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13.02.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (II)

   «Solo Galahad podía ver la belleza perfecta del santo Grial». Obra de A. C. Michael (1881-1965).

       

 

  

«Tendrán que ir, penitentes,
A conquistar el SANTO GRIAL,
El cáliz del misterio, la copa milagrosa
Donde la trágica noche de la Última Cena,
Ardiendo en fuego sagrado, encendido por el amor,
Su sed de martirio apagó el Señor».

Ramón Cabanillas. El caballero del santo Grial

 

 
«Desde ahora, oh Beowulf, el mejor de los hombres,
mi afecto te doy y te tengo por hijo.
¡Sígate Dios concediendo sus bienes igual que hasta ahora!».

Beowulf

 



BEOWULF (siglo VIII)

                       «Beowulf se enfrenta al dragón». Obra de John Howe (1967).

Cuando se predicó por primera vez el cristianismo a las tribus germánicas y sajonas, se presentó a Cristo como un héroe. Y esta forma de evangelizar vio su reflejo en la literatura. El poema sajón Heliand (título que significa El Salvador), escrito en minúscula letra carolingia en la Abadía de Corvey a mediados del siglo IX, y cuyo tema es la historia de la salvación, describe a Cristo como un héroe y a sus discípulos como sus thanes. Pero las representaciones cristológicas no solo se limitaron a tratar de Cristo mismo, sino que, mediante la alegoría y la analogía los poetas crearon personajes inspirados en Nuestro Señor.

Una de estas obras es el Beowulf, el poema más largo y completo que se conserva del inglés antiguo, escrito al parecer en el siglo VIII en un ambiente monástico, y en cuyo rey guerrero protagonista, ven algunos un tipo de Cristo.

            Ilustraciones de Gareth Hinds (1971-) y de Patten Wilson (1869-1934).  

Esta figuración puede verse ejemplificada en muchos de los rasgos del héroe y en algunas de las circunstancias en las que se desenvuelve la acción. Varios estudiosos se han pronunciado a este respecto, reconociendo en Beowulf, el destructor de demonios infernales, el guerrero valiente y gentil intachable en pensamiento y obra y el rey que muere por su pueblo, rasgos de Cristo. En palabras del profesor Ángel Cañete Álvarez-Torrijos, en el poema, «superior y diferente a todos los demás se alza Beowulf, al que se nos presenta como guerrero, vasallo, y finalmente como rey».

En primer lugar, al comienzo de la historia, Hrothgar, rey de los daneses, presenta a Beowulf de esta manera: «Dios, en Su misericordia, lo ha enviado [Beowulf] para salvarnos de los ataques de Grendel [el malvado ogro]», para más adelante alabar a su madre en estos términos: «digo yo que la mujer que ha dado a luz a semejante hijo entre los hombres bien puede decir, si es que aún vive, que el Señor la llenó de gracia en su alumbramiento», lo que supone un claro paralelismo con la figura de Cristo, Dios hijo hecho hombre y enviado por Dios Padre como el Salvador, nacido en el seno de la «llena de gracia», para redimir a la humanidad del pecado. Otra similitud la encontramos en la descripción demoníaca del monstruoso ogro Grendel, hijo de Caín, como «el que durante tanto tiempo había estado perpetrando impíos crímenes contra la raza de los hombres, el enemigo de Dios», e igualmente cuando Beowulf «rasga el infierno» para enfrentarse a la gigantesca madre del ogro, en una guarida que es descrita con un lenguaje que recuerda al infierno mentado en las viejas homilías medievales. En la segunda parte del poema, el héroe guerrero emprende un azaroso e incierto viaje para buscar al dragón, el adversario de la humanidad, quien vive bajo tierra, entre azufre y fuego, y ejemplifica la codicia y el odio, en clara semejanza con el Maligno. El héroe lleva consigo en ese viaje a 11 camaradas, además de a aquel «que había iniciado toda esta lucha» (un ladrón que había despertado al dragón robando una copa de su tesoro, en clara alusión a Judas), lo que hace pensar en los 12 apóstoles. Sufre como Cristo antes de ese combate, «sintiendo su muerte»; sus hombres lo abandonan en su hora de necesidad; y finalmente muere en sacrificio por su pueblo.

Pero, obviamente, a pesar de todas estas semejanzas, Beowulf no es Cristo ni puede asemejarse a Él. El propio bardo así lo recalca cuando escribe: «era consciente el héroe de la magnitud de su fuerza, del poder que Dios le había concedido, y, por esto se encomendó a su gracia; así pudo vencer al odioso, al diabólico espíritu». Y, sobre todo, porque, aunque derrota al dragón, él mismo es derrotado por la muerte. Por ello, en todo caso, se trataría solo de una alegoría, como sugiere el padre M. B. McNamee, una manifestación artística de la fe cristiana, del relato de la Salvación expresado por medio de los viejos mitos nórdicos, purificados de su paganismo por medio del arte y del oficio de su anónimo creador, a fin de hacerlos servir a los propósitos del cristianismo. Y es que, muy probablemente, el propósito del poeta era establecer un modesto paralelismo sin ánimo de representación alguna. Como nos dice Tolkien, poniendo voz a las secretas intenciones del anónimo autor:

«Ésta, por lo tanto, es una historia sobre un gran guerrero del pasado, que usó los dones que Dios le había dado, de coraje, fuerza y linaje, de manera justa y noble. Pudo haber sido feroz en la batalla, pero al tratar con hombres no era injusto ni despótico, y fue recordado como un hombre milde y monðwaer [en las últimas líneas del poema]. Vivió hace mucho tiempo, y en sus tiempos y su reino no habían llegado las noticias de Cristo. Dios parecía lejano, y el diablo estaba cerca; los hombres carecían de esperanza. Murió triste, temiendo la ira de Dios. Pero Dios es misericordioso. Y también a vosotros, que ahora sois jóvenes e impacientes, os llegará la muerte algún día, pero vosotros tenéis la esperanza del Cielo, si usáis los dones según la voluntad de Dios. Brúc ealles wel!».

En español contamos con la magnífica versión del Beowulf realizada por Tolkien y editada por Minotauro y, algunas otras ––destinadas a un público infantil–– más simples y menos afortunadas, como el Beowulfo, de la Editorial Aguilar, en la Colección el Globo de Colores, y la versión de la colección Araluce adaptada por Manuel Vallvé ((aquí hablo más extensamente de ello).

 
LA BÚSQUEDA DEL SANTO GRIAL (1220)
 
                 «El caballero del santo Grial». Obra de Frederick J. Waugh (1861-1940).
Probablemente de todas las obras que examinaré, esta es la que contiene una planificación e intención más trascendente y, por lo tanto, la que busca con más ahínco trasladar al protagonista, el caballero Galahad, rasgos de Cristo. 
 
Son varias la obras en las que se recoge la historia, las más relevantes, La Quête du Saint Grial y la Histoire du Saint Grial, elaboradas ambas alrededor del año 1220, y que forman parte de la denominada Vulgata, que contiene el resto del ciclo artúrico (de ello hablo más ampliamente aquí).
 
Se trata de textos de clara inspiración religiosa basados en las enseñanzas de san Bernardo. Según el filósofo tomista francés Etiene Gilson, una teología de la gracia conforme a las enseñanzas del santo, subyace como un andamio teológico a toda su estructura novelesca. De los tres héroes de La Búsqueda solo Galahad, que vive desde un comienzo para lo espiritual, cumple los requisitos para ser un pequeño redentor humano de un mundo encenagado por la vanidad y el pecado y es por tanto el único digno de alcanzar a vislumbrar el verdadero significado del Grial. Como hace decir la Pardo Bazán a un de sus personajes en uno de sus cuentos: «¡dime… dime qué se necesita para ver el Santo Grial! (…) ¡Se necesita no ser pagano!…». Desde luego que sí, pero algo más, bastante más, también es necesario, pues únicamente llegarán a la meta aquellos caballeros que han entrado en la aventura debidamente confesados, y que a lo largo de toda ella mantienen el alma pura y limpia de todo pecado. En consonancia con ello, la obra se mueve en un terreno espiritual y es un texto didáctico y moralizador que va más allá de una mera ficción novelesca. Según Carlos Alvar, «lo más importante es —sin duda— que nuestro texto rompe con la tradición anterior para convertirse en una novela de simbología mística, pues no se trata de una búsqueda mundana, sino espiritual».
 
Sir Galahad es el caballero del Grial por excelencia, predestinado desde su nacimiento para un grandioso futuro. Hijo de Lancelot y Elaine de Corbenic, la dama del Grial, Galahad es noveno en la línea de Nascien, que fue bautizado por Josefo, hijo de José de Arimatea. Este linaje le conecta con aquellos que se dice que trajeron el cristianismo (y el propio Grial) a Gran Bretaña. Será él quien ocupe el «asiento peligroso» de la Tabla Redonda, que permanecía vacío, reservado por Merlín para el caballero que alcanzaría el Grial; será él quien tomará la espada de Merlín clavada en la roca; será él quien iniciará la búsqueda del Grial; y será él el único caballero que alcanzará a vislumbrar el significado del santo cáliz. 
 
Todos los miembros de la Tabla Redonda saldrán tras la aventura, pero uno a uno fracasan, aunque por distintas razones: Gawain y Hector porque consideran la búsqueda como una mera aventura. Lancelot debe renunciar por completo a Ginebra, y aun así solo alcanza a vislumbrar brevemente el Grial, y Sir Owein y el Rey Bagdemagus son asesinados. Solo tres llegan a su destino: Galahad, Bors y Perceval, y de ellos solo el primero (pues era el único que había mantenido su pureza y castidad) alcanza a comprender totalmente el misterio del Grial, tras lo cual, en una escena de gran misticismo, muere y «una multitud de ángeles lo elevan hacia el Cielo». Así canta el momento Ramón Cabanillas en su poema, O cabaleiro do Sant Grial, aunque, lo haga un poco gallego, pues lleva a Galahad al monte Cebreiro (Lugo), incorporando al tema artúrico una leyenda medieval gallega:
 
Trasposto de amor diviño
alza a frente Galahaz.
¡Seus ollos ven o miragro!
¡Encol da ara do altar,
á luz infinda, rrelumbra
o cáliz do SANT GRIAL!
Estala un cramor de sinos,
frorece en rosas o chan
e a Pomba da Renacencia,
o Misterio a renovar,
desce do ceo portando
a verde ponla da paz.
¡O seu arredor, en circo,
doce estrelas a brilar,
fican, voando quediño,
enriba do SANT GRIAL!
 
Traspuesto por el amor divino
alza su rostro Galahad.
¡Sus ojos ven el milagro!
¡En el ara del altar,
con una luz infinita, brilla
el cáliz del SANTO GRIAL!
Estalla un clamor de campanas,
florece en rosas el suelo 
y la Paloma de la Alianza,
renovando el Misterio,
desciende del cielo sosteniendo
la rama verde de la paz.
A su alrededor, en circulo,
doce estrellas brillantes
permanecen, silenciosamente suspendidas,
sobre el SANTO GRIAL! 
 
Galahad es, por tanto, el símbolo del caballero cristiano célibe, que elige el amor divino por encima del amor mundano y que encarna todas las virtudes cristianas en imitación de Cristo, recogiéndose en él algunos de sus atributos: pureza, castidad, humildad, bondad, facultades milagrosas… Es el caballero del cielo. A su vez, en forma figurativa, al emprender la búsqueda del santo Grial, el paladín arturiano dirige a los demás caballeros, a través de su ejemplo imitador de Cristo, en su camino hacia el reino de los Cielos. 
 
Pero Cristo, en razón de su naturaleza divina, redimió el pecado del mundo, algo que está fuera del alcance de Galahad, un mero mortal que ha de limitar su acción redentora a esa clase caballeresca a la que pertenece, por mucho que su pureza y santidad le diesen una condición excepcional («Mi fuerza es como la fuerza de diez,/ Porque mi corazón es puro», le hace decir al paladín el poeta Tennyson). 
 
Estas historias artúricas han tenido desde siempre una relación especial con mi tierra natal, Galicia. Muchos de los literatos gallegos se han acercado a esta «materia de Bretaña», para recrearla y, mágicamente, con ayuda de su imaginación, darle un aire galaico, que he de decir no le va mal del todo (quizá porque es nunca dejó de ser una materia propia; véase los Lais de materia artúrica del siglo XIII, el santo cáliz en el centro del escudo de Galicia y las semejanzas entre las tierras bretonas y galaicas). Emilia Pardo Bazán (El Santo Grial y La última fada), Ramón Cabanillas (su poema, O cabaleiro do Sant Grial, del libro de poemas Na noite estrellecida), José Luis Méndez Ferrín (Percival y otras historias), Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J.B.) y mi debilidad, «el más artúrico de todos los escritores gallegos», Álvaro Cunqueiro (Merlín y familia), han rozado estos mitos caballerescos y los han hecho un pouquiño galegos.
 
No me resisto a reproducir un bello párrafo de Cunqueiro que suscribo, palabra por palabra:
 
«Pero yo vuelvo al viejo texto de la Demanda del Santo Graal, (…). Regreso, con el recuerdo de los romances escuchados en la niñez, al país de Artur, a las selvas de Brocelandia (…). Imaginando a don Galaz —a Sir Galahad— cabalgando hacia Cebreiro, donde el lobo y el águila se saludan, rozando con las plumas de su yelmo las ramas verdes de los alcapudres, y escuchando la voz eterna del viento en los hayedos, para arrodillarse ante el Cáliz en que conoció verdaderamente la sangre de Cristo».
 
Pero en esa obra no encontramos tampoco a Cristo, al menos Su persona. No obstante, la obra nos acerca a Él. Como dice el famoso medievalista francés Albert Pauphilet:
 
«El Grial es la manifestación novelesca de Dios. La búsqueda del Grial, por tanto, no es, bajo el velo de la alegoría, más que la búsqueda de Dios, más que el esfuerzo de los hombres de buena voluntad hacia el conocimiento de Dios».
 
 

5.02.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (I)

          «LLevando la cruz». Obra de Viktor Bychkov (1956-).
 
 
«Quien no cargue con su cruz y me siga, no es digno de mí».
Mateo, 10, 38. 
 
   
  
Cualquier hombre, sea cual sea su creencia, incluso un agnóstico o un ateo honestos, estará de acuerdo en la naturaleza extraordinaria y fuera de lo común de Jesucristo. Él protagoniza la mayor de las historias. Inconcebible, fuera del alcance de toda fantasía humana. Como diría Tolkien, la eucatástrofe jamás contada. Una historia de un asombro inagotable; infinita cual infinito es su protagonista. La humildad, el coraje y la compasión de Cristo son incomparables e inimitables, aun cuando Él siga siendo, al tiempo que divino, completamente humano.
 
Y esta historia es más inconcebible y extraordinaria aún, si pensamos que Cristo, siendo como es Dios (siempre lo ha sido), no necesitaba a Pilatos, ni a Judas, ni a Pedro, ni a Pablo, ni a ninguno de los demás, así como tampoco a ninguno de nosotros. No necesitaba la caída, que la crucifixión y la resurrección corrigen definitivamente. No necesitaba la muerte, salario del pecado causado por la caída. Dios no estaba obligado a nada en la creación, ni siquiera a llevar a cabo una creación. Corrige el pecado y la muerte humanos mediante una expiación que, como nos dice san Atanasio, revela algo completamente nuevo: que Dios es Uno en una Trinidad de personas, deseoso de redimir una ofensa frente a Él por un acto de si mismo a través de si mismo (Jesucristo), y todo ello por amor.

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22.01.21

Cristo, héroe de héroes

                                       «El León de Judá». Julia Sanmartin Sesmero. 

     

  

«Porque bajé del cielo para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió».

Juan, 6, 38.

  

   

  

Vivimos malos tiempos para los héroes, lo cual, lamentablemente, no tiene nada de extraño. En una época de relativismo atroz, ¿cómo va a florecer el ser menos relativista de todos, el héroe?

Como señala el académico Carlos García Gual, «esfuerzo, humildad, resistencia: estas son las cualidades del héroe» y, como todos sabemos, difícilmente pueden ser apreciadas en un mundo donde reina la vanidad y el capricho, y donde las comodidades y el confort lo son todo.

Tampoco podemos olvidar que, siendo el héroe aquel en quién se encarnan las virtudes a las que los hombres han de aspirar, estas deben precederle, pues sin virtudes no hay héroe que las ejemplifique, que las haga carne y sangre. Por desgracia, hoy el relativismo y la amoralidad han arrasado con el concepto de virtud. El filósofo Alasdair MacIntyre, en su obra Tras la virtud (1981), nos dice que la visión clásica de la virtud era simple: el poder por el cual el hombre pasaba de «ser como era» a «ser como debería ser», al alcanzar su telos o propósito. Este telos estaba conectado esencialmente con la propia naturaleza. Ser virtuoso era simplemente actuar de acuerdo con ella. Para nosotros los cristianos, esto significa algo más, porque supone no solo alcanzar la perfección de esa naturaleza, sino sublimarla para convertirnos en verdaderos hijos de Dios. Cierto que ello no es obra nuestra; cuando acontece, su causa última es la gracia divina generosamente derramada, sin la cual nada es posible, como expresa el gran poema de Francis Thompson, El Lebrel del Cielo (1893): «El Amor que me persigue/Si al final me consigue/No dejará brillar más que su llama». Es Dios quien nos busca, quien nos transforma, quien nos salva, y a nosotros solo nos queda dejarnos atrapar, o al menos, como dice el poeta T. S. Eliot en su obra Cuatro Cuartetos (1941), hacer lo que podamos para que así suceda, sabiendo que nada podemos…

«Para nosotros, solo queda el intento,

El resto no es cosa nuestra».

Pero, por pequeño que sea, este es un hacer esforzado, un hacer heroico en el que tendremos de actuar como nos dice san Pablo: «velad, estad firmes en la fe; portaos varonilmente, y esforzaos» (1 Corintios, 16, 13). Y Cristo, héroe de héroes nos muestra cómo hacerlo.

En Cristo se reúnen y se subliman las características atribuidas por todas las culturas al héroe. El patrón es simple, expuesto por autores como el antropólogo británico James George Frazer en su famoso estudio La Rama dorada (1890) o el profesor de literatura comparada estadounidense Joseph Campbell con su obra El héroe de las mil caras (1949), y está representado en miles de historias, comenzando en la epopeya de Gilgamesh, pasando por El Señor de los Anillos y acabando en películas como La Guerra de las Galaxias: el héroe abandona su vida cotidiana, se enfrenta por su pueblo a desafíos, sufrimientos e incluso a la muerte, se transforma a través de todos estos trances, y luego regresa al mundo ordinario, generalmente como un rey.

Los cristianos sabemos porqué. Como señalaba Tolkien, el cristianismo es el mito verdadero. Jesús existió y esto es lo que da sentido a todas las demás narraciones. Es la historia en la que todas las demás tienen su fuente y a la que todas apuntan. Como C. S. Lewis señaló, «la historia de Cristo es simplemente el mito verdadero: un mito trabajando en nosotros de la misma manera que los otros, pero con esta tremenda diferencia, y es que este realmente sucedió».

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12.01.21

De la imagen y la palabra


                        «El espejo convexo». Obra de George Lambert (1873-1930).
 
 
 
 
Lectura: 10 minutos.
 
 

«La poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda».

Simónides de Ceos


«La pintura es poesía muda; la poesía pintura ciega».

Leonardo da Vinci


«No hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras».

Juan Luis Vives

 
 

George Lambert, un pintor australiano de principios del siglo XX, tiene entre sus obras un cuadro, titulado El espejo convexo ––con el que se encabeza este artículo––, en el que se representa a sí mismo y a las demás personas que junto a él ocupan una estancia. Pero, aquello que Lambert refleja en su cuadro está mediatizado por el cómo y a través de qué percibe lo que representa. El cuadro muestra, no solo al pintor reflejado en un espejo convexo, si no, además, lo que el artista ve de la habitación en la que está. Por supuesto, lo que los espectadores observamos en el cuadro es aquello que el artista percibe, pero en su visión deformada por el espejo convexo en el que fija su mirada y que le refleja, y con él, a toda la habitación en la que se halla.

Este cuadro constituye un experimento pictórico que viene repitiéndose, de vez en cuando, en la historia de la pintura (desde el conocido Autorretrato en espejo convexo, del pintor renacentista italiano Parmigianino), y puede servir para mostrarnos que la percepción de nuestra propia imagen (sea autopercepción, sea la que los demás tengan de nosotros), puede verse deformada por la interferencia de la tecnología, sin que sea relevante que se trate de un espejo convexo o de una pantalla digital.

La diferencia entre Lambert y Parmigianino y la mayoría de nosotros es que los dos pintores sabían lo que hacían (un experimento pictórico), y eran conscientes de que aquello que reflejaban en sus cuadros era solamente una deformación de su imagen y de su mundo a la luz de un reflejo convexo. Sin embargo, para el hombre de hoy, la imagen de sí mismo y del mundo que habita que reflejan las pantallas, las redes sociales e internet, es la realidad, sin que siquiera sospeche o se plantee que sea ––como es–– un mero simulacro, pálido reflejo, deformado e ilusorio, de lo que verdaderamente es real.

Y esto es una tragedia de grandes proporciones que hunde sus raíces en la aguda distorsión que vivimos hoy en la relación entre la imagen y la palabra, y la primacía que la primera ha adquirido sobre la segunda, con alteración de la jerarquía natural entre ambas. Y en todo ello juega hoy un papel principal la preeminencia que ostenta en nuestras vidas la tecnología digital, como medio distorsionador y deformante de lo percibido a través de nuestros sentidos, a modo de espejo convexo.

Vaya por delante que considero, tanto a la palabra como a la imagen, necesarias e imprescindibles, y que siempre he disfrutado de la belleza de la que son portadoras, cuando así ha sido. No obstante, el hombre ha encontrado siempre difícil establecer una relación armónica entre las dos. Es cierto. Desde el principio se tienen noticias de un enfrentamiento, y hasta incluso cuando se trató de que la palabra se acercase a la imagen a través de la escritura, no se pudo evitar este antagonismo. Quizá la razón de esta dificultad esté más allá de nosotros. Quizá se remonte al principio de los tiempos, incluso antes de nuestra caída. Allá en los Cielos. Cuando tuvo lugar la batalla que terminó con la expulsión de Lucifer y sus huestes a los infiernos.

Y desde entonces, la imagen ha venido sufriendo un lento desgaste y corrupción en cuanto a su brillo y verdad, asociándose cada vez más a lo bajo, lo perverso, lo pornográfico. Y desde entonces, la imagen, distorsionada con esa carga de significación perversa facilitada por la tecnología, ha venido ganando terreno a la palabra.

De esta manera llegamos hasta hoy día, donde la imagen impera, pero no como trasunto de belleza, sino de fealdad y corrupción. Se ha vuelto, no semejante a la Verdad, sino desviada de sus fines naturales, encaminada a una distorsión y, finalmente, a una suplantación de la Verdad. Y en esta corrupción de la imagen estamos.

Un filósofo postmodernista, Jean Baudrillard, y un sociólogo moderno, Neil Postman, uno ateo y otro agnóstico, coinciden en su valoración de este problema con un católico profesor de literatura clásica, John Senior. Los tres abominaron en su día del dominio cultural de la imagen y de su cada vez más desviada función, distorsionada por la tecnología; un dominio totalitario, transformador, perverso y demoníaco. Siendo, cada uno a su manera, una suerte de profetas.

En su ensayo El malvado demonio de las imágenes, 1984, escribe Baudrillard:


«Es precisamente cuando parece más veraz, más fiel y más conforme a la realidad cuando la imagen es más diabólica, y nuestras imágenes técnicas, ya sean de fotografía, cine o televisión, son en la abrumadora mayoría más ‘figurativas’ y ‘realistas’, que todas las imágenes de las culturas pasadas. Es en su parecido, no solo analógico sino tecnológico, que la imagen es más inmoral y perversa».


Neil Postman no le va a la zaga. Su cuasi-profética obra, Divertirse hasta morir, 1985, sigue estando de actualidad y en ella puede leerse al respecto de la influencia cultural de la televisión lo siguiente:


«Voy a decir una vez más que no soy relativista en este asunto y que creo que la epistemología creada por la televisión no solo es inferior a una epistemología basada en la imprenta, sino que es peligrosa y absurda». Postman tildó la «caja tonta» de propagadora de «irrelevancia, impotencia e incoherencia», en lo que, a los ojos de hoy, parece una descripción sumamente acertada. Y concluía su libro diciendo que «es solamente el lenguaje el que nos permite pensar críticamente (…). Es el lenguaje el que nos hace claramente humanos».


Y sobre Senior, ya sabemos de su, para muchos, drástica postura mostrada en su obra La Restauración de la cultura cristiana, 1983:

«Pero, en primer lugar, no seríamos serios en nuestra intención de restaurar la Iglesia y la Ciudad si no tenemos el sentido común de destruir nuestro aparato de televisión.» (…) «Los aparatos electrónicos no son malos solamente en cuanto se apartan del fin, sino también en cuanto a los medios mismos que son destructivos de la imaginación y la sensibilidad, como lo es la televisión».


Son advertencias algo alejadas en el tiempo, pero que hoy cobran una actualidad inusitada.

Y sin embargo, si lo pensamos bien, lo cierto es que la imagen, en origen, no puede ser mala. Como nos dijo santo Tomás, nada que sea es malo. Pues el mal es la mera negación. Un parásito del ser. Y la imagen forma parte de nuestra pedagogía ontológica, e incluso teológica. Hemos sido hechos a imagen y semejanza de la Palabra.

Además, vivimos una paradoja. Una de entre las muchas que contiene el cristianismo. Y esta es, que, obviamente, lo divino no podría representarse en imágenes y, sin embargo, para conectar con lo humano, debe representarse en imágenes.

Baudrillard habla de ello:


«¿Qué pasa con la divinidad cuando se revela en iconos, cuando se multiplica en simulacros? ¿Sigue siendo el poder supremo que simplemente se encarna en imágenes como una teología visible? ¿O se volatiliza en los simulacros que, por sí solos, despliegan su poder y pompa de fascinación, con la maquinaria visible de los iconos sustituyendo la pura e inteligible Idea de Dios?».


Así que, quizá el problema no es la imagen en sí, sino su mal uso y la tiranía que ejerce en nuestras vidas, auspiciada por las nuevas tecnologías.

Si acudimos a las Sagradas Escrituras, veremos que en ellas se nos muestra una relación entre imagen y palabra que no es de oposición, sino de cooperación. Pensemos en los profetas. El término hebreo para designarlos hace referencia a la visión (roeh, vidente). Sorprendentemente, no existe un término equivalente en hebreo que los defina como oyentes. A pesar de ello en el Antiguo Testamento se contienen muchos más ejemplos de experiencias proféticas recibidas a través del oído que por medio del ojo, introducidas invariablemente por la frase «la palabra del Señor vino a mí, y me dijo». La fórmula suele tener una secuencia colaborativa particular. Una visión es comúnmente seguida por un mensaje verbal; de hecho, el acto de ver se presenta a menudo como una etapa preliminar, preparando al profeta para escuchar la voz de Dios. Solo después de que Jacob haya visto la visión de una escalera que conecta el cielo y la tierra, oye a Dios hablándole en su sueño (Génesis 28, 12-15). José tiene primero dos sueños vívidos y luego da una interpretación verbal de lo que ha visto (Génesis 37, 5-11). Moisés ve primero la zarza ardiente, y es a continuación cuando Dios lo llama y dice: «“¡Moisés, Moisés!”, “Heme aquí”» (Éxodo 3, 3-4). Entre los últimos profetas se repite un patrón similar. Isaías comienza con «Visión que Isaías, hijo de Amós, tuvo acerca de Judá y Jerusalén» (Isaías 1, 1), y luego continúa con el mensaje verbal que recibió de Dios, comenzando con «Oíd, cielos, y tú, tierra, escucha; porque habla Yahvé» (Isaías 1, 2). Más tarde, el profeta ve por primera vez al Señor sentado en un trono, rodeado de serafines de seis alas; y solo después de que sus labios son purificados por uno de los serafines con un carbón encendido, es capaz de escuchar la palabra de Dios (Isaías 6, 1-8).

En el Nuevo Testamento vemos algo similar. Cuando Jesús acude a ser bautizado por su primo Juan, se entreabrieron los cielos y se vio «al Espíritu que, en forma de paloma, descendía sobre Él», y solo luego, «sonó una voz del cielo: “Tú eres el Hijo mío amado, en Ti me complazco"» (Marcos, 1, 10-11). En la transfiguración del Señor, Pedro, Juan y Santiago, vieron que «la figura de su rostro se hizo otra y su vestido se puso de una claridad deslumbradora»; a continuación lo contemplaron hablar con Moisés y Elías, y solo después de estas visiones escucharon: «“Este es mi Hijo el Elegido: Escuchadle a Él”» (Lucas, 9, 29-35). Pablo (Hechos, 9, 3-9) tiene una visión deslumbradora que lo hace caer («de repente una luz del cielo resplandeció a su rededor») y que lo deja temporalmente ciego, y solo entonces escucha la voz de Jesús («“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”»).

Vemos pues aquí una relación. Cierto que hay una preeminencia de la palabra sobre la imagen y una relación instrumental de esta respecto de aquella; pero hay armonía entre ellas. Aunque, obviamente, no se trata de cualquier palabra, no es la que enlaza con su significado por convención humana, no, pues, como nos dice san Pablo, «La fe viene, pues, del oír, y el oír por la palabra de Cristo» (Rom. 10,17).

En lógica consecuencia con todo ello, el uso de imágenes de Cristo, la Virgen, los santos o las escenas bíblicas puede remontarse hasta los primeros días del cristianismo. Pero pronto, de la mano de la idolatría se introdujeron prácticas corruptoras y supersticiosas, las cuales fueron conformando el clima apropiado de conflicto y confusión que dio lugar a la disputa y la ruptura cismática: el primero de los asaltos serios por parte del Maligno. Y esta jerarquía armónica entre palabra e imagen continuó siendo asediada, asedio que ha adquirido en los últimos tiempos una intensidad inusitada. Hay una acción subversiva cuyo último asalto viene de la mano de la tecnología digital, y que trata de alterar este orden sagrado.

Y en ello estamos. La televisión, los smartphones, los videojuegos, las redes sociales…, todo conspira contra nosotros mismos, inducido e impulsado por nosotros mismos.

Si Senior, Postman y Baudrillard estuvieran hoy con nosotros muy probablemente nos dirían: «¡Rompe tu teléfono inteligente!». No me cabe duda alguna. Sé que no parece posible escapar de esta tiranía de la imagen que padecemos hoy, una imagen corrupta que nos aparta de la Verdad. Estamos atrapados. Pero podemos intentar sacudirnos un poco este yugo y, al menos, ser conscientes del riesgo y del lugar al que quieren llevarnos. Es mejor que nada. Roguemos porque sea así, pues sin Él nada podemos.

 
 
 

4.01.21

De libros, unicornios y niños

  Detalle de «La caza del unicornio», serie de tapices flamencos, entre 1495 y 1505.

  

 «¿Vamos a negar la existencia del unicornio porque lo más del tiempo sea animal invisible, oculto como un sueño? Por ese camino llegaríamos a negar la existencia del alma humana. ¡Invisibilidad no quiere decir irrealidad!»

Álvaro Cunqueiro

 

«Alicia no pudo impedir que los labios se le curvaran en una sonrisa mientras rompía a hablar, diciendo:

—¿Sabe una cosa?, yo también creí siempre que los unicornios eran unos monstruos fabulosos. ¡Nunca había visto uno de verdad!

—Bueno, pues ahora que los dos nos hemos visto el uno al otro —repuso el unicornio—, si tú crees en mí, yo creeré en ti, ¿trato hecho?»

Lewis Carroll

 

  

Entre mis sobrinos se encuentra una niñita de unos cuatro años, muy despierta, pizpireta y con el encanto propio de los modos y el lenguaje de su tierna edad (no es una excepción. Tengo la suerte ––y sus padres más–– de que todos mis sobrinos son estupendos). Ella me recuerda y no me recuerda a mis hijas con esa edad. Cada niño es un mundo, un pequeño universo abierto e inocente, inmaculado y dispuesto a creer en lo que hay que creer. Pues bien, a esa niñita le entusiasman los unicornios, y esa afición suya ha despertado mi curiosidad y me ha hecho interesarme por el tratamiento dado a estos seres míticos en la literatura infantil y juvenil.

Probablemente, los unicornios son, junto con los dragones, las más conocidas criaturas que pueblan las fantasias infantiles, aunque, sin duda, su origen se encuentre mucho más allá, perdiéndose entre la niebla, en el principio de los tiempos.

Durante la mayor parte de ese largo período, hasta bien entrada la Edad Media, predominó la creencia de que se trataba de animales reales, de carne y hueso. Para encontrar la primera referencia escrita conocida hay que remontarse al año 400 a. C., cuando el historiador griego Ctesias describió un animal parecido a un unicornio en sus escritos sobre la India. Incluso Aristóteles en su obra, Historia de los animales, dio por buena la existencia del «asno indio» de un solo cuerno descrito por Ctesias. Más tarde Plinio el Viejo (Naturalis historia) y Claudio Eliano (De Natura Animalium) vuelven a hablarnos de él, lo mismo que san Isidoro en sus Etimologías.

Pero es en la Edad Media cuando el unicornio adquiere un relieve nuevo, y de una criatura feroz, veloz e imposible de capturar, con un cuerno mágico capaz de curar numerosas dolencias, pasa a adquirir una nueva dimensión, como símbolo de pureza, protección y caballerosidad. Hasta llegó a rodeársele de connotaciones religiosas, atribuyéndosele, incluso, el ser una alegoría de Cristo; y así,  dice el monje y poeta anglo-normando de principios del siglo XII, Philippe de Thaün, refiriéndose al unicornio, en su obra Bestiairie (1121):

«La bestia de esta índole representa a Jesucristo (…) Esta bestia, en verdad, representa a Dios; la doncella representa, sabedlo, a Santa María; igualmente, por su pecho ha de entenderse la Santa Iglesia, y el beso debe representar la paz».

Durante esta época, las imágenes y descripciones de unicornios se incluían comúnmente en los bestiarios medievales como el de Philippe de Thaün, y el unicornio se convirtió en un motivo popular en el arte medieval. Hoy en día todavía se le puede encontrar en todas partes, y los libros para niños son uno de sus lugares favoritos, aunque, ciertamente desprovisto de su carácter místico.

 

La dama y el unicornio. Obra de Armand Point ().
 

                       «La dama y el unicornio». Obra de Armand Point (1860-1932).

A diferencia del dragón, el unicornio no es repulsivo u horripilante, sino bello y seductor. Ha sido rastreado (no con mucho éxito) entre varias especies de animales (el narval, el rinoceronte, el ciervo, o el extinto elasmoterio). Se le ha vinculado a los cielos estrellados, asimilando su único cuerno a la proyectada umbra cónica de la luna en el eclipse solar. Se ha recogido y guardado su recuerdo en leyendas, sagas y poemas. Entre sus atributos más significativos se encuentran, en primer lugar, su asta, que frecuentemente se representa en espiral, luego, la vertiginosa rapidez de sus acciones, sus hábitos solitarios, los colores atribuidos a su cuerpo, y finalmente su sumisión y obediencia a las doncellas. Al decir del poeta Rainer María Rilke en sus Sonetos a Orfeo, el unicornio es un animal que,

«No existió, ciertamente.
Pero, porque lo amaban, puro, se hizo»
(…)
«Se aproximó a una doncella,
Y existió en su espejo de plata como en ella».

En cuanto a su carácter, se le atribuye un comportamiento ambivalente y cambiante: en ocasiones es un ser gentil y dócil, pero también puede ser el más feroz de los adversarios. En suma, una criatura fascinante.

 

 

El primer recuerdo literario sobre unicornios que me viene a la memoria es un breve álbum infantil que leí hace años a mis hijas, bellamente ilustrado por Neil Redd y titulado Unicorn dreams (publicado en 1997, y, que yo sepa, no traducido al español). Muestra la historia de un niño clarividente que ve lo que todos los demás no pueden apreciar ––un unicornio que se le aparece en todas partes––, y que una tarde convence a sus compañeros de clase de que los sueños pueden hacerse realidad, conduciéndolos de la mano de su unicornio al país de la fantasía. Se trata solo de uno de muchos posibles ejemplos que podría presentar, pero lo he elegido ––no obstante la imposibilidad de encontrarlo en castellano––, por la delicadeza de la historia y la belleza de sus ilustraciones. Lo cierto es que aunque hoy día pueden encontrarse infinidad de álbumes infantiles con la figura del unicornio entre sus páginas, se trata más de un abuso que de una bendición, ya que la mayoría de las historias son sumamente banales y las ilustraciones que las acompañan no poseen ni un mínimo de belleza (lo que no es de extrañar, pues ese es uno de los grandes defectos de la ilustración contemporánea).

Sin embargo, para chicos algo mayores y amantes de la lectura (de 10 años en adelante), la cosa mejora un poco, y así, se pueden encontrar algunos ejemplos notables.

 

 

Podríamos comenzar por la magnífica novela El pequeño caballo blanco (1946) de Elizabeth Goudge (Medalla Carnegie en el año de su publicación), en la que un unicornio ayuda a la huérfana protagonista, María Merryweather, en su lucha contra los terribles hombres negros del bosque Tenebroso. Desde que la primera Princesa de la Luna huyera del valle de Silverdew con su misterioso caballo blanco ––un unicornio––, sus habitantes viven sometidos a la tiranía de esos hombres malvados. La persuasión de su escenario ––la señorial Moonacre Manor en el centro del idílico valle de Silverdew a mediados del siglo XIX––, su elenco de personajes, entre los que destacan la joven María, ––huérfana, pelirroja y luchadora–– junto con sus aliados animales y su amigo Robin, y el siempre inquietante recuerdo de la Princesa de la Luna y su pequeño caballo blanco, hace singular y recomendable este libro, del que mis hijas guardan grata memoria.

En la más famosa de las novelas de fantasía de Alan Garner, Elidor (1965, no traducida al español), Findhorn, un unicornio, es rescatado por niños protagonistas, quienes, de manera inexplicable, son llevados al fantástico país de Elidor precisamente para ese propósito. No solo es que Findhorn sea una criatura poderosa ––su muerte puede tener repercusiones en todo el universo–– sino que, como la leyenda estipula, también es obediente a una virgen, como es el caso de la joven protagonista Helen. Los chicos descubren que el canto del unicornio podría evitar la catástrofe, pero no saben como lograr que la bestia lo entone. Finalmente, Findhorn, malherido y con su cabeza reposando en el regazo de Helen, canta una melodía salvadora.

 

 

En La última batalla (1956), el libro que da término a las Crónicas de Narnia de C.S. Lewis, aparece un unicornio, de nombre Jewel, cuya prominencia en la historia es evidente, ya que es él quien expresa el sentimiento que ha de embargar a los bienaventurados cuando entren en el Reino de los Cielos. Como es sabido, en este último volumen, Lewis muestra, alegóricamente, la visión de la escatología cristiana del mundo: la conciencia de que la vida de cada persona termina con las cuatro últimas cosas: muerte, juicio y, como resultado de este, Cielo o Infierno. Jewel el unicornio lo recuerda diciendo: «todos los mundos llegan a su fin; excepto el propio país de Aslan», y, luego, cuando él mismo llega a este lugar (el Cielo) exclama lo que todos los salvados exclamarán: «¡Por fin estoy en casa! ¡Éste es mi auténtico país! Pertenezco a este lugar. Ésta es la tierra que he buscado durante toda mi vida, aunque no lo he sabido hasta hoy».

Por último, en Un planeta a la deriva (1980), de Madelaine L’Engle (la tercera parte de El Quinteto del Tiempo, iniciado por el famoso y premiado libro, Una arruga en el tiempo), Gaudior, un unicornio, es enviado para ayudar a uno de los protagonistas, Charles Wallace, a «entrar» físicamente en cuatro personajes del pasado. Al mirar a través de sus ojos, comenzará a comprender las experiencias por ellos vividas y a aprender de las mismas (en lo que constituye un velado elogio a la tradición), lo que le ayudará a tratar de evitar el estallido de una guerra nuclear mundial. Pero, cada segundo cuenta y la amenaza es inminente. ¿Podrá Charles, con la ayuda del unicornio y de su hermana Meg, impedir el desastre?

Podría seguir enumerando ejemplos; no tienen más que acercarse a cualquier librería y rebuscar por entre sus estantes y mostradores. Verán que los unicornios se han apoderado de ellos. Y si bien los encontraremos en su versión más benéfica ––aunque trivial y secular––, a la misma difícilmente le sería aplicable el versículo del salmo 92 con el que termino:

«Et exaltabitur sicut unicornis cornu meum»
(Salmos, 92, 11).