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2.06.23

Educación en la feminidad (III). Modelos de juventud. El baile, el noviazgo, el cortejo: las novelas de Jane Austen

         «À bientôt» (detalle). Obra de Valentine Cameron Prinsep (1838-1904).
 
 
 
   
    

«¡Esa telaraña de gasa! Incluso los puntos a los que se aferra –las cosas desde las que se balancean sus sutiles entrelazamientos– son apenas perceptibles; toques momentáneos de las yemas de los dedos, encuentros de rayos de orbes azules y oscuros, frases inacabadas, los más ligeros cambios de mejillas y labios, los más débiles temblores. La red misma está hecha de creencias espontáneas y alegrías indefinibles, anhelos de una vida a otra, visiones de plenitud, confianza indefinida».

George Eliot. Middlemarch.

  

«Emma no tuvo ocasión de hablar con el señor Knightley hasta después de la cena; pero, cuando todos estuvieron de nuevo en el salón de baile, sus ojos le invitaron irresistiblemente a acercarse a ella para darle las gracias».

Jane Austen. Emma

   

 

 

Si hay algo constantemente presente en las novelas de Jane Austen, ese algo es el noviazgo. Se ha escrito al respecto: «Los complejos y a menudo mal gestionados rituales por los que un hombre elige, las supuestas ventajas o desventajas por las que una mujer acepta o rechaza, y los a veces descuidados deberes de fidelidad y complacencia a los que una pareja se obliga, son fuentes primarias de acción y discurso en el mundo ficticio de Jane Austen y dramatizan el tema del cortejo y el matrimonio». Todo ello es verdad. Austen consideraba el noviazgo esencial para un feliz y exitoso matrimonio. Para ella, ambas instituciones estaban íntimamente relacionadas, eran todo uno; simplemente se trataba de diferentes fases en el mismo camino. Pero una –el noviazgo– se revelaba esencial (como lugar de discernimiento) para la plenitud de la otra –el matrimonio–.

Además, las historias de Jane Austen son especialmente adecuadas para una educación sentimental, por la manera en que hacen tratamiento de estas cuestiones. No solamente dan cuenta de las pasiones y los sentimientos, material primario del cortejo, sino también, del papel del intelecto y la razón en el control y dominio de aquellos, en un juego de prudencia y equilibrio muy aristotélico.

Y este noviazgo nos es presentado por la escritora inglesa, ligado de ordinario a un acto social: el baile. Ritual, y también símbolo del caminar unido, armonioso, y bello de dos almas compatibles; al igual que metáfora de una intimidad entre la multitud, y de un estar y ser social en esa multitud. Un maravilloso poema de Wendell Berry, El baile, nos lo canta; algunas de sus estrofas son muy expresivas:

«Y te amo
como amo al baile que te distingue
de la multitud
en la que vienes y vas».

Por otro lado, no es difícil encontrar paralelismos entre la danza y el noviazgo. En ambos, las pasiones se celebran de forma grácil y comedida, en un acto ceremonial que alude a su poder, pero que las mantiene contenidas por medio de una especie de arte, marcando límites, domesticándolas, y por ello, reconduciendo su potencia, su belleza y su bondad hacia su finalidad natural.

                           «El baile» Obra de Víctor Gabriel Gilbert (1847-1933).

Cuando en La Abadía de Northanger, la protagonista, Catherine Morland, llega por primera vez a Bath, es introducida, casi inmediatamente, en sociedad. Al principio, permanece pasiva en medio del salón de baile, pues desconoce las costumbres locales, tanto como ella es desconocida por la sociedad del lugar y, por ello, no está en disposición de danzar. Más tarde, el maestro de ceremonias le presenta a un joven caballero local, Henry Tilney, y comienzan el baile, un baile que marca el inicio de un camino a recorrer.

Hay un pasaje de la novela en el que Tilney compara el matrimonio con la danza, a lo que Catherine, sin embargo, a pesar de no estar del todo en desacuerdo, puntualiza agudamente:

«Para mí [dice Tilney], el baile es equiparable al matrimonio. En ambos casos, la fidelidad y la complacencia son deberes fundamentales (…).

—Pues a mí me parece que son cosas muy distintas [dice Catherine].

—¿Qué? ¿Considera usted imposible el compararlas?

—Naturalmente. Los que se casan no pueden separarse jamás; hasta deben vivir juntos bajo un mismo techo. Los que bailan, en cambio, no tienen más obligación que estar el uno frente al otro en un salón por espacio de media hora.

—Según esa definición [dice Tilney], hay que reconocer que no existe gran parecido entre ambas instituciones, pero (…) Imagino que no tendrá usted inconveniente en reconocer que tanto en el baile como en el matrimonio corresponde al hombre el derecho a elegir, y a la mujer únicamente el de negarse; que en ambos casos el hombre y la mujer contraen un compromiso para bien mutuo y que una vez hecho esto los contratantes se pertenecen hasta la disolución. Además, es deber de los dos procurar que por ningún motivo su compañero lamente el haber contraído dicha obligación, y que interesa por igual a ambos no distraer su imaginación con el recuerdo de perfecciones ajenas ni con la creencia de que habría sido mejor elegir a otra pareja.

—Tal y como usted lo expone, desde luego. Sin embargo, mantengo que ambas cosas son distintas y que yo jamás podría considerarlas iguales ni creer que conllevaran idénticos deberes».

Estoy de acuerdo con Catherine/Austen, y creo que una mejor similitud se da entre la danza y el noviazgo, en donde, además, aquella desempeña su función. El baile formaba parte de un sistema de cortejo muy formal y universalmente entendido, un haz de relaciones cuyo objetivo era el matrimonio, y que contenía entre sus ritos algo más que el encuentro entre dos (sin duda, fundamental). Traslucía también una preocupación social y expresaba un determinado arraigo.

Este aspecto social del noviazgo –tan evidente en los relatos de Austen– es especialmente desconocido hoy. La pareja no solía estar sola. Fuera en la hora de visita, en el paseo, en la iglesia, en la cena o en el baile, ambos novios compartían su compañía con otros en medio de un escenario social. Esto era así, ya que los dos eran de algún sitio, pertenecían a él, y se debían a él y a la sociedad allí arraigada. Estaban ligados a un lugar y a un hogar; y aquello que hicieran con sus vidas repercutiría en la suerte y ventura de su comunidad. De esta forma, era relevante lo que una pareja hacía al acercarse el uno al otro. Al cortejarse, se adherían a prácticas tradicionales elaboradas y vividas por otros antes que ellos, que tenían un orden y un significado común, no siendo otro que el camino debido al matrimonio y a la formación de una nueva familia. Desde este punto de vista, el cortejo pertenecía a una sociedad que entendía que una de sus tareas fundamentales era ayudar a los jóvenes a conocerse bien, de tal manera que se vieran abocados a una unión para toda la vida en cuyo seno nacerían los hijos que pudieran tener. Y eso era bueno; era el bien común.

       «Húmeda mañana de domingo». Obra de Edmund Blair Leighton (1853-1922).

Sin embargo, hoy esto se ha perdido, en parte por nuestro desarraigo como individuos. Las familias se reducen, las ciudades nos disipan y nos aíslan: no somos de ningún lugar y de todos a la vez; a partir de un determinado momento no pertenecemos a ninguna familia, nos sentimos autosuficientes y autónomos: y, sin embargo, estamos solos.

Y aquí Austen nos vuelve a ayudar. En prácticamente todas sus novelas, vemos a sus heroínas moverse por todo el discurrir de la novela, a veces con gracia, otras con torpeza, a través de una especie de baile de cortejo. Una danza en la que deben juzgar a la posible pareja por su aspecto, estilo, carácter, posición y, lo más importante, compatibilidad, cara a un futuro matrimonio, pues, este es el fin del noviazgo; aquello que le da sentido y le llena de contenido.

Además, cada una de estas novelas se ocupa ciertos aspectos del amor en relación con el noviazgo y el matrimonio, sugeridos muchos de ellos por los mismos títulos: así, la autora levanta el velo sobre el verdadero significado y papel del buen sentido y los sentimientos en Sentido y sensibilidad, o profundiza en el rol obstaculizador que desempeñan la vanidad, los convencionalismos y las ideas preconcebidas en Orgullo y prejuicio. En Mansfield Park, trata del problema de la conexión del enamoramiento con la virtud; del rol que desempeña la imaginación en los asuntos amorosos, encontramos lecciones en Emma, y del juego paciente entre el romance y la prudencia en Persuasión.

Pero, por encima de todo ello, este noviazgo, para cumplir su función, debe responder –y Austen así lo piensa– a ciertos principios, presentes en todas sus novelas.

En primer lugar, se trata de un proceso intencional con el propósito del matrimonio como objetivo final. Por lo tanto, busca discernir, en lo posible, si la persona tiene la virtud suficiente para ser un buen esposo y padre, y viceversa, buena esposa y madre. Vista esta su finalidad, no debe iniciarse si ese no es su objetivo, y, en todo caso, debe estar presidido por el afecto sincero (amor), el honor y la honradez, la fidelidad y la sinceridad, la castidad y el respeto, y la responsabilidad y el compromiso.

Por otro lado, se trata de un periodo provisional, no de un estado vital a dilatar en el tiempo; por eso debe ser iniciado solamente cuando exista la posibilidad de contraer matrimonio en un plazo razonablemente breve (p. ej. un año).

En todo caso, el periodo del noviazgo –si se realiza bajo los principios antes señalados– es una inversión en la futura felicidad de los esposos. Así lo señala Austen en las líneas finales de La abadía de Northanger:

«Lejos de dañar aquella felicidad, la promovió, permitiendo que Henry y Catherine lograran un más perfecto conocimiento mutuo al mismo tiempo que un mayor desarrollo del afecto que los unía».

Así que, si bien el noviazgo –y, por lo tanto, la intención matrimonial– es algo a considerar como prioritario, que no debe apartarse a un lado (opción hoy tan común, con la prevalencia de la carrera profesional sobre cualquier otra consideración), tampoco ha generar angustia y ansiedad, porque, como nos muestra Austen en su novela Persuasión, el amor termina llegando, si se busca, se guarda y se cultiva debidamente.

«A ti te diré, como te he dicho muchas veces antes: No tengas prisa. El hombre adecuado llegará por fin».

Eso es lo que Jane Austen le escribió a su sobrina Fanny Knight en una carta, aunque, también es verdad, nuestra literata nunca se casó. 

Pero no perdamos de vista al baile de salón, un delicioso ritual, con sus sofisticadas figuras, su delicadeza, su sensibilidad y su aura de belleza formal. Y no debemos hacerlo, pues lo que el baile representa (el cortejo, el noviazgo verdadero) ha desaparecido al unísono que el baile mismo. Y con la desaparición de ambas cosas, también lo han hecho las virtudes esenciales que, un buen hombre y una buena mujer que comienzan a relacionarse sentimentalmente, deben exhibir y ejercitar.

¿Y, tras estas pérdidas, qué nos ha quedado? En lugar del elaborado y tradicional noviazgo, tenemos, en palabras de Bárbara Dafoe Whitehead (Por qué ya no quedan hombres buenos, 2002), «un sistema de relaciones amorfo, abierto y cíclico, que ha habituado a los jóvenes adultos a “compromisos” en serie similares al matrimonio —sin el compromiso de este—, junto con una “gestión de la ruptura”, igualmente en serie, similar al divorcio». Todo lo cual explica, bastante bien, tanto el bajo número de matrimonios y su alto porcentaje de rupturas, como la desmedida proliferación de las relaciones (sexuales) prematrimoniales.

Así que, aunque quizá no podamos rescatar del viejo baúl de nuestros abuelos o bisabuelos el baile de salón (¿por qué no?), al menos, podemos tratar de que nuestros hijos recuperen el noviazgo de antaño y su sentido matrimonial. Y estos libros, los libros de Jane Austen, pueden ayudarnos en ello.

16.05.23

Educar en la feminidad (II). Modelos infantiles y de adolescencia. El jardín secreto y Mujercitas

                 Ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935) de la novela Mujercitas.

   

   

    

«—Chicas —dijo Meg dirigiéndose tanto a Jo, que estaba tumbada junto a ella, como a sus otras dos hermanas, aún en pijama y en su habitación—, mamá espera que leamos estos libros y los cuidemos con esmero; sugiero que empecemos enseguida».

Louisa May Alcott. Mujercitas

  

«Puedes tener tanta tierra como quieras (…). Me recuerdas a alguien que amaba la tierra y las cosas que crecen. Cuando veas un poco de esa tierra que quieres (…) tómala, niña, y haz que cobre vida». 

Frances Hodges Burnett. El jardín secreto

   

   

  


EL JARDÍN SECRETO, de Frances Hodges Burnett (1911). El asombro ante lo creado y el abono en la tierra que labrar.

¿Cómo recuperar el asombro que nos devuelva a nuestra naturaleza de criaturas? Frances Hodges Burnett nos lo cuenta en esta novela, mediante el relato de una historia plena de simbolismo, magia y afecto, que nos deja finalmente un poso de esperanza. Y para ello nos lleva, de la mano de una niña de 12 años, a un lugar que ya conocemos, el jardín.

Como hemos visto, el jardín es el refugio, guardado y seguro, escondido a los ojos extraños; un lugar, pleno de armonía, orden y felicidad, dónde llevar a cabo aquello que hay que hacer: cultivar el alma.

Por otro lado, es un lugar donde impera la belleza y asombro. Ya Platón y Aristóteles creían que la educación debería atraer a los niños y los jóvenes hacia lo verdadero y lo bueno a través de la belleza, que entendían como la expresión sensible de lo real.

Además, el jardín es el paraje ideal para el juego. El juego infantil, ese que abre y cierra puertas y mundos al compás del ingenio y la imaginación del niño, y que siempre ha sido la manera en que los pequeños han cultivado su alma.

Estas son, pues, las dos claves para preparar la tierra para el cultivo: la belleza y el juego.

Nuestra protagonista y narradora, es Mary Lennox. Mary vive en la India, pero al morir sus padres en una epidemia de cólera, es enviada de vuelta a Inglaterra. Su destino es Misselthwaite Manor («Una casa con cien habitaciones, casi todas con las puertas cerradas»), situada al borde de los oscuros páramos de Yorkshire, donde reside su tío Archibald Craven, un hombre todavía desolado por la reciente muerte de su esposa.

Contra todo manual de estilo, Hodges Burnett no presenta al lector una protagonista simpática, sino más bien arisca y tosca. Lo cierto es que la vida no le ha dado a Mary muchas dulzuras, con la terrible pérdida de sus padres, y la necesidad de afrontar, en desamparo, una nueva vida llena de incertidumbre. A ello no ayuda tampoco su tío, que la descuida, ausentándose con frecuencia de la casa.

Pese a ello, Mary conocerá y trabará amistad con dos niños de su edad. Una amistad que aligerará su pesar, y que, a través del juego, y en el marco de un precioso jardín olvidado, trasformará su vida.

Uno de estos niños es su primo Colín, como ella huraño a causa de su delicada salud, como ella, aburrido y apático, encerrado siempre entre las cuatro paredes del inmenso caserón. El otro es Dickon, el hermano pequeño de una criada, inquieto, imaginativo, atento al juego y a la vida al aire libre, entre campos y bosques.

En uno de sus paseos, y gracias a la misteriosa ayuda de un petirrojo, Mary encuentra la llave y la puerta de entrada de un jardín abandonado. En la compañía de Dickon decide visitarlo, y, nada más traspasar el umbral de su puerta, siente una trasformación interior que la hace florecer. De repente, la solitaria y taciturna niña descubre placeres y deleites no imaginados. Cosas tan simples, como saltar a la cuerda, la hacen sentir inmensamente viva.

La enorme alegría del descubrimiento de este regalo (la belleza natural, y el placer del juego) lleva a Mary, porque el amor siempre se desborda, a atraer a su triste y enfermo primo Colin al jardín. Cuando ambos atraviesan de la mano su vieja puerta, perciben la presencia de aquello que les faltaba: «¡Algo está ahí, algo!». El asombro frente a lo creado y la humildad que le acompaña se apoderan de sus corazones, para, en palabras del poeta Shelley, levantar ante ellos, «el velo que cubre la belleza oculta del mundo».

Se ha sugerido que El jardín secreto es una especie de Jane Eyre infantil, y algunos otros incluso han sostenido que se trata de una Heidi inglesa. Es muy posible, pues hay ciertas similitudes y paralelismos, y ya sabemos de la tremenda influencia de la tradición literaria de la que ningún autor puede escapar. Pero, esta novela, más allá de esas semejanzas, como su título indica, guarda un secreto muy particular, que podríamos encerrar en una pregunta:

¿Puede un jardín dar la felicidad?

Probablemente no, al menos en esta nuestra existencia terrena, aunque tenemos razones para pensar que entre uno y la otra existe una relación directa. Pero, sin perjuicio de ello, los susurros de tres niños jugando en un jardín, envueltos en su ilusión inocente y alegre, podrían posiblemente evocar en los lectores un mundo, quizá hoy perdido, pero saludable y redentor: un jardín como escenario, tanto de la sanación de un niño enfermo, como del rescate del alma de una triste niña, y de la restauración, en la alegría y el afecto, de una familia.

Frances Hodges Burnett creía en el poder de los jardines para fomentar el crecimiento del alma a través de la contemplación de la belleza natural, y como camino hacia el bien y la verdad. Y es allí, donde los jóvenes lectores recordarán a Mary Lennox, recorriendo los corredores sin fin de Misselthwaite Manor, y, sobre todo, explorando los caminos sinuosos del jardín secreto, con sus laberintos y senderos.

De este modo, el hortus conclusus inicial se prepara al final para llegar a ser un locus amoenus; y tal y como debería ser, la niña heroína encuentra el camino y la llave, y abriendo la puerta secreta del jardín, llega a conocer lo que le estaba oculto e inaccesible, ese «algo» que la hace florecer. Porque, como señala la autora en el libro:

«Donde cuidas una rosa, muchacho, no puede crecer un cardo».

Pero, el jardín, a pesar de los deseos de los niños de guardarlo para sí, no puede permanecer ya oculto, ya que, por naturaleza, el amor y el bien son difusivos de suyo. De esta forma, la alegría y el disfrute de los niños alcanza a los adultos cuando el Sr. Craven, misteriosamente, es llamado en la distancia y atraído de vuelta al hogar, para que, al fin, el calor de una familia regrese a Misselthwaite Manor. Un lugar que pervivirá en nuestra memoria por su jardín secreto, aquel donde Mary inició el cultivo, entre asombro y belleza, de su alma y su corazón.



MUJERCITAS, de Louisa May Alcott (1868/69). Puliendo defectos, cultivando virtudes: la siembra y el cuidado de lo sembrado (el hortus conclusus).

Como con seguridad ustedes conocen, la novela relata las vicisitudes de la vida adolescente de las cuatro hermanas March en su casa de Concord, mientras su padre se encuentra ausente por causa de la guerra (la Guerra Civil o de Secesión americana). Desde allí, Alcott nos pone al día en su paso de la infancia a una primera madurez.

De nuevo, un camino por recorrer. De nuevo, un jardín que cultivar, podar y adornar. No es casualidad que la arquitectura y el diseño de la obra sigan la pauta de la novela de John Bunyan, El progreso del peregrino, de cuyas referencias está plagada; por ejemplo, los títulos de muchos capítulos (Juego de los peregrinos, Cargas, Beth encuentra el Palacio Hermoso, Un valle de sombras, entre otros). Bunyan también se hace presente en el propio leitmotiv del relato, el peregrinar de las protagonistas, afrontando los desafíos de la vida y superando sus propios defectos y cargas personales, para al final convertirse de iniciales mujercitas en buenas esposas. Meg, la mayor, ha de hacer frente a su vanidad. Jo, la segunda, como su madre, tiene un temperamento fuerte que debe aprender a controlar. Beth, la tercera, ya es casi tan perfecta que su carga es simplemente superar su timidez, y quizá por eso, abandona la historia prematuramente. Amy, la pequeña y mimada, tiene que tratar de corregir su falta de sentido práctico y su irreflexión. Es por ello que la obra puede ser considerada una novela de crecimiento, así como una guía de conducta para jovencitas.

Al lado de las cuatro protagonistas destaca, tenuemente, pero de forma firme y constante, otro personaje femenino, su madre, Marmee, fundamental en la novela. La señora March enseña a sus hijas el valor de una vida familiar estable y llena de amor y respeto, y la posición central que en ella corresponde a la mujer; las orienta y alecciona en la dificultad y grandeza del perdón, y siempre muestra a sus hijas, con su ejemplo de vida, que las vicisitudes y altibajos, necesariamente presentes en todo matrimonio y vida familiar, han de ser abordados con sabiduría cristiana, desde la humildad, el amor y el perdón… y con un poquito de sentido común.

«Hija mía, tus problemas y tentaciones no han hecho más que empezar y pueden ser muchos, pero lograrás superarlos y vencerlos si aprendes a sentir la fuerza y el amor de tu Padre Celestial como sientes los de tu padre terrenal. Cuanto más le ames y confíes en Él, más unida te sentirás a Él y menos dependerás del poder y la sabiduría humanos. Él nunca se cansa de amarnos y cuidarnos, nada le aleja de nosotros y nos proporciona la paz, la felicidad y la fuerza que necesitamos en nuestra vida. Has de creer en esto y confiar a Dios todas tus cuitas y esperanzas, tus errores y penas, del mismo modo que los compartes con tu madre».

A lo largo de toda la obra, vemos a unas jovencitas (alguna de las cuales destaca notoriamente en la faceta artística, como es el caso de Jo) que se alejan voluntariamente del éxito y el triunfo en el mundo (del empoderamiento, como se diría hoy). Frente a ello, optan —libremente—, por una vida doméstica, de matrimonio y maternidad (Meg y Beth), o de cuidado y educación de los niños a través de la enseñanza, (Jo), que, ¡oh, paradoja!, y como dirían los modernos, nos las muestra felices y realizadas. Recordemos el capítulo, certeramente titulado, Castillos en el aire, donde Meg, la hija mayor, fantasea con el glamour y los privilegios de una buena posición: «Me gustaría una casa hermosa, llena de todo tipo de cosas lujosas: buena comida, ropa bonita, muebles hermosos, gente agradable y montones de dinero». Jo, asocia la felicidad con la fama y se imagina a sí misma como una autora exitosa: «Creo que escribiré libros y me haré rica y famosa». Amy, la más joven, es igualmente ambiciosa y aspira a ser aclamada en el campo del arte: «ser artista, e ir a Roma, pintar hermosos cuadros y ser la mejor artista del mundo». Finalmente, nada de esto tiene lugar. Y, sin embargo, las chicas no se sienten frustradas, sino que, al contrario, son felices.

En este sentido, la maternidad, el matrimonio y el cuidado de los niños, y las virtudes asociadas a los mismos, son, misteriosa e inexplicablemente ––volverían a decir los modernos––, ensalzadas y promovidas, como caminos y destinos naturales a los que tender.

Con el final incrustado en el título (la segunda parte de la novela, publicada de forma independiente un año después de la primera, se tituló Buenas esposas en el Reino Unido), la obra de Alcott tiene un último capítulo que se titula, muy gráficamente, Tiempo de cosecha. Pues, como preconiza y desea Marmee:

«Quiero que mis hijas sean hermosas, realizadas y buenas; que sean admiradas, amadas y respetadas, que tengan una juventud feliz, que se casen bien y sabiamente, y que lleven una vida útil y agradable, con tan poco cuidado y pena para probarlas como Dios considere oportuno enviar. Ser amada y elegida por un buen hombre es lo mejor y lo más dulce que le puede pasar a una mujer; y espero sinceramente que mis hijas conozcan esta hermosa experiencia».

Este último capítulo representa una suerte de glorioso muestrario de las bendiciones que puede cosechar una mujer tras una buena siembra en su particular jardín familiar, en su hortus conclusus. En él se nos describe la celebración del sexagésimo cumpleaños de la Sra. March, y con ocasión de ello, se nos muestran los frutos de su amor conyugal, representados por un amante esposo, tres hijas felizmente casadas, tres buenos yernos y sus nietos, todos los cuales, en un festivo encuentro, honran a la esposa, madre y abuela con abrazos, regalos y hermosas palabras en un momento de gozo familiar exultante.

10.05.23

Educar en la feminidad (I): Reflejos de virtudes marianas en el jardín de las letras

                          «Madonna y Niño». Obra de William Dyce (1806–1864).

        

          

  

«La vida de María fue tal, que Ella sola es norma de vida para todos nosotros. Ella es la regla de nuestras vidas».

San Ambrosio de Milán

  

«Porque eres hermosa, porque eres inmaculada,
La mujer en la Gracia al fin restituida,
La criatura en su honor primero y en su florecimiento último,
Tal como salió de Dios en la mañana en su esplendor original.
Inefablemente intacta porque eres la Madre de Jesucristo,
Que es la verdad en tus brazos, y la única esperanza y el único fruto.
Porque eres la mujer, el Edén de la antigua ternura olvidada».

Paul Claudel

 

 

Hace ya 76 años, C. S. Lewis preveía una perspectiva sombría para los tiempos que entonces se avecinaban, cuando, en su libro de 1947, La abolición del hombre, escribió:

«La naturaleza humana será la última parte de la naturaleza en rendirse al hombre».

Y lo cierto es que, hoy, parecemos estar ya inmersos en lo que Lewis auspició, de tal manera que, lo más urgente es el rescate de la misma naturaleza humana.

Como una parte no menor de ese rescate, un asunto merece hoy la mayor de las atenciones y cuidados. Les hablo, de la restauración de la verdadera feminidad, del ethos femenino, perdido como está entre empoderamientos, igualdades antinaturales, y subversiones y alteraciones del binomio natural de los dos sexos. Y, para ello, habremos de volver al lugar donde ese ser femenino se desenvuelve más perfectamente: el matrimonio entre un hombre y una mujer.

Como saben, una de las preguntas de moda hoy, que suena y resuena en nuestras cabezas con una insistencia exasperante, es la siguiente:

«¿Qué es una mujer?»

Hace no tanto tiempo no daríamos crédito a que alguien pudiera plantear siquiera la pregunta, y menos aún, a que un porcentaje cada vez mayor de personas no pudieran o no quisieran darle contestación.

Bien, pero, independientemente de causarnos perplejidad, ¿es necesario darle contestación? ¿No es obvia la respuesta?

Sin duda, debería serlo, y lo cierto es que lo es para algunos, pero ya vamos siendo los menos. Mientras, la locura y la confusión se extiende como una plaga entre los niños y los jóvenes. Por lo tanto, a pesar de la obviedad, es preciso contestar a la pregunta, responderla para ellos. Para que no se lleven a engaño y se extravíen.

De esta manera, nuestras hijas, sobrinas y nietas, deben volver a ser formadas en la idea, abandonada y perseguida hoy, de que ser mujer es algo hermoso, bueno y necesario. Y no solo eso, sino, además, que el cumplimiento de su natural función de madres en el seno del matrimonio es algo infinitamente valioso, de una belleza y una profundidad perturbadora, al hacerlas portadoras sagradas de la transmisión de la vida misma, en una función de mediadoras entre el ser y la nada, entre la tierra y el Cielo.

EL MODELO DE TODAS LAS VIRTUDES FEMENINAS

Pero, ¿dónde habremos de comenzar en esa labor de rescate? ¿En qué lugar puede encontrase un modelo que personifique ese ideal femenino, un ejemplo al que imitar, en el que nuestras hijas puedan verse reflejadas?

Sabemos que uno de los principales modelos –si no el principal– para las niñas y las jóvenes son sus madres, y en su caso, también sus abuelas o sus hermanas mayores, pues en el seno de la familia es dónde todavía se lleva a cabo, voluntaria e involuntariamente, una gran parte de la educación. Y los católicos también sabemos que la máxima de estas referencias humanas está, en este caso, en la madre de las madres. Alice Von Hildebrand, nos habla de este modelo ideal:

«Cada mujer puede encontrar una fuerza sobrenatural en lo que el feminismo percibe como su debilidad, y mirar a María como modelo de feminidad perfecta».

De esta forma, María –como hija, como esposa y como madre– habrá de estar siempre presente en la educación de nuestras hijas, incluso cuando parezca no estar. Y, sin perjuicio de que la primera mirada ha de estar dirigida directamente a ella, cuando no sea así, habrá de dirigirse hacia los vestigios y pálidos reflejos que María proyecta en otras mujeres, algunos de los cuales se hallan guardados en las páginas de ciertos libros.

En todo caso, aun centrándonos en esa mujer ideal ––e inalcanzable––, que representa Nuestra Señora, veremos que en ella tiene lugar una ascensión, un proceso de depuración y de perfección.

Cierto es, que María recibió las mayores prerrogativas y privilegios de Dios, y así la saludamos en la oración, «Ave Maria gratia plena», pero, como nos dice el cardenal Newman, «aunque la gracia concedida a la Virgen ha sido tan maravillosamente abundante, no supongáis que excluyó su cooperación. Ella, igual que nosotros, experimentó sus pruebas. Igual que nosotros aumentó en gracia y mereció el aumento». Por eso es posible tenerla como modelo, aunque, como también nos señala el santo cardenal, debemos movernos a imitarla «en cuanto es posible a nuestra humana debilidad», pidiendo «a Dios y a Ella gracia y protección para llevar a cabo lo que es imposible a nuestras propias fuerzas».

Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), doctora de la Iglesia, es autora de un drama litúrgico expresivo de esta procesión perfectiva, su Ordo virtutum (1151). Este juego de las virtudes se revela tendente siempre hacia María. En esta obra, la heroína Ánima, encuentra en las virtudes en ella personificadas, la fuerza para triunfar sobre el mal interior y alcanzar su alto destino.

Otra doctora de la Iglesia, nuestra Santa Teresa de Ávila, transita por las mismas veredas, y si bien, como ella dice, «nosotros no somos ángeles, sino tenemos cuerpo» y, consecuentemente, «querernos hacer ángeles estando en la tierra (…) es desatino», lo cierto es que hay un sendero por recorrer, un Camino de perfección, como ella diría, en la búsqueda de algo mayor y más glorioso que los ángeles.

Y entre las virtudes que la adornan, la Iglesia tradicionalmente ha elegido un elenco de las más brillantes, recogidas en las Letanías Lauretanas, similar al que relaciona santa Hildegarda. En esta serie, destacaré solo algunas, aquellas que se concentran en una de las más altas, sino la más alta, de sus perfecciones: la de ser esposa y madre.

Así, la búsqueda de esas virtudes es el camino que a toda mujer espera en su peregrinar terreno, de acuerdo a un ordo virtutum a través del cual ascender, virtud por virtud, para, con la ayuda imprescindible de la gracia, alcanzar su destino. Y María, la misma madre de Dios, es la referencia a emular y, a un tiempo, la guía con quien caminar en ese peregrinaje de perfección.

Y, EN ESTA LABOR, ¿PUEDEN LOS BUENOS LIBROS AYUDARNOS?

Una vez conocido el modelo al que imitar, ¿en qué lugar puede llevarse a cabo ese intento de emulación? Obviamente, el lugar es el alma de cada mujer. Un sitio que no está en ninguna parte y puede estar en todas, análogo a un jardín, a un florido pensil donde las jóvenes pueden modelarse en el cultivo de la Rosa Mystica.

Y me gusta hablar de un jardín, no solo por su cargado simbolismo (en el Fedro, Sócrates nos habla de sembrar en el “jardín de las letras”, y en sus Etimologías, san Isidoro explicaba el significado de la palabra hortus/jardín, que proviene del verbo latino orior, es decir, nacer), sino, además y sobre todo, porque se trata de un lugar que aparece desde siempre relacionado con María. El jardín como hortus conclusus del que partir (puro y cerrado, guardado y virgen) y locus amoenus, al que llegar (gozoso, florido y fértil). Como se puede leer en el Cantar de los cantares:

«Un huerto cerrado
es mi hermana esposa,
manantial cerrado,
fuente sellada».

Imágenes hermosas que nos conducen a la inocencia y a la pureza de María. Pero, al mismo tiempo, esa pureza se proyecta y se desenvuelve en la mujer en una plenitud de gravidez, haciéndola volverse portadora –en sus entrañas– del fruto más palpable del amor conyugal. Estamos en plena estación primaveral, en el mes dedicado a María, mayo, cuando la primavera explota con exuberancia en flores y lozana espesura. Un mes que refleja a la perfección esa naturaleza promisoria y fértil de la madre, porque toda floración promete fruto. Como dijo el Profeta: 

«Saldrá un tallo de la raíz de Jesé, y una flor surgirá de la raíz».

Así, el hortus conclusus inicial podrá transformase en un locus amoenus, fructífero y floral; y de esta forma, la mujer, que habrá de hacer su camino de vida atravesando ese jardín, en tanto lo atraviesa, habrá de mantenerlo y cultivarlo con el fin de librarlo de malas hierbas y volverlo hermoso y fértil. Un jardín que es alma y cuerpo entrelazados. Y así escribe el poeta T. S. Eliot:

«La única Rosa
Es ahora el Jardín
Donde terminan todos los amores».

¿Y de qué manera? Sin ser el único ni el principal, uno de los modos de cultivar ese jardín puede ser la literatura. Y así, el huerto tomará por nombre Jardín de letras.

Partiendo de estas premisas, en días sucesivos les hablaré de algunos de esos grandes y buenos libros en una serie que hoy comienza y que se extenderá a varias entradas. Unos libros que contienen entre sus páginas reflejos, retazos, pequeñas huellas de virtudes femeninas cuya máxima expresión humana la encontramos en la Rosa Mystica, y que, por esa razón, pueden ayudarnos en la educación de nuestras niñas y jóvenes.

Y, todo ello, sin dejar de mirar, como modelo ideal del que parten todos esos reflejos, a aquella que fue «exaltada como una palmera de Engadí, y como una rosa de Jericó».

 

PLAN DE LA SERIE:

-EDUCAR EN LA FEMINIDAD (I): REFLEJOS DE VIRTUDES MARIANAS EN EL JARDÍN DE LAS LETRAS.

-EDUCAR EN LA FEMINIDAD (II). MODELOS INFANTILES Y DE ADOLESCENCIA. EL JARDÍN SECRETO Y MUJERCITAS. 

-EDUCAR EN LA FEMINIDAD (III). MODELOS DE JUVENTUD. EL BAILE, EL NOVIAZGO, EL CORTEJO: LAS NOVELAS DE JANE AUSTEN.

-EDUCAR EN LA FEMINIDAD (IV). MODELOS DE JUVENTUD. LA DISPOSICIÓN DEL ALMA AL MATRIMONIO: LAS NOVELAS DE JANE AUSTEN.

-EDUCAR EN LA FEMINIDAD (V): DEL AMOR ROMÁNTICO Y DEL MATRIMONIO COMO SU FIN. EJEMPLOS: BRONTË, AUSTEN Y UNDSET.

-EDUCAR EN LA FEMINIDAD (VI): DEL AMOR ROMÁNTICO Y DEL MATRIMONIO COMO SU FIN. CONTRAEJEMPLOS: TOLSTOI Y FLAUBERT.

21.04.23

Gulliver y sus viajes


             «Gulliver y los liliputienses». Obra de Jehan Georges Vibert (1840-1902).

    

   

      

«La imaginación no puede concebir nada tan grande, sorprendente y asombroso».

Jorge Luis Borges

 

 
«Nadie puede desobedecer a la razón, sin renunciar a su afirmación de ser una criatura racional».

Jonathan Swift. Los viajes de Gulliver

   

   

      

Para los que mucho saben, no cabe duda alguna de que Los viajes de Gulliver (1726) constituye una sátira atroz del género humano; una que es particularmente radical, indiscriminada y violenta, y que parece dirigirse, más, a ese conjunto –en último término inescrutable– de seres humanos que es la denominada humanidad, que a lo único que el autor reconocía como salvable: cada ser humano concreto e individual. En todo caso, y como les comentaba en la última de las entradas, un libro en absoluto escrito para niños, y ni tan siquiera hecho pensando en los niños. Tanto es así, que en una famosa carta dirigida a su amigo, el poeta Alexander Pope, Swift confesaba que con sus Viajes pretendía atormentar al mundo en lugar de entretenerlo.

En los tres primeros libros, el irlandés ataca a los humanos por lo que hacen, y al final del Libro III y en la totalidad del Libro IV, los humanos son atacados por lo que son; pero el hecho es que Swift no deja de atacarlos, una y otra vez, a lo largo de todo el libro. Y es que la obra consta de cuatro partes, los cuatro viajes llevados a cabo por el náufrago protagonista Gulliver, a las tierras de los minúsculos liliputienses, al reino de los gigantes de Brobdingnag, al lugar llamado Laputa, habitado por fríos matemáticos y científicos, y al país de los filosóficos equinos houyhnhnms y unos embrutecidos humanos, llamados yahoos.

No obstante esto, el libro, como algunos otros, ha terminado siendo adoptado por los niños. Al respecto, Kipling sentenció que Swift había querido levantar un testimonio contra la humanidad y nos había dejado, sin embargo, un libro para niños. Pero esta apropiación no es plena. La imaginación infantil llevó a cabo una operación quirúrgica de selección, e hizo suya, casi para siempre, la visita del náufrago Gulliver a la isla de los diminutos liliputienses, y posteriormente al reino de los gigantes de Brobdingnag.

Aun así, cuando éramos niños y leímos Los viajes de Gulliver por vez primera (al igual que cuando lo lean nuestros hijos), nada sabíamos de toda esta complejidad, de esa colosal finalidad crítica. Nos quedamos con la capa más superficial de un libro más profundo, la más sencilla, la que hace uso de una imaginación audaz: esos viajes a países exóticos y extraños, a lugares maravillosos habitados por gigantes, enanos y caballos parlantes.

Lo cierto es que la mayoría de las ediciones de la obra en castellano se circunscriben a esas adaptaciones o mutilaciones dirigidas al público infantil (convenientemente expurgadas de ciertas inconveniencias y crudezas), siendo la que inaugura esta tradición, la publicada por Boix en Madrid en 1841, con el explícito título de El Gulliver de los niños, y que se ocupa, resumidamente, de los dos primeros viajes.

Pero, los otros dos viajes tampoco deben ser descuidados: al reino de Laputa (cuyo rey y corte solo se ocupa de las matemáticas mientras su pueblo muere de hambre) y al país de los houyhnhnms y los yahoos (donde los caballos son enaltecidos como razonadores y los hombres aparecen embrutecidos, tal cual bestias). El primero, a modo de advertencia al respecto de la ciencia endiosada y desconectada de la realidad, y el segundo, en forma de crítica irónica a la dificultad de los humanos para entenderse y comportarse de acuerdo con la razón. De la misma manera, de las dos primeras aventuras podría sacarse también alguna enseñanza, especialmente con relación a la conveniente perspectiva que deberíamos adoptar ante las personas y las cosas, tanto a las que se encuentran cerca de nosotros, como a las que se hallan lejos.

 

           «Gulliver y los sabios de Brobdingnag». Obra de Paul Gavarni (1804-1866). 

Se ha pensado que los escritos religiosos de Jonathan Swift y su obra, Los viajes de Gulliver, son irreconciliables, pero, al menos un par de eruditos como Anne Barbeau Gardiner e Irvin Ehrenpreis defienden, contra viento y marea, que la religión está presente en la historia. Obviamente, se trata del cristianismo, no en vano su autor fue deán de la catedral de san Patricio de Dublín. En este sentido, Barbeau Gardiner señala, de forma audaz, que, si bien el protagonista pasa de ser cristiano a ser ateo, la obra maestra de Swift es una meditación profundamente religiosa sobre el «misterio de la iniquidad» (Mateo, 24,12). Según ella, Swift defiende a la Iglesia con consumada ironía, utilizando precisamente la voz de un narrador irreligioso, del que se distancia. Lo cierto es que, la aparente impiedad de Gulliver parece empleada por el autor para fustigar el ateísmo. Como curiosidad, transcribo la opinión de fray Cosme Enríquez, unida al imprimátur otorgado a la primera edición de la obra del año 1803 en México:

«Sus ficciones, aunque chimericas, todas conducen al exercicio de la imaginación, y las satiras lleban consigo una moral arreglada; a más que dichas ficciones enseñan principios Phisicos y Philosoficos, que es la utilidad que en ellas se encuentra».

En todo caso, en otro aspecto, quizá en apariencia más superficial, la historia se acerca a los cuentos de hadas, en su función de medio dirigido a satisfacer en lo posible determinados anhelos humanos. Tolkien escribió al respecto lo siguiente:

«La magia de las hadas no es un fin en sí mismo, su virtud está en sus operaciones: entre ellas está la satisfacción de ciertos deseos humanos primordiales. Uno de estos deseos es explorar las profundidades del espacio y del tiempo. Otro es (como se verá) estar en comunión con otros seres vivos. Así pues, un cuento puede tratar de la satisfacción de estos deseos, con o sin la intervención de la máquina o de la magia, y en la medida en que lo consiga se acercará a la calidad y tendrá el sabor del cuento de hadas».

 

                              Ilustración de Joan Junceda Supervia (1881-1948).

Aquí no tenemos una representación de escenarios ni personajes alejados de nuestro mundo por un espacio o un tiempo mítico, pero sí vemos, al menos en los liliputienses y en los gigantes de Brobdingnag, sujetos asombrosos, y no solo a los ojos de los niños. La extremada pequeñez y el desmesurado tamaño siempre han sido fuente de atracción y fascinación para el hombre. ¿Qué ausencia tratan de colmar? Quizá no importe mucho el averiguarlo, sino ser conscientes de que constituyen un remedio o un bálsamo para el alma. Esto ocurre con esa visión –sin duda superficial, pero no obstante cautivadora–, de Gulliver y sus aventuras.

Por todo ello, dejen que sus hijos lean esta obra (aunque se trate para ellos de adaptaciones) y, de esta manera, que guarden para sí el asombro y el pasmo de esos mundos fantásticos ideados por el deán irlandés. Más adelante, quizá alguno vuelva y descubra en el libro original la profundidad de lo que quiso ser: una sátira feroz, pero, en cierto modo, caritativa en su intención, del ser humano y las sociedades en las que vive. Así, es posible que nuestros hijos y nosotros mismos, retengamos de este genio malhumorado, de pluma afilada, pero espíritu justiciero, algo más que un mero enriquecimiento de nuestro vocabulario; por muy divertida y cacofónica que pueda sonar la palabra liliputiense. Porque, como escribe Álvaro Cunqueiro, pocos son los que ha apreciado esta preocupación del escritor irlandés por el bienestar del hombre:

«Han sido los poetas como Yeats los que han advertido mejor la pasión swiftiana, su dolorido escepticismo, y la acritud de su combate por una sociedad más justa y más libre. Yeats había escrito un epitafio, que pudo haber ido muy bien a la lápida de su tumba:

Swift navega hacia el descanso.
La salvaje indignación
ya no puede lacerar su pecho.
Invítale si te es posible,
viajero mundano: él
sirvió a la humana libertad».

Y es que, el viejo Swift seguirá con su Gulliver gritando verdades sobre la naturaleza humana a través del tiempo. Algunas resuenan en nuestros días más que otras; quizá encuentren esta última que les cito muy de aplicación en nuestra patria hoy; tanto como la que encabeza este artículo:

«Has demostrado claramente que la ignorancia, la ociosidad y el vicio son los ingredientes adecuados para calificar a un legislador».

15.04.23

Obras maestras de la Literatura infantil y juvenil por accidente: deleitar, pero también instruir

                              «En su mundo». Obra de Morgan Weistling (1964-).


 

 

«Tolle lege, tolle lege».
San Agustín. Confesiones.

 

«Docere et delectare».
Horacio. Epístola a los Pisones.

 

 

Hay una extendida tesis entre los estudiosos de la literatura infantil y juvenil al respecto de cómo los niños se apoderan de obras creadas, en principio, para los adultos, y los efectos que este apoderamiento tiene sobre ellos. Una tesis aceptada, por cierto, con bastante uniformidad, aun cuando tenga posos –y algo más que posos–, de las progresistas y disolutorias ideas rousseaunianas.

La citada teoría parte de que los niños han sabido siempre quedarse con lo que más les ha interesado y/o gustado. Por ejemplo, se ha dicho –y con acierto–, que El Progreso del Peregrino de John Bunyan fue escrito como una guía espiritual para adultos; que el Robinson Crusoe de Defoe tenía el aire y el fondo de un sermón imprecatorio; que Los viajes de Gulliver de Swift debía ser un brillante monumento a la misantropía; que los Cuentos de Shakespeare de los Lamb eran la obra de un gran humorista y su hermana; que El Libro de los disparates de Lear fue el divertimento de un pintor sin éxito; y que los libros de Alicia de Carroll fueron la recreación de un tímido matemático. Lo cierto es que estas obras no se crearon pensando en un público infantil o juvenil (salvo, quizás, las Alicias). Más bien el genio de sus autores les jugó una pasada. Afortunadamente, en su beneficio y en el de todos, incluidos los niños.

Pues bien, sobre el señalado hecho, la tesis de marras sostiene sin ambages que cuando los niños se apoderan de esas historias, lo hacen despojándolas de cualquier intención moralizante o ejemplarizante que pudieran acompañarlas. Y que esto es algo bueno. De esta manera, se ha dicho que bajo la máscara del interés por la lectura existe un intento solapado de manipulación; que los autores pretenden perpetuarse formando y los padres afianzarse dirigiendo a quienes dependen de ellos. Y que ambas posturas suponen falta de respeto y temor a la libertad.

Me permito discrepar. Primero, dudo que exista una intención en los niños de despojar a tales libros de unas enseñanzas que, muchas veces, son imperceptibles para ellos. Segundo, aun cuando, intencionadamente o no, esos niños lectores tratasen de prescindir u obviar esa lectio, implícita, por otra parte, en la obra, ello sería una tarea estéril. La lectio está ahí y se trasmite. ¿Cómo y en qué medida? Depende del niño y de quien lo acompañe en la lectura. Además, no pienso que sea provechoso prescindir de las enseñanzas de virtud que, de forma artística y genial, algunos artistas hayan podido depositar en sus magnas obras. ¿Por qué habríamos de hacerlo o alentarlo, o siquiera alegrarnos de que eso pudiera suceder? No lo sé, o quizá sí lo sé. El caso es que un oscuro espíritu disolutorio y nihilista alienta siempre todas estas ideas, disfrazadas, como suele ocurrir, de dulces palabras, como libertad y respeto.

Obviamente, eliminar la diversión sería actuar en contra de toda la tradición literaria. A lo largo de toda la historia de la literatura, oral u escrita, vemos esta práctica. Comenzando con la famosa fórmula que, desde el eco de los siglos, nos sigue cantando el poeta romano Horacio («instruir deleitando»), o, incluso antes, con la ancestral costumbre de relatar historias maravillosas alrededor de la hoguera, pasando por el frontispicio de Santo Tomás Moro a su Utopía («Un manual verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido»), o por el didáctico verso de Wordsworth sobre lo que es poesía («las mejores palabras en el mejor orden»), y terminado por la no menos definitoria estrofa del también poeta Robert Frost de que «la poesía comienza en deleite y termina en sabiduría». Una alquimia del éxito literario que, podría decirse, se perfecciona, para todos los públicos, en autores como Miguel de Cervantes y William Shakespeare, en cuyas obras el lector a menudo no es consciente de la profundidad con la que ha sido instruido. Por otro lado, y en todo caso, sería un suicidio artístico prescindir de ese aspecto lúdico, y más en nuestros tiempos de entretenimiento y distracción.

Porque la lectura no solo puede llegar a ser un hábito virtuoso, sino que debe ser un placer. Leer, de por sí, es un acto voluntario como ninguno y placentero como no hay otro. Es decir, uno no lee por obligación, salvo que haya coerción, pero por la misma razón uno deja de leer en cuanto la coacción desaparece, salvo que entremedias…, aparezca el deleite; se lee por placer, básicamente, hay en la lectura un goce estético que actúa a modo de adictivo y que, una vez entra en nosotros, nos impide ya separarnos de los libros. Como escribió con acierto el francés Daniel Pennac: «El verbo leer no tolera el imperativo. Es una aversión que comparte con algunos otros verbos: amar…, soñar…».

Pero el leer buena literatura es también un instrumento poderoso para la educación. Y, por lo tanto, sería un error prescindir de él, vaciarlo de todo contenido instructivo y formativo. Salvo, claro está, que pensemos, como Rousseau y sus modernos adláteres, que los niños y los jóvenes no precisan de educación.

El santo cardenal Newman se dio cuenta de la bondad de la literatura como instrumento de educativo, y así nos dejó escrito lo siguiente:

«Incluso si pudiéramos hacerlo, incumpliríamos nuestro claro deber si dejáramos la literatura fuera de la educación (…). Porque preparamos a los jóvenes para el mundo (…). Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula (…). Sorprenderán a vuestros jóvenes (…) sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se le haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso». 

Ya antes, nuestro gran Cervantes estaba en ello, y en su Quijote nos dice que el fin es el que señala Horacio y, por lo tanto, que sin abandonar el entretenimiento, debe convivir con él la enseñanza. Pero, eso sí, siempre que se haga «con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad», pues, de esta manera, «sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente».

Y aún más remotamente, Joanot Martorell, en su Tirante el blanco, escribía en su prólogo que «es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida».

Pues, como dijo el gran Gómez Dávila, «leer es recibir un choque, es sentir un golpe, es hallar un obstáculo. Es sustituir a la ductilidad pasiva y perezosa de nuestro pensamiento, los inflexibles carriles de un pensamiento ajeno, concluido y duro».

Y para terminar, podríamos volver a Horacio y a su ars poetica contenida en la Epístola a los Pistones, pues en ella, el insigne romano nos sigue diciendo lo siguiente:

«El poeta que complace a todos es el que mezcla lo útil con lo dulce, divirtiendo e informando al lector simultáneamente».

Esto nos sigue sirviendo hoy. ¿Por qué una obra no ha de poder entrelazar la diversión y el interés con la instrucción y la formación? Si el autor goza del don de combinar, con presteza y arte, ambas cosas, bienvenido sea; ¡disfrutemos e instruyámonos, todo a un tiempo! Y dejemos que nuestros hijos lo hagan. Tales cosas se encuentra en obras como las citadas y muchas otras. ¡Alegrémonos, pues, de ello!