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22.09.25

Crecer entre páginas: el joven adolescente en cuatro novelas

                  «Muchacho y su perro en el campo». Eugene Iverd (1893-1936).

 



    

«Todos nosotros, en algún momento, hemos tenido una visión de nuestra existencia como algo único, intransferible y muy precioso. Esta revelación casi siempre tiene lugar durante la adolescencia».

Octavio Paz

    

«En la vida adulta, vemos las cosas con un ojo más práctico, uno que compartimos con el resto de la sociedad; pero la adolescencia fue el único momento en el que aprendimos algo».

Marcel Proust

      

                    

                    

 

El crecimiento emocional y espiritual en la adolescencia es un tema que parece muy manido, ¿verdad? ¿Cuántas novelas, películas o canciones versan sobre el asunto? Un millar, al menos: un chico huraño, testarudo y problemático que trata de salir a flote, braceando entre un mundo de adultos indiferentes y hostiles al que la corriente de la vida parece llevarle fatalmente, y un estúpido universo infantil de cursis y algodonados sentimientos del que parece venir huyendo. O, al menos, así lo parece. ¿No?

Sin embargo, no, no es así. Lo que esa infinidad de libros, películas y canciones nos ofrece no son sino clichés, fórmulas estereotipadas —y, por lo tanto, falsas— de lo que unos pocos han tratado de imbuir —con bastante éxito, por cierto— en la mente de todos los demás. Una caricatura exagerada, pero conveniente, de un tipo de hombre joven asocial, desnortado, arisco y, a veces, incluso violento.

Pero el camino que transita la mayor parte de los adolescentes es diferente; muy diferente; y mucho más valioso y admirable que la deformada imagen que nos intentan vender. Efectivamente, bracean entre un mundo adulto al que temen —por desconocido— pero al que anhelan llegar —por promisorio—, y un universo infantil del que se desprenden dolorosamente —en eso, al parecer, consiste el crecimiento— pero que echan de menos —sobre todo por su seguridad—. Aquello por lo que pasan la mayoría de los jóvenes en su intento por atravesar su línea de sombra es algo completamente distinto.

Para ilustrar esta poco popular opinión, me serviré de algunos títulos que expresan esa fuerza vital, mezcla de esperanzas, anhelos y promesas, que encarna un adolescente.

La mayoría de los libros que comentaré son protagonizados por varones. Y esto tiene una razón: ya les he hablado de obras que retratan esta edad en las féminas, algunas de ellas muy conocidas y leídas: Mujercitas, Ana, la de Tejas Verdes, Emily, la de Luna Nueva y La casa de la pradera, entre muchas otras. Ahora, les toca a los chicos.

 

LA VIDA NUEVA DE PEDRITO DE ANDÍA, de Rafael Sánchez Mazas (1951)

 

Empezaré por lo más cercano, hablándoles de La vida nueva de Pedrito de Andía, novela escrita por Rafael Sánchez Mazas en 1951. La trama transcurre a lo largo de un verano que el protagonista, Pedrito, de quince años, pasa con su familia y amigos entre Bilbao y Andía, en los años veinte del siglo pasado.

Se trata de una novela de formación (más bien un esbozo de lo que los alemanes llaman, con una de sus largas palabras compuestas, Bildungsroman), que traza el paso de la inocencia a la madurez de un adolescente en un contexto familiar y de marcada religiosidad católica. El estilo semiautobiográfico de la obra ofrece una mirada íntima y reflexiva sobre el crecimiento emocional y espiritual del protagonista. En ella, se destacan valores como la fe, el primer amor, la valentía ante el sufrimiento, la importancia de las promesas, la amistad, la admiración por la belleza, y el siempre doloroso ejercicio del autoconocimiento y la maduración.

Esta maduración pivota sobre dos acontecimientos en la vida de Pedro: la culminación de su crecimiento físico ("¡el último estirón!") y su primer amor por Isabel, que el protagonista sufre y disfruta mientras la vida discurre a su alrededor, entre fiestas, excursiones, sucesos familiares e, incluso, una grave enfermedad.

La novela fue recibida como una obra profunda y clásica, y tuvo una gran influencia moral en su época. Elogiada por Torrente Ballester, fue vista con ciertas reticencias por José Luis Aranguren y, curiosamente, criticada por algunos a causa de lo que, a mi juicio, es su mayor virtud. Juan Fernández Figueroa, por ejemplo, acusó al autor de evadirse de su compromiso político, «refugiándose en la aventura de un muchacho de buena familia a quien todo lo que le sucede es que se está haciendo hombre». Como si eso de «hacerse hombre» no fuera suficientemente importante. En contraste, el doctor Marañón, la calificó de «gran novela, universal y perdurable (…) hecha con pasta humana, rigurosamente humana; pero de todos los lugares y de todos los tiempos de la humanidad», destacando igualmente su «maravillosa delicadeza para resucitar esa vida adolescente sin resabios psicoanalistas».

La obra conjuga sutilmente dos tipos de nostalgia: la experiencia del tiempo pasado —las vivencias de un joven adolescente— y las reminiscencias de una cultura clásica añorada. Como señala Torrente Ballester, La vida nueva de Pedrito de Andía alía la experiencia con la cultura, «desde el patrón general de “La vita nuova” (de Dante) hasta los préstamos tomados de Plutarco». Tanto es así, que el amor juvenil del protagonista, Isabel, evoca directamente a la Beatriz de Dante en La vita nuova, al presentarla como una figura de pureza y belleza casi divina. Este paralelismo con la obra de Dante no es sutil, sino que se manifiesta de forma explícita desde el mismo título.

Pero, más allá de tales connotaciones, y al mismo tiempo, la novela de Sánchez Mazas nos relata, con cierta saudade, una historia reconfortante, fresca, incluso por momentos cándida y divertida y, para sorpresa de muchos, también muy, muy real.

 

LA COMEDIA HUMANA, de William Saroyan (1943)

 

Pasamos ahora a una novela con un ambiente y desarrollo diferentes. Tanto el título como los nombres de los protagonistas y el escenario de la historia nos remiten a los clásicos, pero la forma y la sustancia del relato suenan muy distantes de aquellos. Me refiero a La comedia humana, del escritor norteamericano de origen armenio William Saroyan, escrita en 1943.

La historia transcurre en Ítaca, un pueblo ficticio de California, durante la Segunda Guerra Mundial, y tiene por protagonistas a Homero Macauley y a su hermano pequeño Ulises. Homero es un muchacho de 14 años, huérfano de padre y con su hermano mayor (Marcos) desplegado en combate; el joven trabaja como mensajero de telegramas, entre los que a veces se encuentran las noticias de fallecimientos en el frente de jóvenes vecinos del pueblo. Una novela costumbrista profundamente humana, como refiere el título: una historia de madurez moral, familia, inocencia y solidaridad en tiempos procelosos, en tiempos de guerra. Y una muestra de esa pérdida de la inocencia que trae consigo el crecer. El padre Hilario Mendo lo dice así:

«El tierno Homer va tomando conciencia de que ahora es un noticiero de la muerte (…) y es un mudo testigo de las reacciones de quienes han perdido un ser querido. Va descubriendo la verdadera “comedia humana"».

Aunque la novela adopta un tono doméstico y sencillo, no elude el drama: lo recrea como un día a día vivido con amor, honra y dignidad, y un cierto peso en el alma; como ha destacado algún crítico, «no es una tragedia épica, pero sí un intenso drama vivido desde lo cotidiano». Saroyan resalta, con su prosa sencilla, la responsabilidad y madurez de Homero; la bondad discreta de la comunidad, representada por los habitantes del pequeño pueblo de Ítaca; la presencia protectora y tranquila del hogar, asentada en la persona de la madre; y la inocencia que ilumina el mundo —representada por el pequeño Ulises—, un mundo que está destruyéndose, pero que pervive y continúa su marcha apoyándose en el poso de esperanza que, increíblemente, perdura en medio del dolor.

Estos elementos convierten a la novela en un alegato contra la dureza y dolor de la guerra, y en una cantata a lo que tiene de bueno el hombre (representado por Homero y su hermano pequeño Ulises, y por la serenidad y entereza que muestran los vecinos del pueblo) ante lo absurdo, cruel e implacable que a veces puede ser el mundo.

A pesar de ello, Saroyan, a través de una sencillez emotiva cautivadora, despliega su trama con un tono optimista y lleno de ternura, contándonos una encantadora historia que nos muestra a un niño convirtiéndose en hombre en un mundo que, incluso en medio de la guerra, parece más dulce, más seguro y más habitable que el nuestro.

 

EL VINO DEL ESTÍO, de Ray Bradbury (1957)

 

Siguiendo en Norteamérica, les hablaré ahora de una pequeña novela —si es que puede llamarse así— que podría parecerles inusual para su autor, Ray Bradbury, el gran escritor de historias de ciencia ficción. Me refiero a su novela, en cierto modo autobiográfica, El vino del estío (1957).

Lo cierto es que Bradbury es un maravilloso escritor de cuentos que nunca se sintió cómodo con la forma de la novela. Este libro es, de hecho, una cadena de relatos unidos por el personaje principal, el joven e imaginativo Douglas Spaulding, y por el motivo que da título a la obra: el vino extraído de las flores de diente de león, que el abuelo de Douglas embotella durante los lentos y pausados días del largo y caluroso estío de 1928, en Green Town, Illinois. Cada botella es como la esencia destilada de un día de aquel idílico verano.

Este libro de recuerdos es un tributo profundamente nostálgico a la infancia de Bradbury en el Medio Oeste. Su magia es tan delicada como el volátil y frágil diente de león que aparece en el título original en inglés (Dandelion Wine). La obra es poética, nostálgica y realmente bella:

«La hierba susurraba bajo su cuerpo… El viento gemía en sus oídos desnudos. El mundo se le deslizaba resplandeciente sobre el círculo vidrioso de los ojos… Los pájaros revoloteaban como piedras saltarinas por la charca invertida del cielo… Los insectos cargaban el aire de un brillo eléctrico. Diez mil cabellos crecieron una millonésima de centímetro en su cabeza. Oyó los corazones gemelos latir en cada oído, y el tercer corazón le latía en la garganta; los dos corazones palpitando en sus muñecas mientras el corazón real le martillaba el pecho. El millón de poros de su cuerpo se abrió. Estoy realmente vivo, pensó».

El protagonista, Douglas Spaulding, de 12 años, vive un verano memorable lleno de pequeños rituales que marcan su lento, pero implacable, paso hacia la madurez: la limpieza tradicional de las alfombras, la experiencia de subir al último tranvía, la producción del “vino de diente de león” por su abuelo, las cómodas hamacas familiares y los inolvidables e inocentes juegos al aire libre entre los campos. Douglas y su hermano menor Tom, junto a otros entrañables y pintorescos personajes del pueblo, cobran vida en sus páginas para el deleite del lector.

El paso de la inocencia infantil a experimentar la carga de la madurez le llega a Douglas de modo inesperado: descubre la belleza de la vida y, al mismo tiempo, adivina la certeza de la muerte. No obstante, el relato, lleno de episodios interconectados, es tierno y dulce, a la par que nostálgico, poético e incluso con un toque fantástico.

Como nos dice el propio autor:

«Aprendí a dejar que mis sentidos y mi pasado me dijeran todo lo que de alguna manera era cierto. (…) Una vez que aprendí a seguir, yendo y viniendo, esos tiempos; tuve muchos recuerdos e impresiones sensoriales con las que jugar, no con las que trabajar, sino, con las que jugar. Dandelion Wine no es nada si no es el niño escondido en el hombre, jugando en los campos del Señor, sobre la hierba verde de otros agostos, en medio de comenzar a crecer, envejecer y sentir la oscuridad esperando bajo los árboles para sembrar la sangre».

En esa referencia a los campos del Señor, Bradbury nos cuenta en una de sus últimas entrevistas que su labor artística no es más que un regalo, un don, al que él ha tratado de hacer honor:

«Me siento ahí, solo, y lloro porque no he hecho nada de todo esto (…). Es algo dado por Dios, y estoy tan agradecido, tan, tan agradecido. La mejor descripción de mi carrera como escritor es: “Jugando en los campos del Señor"».

La magnífica prosa de Bradbury, aun cuando se desenvuelve de forma fragmentaria para contar la historia, brilla y da esplendor a este maravilloso relato.

 

EL GRAN MEAULNES, de Alain Fournier (1913)

 

Y termino con un libro muy querido por mí. Un libro que me marcó, en cierto modo, por su mezcla inesperada de poesía, fantasía y romanticismo. Un libro extraño y encantador, escrito como en sueños y con la intención de hacer soñar Por eso, quizá me noten en estos últimos párrafos más apasionado.

Les hablo de El Gran Meaulnes, la única novela del escritor francés Alain-Fournier. Publicada en 1913, poco antes de que la Primera Guerra Mundial arrebatara la vida a su joven autor con tan solo 27 años. La novela fue un éxito inmediato y, a lo largo de más de un siglo, se ha consolidado como una obra maestra de la literatura moderna.

Si buscan una historia que capture la esencia de la adolescencia, la errancia del espíritu de aventura, la melancolía del primer amor y la búsqueda de un paraíso perdido, este es un título que no se pueden perder.

François Seurel, un joven de 16 años, hijo del director de una escuela rural en el valle del Loira, narra en primera persona su historia con el protagonista que da título a la novela, Augustin Meaulnes, un año mayor que François y de quien se hace amigo, apodado “el Gran Meaulnes” por su magnetismo, carácter independiente y aura romántica.

La novela trata, mágicamente, de la amistad y el sentido del deber, de la búsqueda del ideal perdido, del primer amor (¡oh, maravillosa Yvonne de Galais!), de la transición de la adolescencia a la adultez y de la inconsciencia de vivir persiguiendo sueños quizá inalcanzables. El tono melancólico que sostiene el relato contrasta con la enigmática, y a veces tenue, presencia de un algo inaprensible, pero que, sin embargo, es anhelado incansablemente por el protagonista, y transmitido misteriosamente al joven lector. Julien Gracq escribió que la obra está marcada por una «nostalgia del paraíso perdido, con el aura de la adolescencia encantada y truncada por la historia».

Hay sin duda una clave medieval en la novela, que se deja sentir a poco que uno comienza su lectura. Una clave que, siendo universal, encuentra su mejor expresión en los afanes del medievo, afanes cristianos personificados en el caballero andante y su busca, sin los que no se entiende la obra. La historiadora francesa Regine Pernaud lo explica mejor:

«La obsesión por la partida hacia un tesoro escondido, la necesidad de descubrimiento y el deseo punzante de la reconquista de un amor perdido son, simultáneamente, muy medievales y muy modernos. Percival es el antepasado de Grand Meaulnes; y si, después, muchos «pequeños Meaulnes» nos han desilusionado un poco de los sueños de la infancia, subsiste el tema de un paraíso perdido, de un «gesto clave» por realizar, de una sed por saciar.

Ese ímpetu incierto hacia un destino misterioso encuentra un eco infalible en las letras y el pensamiento modernos. El Grial, la copa de una materia desconocida para los mortales, que todos buscan, pero que solo un corazón puro podrá recuperar, sigue siendo uno de los hallazgos más seductores de la Edad Media».

El Gran Meaulnes es, sin duda, una pequeña obra maestra intemporal. Su secreto reside en la maestría de Alain-Fournier para evocar una experiencia universal –el elusivo mundo adolescente– a través de una narrativa inigualable. Tal vez sea su lenguaje poético y evocador tejiendo una atmósfera onírica y una subyugante tensión entre la realidad y la fantasía. Quizás sea su particular forma de narrar –posiblemente no haya otra manera de hacerlo– la búsqueda de ese ideal inaccesible, que se sitúa en un espacio indefinido entre el mundo de la infancia y el de los adultos. O, posiblemente, sea ese mismo lugar, mágico, deseable e incierto, ese “Domaine Perdu” en las fronteras de lo maravilloso, que el autor invita al lector a descubrir o, quizás, redescubrir.

Porque, lo cierto es que la novela engancha. No sé, pero es así. Quizá sea porque Fournier, al menos, lo intenta. Trata de hablar de ese paraíso perdido, de aquello tan propio del adolescente (y que nuestro mundo moderno le arrebata): la idea de que existe un lugar al que puedes llegar por accidente y encontrar algo tan puro que ya nada más te importa. Y eso se agradece en el alma.

Sin embargo, Fournier también sabía algo más. Lo supo y lo sintió muy dentro de sí, aunque solo fuera por unos instantes. Y es que la felicidad, si es que existe, no dura; no es de este mundo. Se escapa de entre tus manos como agua cristalina. Pero, mientras tanto, esos instantes te encantan y te renuevan por dentro, como sucede con este libro.

Todo ello da a su novela un poder fascinador poco común y la convierte, para el adolescente en un espejo de reflejos deslumbrantes que ilumina el difícil camino que acaba de iniciar, y para el adulto –especialmente para el adulto que vuelve a él– en un jardín secreto que lo transporta de regreso a su adolescencia cada vez que comienza a releer la primera de sus páginas. Una gran novela que ni padres ni hijos deberían perderse.

 

EPÍLOGO

Todas estas novelas tratan de lo mismo, sin que la manera de hacerlo sea igual. Cada una destaca una faceta, propone una mirada, perfila un detalle de una misma experiencia universal: el tránsito de hacerse hombre. Y cada uno de ellas nos presenta la historia en su particular escenario, pero con una común afinidad por el asombro y la melancolía. Un camino difícil, pero lleno de esperanza e ilusiones, tal y como lo retratan todas estas historias.

Porque, al final, Pedrito, Homero, Douglas, Seurel y Meaulnes nos hacen compartir –y a algunos, recordar– la misma enseñanza: en el albor de la adolescencia, cada gesto, por insignificante que parezca ser —un saludo en la plaza, la entrega de una carta, la recolección de flores silvestres, o una fiesta misteriosa en una vieja mansión— adquiere la densidad de un rito de paso, de un hola y de un adiós esperanzador y melancólico que parecen únicos y definitivos. Tras el umbral que se traspasa, nada vuelve a ser un simple juego: la realidad, con sus amores y sus penas, exige ser vivida con un semblante más firme y, a la vez, más agradecido.

Espero que, tanto ustedes como sus hijos, disfruten de estas lecturas.

15.09.25

Leer para ser, no para tener: el verdadero valor de la literatura

                          «Caballo de madera en el cielo». Andrei Zadorine (1960-).

 

                              

                         

                    



«En el caso de los buenos libros, el punto no es ver cuántos de ellos puedes leer, sino cuántos pueden llegar a ti».

Mortimer J. Adler

  

  

«El hombre que lee debe ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en sus manos».

Ezra Pound

 

 

 

En los últimos días se ha discutido con intensidad sobre el valor de la lectura. Y, sin querer ser dogmático, creo que muchas veces miramos en la dirección equivocada. Preguntamos insistentemente: «¿Para qué sirve?», «¿Qué utilidad nos reporta?», y respondemos casi siempre con cansinas fórmulas pragmáticas: «mejora el vocabulario», «fomenta la expresión», «desarrolla el pensamiento crítico». No son falsedades, cierto, pero sí insuficiencias: meros efectos colaterales, contingentes y secundarios.

  

MAS ALLÁ DE LO PRAGMÁTICO

La buena literatura no es valiosa por su utilidad, sino por su entidad. Es tremenda —en el sentido original de la palabra— porque nos sobrecoge y nos llena de asombro y temor. No está al servicio del éxito económico ni ofrece retorno de inversión. Tampoco es un lujo o un pasatiempo, como concluyó amargamente George Steiner. Está al servicio de algo mayor; nos entrega algo que no es «cualquier cosa». Me refiero a las «cosas permanentes» de las que hablaba T. S. Eliot; a las lacrimae rerum, las «cosas que vierten lágrimas» sobre las que escribió Virgilio de forma enigmática en su Eneida; a las cosas cuyo misterio y gloria glosa el Rey Lear, que son en sí mismo una forma de «locura divina», como insinuó Platón en el Fedro; a las cosas que son tanto más nuestras cuanto menos conocidas; a aquello a lo que no podemos renunciar sin renunciar a nuestra propia humanidad.

Por eso, incluso sin darnos nada tangible, nada que podamos pesar o medir, la literatura alimenta invisiblemente aquello que hay de invisible en nosotros: nuestra alma. Y así, nos consuela, nos deleita y nos hace crecer como hombres. Es el diario fiel de la búsqueda humana de la Verdad, la Belleza y el Bien, con todas sus luces y extravíos. Así lo entendieron Platón y Aristóteles, para quienes las fábulas y tragedias eran decisivas en la educación. Así lo confirmaron siglos después Newman, O’Connor, Lewis o Tolkien: la ficción no escapa de la realidad, sino que nos devuelve a ella con mayor claridad y hondura.

Este diario, este «acervo de la experiencia humana en lo natural» —como lo definía el cardenal Newman—, está construido con un esmero inusitado y de la forma más sublime posible, usando para ello el lenguaje, la herramienta más sofisticada de la más alta facultad del ser humano: el intelecto. Por medio de la composición de las formas más bellas y expresivas, la literatura nos aproxima a la Verdad a través de la belleza, usando la metáfora, el símil, el símbolo o la analogía. Como se preguntó el poeta Petrarca: «¿Qué es la teología sino la poesía sobre Dios?». A lo que se podría añadir: «¿Y qué es la poesía, sino “las mejores palabras en el mejor orden”?», como escribió el también poeta Samuel Taylor Coleridge.

  

MULTIPLICADORA DE VIDAS

Como sabemos, la experiencia personal vivida se revela muchas veces fundamental para una correcta formación de la moralidad y la vida virtuosa. Pero, lamentablemente nuestras vidas son limitadas y nuestro tiempo tasado; nunca vivimos lo suficiente. Sin embargo, la literatura amplía nuestro horizonte: explora las complejidades de la condición humana, los dilemas morales y los más profundos abismos emocionales. Amplía nuestra experiencia y expande nuestra imaginación, incluso, y sobre todo, en el aspecto moral. Nos hace vivir —de forma vicaria, sí— miles de vidas diferentes. Nos da la oportunidad de explorar indirectamente casos aparentemente infinitos de razón práctica vivida, con la ventaja de no sufrir las consecuencias directas de los mismos. De ese modo cultiva nuestra imaginación moral con una eficacia que ni los edulcorados consejos, ni los rígidos sermones ni las definiciones abstractas logran.

Esta forma de conocimiento, que capta y alimenta nuestra imaginación, es clave para cultivar el carácter moral, la empatía y la formación del juicio práctico. Y la gran literatura es, según el cardenal Newman, el vehículo adecuado para ello, puesto que «la certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación», y movilizando la emoción humana apropiada al caso: el asombro. Un asombro que va más allá de un sentimentalismo barato y azucarado. Se trata de una poderosa pasión, de una especie de temor y temblor —parafraseando a los Salmos—; el profesor Dennis Quinn lo expresó como una «confrontación feroz con el misterio de las cosas».

Una frase de la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor, de mediados del siglo pasado, es un resumen muy expresivo de todo ello:

«Nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida, o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».

  

LA FORMA POÉTICA: ASOMBRO, REVELACIÓN Y GOZO

El gran arte literario nos ofrece certeza no por medio de la razón lógica, sino gracias al asombro y la imaginación, como explicaba Newman. Por ello, solo el relato, con su poder poético y narrativo, puede expresar ciertas verdades que el discurso lógico no alcanza a comunicar ni comprender. Lewis lo sabía: «A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir»; Flannery O’Connor también: «Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera», y «Cuentas una historia porque una afirmación sería inexacta».

Y es que esa es nuestra forma natural de conocer. Estamos hechos así. El relato de ficción y la poesía son formas de liberar, por medio de la imaginación, la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional. Y así, pueden ayudar a despertar una fe moribunda o a fortalecer una eximia esperanza. Estoy de acuerdo con George MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario usado como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O’Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que en ocasiones nos posee».

De ahí que la literatura tenga una función reveladora. Está, sobre todo, al servicio de la tarea más difícil e inacabable de la vida: saber quiénes somos y adónde debemos ir. Esa función reveladora consiste en recordarnos que, dada la pobreza de nuestro intelecto, no siempre sabemos lo que estamos buscando ni lo que de verdad necesitamos. La literatura, por tanto, nos ayuda a reconocer esa verdad sobre nosotros mismos y sobre el mundo; nos despierta de nuestro letargo y nos devuelve a la realidad esencial.

Y lo hace, además, deleitándonos: instruyendo con gozo. Horacio lo expresó con su célebre fórmula: «instruir deleitando». Ese deleite estético, intelectual y moral que ni nosotros ni nuestros hijos debemos dejar escapar, y que nos ayudará a gozar de lo real en lo que estamos inmersos. Chesterton lo llamaba «doctrina del goce condicional»: aceptar la vida con gratitud, reconociendo que tiene estructura, límites y sentido.

Porque, la buena ficción, lejos de ser un escape de la realidad, es un escape a la realidad. Nos recuerda que el mundo está encantado, a apreciar la existencia de una Creación (recuperando el asombro y la admiración por lo cotidiano) y a reconocer que estamos inmersos en un universo con estructura moral, donde hay castigos y recompensas, expiación y hasta redención; y, sobre todo, donde puede haber, como adelantaba Tolkien que nos muestran los cuentos de hadas, un final feliz, que no es trivialidad, sino anuncio de esperanza.

  

CONCLUSIÓN

La gran cuestión, por tanto, es si la lectura de esos grandes y buenos libros va a conmovernos (con-movernos) en la buena dirección, hacia esos fines que nos son connaturales; si nos va a acercar, aunque solo sea un poco y como entre sombras y tenues reflejos, a la realidad última tal y como es en su misterio oculto. O si, por el contrario, nos va a alejar de ella.

Así que la pregunta no deberá ser si leer es útil o valioso, sino más bien: ¿Pueden esos grandes libros conmovernos hoy hacia la verdad tanto como conmovieron a quienes nos precedieron? Esa es la verdadera cuestión. Yo estoy convencido de que sí, de que pueden hacerlo.

Porque la literatura no se lee para tener, sino para ser. Y en un mundo en el que tantos parecen «inconformes con lo que tienen y satisfechos de lo que son» —como advertía Gómez Dávila—, el hombre moderno necesita más que nunca la ayuda de la gran literatura.

3.09.25

¿Cómo fomentar la lectura en los hogares?

            «Primera lección de lectura». Obra de Carlton Alfred Smith (1853-1946).

     

          

          

 

«Aprender a leer es encender un fuego; toda sílaba deletreada brilla».

Víctor Hugo. Los Miserables

  


«¡Oh, qué libros solían leer
aquellos niños de antaño!
Así que, por favor, por favor, te lo suplicamos,
ve y tira tu televisor,
y en su lugar puedes instalar
una preciosa estantería en la pared».

Roald Dahl. Charlie y la fábrica de chocolate

  


«Los niños se hacen lectores en el regazo de sus padres».

Emilie Buchwald

 

 

 

Hay en los niños una disposición innata hacia el asombro y la maravilla, una facilidad para dejarse llevar por los sueños y navegar bajo el timón de su imaginación. Nacen, además, con una mirada poética que los hace únicos. Pero si no cuidamos y alimentamos esos dones, pronto se marchitan, pronto se anquilosan. La lectura de buenos libros puede ser un medio privilegiado para cultivarlos. Sin embargo, no olvidemos que los niños no nacen sabiendo leer: hay que enseñarles.

Además, como también saben padres y maestros, aunque hayan aprendido las primeras letras, los niños evitan la lectura cuando esta se les hace ardua. Por ello, es importante trabajar dos frentes que se refuerzan el uno al otro: mejorar sus habilidades lectoras y alimentar su motivación. Un niño al que le cuesta leer tenderá a alejarse de la lectura; uno al que se le ofrezcan libros que no despierten su interés también lo hará. De ahí la necesidad de sostener simultáneamente estos dos frentes: la técnica y el deseo. La lectura, entonces, se convierte en una vía magnífica para dar curso y alimento a sus dones naturales.

El hogar es el primer escenario donde esto puede hacerse realidad. Pero requiere la implicación activa y consciente de los padres. No basta con un apoyo ocasional: hablamos de un compromiso personal, específico e insustituible. No se trata de colaborar de manera esporádica y marginal en actividades escolares —siempre convenientes, sí—, sino de asumir lo que solo los padres pueden hacer en casa. Han de reconocer la fuerza que tienen en sus manos y ejercitarla con diligencia, amor y constancia.

¿Y qué es eso que pueden —y deben— hacer los padres en el hogar?

El primer paso no es solo que los libros deban ser fomentados con entusiasmo por los adultos, que por supuesto es muy importante, sino, y sobre todo, que los niños vivan en ellos, con ellos, entre ellos, y para ellos. Los libros deberán estar siempre accesibles para el niño. Esto significa que deben estar literalmente en todas partes. C. S. Lewis, en su libro autobiográfico Cautivado por la alegría, escribió:

«Mi padre compraba todos los libros que leía y nunca se deshacía de ninguno. Había libros en el estudio, libros en el salón, libros en el guardarropa, libros (en doble fila) en la gran estantería del rellano, libros en un dormitorio, libros apilados hasta la altura de mi hombro en el ático, libros de todo tipo que reflejaban cada etapa pasajera del interés de mis padres, libros legibles e ilegibles, libros apropiados para un niño y libros que enfáticamente no lo eran…».

Y la escritora Eleonor Farjeon, nos cuenta a su vez lo siguiente:

«En la casa de mi niñez había una habitación que llamábamos “la pequeña biblioteca”, aunque cierto es que cada habitación de la casa podría haberse llamado así.

Nuestra sala de juegos, en el piso de arriba, estaba llena de libros. Abajo, el despacho de mi padre estaba lleno de ellos. Forraban las paredes del comedor, inundaban la sala de estar y subían hasta los dormitorios. Nos hubiera parecido más natural vivir sin ropa que sin libros y más contrario a la Naturaleza no leer que no comer».

Lograr esto es más sencillo de lo que parece, ya que se pueden adquirir libros de calidad por un módico precio.

Asimismo, hay muchas otras maneras de incorporar la lectura a la cotidianeidad del hogar y la familia. He aquí varias ideas para comenzar, algunas ya tratadas con mayor detalle en este blog, que, puestas en práctica con regularidad, integrarán la lectura en la vida diaria de los niños y, más aún, despertarán en ellos el amor por los libros. No requieren formación especial ni materiales sofisticados, solo dedicación y cariño. Se trata, simplemente, de convertir, a los ojos de los niños, la lectura y el trato con los libros en un comportamiento familiar más, una actividad que la familia practica y vive como algo natural.

Primero. Eviten que los niños tengan contacto con los malos libros

Esos que les muestran de forma inadecuada la cruda realidad del mundo de los adultos y les sugieren un perturbador conocimiento de asuntos que exceden su capacidad y naturaleza. Pero no sean excesivamente rígidos con los consejos ni severos con las prohibiciones. La prohibición genera curiosidad (ya lo decía Ovidio: «Lo que somos libres de hacer nos disgusta. Lo que está prohibido nos abre el apetito»). Que haya un equilibrio entre su libertad y la orientación parental.

Segundo. Comiencen temprano

Cuanto antes, mejor: cuando son bebés, e incluso antes, en el seno materno, exponiéndolos tempranamente a los sonidos y ritmos del lenguaje. Los libros sencillos de cartón, las rimas infantiles y las canciones de cuna crearán una base sólida de aprendizaje y deleite.

Tercero. Den ejemplo

Sabemos que los niños aprenden por imitación. Y también sabemos que el mayor y más influyente modelo de imitación somos nosotros, sus padres. Dejen que su hijo los vea leyendo. Ya sea un libro, una revista o el prospecto de un medicamento. Poco importa el soporte; lo esencial es mostrar que leer es valioso y placentero. Y recuerden, los niños prestan mucha más atención a lo que hacemos que a lo que decimos.

Cuarto. Conversen con sus hijos sobre lo leído

Antes, durante y después de cada lectura. Animen a sus hijos a pensar imaginativa y críticamente. Hagan preguntas que despierten su imaginación y juicio: “¿Por qué crees que decidió eso?”, “¿Qué hubieras hecho tú?”, “¿Qué pasará después?”. La conversación convierte la lectura en pensamiento vivo.

Quinto. Conviertan la lectura en un juego

Sobre todo con los más pequeños. Usen voces distintas, gestos, disfraces, todo lo que haga la historia más divertida y comprensible.

Sexto. Reconozcan y celebren cada avance

Desde la primera sílaba hasta la primera novela. Este refuerzo positivo es el más poderoso de los refuerzos: para un niño no hay mejor recompensa que el reconocimiento y la atención de sus padres; multiplicará su confianza y su motivación.

Séptimo. Cuiden las ilustraciones

Especialmente en los libros de los más pequeños. Deberán ser bellas y realistas. Platón y Aristóteles insistieron en la presencia de la belleza en la educación de los más pequeños, ya que, como expresión sensible de lo real, les atraería hacia lo verdadero y lo bueno. Es algo que, sin duda, está ligado al carácter sacramental del mundo. El famoso ilustrador Walter Crane, decía que «un libro puede ser el hogar del pensamiento, pero también de la visión», y así debe ser: el arte, aunque sea en pequeñito, ha de habitar también en los libros de nuestros pequeños.

Octavo. La poesía

Los niños vienen al mundo con un «tono poético» innato. La poesía, por tanto, es parte fundamental de sus vidas. No solo enriquecerá su imaginación y vocabulario, sino que también actuará como un medio privilegiado de expresión y comprensión del mundo. El poeta Robert Frost escribió una vez que «la poesía comienza en deleite y termina en sabiduría». Una exposición temprana y continua a la poesía puede cultivar en los niños un amor duradero por ella. Cuiden de que sea así.

Noveno. Fomenten actividades de lectura en familia y construyan hábitos de lectura duraderos.

Estos podrían ser algunos ejemplos:

  • Practiquen —tanto como puedan y durante el tiempo que puedan— la lectura en voz alta, en familia. Y no se preocupen si al principio el juego y la distracción priman más que la lectura propiamente dicha. Ronald Knox contaba cómo su madre les leía en voz alta, a Stevenson, Kipling, Carroll o Lear mientras él y sus hermanos jugaban. No les imponía silencio ni atención. Knox, que guardaba ese recuerdo como algo muy especial, pensaba que había sido una velada y suave forma de infundirles el amor por la lectura. Les aseguro que será así. Se trata de una experiencia utilísima y enriquecedora, que va más allá de simplemente escuchar palabras; involucra el cuerpo y el alma del lector, creando una conexión profunda con el texto. Además, constituirá un momento de unión familiar que fortalecerá los lazos afectivos de los miembros de la familia y fomentará su comunicación.
  • Organicen aventuras de lectura temáticas: combinen libros sobre un tema determinado con actividades relacionadas con él. Por ejemplo, después de leer sobre animales, organicen una visita al zoológico o a un museo de Historia Natural.
  • Conviertan los libros en un regalo. Aprovechen los aniversarios, cumpleaños, santos y cualquier otra celebración familiar en una oportunidad para regalar y recibir como regalo libros. Difundan entre sus familiares y amigos la conveniencia de regalar con preferencia libros a sus hijos. Eso dará valor a los libros y podrá convertirse en una bonita costumbre que sus hijos harán suya algún día. 
  • Creen un club de lectura para niños: inviten a los amigos y/o primos de sus hijos a una sesión de lectura de cuentos, seguida de una manualidad o merienda relacionada. Este tipo de club puede ir creciendo en la profundidad y complejidad de las lecturas a medida que sus hijos crezcan, dejando de lado las actividades y dando paso a sesiones de comentarios y discusiones de tipo socrático. Es una manera maravillosa de construir una comunidad en torno a la lectura.
  • Establezcan un horario de lectura. Elijan bien: ha de tratarse de un horario que se adapte a las necesidades de su familia concreta, e intenten ser lo más inflexibles que puedan en su cumplimiento, de manera que termine por crear un rito. Con ello transmitirán a sus hijos el mensaje de que se trata de una actividad importante que no depende de otras. Del mismo modo, esta rigidez convertirá la lectura en una parte predecible del día y fomentará la adquisición del hábito.
  • Creen un ambiente de lectura propicio: un espacio cómodo, tranquilo, con acceso fácil a los libros, provisto de asientos confortables y una buena iluminación; y dejen que ellos mismos creen acogedores y personales nidos de lectura con mantas, cojines y cualquier otra cosa que les haga sentirse cómodos. Todo ello puede hacer que la lectura se sienta como algo especial y apetecible.
  • Provean a los niños de su propia biblioteca personal, donde no haya libros inadecuados y por la cual puedan curiosear, con libertad de elección sobre qué leer (permitirles elegir hace que la lectura parezca menos una tarea, aunque el haz sobre el qué elegir lo hayan reunido ustedes). Deberían sentirse dueños de sus libros, lo que está directamente relacionado con la adquisición del hábito lector. El número de libros no es lo más importante, sino el acceso y la relación personal con ellos. La idea de un niño que crece con su biblioteca es realmente hermosa.
  • Organicen visitas a librerías y bibliotecas: los viajes regulares para elegir y comprar nuevos libros crean entusiasmo y expectación, al tiempo que amplían sus horizontes de lectura. Y en cuanto a las bibliotecas, visítenlas con frecuencia. Esto hará que los niños acaben sintiéndose cómodos en estancias literalmente forradas de libros. Obtengan en cuanto sea posible carnets de biblioteca a nombre de sus hijos; les hará sentirse “importantes” y realzará su deseo y gusto por leer.
  • Anímenlos a que lleven consigo libros a todas partes, como si fueran parte de ellos mismos: en viajes turísticos, estancias familiares prolongadas, visitas al médico (las salas de espera son lugares increíblemente propicios), desplazamientos en autobús o metro (sobre todo en metro si viven en ciudades grandes; un lugar típico para leer). En el caso de desplazamientos en automóvil, es posible que los niños se mareen si leen; un sustituto posible, que no trabaja en absoluto contra la lectura, es la escucha de cuentos o narraciones pregrabadas; el mercado es abundante hoy en día en este tipo de formato.
  • Establezcan desafíos y objetivos juntos: ya sea leyendo un cierto número de libros al mes, abordando un nuevo género o aventurándose en un libro, de entrada, intimidante (por ejemplo, por su número de páginas). Los objetivos compartidos proporcionan motivación y una sensación de logro, lo mismo que su reconocimiento. Tolkien señalaba que es conveniente que los niños sean desafiados, que enfrenten retos adecuados a sus posibilidades e incluso, a veces, por encima de ellas. Y —como decía Montaigne— permitan también abandonar los libros que no les gusten. La libertad es parte del hábito.
  • Hagan tiempo para leer, reduciendo, sobre todo, el dedicado a las pantallas. Es preciso –y muy urgente– poner límites al uso de la tecnología digital. Esta reserva de tiempo ayudará a desintoxicarlos del exceso digital.

Y, sobre todo, traten de que los chicos disfruten con la lectura. Contágienles entusiasmo, conviertan el acto de leer en algo divertido. En su obra Las Leyes, Platón afirma que la enseñanza en los primeros años no debe imponerse por coacción, sino presentarse de manera lúdica, porque lo aprendido bajo obligación no permanece firmemente en el alma:

«Nada aprendido bajo la coacción permanece en el alma; por el contrario, lo que se aprende con juego y libertad arraiga mejor».

Algo sostenido igualmente por el poeta Horacio y su «Docere et delectare» («instruir deleitando»), que ratifica mucho más cerca de nosotros, Jorge Luis Borges:

«El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta el modo imperativo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz».

Porque lograr que los hijos amen la lectura es una aventura exigente, sí, pero extraordinaria. No existen fórmulas mágicas: solo semillas que se siembran en sus corazones con paciencia y ternura. Si se cultivan con constancia, la pasión por la buena lectura crecerá con ellos. La labor es ardua, pero la recompensa es inmensa.

28.08.25

Un aliento de esperanza

               «Una pausa en la lectura». William Sergeant Kendall (1869-1938).

    

                              

                                  

                    

«Alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración».

Romanos, 12:12.

    

«Al bien hacer jamás le falta premio».

Miguel de Cervantes.

 

 

De vez en cuando, se me acercan padres preocupados. En sus semblantes se refleja, tanto la preocupación del compromiso como la desolación de la desesperanza. Hacen de todo: se implican a fondo, dedican tiempo, atención y amor; pero los frutos se hacen esperar, o son tan precarios que no parecen merecer los esfuerzos. Me estoy refiriendo, desde luego, a la esforzada labor de crear en nuestros hijos el hábito virtuoso de leer buena literatura. 

Mi respuesta es siempre la misma: la labor es dificultosa; el esfuerzo, hercúleo; y los progresos, lentos. Por eso, los frutos se hacen esperar y la espera es desalentadora. Esfuerzo, dificultad y lentitud, son circunstancias que no van con nuestros tiempos de prisas, recompensas inmediatas y escuálidos esfuerzos. Pero les reitero, con convicción y firmeza, que se trata de un trabajo heroico que traerá consigo recompensas. Empero, como sucede con la siembra, el tiempo de cosecha requiere su espera.

Esta postura se fundamenta en gran medida en la experiencia –la mía y la de otros que han escrito y meditado sobre el tema–, pero también en algunas ideas que, aunque sencillas y de uso común, no dejan de ser verdaderas. Su mera mención podría ayudar a sobrellevar esta labor, en principio, árida e ingrata.


Las buenas cosas tardan en llegar

La primera idea es que las cosas buenas se hacen esperar. Es un concepto que viene de lejos. En la antigua Grecia, Platón sostenía que el bien supremo (ἀγαθόν) requería la educación del alma y, por tanto, tiempo, rechazando la idea de la gratificación inmediata. Su discípulo Aristóteles, en la Ética escrita a su hijo a Nicómaco, vincula la virtud a la phronesis (prudencia) y defiende que su desarrollo exige una formación progresiva, repetición, hábito y espera: el verdadero bien es «el resultado de toda una vida lograda». Por otra parte, la idea de que el bien no es inmediato porque el mundo no está hecho para el deseo, sino para la virtud, era un pensamiento común entre los estoicos, como Séneca y Epicteto. Este último escribió: «ninguna cosa excelente se produce de pronto».

Esta idea, sin embargo, trasciende la cultura grecolatina, siendo común a todas las culturas, con un origen muy probablemente ligado a la experiencia y a la observación de los ciclos naturales: la siembra y la cosecha, la sucesión de las estaciones, el día y la noche. La literatura recogió desde sus inicios el concepto: las eddas nórdicas, los poemas homéricos, o la ética estoica, reflejan así una verdad profunda: lo valioso —ya sea la sabiduría, el amor, la justicia o la trascendencia— requiere, como requisito sine quo non, tiempo.

Los efectos duraderos son los mejores

La segunda idea es que los efectos a largo plazo, a pesar de requerir espera, son preferibles, ya que son más consistentes y duraderos que los inmediatos. Los efectos en lo invisible –y de eso se trata en la lectura– participan en cierto modo de esa invisibilidad sobre la actúan; por tanto, los efectos para el alma que trae consigo el leer buena literatura no son fáciles de percibir, se van produciendo secretamente, en su mayor parte ocultos bajo un velo traslúcido, pues son propios del espíritu. Pero, para desesperación de muchos, esos efectos no son inmediatos, sino paulatinos; van dando forma a aquello sobre lo actúan, pero pausadamente, de modo que no son perceptibles en el día a día.

Esta silenciosa influencia funciona de la siguiente manera: al leer, depositas una idea en tu mente que, al principio, no semeja ser más que unas cuantas palabras en la memoria. Sin embargo, un día te das cuenta de que, sin que tu hayas sabido cómo, esa idea ha llegado a las regiones más secretas de tu mente y de tu corazón: y de repente, ¡voilá!, vives de ella y para ella. Así sucede con toda obra maestra artística; con el gran poema, con la gran obra pictórica o escultórica: con el tiempo, en el rincón más íntimo del alma, despierta y transforma todo lo que puede asemejarse a ella y comprenderla; todo lo que ha sido transformado en secreto, íntimamente, pausada y sordamente, por ella. No se puede vivir impunemente rodeado de belleza y sabiduría; al final, te transforman y te atrapan. Ya en el antiguo Egipto, cerca de la estatua de Ozymandias (Ramsés II), sobre la puerta de la biblioteca del templo de Tebas, rezaba una inscripción: «Medicina para el alma».

El esfuerzo es fundamental

La tercera idea es que el esfuerzo y el trabajo son necesarios para obtener cualquier buen fruto. El aforismo escolástico «virtus consistit circa ardua» se fundamenta en esto, y apunta a una virtud particular: la fortaleza. La materia propia de la fortaleza es la resistencia ante las dificultades. La virtud –en este caso cualquier virtud–, se fortalece en ese esfuerzo arduo frente a las tribulaciones y los obstáculos. Es necesario ser virtuoso en la fortaleza.

Fe, Esperanza y Oración

Sin embargo, como criaturas falibles e imperfectas que somos, no podemos dejar todo al azar de nuestro solo esfuerzo. La idea moderna —a pesar de su origen antiguo en frases como «Per aspera ad astra», atribuida a Séneca— de que podemos lograr todo lo que nos propongamos, no es cierta, por más que se divulgue y promueva sin cesar.

Así que, a pesar de nuestro esfuerzo y esperanza, no siempre lograremos lo deseado. Un halo de incertidumbre y misterio late bajo toda acción humana, especialmente en lo que respecta a la belleza, la verdad y la bondad, que son en sí mismas inefables. Pensar que el amor al arte puede purificar un corazón es a menudo una ilusión, ya que innumerables personas han adorado la música más perfecta o los poemas más conmovedores y han seguido siendo canallas o bárbaros. La salvación de nuestras almas está más allá de nosotros y de nuestras obras.

Ya a mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron sobre el supuesto valor humanizador de la cultura y, más concretamente, de la literatura. Sus dudas nacían ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y el comunismo) que habían contemplado, y algunos sufrido en sus carnes y en su alma, habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas, formadas en los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas por las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. ¿Acaso la cultura no tenía una influencia significativa en el alma humana?

Para algunos, ajenos a Dios, no hay una respuesta racional a esta pregunta, ya que se relaciona con el problema del mal, un enigma ante el cual la razón calla. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden dar una respuesta, y esa respuesta es una Persona. El propio Steiner, siendo ateo, ofreció una respuesta insuficiente, sugiriendo que la cultura es apenas un «lujo apasionado».

Pero yo no soy fatalista como Steiner; soy cristiano. Y esto me hace confiar en que la buena cultura puede marcar una diferencia significativa en la vida de las personas. Sin embargo, por sí sola, no es suficiente. Puede ser asediada y derribada por las fuerzas oscuras del alma humana. Sin Cristo, la cultura es una veleta azotada por sombríos vientos.

Por lo tanto, todas las ideas anteriores y las acciones que de ellas puedan nacer son infructuosas e inútiles si no están presentes en nosotros la Fe y la Esperanza, así como la confianza en la Providencia. Esta idea, expresada por San Pablo en Romanos 8:28, afirma que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios». Es decir, que, sea lo que sea aquello que nos encontremos en la vida, será bueno para nosotros siempre que nos mantengamos en el camino recto.

De este modo, cuando, exhaustos, terminemos la carrera, podremos decir, al igual que él: «He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe».

Por ello, y como último consejo, no se olviden de orar. El viejo lema benedictino del «ora et labora», es también aplicable aquí, como en toda actividad humana. Como hemos visto, no basta con esforzarse, con poner empeño, dedicación y perseverancia, también hay que orar, pues ya hemos visto que en último término algunas cosas ––las más importantes–– están fuera del alcance de nuestras solas fuerzas.

Así que, continúen, ofrezcan a sus hijos sin descanso lo mejor que puedan dar. Sé que ustedes se encargan de armarles con lo necesario para sobrevivir al asedio del mundo. Sabemos que, junto al pilar fundamental de la fe, los libros de los que aquí hablamos son únicamente un pobre refugio; pero, por pobre y deficiente que sea, ninguna ayuda es vana. Por ello, por favor, hagan que sus niños lean y que lean buenos y grandes libros, y no se entristezcan como Steiner. Pero, ante todo, no se olviden de orar con esperanza.

20.08.25

Emociones diversas; un mismo corazon

«Piensa que es tan valiente» de H. Sundblom (1899–1976), y «Cuento de hadas», de E. Forbes (1859-1912).

                                        

                                        

          

          

          

«¡Ah, la igualdad!… La igualdad no es lo más profundo, ¿sabes?»

C. S. Lewis. Esa horrible fortaleza

          

 

 

 

Como sabemos por propia experiencia, los sentimientos son fluctuantes y las pasiones volátiles. Por ello no constituyen un suelo firme sobre el que construir nada: ninguna casa puede erigirse sobre la arena. Las emociones cambian; encandecen y se enfrían; solo la voluntad bien educada puede entrelazar sólidamente los vínculos que sostienen una vida.

Pero ello no quiere decir que las emociones sean malas. Como diría santo Tomás, son movimientos naturales del apetito sensitivo, y por ello moralmente neutras en sí mismas. Solo adquieren valor moral al ser informadas por la razón y la voluntad, cuando dirigidas por las virtudes tienden hacia el bien, o por los vicios, hacia el mal.

Así que, aunque hemos de tenerles cierta prevención —debido sobre todo a su fuerza, de difícil control—, no debemos —ni podemos— prescindir de ellas. Una buena vida exige ser vivida a través de las emociones y pasiones. Si bien, parafraseando a la inversa al filosofo David Hume, nuestra razón nunca deberá ser esclava de nuestras pasiones. Por ello es importante conocerlas y controlarlas. 

Algunas de estas emociones, cuando nos embargan, causan en nosotros cambios, nos perturban, hacen vibrar nuestro corazón, e incluso desatan en nosotros lágrimas y llantos.

Estas turbaciones, estas inquietudes y desatinos del corazón, traen consigo una manifestación emocional diferente en uno y otro sexo. Y a la inversa, aquello que desata o provoca una efusión sentimental puede también ser distinto según hablemos de mujeres u hombres. Es así; esta es nuestra naturaleza, nuestra esencia. Y no hay nada malo en ello siempre que se mantenga dentro del orden natural de las cosas.

Los hombres suelen emocionarse con unas cosas y las mujeres con otras. Y ambos se emocionan, a veces en desigual medida, por algunas otras que les son comunes. Pero la diferencia permanece, y no en desdoro de ninguno de ellos. Se trata de algo tan antiguo como nuestras conciencias y que no nos ha sido enseñado por ninguna ideología.

Con frecuencia, una mujer vierte lágrimas y se ve sobrecogida por el llanto, ante una propuesta de matrimonio, incluso aunque no sea ella la protagonista. Inconscientemente, su alma se proyecta hacia un futuro que se encuentra entrelazado con ese presente: contempla la formación de una familia, siente en lo más profundo de su ser una conmoción antigua; conoce ya, sin apenas catarlo, el peso y la belleza de convertirse en el amor de un hombre, en el centro de un hogar, y le turba la gloria de ofrecer su cuerpo como dación, guarda y cuidado de una nueva vida. Alberga en su corazón la íntima convicción de que se trata de algo sagrado, y eso la estremece, aunque no sea sepa porqué.

Un hombre, en cambio, puede enmudecer, y permanecer impávido —aunque con lágrimas en los ojos— al contemplar la realización de un logro, o cuando es protagonista de este. Cuando presencia o se ofrece en sacrificio por el bien del grupo, del clan, de la familia. Sin saber ni cómo ni por qué, se le hace un nudo en la garganta. Y es que, de igual forma, algo antiguo se agita en su corazón. Fue hecho para proteger, para sobrellevar las cargas que otros no pueden afrontar, para mantener la línea de defensa contra el dragón. Y lo hace, porque, aunque no lo sospeche o ni siquiera lo intuya, ese es el tipo de hombre que está destinado a ser. 

Todo ello revela algo profundo de nuestra naturaleza. Somos dos, y somos uno. Nos complementamos y nuestras pasiones y emociones pueden y deben acompasarse, potenciarse y sosegarse mutuamente. Les guste o no a algunos, existe una complementariedad profunda entre lo masculino y lo femenino. No es una invención de la moda o una pasajera filosofía de salón, sino que se arraiga en arquetipos naturales, grabados a fuego en nuestro corazón. Y se trata de arquetipos (no estereotipos mudables y deconstruibles), porque se refieren a algo que está en el principio u origen (archē) de la realidad, más allá de nuestros gustos o preferencias. Son cimientos. Sólidos como rocas; no clichés de revista barata. Son reales. Son antiguos. Son verdaderos.

Como dice Peter Kreeft, a pesar de que «las palabras “masculinidad” y “feminidad han sido reducidas de arquetipos a estereotipos» (…) «la diferencia entre la masculinidad y la feminidad es creada por la naturaleza, y existe en todos los tiempos y lugares».

De acuerdo a este arquetipo primigenio y dual, no solo tenemos particularidades sentimentales, sino que también nos suelen gustar diferentes cosas. Y nos gusta contemplar esas “cosas” que nos hacen emocionarnos y conmovernos a cada uno de forma diferente. Y disfrutamos al contemplar esa dispar manera de sentir.

Y dado que es cierto que la vida humana se manifiesta en dos modos de ser y estar, el masculino y el femenino, igualmente es crucial que tanto hombres como mujeres sepan de ambos. Por ello es conveniente que las jóvenes conozcan y aprendan sobre hombres virtuosos, sobre su valentía, su manera de ser, y sobre lo que buscan en una mujer. Y viceversa los chicos respecto de las mujeres.

Como ya comentamos en una ocasión (Libros para unas y para otros; libros para todos), una manera de ayudar en esto será con la lectura de libros, que si bien, de entrada, no parecieren ser de la preferencia natural de uno u otro sexo, precisamente por esa razón podrían servir de modelo en el aprendizaje moral y sentimental de unas y otros. Hay que animarles a que crucen el puente de vez en cuando. Que Lean lo que normalmente no leerían. Porque eso los hace más completos. Pero sin forzar demasiado. Sin romper lo que es verdadero.

Porque, como ya hemos dicho, no somos iguales; no podemos evitar que nos atraigan cosas diferentes; y, por lo tanto, libros diferentes. Ello no solo supondrá un modo de aprendizaje para unas y otros sobre modelos morales de su propio sexo (algo también fundamental), sino que también —y esto es muy importante—, les hará disfrutar más plenamente. 

Así que, dejen que sus hijos se sumerjan en novelas de aventuras, exploraciones y batallas, y sus hijas se deleiten con romances, vidas cotidianas y relaciones de familia. No les quitemos a nuestros hijos sus mapas, ni a nuestras hijas sus estrellas. Dejemos que cada uno explore a la manera en que fue hecho para explorar. Que en ocasiones crucen el puente, sí. Que lean y observen; que aprendan. Pero que no se les olvide quienes son; ni de dónde vienen ni a dónde van. Ello es lo natural, y por ello, es lo bueno.