16.10.23

El poder del encanto literario

              «Bucaneros a la hora de dormir». Obra de John Gannam (1907 – 1965) 

   

   

«¿Dónde está la realidad? En el mayor encanto que jamás hayas experimentado».

Hugo von Hofmannsthal

 

«Estamos hechos de la materia con la que se tejen los sueños, y nuestra breve vida no es más que un sueño».

William Shakespeare. La Tempestad

    

   

Una de las paradojas que habitan nuestro mundo de hoy es la extraña convivencia, entre el impulso por hacer que el hombre viva únicamente en su nivel emocional (lo que deriva en el vicio del sentimentalismo, del que les he hablado aquí), y renunciar a explorar y profundizar en la significación e implicaciones de esa experimentación de sentimientos tan buscada: «usted solo sienta, y solo atienda a eso que siente, pero renuncie a averiguar por qué siente y qué puede significar ese sentimiento».

Y uno de los campos donde esa dualidad discordante se manifiesta con más fuerza es el de la literatura. Analizamos las obras literarias hasta el más pequeño detalle, buscando las más absurdas, difusas, profusas y confusas interpretaciones, y nos olvidamos de hablar de las respuestas emocionales que la obra provoca en el lector. O, como mucho, esta respuesta se limita al básico nivel de un «me ha gustado»/«no me ha gustado».

Pero esta materia encierra un potencial inmenso en relación a la adquisición del gusto y el amor por la lectura. Y, al menos, por esta razón, debe volver a ser rescatada del olvido.

En muchas obras literarias hay encerrada una especie de magia poética aguardando al lector. Y así, muchos de los que se acercan a la lectura de los grandes y buenos libros se implican emocionalmente en grado sumo, hasta el punto de sentir algo que podríamos calificar de encantamiento.

Algún crítico, especialmente agudo, ha calificado ese encantamiento como algo que fomenta «una postura de apertura y generosidad hacia el mundo», que evitaría así «hundirnos cada vez más en el vacío de un escepticismo desalentador y auto corrompido».

¿Es esto realmente así?

Pregúntense ustedes a sí mismos. Y háganlo recordando su infancia y juventud, pues, precisamente ahí es donde estos efectos emocionales son más profundos y duraderos.

¿Qué recuerdan de sus lecturas infantiles y juveniles? ¿Entusiasmo, deleite, encantamiento, deseo de emulación? ¿Proyección y acercamiento hacia lo bueno, lo bello y lo verdadero? Porque, ¿quién no ha querido ser el travieso, pero noble, Guillermo Brown, o la rebelde, aunque tierna y generosa, Ann Shirley?, ¿quién no ha deseado poseer la perspicacia del sabueso Holmes o la sencilla ingenuidad y alegría de Peter Pan?, y ¿quién no ha anhelado disfrutar de la sana y refrescante amistad del topo, la rata de agua, el tejón y el sapo de El viento en los sauces?

Y si es así, ¿por qué?

¿Hay algo aquí relacionado con la empatía o con la simpatía? ¿Algo relacionado con la necesidad innata en el hombre de encontrar ejemplos e imitarlos?, ¿con el impulso de buscar, de necesitar un algo más a lo que tender, que puede personificarse, que debe personificarse en un alguien, en una persona? Creo que sin duda es así. Y también creo, y sé, quién es esa Persona. Pero en tanto nos aproximamos a Ella, otras figuras humanas, que recogen reflejos, borrosos, imprecisos e imperfectos de Ella, nos ayudan. Y en la buena y gran literatura se encuentran en abundancia.

No cabe duda de que la fascinación y el asombro que encierra esta literatura nos atrapa, y muchos caracteres y figuras que pululan entre sus páginas nos encantan, llevándonos de la mano a una identificación personal y, en cierto modo, mágica, con ellos y sus vicisitudes y tribulaciones. Y no cabe duda de ello porque, todo aquel que haya leído buena literatura lo ha experimentado.

Y esto sucede por una razón; como ha escrito el famoso crítico literario francés, Charles Du Bos, «toda literatura es una encarnación… en la carne viva de las palabras», ya que «la emoción creadora se encarna en la forma y ahí se da la expresión más alta y completa del artista, y así la emoción se hace carne en las palabras».

Esta encarnación literaria, concretada en la identificación con un personaje que nos hace imitarle, que nos hace desear ser como él, es poderosa, tremendamente poderosa. El sentimiento de conexión con el otro –el protagonista de la ficción–, es una forma vicaria de vivir la vida que enriquece la experiencia personal del lector y que, sin duda alguna, dado el placer y satisfacción que causa y el anhelo que colma, es uno de los factores fundamentales que hace tan atractiva la literatura de ficción.

Pero, por eso mismo, es también, una de las herramientas más valiosas para una educación, sea esta meramente estética, sea más integral o moral. Es, de hecho, el núcleo central de toda educación poética. Paul Ricoeur sostiene que ese poder que encierra cierta literatura puede producir una transfiguración en el lector. De esta manera, los jóvenes lectores pueden enfrentarse a la lectura con una implicación imaginativa muy personal, de la mano de los sentimientos que experimentan al penetrar en la historia que se les cuenta. Una implicación con «lo que se siente» al conocer, por ejemplo, al generoso y valiente Huckelberry Finn, al ingenuo y a la vez firme Jim Hawkins, al humilde y desprendido Galahad, al feroz y noble Aragorn, o al sacrificado y pertinaz Frodo. Y que quizá, más adelante, les ayude a experimentar la inmensa grandeza humana del Quijote, la piedad de Eneas, la valiente resignación de Héctor, o la fortaleza de Antígona.

De esta forma, la gran literatura puede afectar a la sensibilidad e inteligencia de nuestros hijos despertándolas, enriqueciéndolas e impulsándolas hacia lo bueno, bello y verdadero. Pero, del mismo modo, también pueden fomentar un cambio a peor. A veces, el arte literario puede persuadirnos –y más a los niños– para que actuemos de forma poco virtuosa, haciéndonos menos, y no más, de lo que éramos. Por esta razón debemos extremar el cuidado, poniendo en manos de los chicos literatura de la buena, sin descuidar su lado moral e ideológico.

Ahora bien, esto no es todo lo que guarda en su interior ese fascinante encantamiento. Otro aspecto fundamental del mismo, es cómo, a su través, la literatura es capaz de reflejar de forma significativa acontecimientos de la vida real similares a los que el propio lector ha vivido previamente, y como posibilita que este pueda entrelazar estos últimos con los ficticiamente descritos por el autor, en lo que se revela como una personal, propia e intransferible lectura de la obra. Tal vez por eso las tramas y los personajes de la gran literatura clásica perduran en el tiempo, ya que logran tocar de manera lúcida y universal temas profundos que fluyen a través de la vida de la mayoría de la gente.

Pero esto, no es en absoluto fácil. Ahí es donde se revela el genio del escritor, y esto nos da otra razón para no leer cualquier cosa, y discernir y elegir finalmente lo mejor.

Por ello, experimentar a través de la lectura ese encantamiento superlativo y transformador, no es algo muy común. No todos los libros pueden darnos eso. El lugar al que acudir en su busca se encuentra entre las páginas de los mejores, de los grandes y buenos libros de los que les he hablado, donde las palabras se cargan del mayor y más profundo significado, y donde las mejores de entre ellas se encadenan, unas a otras, en el mejor de los órdenes posibles.

Y, por si fuera poco, además, existe la posibilidad de que esta buena y gran literatura ayude a nuestros hijos a llegar más lejos todavía, a acercarlos, en lo posible, a la verdadera realidad. Y es que, en la creación y la experiencia del arte se produce algún tipo de encuentro con la trascendencia. Pero, ¿qué es este «ir más allá»? ¿Hacia dónde apuntan las artes?

C. S. Lewis decía que la literatura puede enseñarnos, no solo a plantearnos una visión diferente del mundo, o a preguntarnos sobre la condición humana, lo que es importante, sino también –y esto es más importante aún– a pensar en la existencia de un mundo paralelo e invisible a nuestra material cotidianeidad, a hacernos más fácil aceptarlo, y a «imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención» como será ese mundo desconocido, con el que no resulta para nosotros posible contactar o que no podemos, al menos por el momento, experimentar. Por tanto, nos ayuda a entrever con trascendencia más allá de nuestra existencia cotidiana y material. Y, por último, nos muestra, de igual manera, a través del acto subcreador del artista y de la imaginación que lo posibilita, que el mundo no solo fue hecho de la nada, sino que es innecesario, que esa creación es libre y contingente, que podría no haber sido o sido otra cosa, pero que es lo que es ––y con ella somos nosotros––, porque Quien la ha creado ex nihilo, así lo quiere, como manifestación del esplendor de su gloria. Es decir, que no estamos en un mundo de azar, sino en un mundo que tiene una razón de ser; y, por tanto, debemos la existencia a un Dador, a un Creador.

Pero, aun hay más, sí, ¡más todavía! Porque el arte –y la gran y buena literatura lo es en grado superlativo–, nos llama igualmente a un orden, a una rectitud, a una armonía, y demanda en nosotros una inocencia y un anhelo de justicia, que están, todos ellos, más allá de lo que podemos experimentar en nuestro pequeño mundo material, a pesar de su maravilla y belleza. La experiencia artística, en su mensaje y en la simbolización emocional y bella de sus formas, causa en nosotros anhelos trascendentes de un lugar en el que, para siempre jamás, todas las cosas sean bellas, buenas y verdaderas, y que bien sabemos no se encuentra aquí. Hace, por tanto, nacer en nosotros una nostalgia, una morriña infinita por volver al hogar. Como bien expresó el cardenal Newman:

«Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro».

Y esto no nos deja ya indiferentes. Nos marca, nos aturde y nos anonada. Como George Steiner, un hombre en absoluto religioso, escribió una vez, el impacto en nosotros del arte verdadero es:

«Una Anunciación de “una terrible belleza” o gravedad irrumpiendo en la pequeña casa de nuestro ser cauteloso. (…) Si hemos oído bien el batir de alas y la provocación de esa visita, la casa ya no es habitable del mismo modo que antes».

Todo ello es sin duda extraordinario, y puede ayudarnos a una mejor comprensión del mundo y su misterio, aunque sea a través de las humildes y falibles palabras humanas. La comparación que hace Steiner de la experiencia estética con la Anunciación plantea la pregunta: ¿Pueden las artes ponernos en contacto con Dios? Probablemente no, al menos, no por nuestra propia iniciativa; pero lo que quizá puedan hacer es brindarnos ayuda para prepararnos para ello. Pues, como escribe el académico Glenn Arbery:

«Sin ser específicamente religiosa en sí misma, [la literatura] puede dar una experiencia de ‘una gloria común’, que insinúa algo que, de otro modo, sería indecible, acerca de la naturaleza del Verbo a través del cual se hacen todas las cosas».

9.10.23

De la rima al álbum ilustrado

                           «El libro ilustrado». Obra de Eugenio Zampighi (1859-1944)

   

 

«El límite de mi lenguaje es el límite de mi mundo».

Ludwig Wittgenstein

 

 

La función fundamental del lenguaje es la comunicación. Y esta, para ser eficaz, requiere de coherencia y estabilidad en la relación base de todo lenguaje: la adecuación de la palabra a la cosa, idea o acción que nombra. Así, el lenguaje es el instrumento para transmitir a los otros la propia visión o concepción de la realidad, y, por lo tanto, de la verdad del mundo.

Todo ello tiene implicaciones, además de prácticas, metafísicas, ontológicas y morales. Porque, si las palabras son, como pensamos, signos que representan conceptos, que, a su vez, son representaciones mentales de los objetos del mundo, deberá haber una correspondencia entre las cosas o sucesos, entre los conceptos y las palabras; lo contrario conduciría a una disonancia cognitiva de consecuencias fatales para las relaciones humanas y para el hombre; la historia de Babel está ahí para ilustrarlo.

Tras todo ello, late una cuestión crucial: el tema de la verdad. Como sostuvo Aquino, la verdad es un aspecto fundamental en el habla y está estrechamente ligada a la capacidad humana de conocer y entender el mundo tal y como es, ya que supone una correspondencia entre la mente y la realidad. Por ello, estar en la verdad, conocer la verdad, es una condición necesaria para la validez del lenguaje. Para el Aquinate, el lenguaje solo es válido cuando representa con precisión al mundo, y esto requiere una conexión correcta entre el pensamiento y la cosa que este conoce.

Y el momento donde esto se apuntala, donde se adquiere y se interioriza esa íntima relación, es la primera infancia. Luego vendrá una extensión cuantitativa de las cosas del mundo y de las palabras que las nombran, una ampliación del vocabulario, pero toda nueva palabra aprendida responderá a ese esquema y a la confianza que ofrece: la correspondencia entre la forma y el fondo, el nombre y el objeto que nomina.

Y educar es, básicamente, enseñar a nombrar de manera adecuada. Este lenguaje se transmite de padres a hijos, se hereda, y se enriquece en cada generación, pero aquello que se recibe no debe ser cuestionado a la ligera. Cuando alguien cuestiona un nombre genera caos en el frágil orden de la realidad concreta, por esta razón se ha convenido en llamar a ciertas palabras verdades, porque son afirmaciones incuestionables. Y por ello, hoy, con aviesa intención, se trata de que esto no sea así.

George Orwell, escribió lo siguiente, en su ensayo La política y el idioma inglés (y más tarde lo plasmó más crudamente en su novela, 1984):

«En nuestra era (…) todos los problemas son políticos, y la política en sí misma es una masa de mentiras, evasiones, locura, odio y esquizofrenia. Cuando el ambiente general es malo, el lenguaje debe sufrir. (…) Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento».

Sin embargo, no crean que se trata de algo novedoso, o que su descubrimiento se lo debamos al cercano Orwell y la neolengua de su 1984. En su día, Platón hizo causa de un combate contra esta corrupción de la palabra, personificada en las personas de los sofistas (reflejado, por ejemplo, en su diálogo Gorgias), quienes se había apoderado del espacio público y privado de su Atenas natal. Con los sofistas la palabra se transforma en un instrumento de poder, como dice Josef Pieper. El sofista es el fabricante de una ficción. Pero, lo perverso de su conducta es que trata de hacer pasar esa ficción por realidad. Y así, manipula y engaña, siendo su instrumento de engaño y corrupción la palabra. Una muestra de ese abuso del lenguaje con fines de dominio y poder lo relata, más o menos en el mismo tiempo, Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, donde escribía hace 2.500 años:

«Cambiaron incluso, para justificarse, el ordinario valor de las palabras. La “audacia irreflexiva” fue considerada “valiente adhesión” al partido, la “vacilación prudente", “cobardía” disfrazada, la “moderación", una manera de disimular la “falta de hombría", y la “inteligencia” para todas las cosas, “pereza” para todas. Por el contrario, la “violencia insensata” fue tomada por algo necesario a un hombre, y el tomar precauciones contra los planes del enemigo, un bonito pretexto para zafarse del peligro. Los “exaltados” eran siempre considerados “leales", y los que les hacían objeciones, “sospechosos". (…). La causa de todo esto fue el deseo de poder y de honores. (…). Cosas que suceden y sucederán siempre mientras sea la misma la naturaleza humana».

Así que habrá que prestarle atención a este asunto.

Y el primer lugar donde deben cuidarse estas cosas es en la familia. En su seno se ha de enseñar a los niños los nombres correctos de las cosas, personas y emociones. Más tarde, y como refuerzo, la escuela deberá afianzar lo hecho en casa.

Uno de los primeros instrumentos mediante los cuales se inicia al niño en esta primera educación son los libros; y un tipo donde especialmente se trata de esta correcta adecuación entre la palabra y la cosa son los denominados álbumes ilustrados.

Voy a hablarles de tres ejemplos, el primero y el último separados entre sí por 66 años.

 

LA CASITA, de Virginia Lee Burton (1942)

 

Alrededor de una pequeña casa de campo (que se humaniza como principal protagonista del relato), sólidamente construida, va pasando el tiempo; y con él todo aquello que la rodea: pasan las estaciones, se aran los campos, se construyen caminos y luego carreteras, y a su alrededor surge una aldea, que pronto se convierte en un pueblo, y más adelante en una pequeña ciudad que comienza a crecer desmesuradamente: se levantan casas y edificios más altos que terminan rodeándola empiezan a pasar tranvías por delante y luego el metro por debajo y más tarde un tren en un paso elevado justo por encima… Frente a estos cambios, la casita va empequeñeciendo, no solo físicamente, sino también espiritualmente, y el desconcierto, la tristeza y la soledad se apoderan de ella: Sin embargo, gracias a su recia naturaleza y sus firmes cimientos, la casita resiste todos los asaltos, hasta que la tataranieta del hombre que la construyó decide trasladarla de nuevo al campo, y allí la vemos renacer, en un nuevo florecimiento.

El relato, no solo es la historia a través del tiempo de una casa. Si no que, como a escondidas, encierra un mensaje de mayor calado. No solo enseña a los niños el contraste entre el sosiego de la casa del campo y el trajín casi inhumano de la gran ciudad, que también, sino que, aún más profundamente, nos muestra que hay cosas duraderas, que, si están bien asentadas, con sólidos cimientos, pueden resistir los embates del tiempo y los cambios físicos o espirituales. Y también nos recuerda que, si uno se esfuerza, aún hoy, aún ahora, puede rescatar del olvido aquellas cosas valiosas que es preciso rescatar, como en este caso, la casita construida por el tatarabuelo de la protagonista secundaria (la principal, es la propia casita). La característica simplicidad expresiva de Wise Brown se muestra en este pequeño álbum, que ganó en el año 1942 el más prestigioso premio para los libros ilustrados, la medalla Caldecott.

Editada por Sitesa, 1994; y en una más nueva edición por Lata de Sal, 2022.

 

LOS LIBROS DE RICHARD SCARRY

 

Estamos ante un autor de betsellers. Richard Scarry llegó a escribir e ilustrar más de 300 libros, de los que se han vendido más de 100 millones de ejemplares, traducidos a decenas de idiomas. Pero, todos sus libros responden a un mismo esquema: sus personajes son siempre animales antropomórficos que desempeñan, con afán y dinamismo, las más variadas actividades en los más variopintos lugares y escenarios, aunque la mayoría de las veces el lugar es la ficticia ciudad de Busytown (Ciudad Laboriosa). El mérito de este prolífico autor es que sus protagonistas, sin dejar de ser cerdos, gatos, perros, conejos, ratones (incluso búhos, castores, mapaches, hienas y cocodrilos), consiguen parecer humanos. Y es que, aunque se trata de caricaturas, no por ello dejan de ser reconocibles en ellas rasgos humanoides, ya que el trazo de Scarry combina con destreza el realismo de sus características naturales, con la fantasía y la imaginación.

A los niños pequeños les fascinan las muchas y diferentes tareas en las que esos incansables y diligentes animalitos se afanan cada día, y las ilustraciones de Scarry, llenas de detalles, harán que los pequeños lectores pasen horas y horas estudiando con atención las páginas de estos libros. Se trata de obras hechas al modo de los diccionarios visuales (de los que el autor reconoce, tomó inspiración), lo que garantizan que, con cada lectura, los niños acrecienten su vocabulario, identifiquen objetos, familiares o novedosos, y descubran una gran multitud de cosas.

El autor siempre intenta presentar información compleja de manera divertida y desenfadada como si se tratase de «un hombre divertido, disfrazado de educador». Y todos sus libros parecen abordar la pregunta de Ramazzini: «¿Qué hace la gente todo el día?» Porque, lo cierto es que, como sus hijos descubrirán, su mundo, es un mundo muy, muy ajetreado y lleno de diversión y de entretenimiento.

En España muchos de sus títulos fueron adaptados y publicados por Editorial Molino, Plaza y Janés y Bruguera y, más recientemente, por Duomo ediciones y Luna Rising, esta última en edición bilingüe.

 

LA OLA, de Suzy Lee (2008)

 

Este es, sin duda, un álbum ilustrado, pero tiene la peculiaridad de que no hay ni una sola palabra escrita en él. No obstante, todo un torrente de palabras se asoman a la punta de la lengua, apenas uno se adentra en sus páginas.

El carácter híbrido del álbum ilustrado típico decae aquí, y la imagen (que, en todo caso, es siempre el elemento dominante) se apodera totalmente de la historia que se quiere contar. Esta es de una enorme simpleza: los juegos con las olas de una niña en un día de playa (de ahí el título). Se trata de juegos intemporales con los que, cualquier niño de cualquier tiempo, podría disfrutar. Las ilustraciones son simples, pero hermosas, bastando dos tonos de acuarela para crear la atmosfera que el relato precisa.

Pero, el álbum contiene algo más, algo que se intuye al comienzo y se confirma en la última de sus páginas, donde se ve, por primera vez, a la madre, alejándose, junto con la niña, de la playa. Y es que el arrojo que muestra la pequeña protagonista, al enfrentar la imponente fuerza y el extraordinario y misterioso movimiento de las olas, solo puede explicarse por la invisible, pero cierta, presencia de la madre, puesta de manifiesto, únicamente, al final de la historia; una presencia que, paradójicamente, la pequeña no percibe como coercitiva o limitadora, sino, más bien, como una garantía de su libertad y su seguridad.

Editado por Bárbara Fiore.

3.10.23

De la nana a la rima

                      «Niños en corro». Obra de Jessie Willcox Smith (1863-1935).

   

   

   

«Enseñaría a los niños, música, física y filosofía; pero lo más importante es la música, porque los patrones de la música son las claves para el aprendizaje».
Platón


«Junto a la Palabra de Dios, la música es el mayor tesoro del mundo. Controla nuestros pensamientos, mentes, corazones y espíritus».
San Agustín

   

 

Quizá no lo hayan notado. No, seguramente, no. El ritmo febril y agitado de nuestras existencias, que nos atonta la atención y embota nuestros sentidos, se lo habrá impedido. Pero antes, hace no mucho, era común escuchar en las calles, no solo las risas y el ruido provocado por los niños, sino también sus canciones. Tristemente, hoy no es así. La vida cotidiana de los niños, con sus juegos en las rúas y en los parques, ha quedado en suspenso, enmudecida. Los dibujos con tiza sobre las aceras han sido borrados, y las cuerdas, las tabas y las fichas yacen por los suelos, desperdigadas y en desorden. Ya no se escuchan los sones y cantos infantiles, acompañados siempre de risas y bullicio.

Y eso que se trataba de algo natural y espontáneo; era un asunto propio de los niños. La mayoría de las rimas, juegos y canciones han pasado de niño a niño durante generaciones, con muy poca ayuda de los adultos. Cierto es que, en el hogar, se reforzaba esta enseñanza: se les cantaban y recitaban a los niños, una y otra vez, esas retahílas, sones y sonsonetes. Sin embargo, hoy ya no se entonan en las casas tales melodías, y siendo esto así, ¿a quién puede extrañar que no se escuchen en los parques o en las calles?

No hay duda de que hay algo de sentimental en esta pérdida; todos, cuando nos apercibimos de ello, echamos de menos, con aires de nostalgia, esa espontánea alegría infantil. Sin embargo, también intuimos que puede haber aquí un problema más profundo, que no acertamos a ver con claridad, pero que nos inquieta.

Y es que no podemos olvidar que la relación entre la música y la educación es tan antigua como el hombre mismo; y que, si esta trabazón falta, algo falta en el hombre. Un halo misterioso envuelve esta relación, y solo los efectos prácticos de la misma (que llegan a nosotros a través de la tradición) nos revelan algo de ese misterio.

Quizá si nos remontamos a los antiguos filósofos podamos aclarar algo.

Tanto en La República y Las Leyes, como en el libro VIII de la Política, Platón y Aristóteles, respectivamente, nos hablan de la importancia crucial de la música en la educación del alma. Este principio educativo deriva, con toda probabilidad, de la idea de origen pitagórico de que existe una conexión misteriosa entre el mundo de los sonidos y el alma humana.

Según los filósofos clásicos, la música es capaz de imitar las actitudes y cualidades morales; y lo hace por medio de ritmos y armonías. Estos poseerían la propiedad de impulsar a imitar o lograr inferir en el que escucha, disposiciones éticas, ya sean estas virtuosas o viciosas. Por eso la elección de qué música escuchen los educandos no sería indiferente. Y por eso, esta particular paideia no se llevaría a cabo por medio de cualquier tipo de música. Estaríamos hablando de un estilo de música muy determinado: uno cuyos ritmos y armonías habrán de poseer una cualidad mimética que llevará al niño y al joven hacia la verdad, la belleza y la bondad.

Esta habituación de la que hablan Platón y Aristóteles se lograría con el canto y recitación de rimas y canciones, donde confluye lo poético y lo prosaico, uniéndose así el disfrute, el juego y el asombro con el aprendizaje.

 Ilustración de Mercedes Llimona (1914-1997), para el libro, «Juegos y canciones».

Y toda esta educación comenzaría con la llegada al mundo, no en vano el primer lenguaje del bebé es musical. Los recién nacidos no entienden de significados. Por el momento, su universo es más sensorial que intelectivo. Y la canción de cuna une para ellos ambos mundos. Porque, en las nanas la melodía y el ritmo se aúnan a la palabra. Y la palabra, aunque sea en minúsculas, supone siempre una encarnación. Da cuerpo a lo que antes había sido invisible e inaudible; y no solo con su aspecto semántico —todavía incomprensible para el bebé— sino también con el fonético y musical.

Las canciones de cuna tarareadas en voz baja al oído del niño, más que enseñarle algo, le aportan calma y seguridad frente al orden caótico del mundo en el que el pequeño ha irrumpido de repente. Son impresiones del corazón que empiezan con el mismo nacimiento, e incluso antes, en el seno materno. Y a través de esas canciones —como primer lenguaje que reconoce el bebé—, además de amor, sosiego y protección, podremos también empezar a comunicarle la verdad, la bondad y la belleza que alumbra al mundo.

Y de este lenguaje musical y poético propio de los niños hay en abundancia en nuestras nanas y rimas tradicionales. Dice la estudiosa de la literatura infantil, Carmen Bravo-Villasante, sobre la tendencia natural de los infantes a esa forma de comunicación poética:

«Ya desde muy pequeños, (…). Para el juego de prendas, para tirarse al agua, para saltar a pídola, para saltar los escalones, para pedir la lluvia, para columpiarse, para ocupar una silla, hasta para curar una herida, el niño recita y canta.
Los actos más vulgares y cotidianos se embellecen y se hacen originales mediante la poesía y la música, lo que nos demuestra que en el niño hay una predisposición innata para el verso y el canto».

La filósofa María Zambrano nos aclara el porqué de todo ello, apuntando al corazón:

«Aunque no preste atención el hombre al incesante sonar de su corazón, va por él sostenido en alto (…). Y así, los pasos del hombre sobre la tierra parecen ser la huella del sonido de su corazón que le manda marchar (…) [El corazón] está a punto de romper a hablar, de que su reiterado sonido se articule en esos instantes en que casi se detiene para cobrar aliento. Lo nuevo que en el hombre habita [es] la palabra».

Este impulso del corazón a la palabra, es la poesía, que tiene mucho de canto, de ritmo y de armonía; de música, en suma. Y es esa música, en semilla, en germen, lo que contienen las nanas, las canciones y rimas infantiles.

Como ejemplo de ello no voy a hablarles, ni de las colecciones de folclore infantil popular compiladas por Antonio Machado Álvarez dentro de la magna obra, Biblioteca de Tradiciones Españolas, ni del Cancionero infantil español, recopilado por el padre Sixto Córdova. Pero sí de dos autoras conocidas en esta web, Carmen Bravo-Villasante, y Elena Fortún.

De Bravo-Villasante les traigo de uno de sus mejores libros recopilatorios: Una, Dola, Tela, Catola: El Libro del Folklore Infantil (Miñón, 1976).

 
   

Como dice la autora y compiladora, Bravo-Villasante:

«Desde la infancia, los niños utilizan diariamente el folklore infantil: para contar los dedos de la mano, para andar, para balancearse, para poner la mesa, para sentarse, para comer, etcétera».

El libro contiene también numerosas canciones de corro y de comba en una gran variedad, al igual que adivinanzas, trabalenguas, villancicos, nanas y oraciones, todas ellas organizadas en distintos apartados.

 

El otro libro del que quiero hablarles es Canciones infantiles, escrito por Elena Fortún en el año 1934, con la colaboración de la pianista y compositora María Rodrigo, en el que ambas recogen muchas de las canciones de corro y los romances que solían cantar los niños españoles de la primera mitad del siglo pasado: «Quisiera ser tan alta como la luna», «El barquero», «Mambrú se fue a la guerra», y muchas otras. El libro está, además, preciosamente ilustrado por Gori Muñoz, cuyas láminas están reproducidas en todo su esplendor y conservando la maquetación y tipografía de la época, en esta nueva edición de la editorial Renacimiento, que reproduce en facsímil el libro original.

En el fondo de cada una de las canciones, sones o rimas contenidas en estos dos preciosos libros encontramos el antedicho principio mimético proclamado por los clásicos, que enseña que la música es la más imitativa de todas las artes y que tiene el extraordinario poder de moldear nuestros afectos.

Así que, les animo a que se sumerjan en compañía de sus hijos en estos dos, pequeños, pero bien surtidos volúmenes. Al hacerlo, rescatarán del olvido las poéticas y divertidas melodías de ese riquísimo folklore infantil nuestro, y, a un tiempo, se acercarán, más y mejor, a sus corazones infantiles, pues se encontrarán, de repente, hablando el mismo idioma de sus pequeños, él, tan olvidado hoy, lenguaje poético. De esta manera, juntos, compartiendo un espíritu inocente, podrán entonar estas canciones y rimas, como una lúdica celebración de la vida y una llamada para abrazar la alegría y la belleza de la existencia, y como un recordatorio de que a veces las cosas más valiosas de la vida son las más simples.

  

P.D.

Otros libros apreciables son los dos volúmenes editados por Hymsa, titulados Juegos y canciones y Otros juegos y canciones, preciosamente ilustrados por la siempre magnífica Mercedes Llimona, esta vez con un ligero toque a Kate Greenaway.

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26.09.23

Educar en la feminidad (VII). Del matrimonio y sus dificultades. Los contraejemplos: Tolstoi, Flaubert y Clarín

                «Atardecer nórdico de verano». Sven Richard Bergh​  (1858-1919).

  

    

    

«El amor de marido y mujer es la fuerza que une a la sociedad. Los hombres tomarán las armas e incluso sacrificarán sus vidas por este amor… Sin embargo, cuando es de otro modo, todo se vuelve confuso y desordenado».

San Juan Crisóstomo.

 

«El mal, no es un problema a resolver, sino un misterio a soportar».

Flannery O’Connor.

 

«El hombre no estará siempre en estado de inocencia; llegará a pecar y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano».

Cardenal John Henry Newman.

  

      

    

Intuimos –y abiertamente deseamos– que los libros que lean nuestros hijos sean un compendio de virtudes. Así, pensamos, se les mostrará claramente el bien, y así, aprenderán de la mejor y menos peligrosa de las maneras a ser buenos hombres. Pero, lo cierto es que esta, mitad intuición, mitad deseo, no es del todo cierta. Porque, tampoco está mal leer cosas no edificantes, siempre que estas lecturas estén debidamente presentadas como contraejemplos. Esto es así ya que, nuestros débiles intelectos tienden a apreciar las cosas más en contraste con sus opuestos, y, sobre todo, porque el mal únicamente se puede llegar a entender de modo indirecto, en confrontación con el bien, puesto que no tiene existencia por sí mismo.

Por otro lado, en el puro orden natural no nos encontraremos con la verdadera pureza, con la auténtica y plena bondad. En este mundo, hasta que llegue la hora, hasta que «llegue el tiempo de la cosecha», se encontrarán mezclados el trigo y la cizaña. Y la buena y la gran literatura puede ser un medio ideal para esta enseñanza. El cardenal Newman, en el discurso, Cristianismo y literatura, contenido en su libro, La idea de la Universidad (1852), escribió sobre esto:

«Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula… Sorprenderán a vuestros jóvenes… sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se le haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso».

Así que es bueno que nuestros hijos conozcan, no solo las virtudes, sino también los vicios, aunque siempre con nuestro atento seguimiento y atención. De esta manera, abordaremos los contraejemplos, tanto del noviazgo como del matrimonio, de la mano de Tolstoi, Flaubert y Clarín.

  

Guerra y Paz (1867), de León Tolstoi.

Tomemos de esta grandiosa –por arte y dimensiones– novela, a uno de sus personajes, Pierre Bezújov. Su noviazgo con la que será su esposa, Elena Kuráguina, se revela inadecuado y desemboca en un matrimonio que nunca debió celebrarse. Ya desde el principio de su noviazgo Pierre cree que casarse con Elena sería un error. Ve que su atracción se basa en su belleza física y, en último término en la pasión lujuriosa que le consume, e intuye que «habría algo desagradable, antinatural, (…) y deshonroso en este matrimonio». Y pese a ello, sigue adelante con la relación, cometiendo dos errores de juicio que desembocan en un casamiento desastroso.

En primer lugar, Pierre se engaña a sí mismo. Se convence de que Elena es más y mejor de lo que siente y presiente que es –meramente un cuerpo deseable, y además, un alma inmoral–, o que, al menos, ella podría llegar a cambiar:

«Al mismo tiempo meditaba sobre su inutilidad y soñaba con cómo sería su esposa, cómo podría amarle, cómo podría llegar a ser muy diferente, y cómo todo lo que había pensado y oído sobre ella podría ser falso».

El segundo error de Pierre consiste en procrastinar. No actúa cuando debe hacerlo, y deja que los demás, y los propios acontecimientos, se desarrollen y trabajen por y para él. A pesar de que, cuando conoce a Elena, tiene serias dudas sobre la conveniencia profundizar en la relación, concluyendo que lo mejor para él sería abandonar la ciudad, nunca llega a hacerlo, dejando que, más tarde, otros (concretamente, el príncipe Andrei Bolkonsky) le empujen a tomar la decisión de comprometerse en lo que será un desastroso matrimonio.

Así, vemos como el mal uso del noviazgo puede conducir a un matrimonio desgraciado.

  

Ana Karenina (1879), de León Tolstoi.

En esta novela, Tolstoi nos ofrece tanto un ejemplo como un contraejemplo de las dificultades de un matrimonio, y dos posibles desenlaces a esa crisis.

A pesar de su título —que parece referirse una sola protagonista, Ana— la novela presenta una panoplia de personajes que rivalizan con la mencionada Ana. Tolstoi aprovecha esta variedad de personajes para darnos una lección sobre qué es el amor y el matrimonio, a través del contraste entre dos parejas: Ana y Vronsky, y Kitty y Levin.

Al comienzo de la novela, se nos presenta a una joven Kitty enamorada del fascinador conde Vronsky y sujeta a la influencia del mundo profundamente superficial de Ana. Así las cosas, cuando el joven terrateniente Levin la pide en matrimonio, ella lo rechaza. Pero él persevera con paciencia y humildad, y la espera. No la presiona. Solo espera, hasta que más adelante la providencia les vuelven a reunir. Para entonces, Kitty ha madurado, se ha curado de su frívola superficialidad, y, para su dicha y la de su enamorado, acepta su nueva propuesta matrimonial.

Pero el matrimonio no siempre es fácil, especialmente al principio. Hay en la unión conyugal de Kitty y Levin choques, discusiones, celos. Hay dolor, pero también hay maduración y crecimiento. Así, ambos cónyuges tratan constantemente, con sus altibajos, de entregarse plenamente el uno al otro; de ser una sola carne. Su amor es más paciente que vivaz; pero crece en las dificultades. De esta manera, forjan una vida juntos, dejando atrás sus falsas visiones sobre el amor, y en su lugar se comprometen el uno con el otro con un matrimonio firme y real, arraigado en la comprensión, la comunicación y el afecto. Por ello, estas dificultades no hacen más que fortalecer su unión.

Frente a esta visión del casamiento se encuentra el desastroso matrimonio de Ana y su subsecuente relación adúltera con el conde Vronsky. Los dos amantes se dejan arrastrar por una pasión desaforada. Una pasión destructiva, fruto de su mutuo egoismo, que acaba con el matrimonio de Ana y finalmente la conduce al suicidio.

  

Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert.

De las heladas tundras de la Rusia de los Zares, pasamos a la sofisticada y elegante Francia del Segundo Imperio. Y frente a protagonistas ejemplares como Jane Eyre o las heroínas de Austen, transitamos a un contraejemplo igualmente instructivo, a otra Emma (y no podría ser más opuesta): Emma Bovary, la protagonista de la más famosa novela del francés Gustave Flaubert, Madame Bovary (1856).

Emma es una ilustración perfecta para las ideas amatorias contenidas en De l’Amour de Stendhal, tan de moda hoy. Las relaciones de la protagonista con su marido, y con sus amantes, León y Rodolphe, se ajustan por completo al modelo stendhaliano. Emma sólo conoce su deseo de «sentir amor», y considera a su esposo y a sus dos amantes como instrumentos para inducir este placer. No es más que una receptora pasiva de sensaciones, y está totalmente a merced de las mismas. Su felicidad depende de ser capaz de mantener sus ilusiones, lo que la lleva a romper su promesa matrimonial y a hacer trizas la fidelidad debida a su marido. En Emma Bovary se realiza la tremenda, y muy actual, frase del filósofo David Hume de que la razón debe ser esclava de las pasiones.

De esta forma, Emma –«una conciencia mezquina», según Henry James–, es presentada por su creador como una víctima de la exacerbación romántica que había dominado, y todavía dominaba, la esfera artística y social del siglo. Sobre estos presupuestos, Flaubert explora los efectos de ese enfermizo romanticismo en el alma de la protagonista, y como la infidelidad, el aburrimiento y el anhelo de pasión explosionan en un matrimonio fallido. A modo de demonios destructores que anidan y prosperan en el seno de la relación conyugal de los Bovary, estas perversiones amorosas terminan desembocando en el suicidio de la protagonista y en la ruina económica y moral de su familia.

Por ello, quizá la lectura de la obra pueda resultar conveniente. Por un lado, para hacerles ver a los chicos qué es lo que ocurre cuando se entiende el amor como una mera ilusión placentera, y se ve al supuesto amado como un mero objeto para satisfacerla. Y por otro, para resaltar la importancia de una buena elección y lo fundamental de un sano noviazgo, así como lo decisivo de afrontar una vida matrimonial presidida por el amor.

  

La Regenta (1884-5), de Leopoldo Alas, “Clarín".

Como contraejemplo patrio podríamos hablar de la obra maestra de Clarín, La Regenta.

En esta novela, el matrimonio de conveniencia de la protagonista, Ana Ozores, es un fiasco desde su planteamiento. Su origen y finalidad utilitarista, de búsqueda, a toda costa, de blasones y caudales, lo conduce al desastre. Escribe Clarín en su novela:

«Los nobles ricos buscaban a las aristócratas ricas, sus iguales; los nobles pobres buscaban su acomodo en la parte nueva de Vetusta, en la Coloniaindia, como llamaban al barrio de los americanos los aristócratas. Un indiano plebeyo, un Vespucio, como también los apellidaban, pagaba caro el placer de verse suegro de un título, o de un caballero linajudo por lo menos».

Aunque no solo residen aquí las razones del fracaso. La huella dejada en Ana por los anhelos románticos inspirados por una literatura sentimentalista tiene también su papel en la tragedia. Por todo ello, sus similitudes con Madame Bovary son grandes, y por esta razón recibió Clarín muchas críticas, aunque se trata de dos novelas dispares que, aun tratando el mismo tema, lo hacen con notables diferencias.

No obstante la fundada crítica a esos matrimonios de conveniencia, tan bien tratada en la novela, no siempre deben ser rechazados los consejos. A veces estos son sensatos y deberían, al menos, ser escuchados, sino atendidos, pues muchos son nacidos de una contrastada experiencia, y con frecuencia impulsados por afectos sinceros. Aunque, depende de quién estos vengan, ya que en ocasiones, como es el caso de La Regenta, mejor sería hacerles oídos sordos.

Llamo la atención aquí sobre un artículo de la época, de Mariano José de Larra, titulado, El casarse pronto y mal, donde el escritor aboga en estos temas por la sabiduría de los padres, a quienes, según él, se debe por principio atender. Y con este fin, narra el escritor madrileno la triste historia de dos jóvenes que se resisten a las sensatas recomendaciones de sus progenitores, creyendo ingenuamente que solo del amor podrían vivir, influenciados por algunas exitosas novelas francesas, pero cuyo enlace, desgraciadamente, termina en un sonoro fracaso.

  

Podría seguir acumulando ejemplos literarios, pues, muestras de buenos matrimonios las encontramos en otros muchos libros. Pero no acabaría nunca. No obstante, mis hijas me matarían si no cito algunos de ellos.

Así, he de hablar de Ana y Gilbert, en la serie Ana, la de Tejas Verdes, quienes están felizmente casados desde el quinto libro, y forman una feliz familia con siete hijos. Y ello, aunque su historia de amor comienza con una pizarra aplastada sobre la cabeza de Gilbert.

A pesar de (o gracias a) su tono cómico, me veo igualmente obligado a citar a la mayoría de los libros de P. G. Wodehouse. El escritor británico tendía a describir a las parejas como felices una vez que contraían matrimonio, si bien llegar a este estado era a menudo una prueba tortuosamente cómica. Es verdad que Bertie Wooster no se casa (aunque no por falta de ocasiones), pero dentro de su círculo familiar aparece un magnífico ejemplo de buen matrimonio en una de sus tías, la tía Dalia, casada con Tom Travers. Por cierto, a través de ella, Wodehouse nos da un sabio consejo matrimonial: la razón por la que su relación conyugal funciona tan bien es que no hace absolutamente ningún esfuerzo por moldear a su capricho a su esposo, algo que no se puede decir de la mayoría de las chicas con las que su sobrino tropieza.

Y, claro está, también tenemos los ejemplos de Tolkien. El Señor de los Anillos nos proporciona muchos matrimonios felices: Aragorn y Arwen, Faramir y Éowyn, Sam y Rosie o Celeborn y Galadriel. En otras de sus obras hay más ejemplos, entre los que destaca el de Beren y Lúthien, una historia de amor que relata el destino de estos dos amantes, quienes contraen el primer matrimonio entre un humano y una elfa inmortal. Una historia muy especial para Tolkien, tanto es así que los nombres Beren y Lúthien están tallados en la lápida que él y su esposa comparten en el cementerio de Wolvercote, en Oxford.

Para el caso de malos matrimonios encontramos ejemplos aún más numerosos, pues la morbosidad anudada a las tragedias a que pueden dar lugar, ha sido, lógicamente, aprovechada por los literatos. Todo el siglo XIX es un constante ejemplo, y tras Emma Bovary se suceden los casos: George Eliot, Thomas Hardy, Emile Zola, Honoré de Balzac, Henry James, Pérez Galdós o Pardo Bazán, entre otros.

Como ven el fondo de catalogo es inmenso, y muy atractivo y recomendable. Espero que ustedes y sus hijos puedan aprovecharlo.

  

Epílogo

Toda esta serie de entradas ha sido un intento de exploración, forzosa e intencionadamente limitada, de un tema tan complejo como es el alma femenina y sus implicaciones con otro asunto, también inmenso y misterioso, como es la relación entre los sexos y una de sus culminaciones naturales, el matrimonio.

La principal de estas limitaciones radica en que el examen se ha circunscrito al aspecto natural de todo ello, dejando para otros sus implicaciones sobrenaturales, pues como sabemos, el verdadero matrimonio es cosa de tres, y Uno de esos tres es inefable e inabarcable.

Por esta razón, las obras de los literatos mentados sufren, forzosamente, de una carencia. Hay algo que las limita, algo que hace que no sean ejemplos redondos de aquello que muestran. Todas ellas, incluidas sus heroínas, carecen de trascendencia, no apuntan al Cielo, ya que, como hemos dicho, dejan a un lado a Una de las tres partes que conforman todo matrimonio real.

No obstante, siguen siendo «útiles», en ese concepto de utilidad no mercantil, sino «como un bien que se difunde», que defendía Newman. Siguen ofreciendo a nuestras hijas adolescentes y jóvenes un ejemplo terrenal de aquello que puede llegar a ser el amor, su culminación en un buen matrimonio, y el camino de virtud a transitar. Abren las puertas de un jardín, un jardín que ya conocemos, hortus conclusus y locus amoenus que cultivar con esmero antes de contemplar el Cielo, a donde quizá Nuestra Madre pueda guiarlas un día. Pues, no olvidemos que María es, como nos dicen las Letanías, Iánua Cæli, la Puerta del Cielo.

 

18.09.23

Educar en la feminidad (VI): Del matrimonio y sus dificultades. Los ejemplos: Tolstoi, Undset, Dickens

                           «Libres del miedo». Obra de Norma Rockwell (1894-1978).

 

«El verdadero amor crece con las dificultades; el falso, se apaga. Por experiencia sabemos que, cuando soportamos pruebas difíciles por alguien a quien queremos, no se derrumba el amor, sino que crece».

Santo Tomás de Aquino. De Caritate.

  

«Pero el amor, en el sentido cristiano, no significa una emoción. Es un estado no de las emociones sino de la voluntad; ese estado de la voluntad que tenemos naturalmente acerca de nosotros mismos, y debemos aprender a tener acerca de otras personas».

C. S. Lewis. Mero cristianismo.

  

«El matrimonio es un duelo a muerte que ningún hombre de honor debería rechazar».

G. K. Chesterton. Un hombre vivo.

   

 

La cuestión a tratar hoy es la siguiente: ¿No han pensado como la idealización de la pasión romántica, por muy pura y perfecta que pueda llegar a ser, por muy loable que sean sus propósitos de cara a un matrimonio, ha socavado, y de forma importante, aquello que pretendía defender?

Y es que, en los últimos años, mientras celebrábamos la monogamia y la idealizábamos románticamente como antídoto contra los destrozos causados por la liberación de las costumbres sexuales, lo que hacíamos, al mismo tiempo y sin darnos cuenta, era socavarla con igual entusiasmo. Enseñamos a los jóvenes a esperar demasiado del enamoramiento, ayudando con ello a a confundirlo con el verdadero amor.

La felicidad —si es que puede alcanzarse en esta vida—, al igual que la justicia, tiene su precio. La ley moral es eterna e inmutable, y es por ello ineludible, incluso en el amor; pero es esquiva. A veces la confundimos, y más fácilmente de lo que debiéramos, con nuestros propios deseos, pasiones, opiniones, costumbres y modas. Y la vida familiar, y en especial la matrimonial en que aquella se funda, resulta afectada por esto, y también por circunstancias ajenas a la relación personal de los conyuges, como la enfermedad o las dificultades económicas; y, por último, por el tiempo, por nuestro propio cambio. Por ello, la relación matrimonial no es en absoluto fácil. Se halla llena de contratiempos, desesperanzas y frustraciones. Pero, afortunadamente, también está plagada de grandezas, satisfacciones y promesas; promesas, sí, y tan grandes que no caben en esta vida.

Estas satisfacciones y promesas son algo distinto a los efímeros goces del enamoramiento. Distinto, pero no de peor condición. De hecho, se trata de algo más auténtico y real, pues se aproxima mucho más a eso que llamamos el verdadero amor.

Pero, esta situación potencial y naturalmente crítica no resulta facial de aceptar y ni tan siquiera comprender. ¿Cuántas personas hoy, ante el desencanto que la vida matrimonial nos trae en ocasiones, optan por tirar por la borda su matrimonio y su familia?

Una primera idea que puede contribuir a fomentar esta falsa concepción del matrimonio, es la errónea comprensión del mito de las almas gemelas. J.R.R. Tolkien observó los peligros de este equívoco en una carta a su hijo Michael. Allí le advertía:

«Cuando el encanto desaparece, o simplemente se desvanece, piensan que han cometido un error y que la verdadera alma gemela está aún por encontrar. Con demasiada frecuencia, la verdadera alma gemela resulta ser la siguiente persona sexualmente atractiva que aparece. Alguien con quien podrían haberse casado de forma muy provechosa, si tan sólo…. De ahí el divorcio, para proporcionar ese “si tan sólo". Y, por supuesto, suelen tener razón: se equivocaron. Sólo un hombre muy sabio al final de su vida podría hacer un juicio sensato sobre con quién, entre todas las opciones posibles, debería haberse casado de forma más provechosa. Pero lo cierto es que la “verdadera alma gemela” es aquella con la que realmente estás casado».

Una segunda dificultad proviene de los cambios a los que el propio paso del tiempo da lugar. El Dr. Johnson nos advertía sobre cómo las ilusiones iniciales del enamoramiento pueden resultar afectadas, pero no culpando al matrimonio y sus circunstancias (que, a veces, hay que reconocerlo –y hoy más, a causa de los muy defectuosos noviazgos–, es el causante de los males), sino a la inevitable pérdida de la juventud y sus gozosos momentos:

«Es común oír a ambos sexos lamentarse del cambio [en el matrimonio]; relatar la felicidad de sus primeros años, culpar a la locura y la imprudencia de su propia elección, y advertir, a los que ven venir al mundo, contra la misma precipitación e infatuación. Pero hay que recordar que los días a los que tanto desean volver, son los días, no sólo del celibato, sino de la juventud, los días de la novedad y de la mejora, del ardor y de la esperanza, de la salud y del vigor del cuerpo, de la alegría y de la ligereza del corazón. No es fácil tomar la vida en cualquier circunstancia en la que la juventud no la haga más deliciosa; y me temo que, casados o solteros, encontraremos la vestidura de la existencia terrenal más pesada y penosa cuanto más tiempo se lleve en ella».

Ahora bien, esos cambios en el devenir de la vida conyugal pueden ser buenos y satisfactorios; plenos y gozosos. Porque es algo natural y purificador.

Pero, aprender a sobrellevar tales dificultades y comprender su sentido es, no solo algo que que vivir, sino también algo que enseñar. Y, aunque sabemos que la convivencia diaria de los padres es el mejor medio para esa enseñanza, pues nada hay como el ejemplo, también sabemos que lo decisivo es algo que no está en nosostros y que se nos regala a través del cauce del sacramento matrimonial.

No obstante ello, en cuanto a nuestra parte humana, toda ayuda es bienvenida, y, aquí, en esta cuestión también nos pueden auxiliar algunos buenos libros.

Por esta razón voy a hablarles de una breve novela de León Tolstoi, de otra (dividida en dos partes) de Sigrid Undset, y de una tercera de Charles Dickens.

   

FELICIDAD CONYUGAL (1859), de León Tolstoi

                               «Hora de dormir». Joseph Clark (1834-1926).    

En esta breve novela, León Tolstoi describe el desarrollo de las emociones y estados del corazón que embargan a su joven protagonista, María (Masha), desde su primer despertar al amor, hasta la culminación plena de este en el seno de una familia. En medio, asistimos al entusiasmo inicial de su matrimonio, al que sigue un período de abatimiento, cuando cree que todo amor ha desaparecido engullido por la rutina de la vida cotidiana, para, finalmente, alcanzar un nuevo clímax emocional en el que, el fervor inicial y el desencanto intermedio, dan paso a la sosegada felicidad de una vida doméstica bendecida por los hijos. Se trata de todo aquello que el esposo protagonista preludia, como su deseo, casi al comienzo de la novela:

«Una vida apacible, recogida, en la lejanía de nuestra provincia, con la posibilidad de hacer el bien a esas personas a las que es tan fácil hacer un bien al que no están acostumbradas; luego, el trabajo…, un trabajo que, según parece, es de provecho; luego, el descanso, la naturaleza, los libros, la música, el amor al prójimo; esa es la felicidad para mí y no “pienso que haya nada superior a ello. Y ahora, por encima de todo esto, una persona amada, una familia, quizá, todo lo que un hombre puede desear».

El mismo logro de vida que, hacia el final de la novela, descubre María, la protagonista:

«El sentimiento de antaño se convirtió en un recuerdo querido e irrevocable, y el nuevo sentimiento de amor por mis hijos y por el padre de mis hijos sentó el comienzo de otra vida, feliz de manera absolutamente distinta, una vida que aún no he terminado de vivir en este momento».

La obra pasó prácticamente desapercibida para la crítica y el público de la época, e incluso el propio Tolstoi experimentó por la misma cierto rechazo y decepción años después de su publicación. Sin embargo, al poco de esta publicación, recibió el apoyo del conocido crítico Apollon Grigoriev, quien tuvo en gran consideración a la novela por su sinceridad y realismo, por la profundidad de su análisis filosófico de la vida familiar, y por su naturaleza paradójica, puesta de manifiesto, según Grigorev, en la forma en que Tolstoi relaciona los conceptos de amor y matrimonio. Tanto es así, que el crítico llegó a calificar la novela como la mejor obra que Tolstoi había escrito hasta la fecha.

Sin ser –como creía, quizá algo exageradamente, el famoso crítico ruso– la mejor de las obras del autor ruso, no obstante, se trata de una novela profundamente necesaria hoy, en un mundo como el nuestro, adolescente y banal. Y, por si fuera poco, es un relato provechoso, lleno de esperanza y de un esclarecedor realismo, que habla de un concepto sano y profundo de matrimonio, pues, a pesar de las dificultades inciales, Tolstoi termina conduciendo a los protagonistas a una vida matrimonial armónica y estable, apoyada en la justicia y caridad mutua, y orientada a la formación y sostenimiento de una familia en el seno de la cual ambos habrá de llevar a cabo la difícil misión de educar cristianamente a los hijos. 

Por lo tanto, les invito a leer Felicidad conyugal. Aunque lo más conveniente sería hacerlo después de varios años de vida familiar; solo entonces este libro se apreciará plenamente. Incluso me atrevería a asegurar que su lectura podría ayudar a salvar a algún que otro matrimonio de la desesperanza y del hastío.

   

LA ORQUÍDEA SALVAJE (1929) y LA ZARZA ARDIENTE (1930), de Sigrid Undset.

                                            «Interior». Edgar Degas (1834-1917).

La novelista noruega (Nobel de Literatura en 1928), se convirtió al catolicismo en 1924. Como católica devota, tenía puntos de vista firmes al respecto del amor, el matrimonio y la vida familiar, pero, a un tiempo, su estilo realista le llevó a plasmar en varias de sus obras un enfoque nada romántico y tremendamente profundo sobre estas cuestiones.

Una de estas obras es la que relata la vida de Paul Selmer. Concebida inicialmente como una sola novela dividida en dos partes, tituladas, La orquídea salvaje y La zarza ardiente, se trata de una novela de conversión y de un tratado sobre el matrimonio católico.

Undset nos cuenta la historia de un joven, y su camino de vida desde el librepensamiento de su niñez y juventud hasta su conversión al catolicismo y posterior matrimonio. Un matrimonio infeliz al que el protagonista se mantiene fiel por razón de su fe y gracias a ella.

Selmer se convierte al catolicismo, y esto le transforma. Incluso su esposa Bjorg, a pesar de su superficialidad e inmadurez, y de su adulterio y su abandono, es vista tras esta conversión bajo una nueva luz, como una criatura de Dios con la que se encuentra ligado por una caridad que va más allá del amor humano. Su cruz es tratarla como tal, sabiendo que debe, no solo guiar hacia Dios las almas de sus hijos, sino también la de su esposa.

«Se había casado como quien acepta un regalo, algo que se recibe diciéndose que sería una descortesía no aceptarlo. Pero en el caso de su matrimonio lo que él había aceptado con tal ligereza era el destino de otra persona; el destino de una muchacha pura y virgen dejando aparte el mucho o poco relieve moral de la persona en cuestión».

Es en su fe donde Paul encuentra la fortaleza necesaria para mantener en pie su infeliz matrimonio. A pesar de las dificultades y tentaciones que le salen al paso, acepta el regalo de la gracia que a través del sacramento matrimonial le es ofrecido, y camina hacia la santidad a lo largo de todo el relato. Selmer, al convertirse, hace suyas libremente todas las consecuencias que se derivan de este paso, pero la gracia lo que le permite sobre llevarlas: perdona a su esposa, que le había abandonado para vivir en concubinato con otro hombre, y la recibe de nuevo en su casa, lo mismo que al hijo nacido de esta relación, que acoge como suyo; renuncia a muchos de sus sueños, incluido el volver con la que descubre habría sido el amor de su vida, y asume con resignación la ruptura con sus padres y hermanos. Paul ve que su matrimonio es indisoluble y se mantiene firme en él a pesar de que el afecto y la felicidad le son esquivos, pues el catolicismo les proyecta, a él y a su esposa, hacia una trascendencia.

«Nunca antes había sentido tan completamente que ambos [él y su esposa] eran seres humanos y que el vínculo entre ellos era irrompible».

Esta es la única de las novelas modernas de Undset que expone claramente el concepto católico del matrimonio, según el cual las parejas casadas no son solo dos personas que se unen a la caza de una esquiva felicidad terrena, o incluso en la búsqueda de un familia, sino que, los esposos participan por él en una gracia especial que otorga un carácter sobrenatural a los deberes de su estado de vida matrimonial. Escribe Undset:

«Como sacramento, como medio de gracia, el matrimonio debe haberse instituido principalmente para ayudar a las personas en el camino hacia la salvación eterna. En ningún otro supuesto es en absoluto probable que se pudiera sostener que es, y debe ser, una unión indisoluble, en la que ambas partes en primer lugar asumen deberes hacia Dios, y hacia el otro en Dios. (…). El matrimonio es un medio de gracia, sí, pero si los hombres se niegan a cooperar con la gracia, de nada sirve, ya que los hombres tienen, en todo caso, su libre albedrío para pecar».

Como católica, la escritora noruega creía en el carácter sagrado e indisoluble del vínculo matrimonial. Desde su conversión, hizo hincapié en la importancia de la caridad, la fidelidad, el compromiso y el sacrificio para una sana vida conyugal. De igual forma, destacó la dimensión espiritual y sacramental del matrimonio, considerándolo un camino hacia la santidad. Todo lo cual se plasma en estas dos novelas de una forma magistral.

   

DAVID COPPERFIEL (1850), de Charles Dickens.

                         «David se enamora de Dora». Frank Reynolds (1870-1953).

Si bien en el matrimonio, en cuanto a la parte natural y humana, debe estar presente una gran dosis de voluntad, es igualmente conveniente que, al mismo tiempo, haya en él afecto y algo de pasión. Por su propia naturaleza, esta pasión amorosa puede, paradojicamente, traer consigo choques, desencuentros y disputas; aunque, también reconciliaciones y ocasiones para el perdón, la redención, el sacrificio y el don de sí. Para restañar heridas y apagar conflictos, ciertamente, nada hay como los besos y los abrazos ardientes, nada como el afecto apasionado entre de los esposos.

En Dickens, sin embargo, en su novela David Copperfield (1850), observamos una anomalía que parece desbaratar esta idea. Por eso mismo, por esa aparente anti naturalidad, se trata de algo que nos llama la atención. Como les ha sucedido a muchos otros, como Orwell o Chesterton, por ejemplo.

El protagonista de la obra, David, se casa dos veces. Y lo hace con dos mujeres que no pueden ser más opuestas. Con la bella y encantadora, pero inmadura, Dora, y tras el fallecimiento de esta, con la bondadosa, abnegada y guardiana, Agnes. En una visión superficial de las cosas, podríamos pensar que David se equivoca en su primer matrimonio, y que con la muerte de su primera esposa, Dickens ofrece a una nueva oportunidad a su héroe; y de paso muestra una lección cautelar a sus lectores sobre la importancia de una buena elección, ya que Dora parece irresponsable y caprichosa, y Agnes, se nos muestra entregada, práctica y muy eficiente como esposa. Pero, por la misma razón, también podríamos ver a Dora como el verdadero amor de David, la Eva que el correspondía (Dickens da a entender que ambos se aman verdaderamente), y a Agnes como la hermana/madre que necesitaba para poner orden a su vida. Esposa y madre son dos funciones naturales pero muy diversas, aunque pueden coincidir en una misma persona –y es conveniente que así sea–; y así, un hombre puede necesitar de ambas (de una de ellas, necesariamente), aunque para ese hombre deben tratarse de dos personas distintas. Eso es lo natural. Por ello, quizá David no erró en su primer casamiento, y hubiera sido más deseable para él que Dora no hubiera fallecido. Chesterton parece verlo de esta manera:

«David Copperfield y Dora discutieron por el cordero frío; y si hubieran seguido discutiendo hasta el final de sus vidas, se habrían seguido amando hasta el final de sus vidas. Habría sido un matrimonio humano. Sin embargo, David Copperfield y Agnes estarían de acuerdo en lo del cordero frío. Y ese cordero frío estaría muy frío».

Aunque, probablemente ni una ni otra son la pareja ideal, pues, si bien es saludable y deseable que en el matrimonio exista el afecto apasionado y la atracción física entre los cónyuges, también lo es que en ellos habite un espíritu práctico y el afan de servicio a un bien común familiar que está por encima de cada uno de ellos. Por ello cada cónyuge debe ser, a un tiempo, compañero fiel, amante apasionado, y refugio y consuelo del otro y de la famiia que conforman.

Y vamos acabando. Del examen de las tres novelas comentadas se desprende una verdad humana que no admite discusión: no hay matrimonio sin dificultades. Sin embargo, y en todo caso, el matrimonio, a pesar de sus sinsabores y problemas –y quizá en parte por ello–, no es un mal lugar para el cristiano, sino todo lo contrario: se trata de una puerta al Cielo. Quizás refiriendose a eso, Chesterton, misteriosamente, escribió una vez:

«Todo el placer del matrimonio radica en que se trata de una crisis perpetua».