuesta a «¿qué es un caballo?», lo mismo que la cuestión de «¿qué es un hombre?», no pueden estar limitadas por una descripción matemática, biológica o física, y mucho menos ser tomadas como meras construcciones humanas modificables a capricho. Todos sabemos que tales descripciones son solo unas muy reducidas, y no las más importantes, partes de esas realidades, que, además, son precisamente eso, realidades dadas y en absoluto moldeables.

Así que, demos gracias y enseñemos a nuestros hijos a darlas, sobre todo por el grandioso universo de lo creado, y por el don de nuestra inteligencia que nos permite intentar comprenderlo. Pero, a un tiempo, demos también las gracias por Charles Dickens, R. L. Stevenson, Julio Verne, C. S. Lewis y todos los grandes poetas, que nos enseñan a abrir nuestra mente a la maravilla y el asombro. Y, en último término, démosles también a ellos las gracias por enseñarnos a sentir la sacralidad del mundo, y de este modo, por ayudarnos, aunque solo sea un poco, a aprender a adorar, algo que, por cierto, ninguno de los personajes literarios comentados sabía hacer, lo que da que pensar, ¿no creen?

Porque, como dijo una vez Chesterton, «el mundo nunca se morirá de hambre por falta de maravillas, sino solo por falta de asombro».

  

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6.02.23

Magia y milagro en la literatura: una distinción necesaria

                                   «El astrólogo». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).

    

  

  

     

«No hay ninguna razón para que la literatura no describa tanto el aspecto demoníaco como el aspecto divino del misterio o del mito».


G. K. Chesterton

  

 

 

Vuelvo a hablar de literatura y magia. Y vuelvo a hacerlo en un contexto similar y, al mismo tiempo, diferente, un contexto que quizá enriquezca, aclare o expanda aquello que comenté en su día aquí. Hablaré de magia y milagros, y para ello me apoyaré en un artículo de Chesterton publicado en la revista The Bookman, en su número de marzo de 1930, titulado Magia y fantasía en la ficción, en el libro que C. S. Lewis dedicó a los milagros, titulado, así, Los milagros (1947), en Romano Guardini, en santo Tomás de Aquino, e incluso, en el gnóstico/hermetista victoriano, James George Frazer.

Ciertamente, magia y milagro son conceptos que nos remiten a algo que para nosotros se sale de lo cotidiano y de las leyes que rigen esa cotidianeidad. Pero, ¿qué es magia y qué es milagro?

Es una obviedad decir que la palabra milagro se ha convertido en nuestros días en un sinónimo de incredulidad. La gente generalmente ve los milagros como cosas que no pueden ocurrir, y ese es el uso vulgar del término, que identifica, rareza con imposibilidad. Consecuentemente, cualquiera que defienda seriamente su existencia es considerado un verdadero idiota o, al menos, un pobre ignorante.

Pese a ello, Lewis, en la citada obra, Los milagros, argumenta que estos solo son imposibles mientras consideremos que la Naturaleza abarca la totalidad de toda la existencia, pero no lo son si, como él cree, existe también un mundo sobrenatural, incluido un creador benévolo que probablemente intervendrá en la realidad después de su creación. Así, frente a la afirmación de David Hume de que los milagros, de existir, serían violaciones de las leyes de la naturaleza (y por esta razón, sostenía el filósofo escocés, no existirían), Lewis afirma que cuando la mano divina de Dios alcanza tocar nuestro mundo a través de un milagro, lo que hace es interrumpir el curso natural de los acontecimientos. Es decir, el milagro interrumpe las leyes de la naturaleza, pero no las quebranta.

El teólogo alemán Romano Guardini introduce en esta distinción un ligero matiz. Para él un milagro no es una mera alteración temporal de las leyes de la naturaleza, sino su superación. Y para explicarlo nos da un sugestivo ejemplo:

«Supongamos que tenemos dos bolitas que están depositadas en el suelo. Ambas están sometidas a la ley de la gravedad que apunta hacia el centro de la tierra. A los pocos días, una de esas bolitas, que es de metal, sigue manteniendo su lugar en el suelo, pero la otra, que es una semilla, empieza a crecer y apunta hacia arriba. No es que la ley de la gravedad no siga operando sobre esa semilla, sino que una ley vital, la de la germinación, supera a la ley de la gravedad. Esta última sigue operando, dado que la disposición del tallo y de las ramas toma la forma que habitualmente tiene, únicamente por la existencia de la gravedad. De la misma manera que la ley biológica supera a la ley de la gravedad, sin anularla, las leyes síquicas superan a las leyes de la vida, y, finalmente, las leyes sobrenaturales superan a las leyes síquicas, biológicas y de la gravedad sin anularlas».

Más allá de Lewis y Guardini, y pasando por sobre ellos, Tomás de Aquino no ve los milagros como interrupciones puntuales de las leyes de la naturaleza, y ni tan siquiera como superaciones de las mismas. Lo que él nos dice es que «los milagros son obras hechas por Dios fuera del orden generalmente observado en las cosas» («miracula […] sunt quae divinitus fiunt praeter ordinem communiter observatum in rebus»). «Fuera del orden generalmente observado en las cosas». Obviamente Tomás se refiere a nosotros como observadores. Las leyes de la naturaleza son, por lo tanto, para el hombre, el resultado de sus observaciones. Son lo que nos parece que rige el orden de las cosas, pero, como sospechamos, no lo que realmente estas son, porque nuestro conocimiento de la naturaleza no es perfecto, sino confuso, como a través de un espejo oscuro.

Por lo tanto, es posible que algunas cosas que nos parecen milagrosas no sean más que visiones relampagueantes causadas por Dios, a través de las cuales Él nos permite atisbar levemente parte de lo que es la verdadera naturaleza del Universo. Quizá sea verdad lo que dice Chesterton en otro lugar (El hombre que fue jueves, 1908) al hablar del secreto del mundo, cuando nos dice:

«¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que solo vemos las espaldas del mundo. Solo lo vemos por detrás, por eso parece brutal». 

Bien, ya hemos hablado de los milagros, pero ¿qué hay de la magia?

Como sabemos, para el cristiano la magia es siempre una actividad pecaminosa, al poner el mago –y quien recaba sus servicios– su confianza idolátrica en algo o alguien distinto a Dios. Como dice la Enciclopedia cattolica (1948), «de hecho supone y cultiva la desconfianza en la Divina Providencia como si fuera inadecuada para las necesidades humanas; establece relaciones amistosas con el enemigo irreconciliable de Dios; expone la vida sobrenatural y natural al peligro de graves ilusiones y daños; y, si llega a atribuir al diablo la omnipotencia propia de Dios, constituye la forma más grave de superstición».

Pero, además, la magia es siempre un truco, un engaño, y, a la larga, un fracaso. De esta manera, Chesterton nos dice lo siguiente sobre ella:

«La magia era el abuso de los poderes preternaturales por agentes inferiores, cuyo trabajo era preternatural pero no sobrenatural. Se basaba en la profunda máxima del “diabolus simius Dei”; el diablo es el mono de Dios. La magia era pues el truco de un mono imitando las funciones divinas».

Visto todo lo anterior, lo que sí es cierto, es que la ruptura de la normalidad, que se da en ambos fenómenos, difiere entre ellos de una forma dramática que es importante conocer. Porque, como hemos visto, una y otros conducen a lugares opuestos. Y, porque, además, la confusión entre ellos puede llegar a ser fatal. En este sentido, en el artículo citado, Chesterton nos advierte de un grave peligro que, en rigor, no está en la magia misma, pero que va asociado a ella:

«Pero hablar de los misterios o milagros superiores como formas de la magia, o como procedentes de la magia, es invertir toda la historia. Es como si dijéramos que la misa negra evolucionó gradualmente para convertirse en la Misa. (…). Es como decir que los discípulos que dijeron el Padre Nuestro, lo habían tomado prestado de las brujas que lo decían al revés».

Y es que, como bien sabía el escritor británico, uno de los peligros de la secularización puede venir (y, de hecho, viene) de una trivialización por etapas del hecho religioso a través de su identificación con el hecho mágico: Se comienza con la banalización de la magia, calificándola como algo ridículo y, por supuesto, falso, para, a continuación, asimilar a esa magia, ya depauperada y desprestigiada, cualquier acontecimiento sobrenatural, sobre todo, aquellos que llevó a cabo Cristo personalmente. A continuación, una vez ridiculizada la magia y habiendo asimilado a ella cualquier acto prodigioso asociado con la religión, se asocia la creencia y práctica mágica con la creencia y práctica religiosa, haciendo aparecer a ambas como intentos de sofocar un instinto primitivo de angustia ante la hostilidad indomeñable de la Naturaleza. Esto llevaría a considerar a cualquier religión (y, por ende, al cristianismo) como equivalente a la magia misma. De este modo, la religión provendría de la magia, siendo solo un mero estado evolutivo superior de esta última, de la que solo se diferenciaría en grado, y, por lo tanto, con una naturaleza tan falsa, supersticiosa y ridícula como la de su predecesora.

Frazer en su famosa obra La Rama Dorada (1890), trató de vendernos esta errada teoría:

«El hombre ensayó doblegar la naturaleza a sus deseos por la fuerza de hechizos y encantos, antes de tratar de enternecer a una deidad altiva, caprichosa e irascible por la suave insinuación de la oración y del sacrificio».

Ante todo ello, y dados los peligros comentados y la facilidad de caer en un confusionismo dañino, es obligación de los padres cuidar de que sus hijos eviten estos errores.

Pero, la verdad es que no hay un método infalible para distinguir los milagros de la magia, es más, sabemos que llegarán un día en el que muchos serán seducidos por nefandos prodigios o falsas señales (Apocalipsis, 13, 13-14).

De entrada, si fijamos nuestra atención en sus propósitos finales, quizá podamos encontrar algo de ayuda. Así, los falsos prodigios realizados por magos o hechiceros son simplemente un engaño destinado a seducir a la gente para alejarla de la Verdad, para alejarla de Dios. San Pablo escribe: «Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz» (II Corintios, 11,14).

Frente a ello, los milagros tienen el sello de su Autor impreso en su finalidad, que en último término es acercarnos a la Verdad, es decir, a Dios mismo, y que en particular se materializa en tres propósitos básicos, a saber: 1) glorificarle (Juan, 2,11); 2) acreditar a cierta persona como su portavoz o profeta (Hechos, 2, 22), y 3) proporcionarnos evidencia para creer en Él (Juan, 6, 2,14 y 20, 30-31).

A mayores, Chesterton, en el artículo mentado, nos proporciona varios argumentos más que pueden sernos muy útiles en esa labor de desbroce y distinción, y que podemos resumir de la siguiente forma:

1.- La magia borra la forma de una cosa y la trasforma en otra; el milagro devuelve y rescata la propia forma perdida

Dice en escritor británico: «Recorre toda la tradición la idea de que la magia negra es la que borra, “disfraza” la verdadera forma de una cosa; mientras que la magia blanca, en el buen sentido de lo milagroso, la devuelve a su propia forma, y no a otra. San Nicolás saca a tres niños vivos de una olla cuando ya han sido hervidos en sopa, lo que puede considerarse una afirmación extrema de la forma contra la falta de ella. Pero Medea, siendo una bruja, pone a un anciano en una olla y promete sacar un joven; es decir, otro hombre».

2.- La magia es una maldición destructora; el milagro supone la restauración del orden originario

Dice de nuevo Chesterton en el referido artículo:

«En la vasta literatura no escrita de la humanidad, el encantamiento fue casi siempre considerado como una maldición. En él hay frecuentemente una idea de cautiverio. A veces la víctima afectada queda literalmente inmóvil, como cuando los hombres son convertidos en piedra por la Gorgona o el príncipe del Cuento Árabe es sujetado a la tierra convertido en mármol. Con la misma frecuencia, la víctima del encantamiento vaga por los bosques como una cierva blanca o vuela con aparente libertad como un loro o un cisne salvaje. Pero siempre habla de su misma libertad como una prisión errante. Y la razón es que siempre hay en tal brujería una nota de parodia».

Señalando sobre los milagros lo siguiente:

«En contraste con esto, se observará que los buenos milagros, los actos de los santos y héroes, son siempre actos de restauración. Ellos devuelven a la víctima su personalidad; y se trata de una personalidad normal y no supernormal. El milagro devuelve las piernas al cojo, pero no lo convierte en un gran ciempiés. El milagro devuelve los ojos a los ciegos, pero sólo un número regular y respetable de ojos. Al paralítico se le dice que extienda su mano, que es el gesto de liberación de los grilletes; pero no que se extienda como una especie de pulpo irradiándose en todas direcciones y perdiendo la forma humana».

De esta manera, la brujería, el encantamiento mágico, remite siempre a lo mismo: a una burda imitación y parodia de lo divino y al intento de normalizar lo que no es normal; a tratar de cambiar la naturaleza de las cosas. Por el contrario, el verdadero milagro, –que, no olvidemos, es obra de Dios–, como tal, restaura las cosas a su orden natural.

Así que, aunque no sea fácil, debemos intentar evitar que nuestros hijos caigan en esa perversa confusión. Y, como en otras ocasiones, la buena literatura también puede –complementando estos consejos– ayudar en la tarea, aunque solo sea un poco.

Pero, aquí entramos en otra terra ignota, quizá insuficientemente inexplorada: las regiones de la literatura como fantasía y ficción, como creación o sub-creación secundaria de un mundo imaginario. Tolkien, que de esto sabía mucho, estableció una poderosa y elegante distinción, diciéndonos que el encantamiento fantasioso del literato produce un mundo secundario en el cual pueden entrar y salir libremente, tanto el diseñador/literato como el espectador/lector. Y siendo, en su pureza, un mundo artístico en el deseo y el propósito. La magia, sin embargo, produce, o pretende producir, una alteración en el mundo primario, en nuestro mundo real…. No es, por tanto, un arte sino una técnica; su deseo es el poder dominar este mundo, lograr el dominio de las cosas y de las voluntades.

Visto lo cual, y con estas herramientas entre las manos, vayamos a explorar un poco el mundo literario.

Para acudir a la expresión literaria de los milagros no necesitamos indagar mucho; están ahí, en la Biblia y, especialmente, en el Nuevo Testamento, que es dónde se encuentran aquellos que Dios mismo en su segunda persona, y no a través de simples hombres, llevó a cabo.

Para las representaciones literarias de la magia podría señalarles algunos ejemplos. Y, dado que en el fondo de todo acto mágico y de su intención está una transacción entre quien dispone de facultades sobrenaturales teñidas de maldad (Satán y sus demonios), y quien las procura en la busca de controlar su destino como si fuera Dios, podemos citar algunos casos emblemáticos de este tipo de pactos: Entre los clásicos, encontramos la leyenda de Teófilo recogida por Gonzalo de Berceo en sus Milagros de Nuestra Señora (1246-52); también vemos acuerdos con el diablo en las Cantigas de Santa María (1270-82), en ambos casos, con final feliz; y ya con más trágicos finales tenemos, alguna historia de El Conde Lucanor (1575), de don Juan Manuel, El mágico prodigioso (1637), de Calderón, donde Cipriano vende su alma por conseguir el amor de la bella; y los Faustos: el Doctor Faustus (1592) de Christopher Marlowe y el Fausto de Goethe (1808-32). Más adelante, en algunas obras modernas, vemos temas similares, como en William Wilson (1839), de Edgar Allan Poe, en El retrato de Dorian Gray (1890), de Oscar Wilde, y en las historias de los Mitos de Cthulhu (1921-35), de H. P. Lovecraft, donde aquellos que usan la magia de Mythos tienden a ser extremadamente malvados, y casi siempre, o son locos o terminan siéndolo.

Pero hay otro tipo de obras donde se presenta la magia como algo, si no del todo bueno, al menos inocuo. El ejemplo más paradigmático es la serie de Harry Potter de J. K. Rowling, pero hay otros, como la serie de Las crónicas de Chrestomanci, de Diana Wynne Jones, un conjunto de novelas ambientadas en un mundo fantástico donde un funcionario del gobierno, el «Chrestomanci», trabaja para controlar el mal uso de la magia. Ya les hablé de cómo tratar con estas obras en esta entrada, a la que les remito.

Pero, quizá todos estos consejos estén perdiendo su utilidad; posiblemente, hoy, la magia se esté volviendo innecesaria. Aquel que la ha promovido siempre, quién siempre ha estado tras las bambalinas, en el lugar del apuntador, del autor del libreto y como director de la pieza, quizá ya no tenga necesidad de ella. O posiblemente estemos ya en un tiempo en el que, aquello que conocemos tradicionalmente como magia termine por desaparecer, sustituido por otra clase de prodigios disfrazados de seductores nombres, como ciencia o tecnología.

Porque, cada día que pasa, se acrecienta la certeza de que, tras todo lo que hoy nos rodea, late una antropología abiertamente satánica. Lo que conocemos como postmodernismo ha dejado atrás al iluso humanismo que nació con la Ilustración, aquel que proclamó «el amor a sí mismo, hasta el desprecio de Dios». Este humanismo se rebeló contra Dios, la religión y la sacralidad, y llevó esta rebelión hasta sus límites en la modernidad, con su pretensión de asesinar a Dios. Pero hoy día, su sucesor, el postmodernismo imperante, quiere ir más allá, y exige sacrificios. Pretende la eliminación del hombre y de su inherente racionalidad, y la destrucción final de las instituciones que nacen de su naturaleza social –estados y familias–. Y lo hace a través del rechazo del sexo natural (la ideología de género), la imposición de una solidaridad totalitaria y carente de toda caridad (los «entrometidos morales omnipotentes», que decía C. S. Lewis, o sea, la cultura Woke de hoy), y el paso del Rubicón hacia lo que se denomina transhumanismo (transferir el pensamiento humano a una máquina, creando un hombre sin cuerpo, lo que sería una antítesis de la resurrección). Pero como dice Aquino, cuidado, porque un hombre no puede desear «un grado más alto de naturaleza, el cual no podría alcanzar sin dejar de existir». La clave aquí está en «dejar de existir». Y en eso estamos, en el intento de destruir al hombre.

Se estaría fraguando, por tanto, un sacrificio humano de proporciones gigantescas (pues su pretensión abarcaría a gran parte de la humanidad), un sacrificio que no solo sería una perturbadora ofrenda, si no también, y a un tiempo, el paso de entrada a una sociedad regida por demonios. Una sociedad en la que ya casi nos encontramos inmersos. Quédense con una escalofriante descripción sobre la similitud entre el orden político demoníaco y aquel al que pretenden llevarnos –y que en cierto modo ya casi está aquí–, realizada de forma magistral y estremecedora (con apoyo en santo Tomás) en este artículo titulado, La política del Infierno, con cuya remisión termino (está en inglés, pero vale la pena el esfuerzo).

Mientras tanto, más de la mitad de la humanidad se dirige sonámbula hacia ese mundo o está inmerso en él sin saberlo. Y lo más dramático es que ellos ya no tienen un Dios a Quién acudir (para ellos está muerto, pretendieron asesinarlo, como exclamó Nietzsche, ¿no recuerdan?).

 

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