El capítulo valenciano, «Nuestra Señora de los Desamparados», en la peregrinación a Covadonga

Cuando llegó a mis oídos que la Asociación Nuestra Señora de la Cristiandad estaba preparando una peregrinación al Santuario de Covadonga, muy parecida a la de París-Chartres en Francia, mi corazón dio un vuelco: esta iba a ser una gran ocasión para tomar distancia de los bienes y tristezas del mundo para tener la vista puesta durante unos días (que se hicieron cortos) únicamente en Jesús, aquel que nos da la vida, nos consuela y nos guía por senderos que casi nunca conocemos pero sin soltar nunca nuestra mano. Estos días me han servido para vivir con y para Cristo y su Santísima Madre, compartiendo una ínfima porción de los sufrimientos que Nuestro Señor padeció durante su Pasión, así como los dolores y gozos de su Santísima Madre.

Tras un interminable viaje en autobús –en el que aprovechamos para conocer al resto de integrantes del capítulo valenciano, «Nuestra Señora de los Desamparados»– llegamos a Oviedo, punto de inicio de nuestro camino. Bien pronto por la mañana nos esperaban las torres de la catedral, cubiertas de nubes; nuestros cuellos se doblaban en ángulos imposibles para contemplar su belleza. Esta catedral alberga una de las joyas de la Cristiandad: el Santo Sudario que fue cosido alrededor del rostro de Nuestro Señor tras su crucifixión.

Dentro de la catedral, tras la bendición de la imagen de la Virgen de Covadonga que nos acompañaría durante el camino, tuvo lugar la bendición de los peregrinos. A continuación, emprendimos la marcha: la impresionante ciudad de Oviedo dejó paso a los verdes prados asturianos con sus simpáticas vacas que, de vez en cuando, se acercaban a curiosear. Los vecinos de los pequeños pueblos que íbamos cruzando nos saludaban, muchos de ellos con lágrimas en los ojos al ver a casi 400 peregrinos repartidos en 23 capítulos. Veían algo muy especial en nuestras sonrisas, nuestros cantos y nuestras banderas.

Los kilómetros de la ruta se iban sucediendo, haciendo mella en el físico, castigando a aquellos que, como yo, por falta de experiencia, nos habíamos confiado y subestimado el camino. En los momentos de dificultad pensaba: «Señor mío, que este dolor me permita asociarme con los sufrimientos de tu Pasión y pueda ofrecerlos por el bien de la Iglesia y la salvación de muchas almas». Cada paso pesaba un poco más que el anterior, pero a la llegada nos esperaba el más hermoso de los regalos. Tras el sufrimiento, nos esperaba el mismísimo Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, celebrada según la misma liturgia oficiada en épocas de grandes santos como Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, San Vicente o San Isidro, entre otros muchos, y vigente aún tras más de 1500 años.

El revuelo generado por la reciente publicación del motu proprio del papa Francisco Traditionis Custodes puso en peligro la celebración de la peregrinación, de no ser por la rápida gestión de la organización y el Arzobispo de Oviedo. El disgusto generado por este documento fue rápidamente olvidado, dando paso a la belleza incomparable de la solemne liturgia tradicional y, sobre todo, por la verdadera presencia del mismo Cristo en el Altar. Estas celebraciones nos alcanzaron un pedazo de cielo a los afortunados que allí nos encontrábamos, y las ofrecimos para el buen porvenir de la Santa Madre Iglesia, del Papa Francisco y de nuestra patria. Las misas fueron celebradas de campaña, en un marco inmejorable: alrededor se alzaban grandes montañas, y el cielo asturiano, lleno de nubes grises, se contuvo sin descargar sus chaparrones, contrariando todos los pronósticos meteorológicos.

Detrás de todo esto, y ayudados por la satisfacción y la fuerza que proporciona trabajar para Dios y para el prójimo, estaban los voluntarios, que se encargaron diligentemente de tareas como montar las carpas para las misas, el avituallamiento durante el camino, la cena para apoyar a los peregrinos que necesitaban una sopa caliente, el transporte de mochilas, los coches escoba y muchas más tareas que pasan desapercibidas desde fuera. Sin el amor a Cristo y a la Virgen que todos ellos profesaban hubiera sido imposible de organizar un evento tan complejo desde el punto de vista logístico.

El tercer y último día de marcha, entre cánticos a la Virgen, sonrisas y rezos, llegamos a la Basílica de Santa María la Real de Covadonga. A sus puertas nos arrodillamos espontáneamente entonando Laudate Mariam. La peregrinación concluyó con un acto de consagración a la Virgen y con la despedida de los buenos amigos hechos durante el camino. Tras saludar a la imponente estatua del Rey Pelayo que preside la plaza, emprendimos el viaje de regreso a casa. Volvimos notando que no éramos los mismos que empezamos el camino y que dentro de nuestros lastimados cuerpos latía con fuerza nuestro corazón, renovado por la fe y las experiencias vividas, las cuales, Dios mediante, buscaremos reencontrar el año que viene.

 

Miguel Barchín

 

4 comentarios

  
TELÉMACO
Enhorabuena por esta maravillosa experiencia
06/08/21 12:59 PM
  
Francisco Suñé
Que la Virgen de Covadonga os bendiga y que Pelayo nos dé fortaleza. Un hermano vuestro desde Mallorca.
Quis ut Deus!
06/08/21 4:18 PM
  
Javidaba
Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum...
07/08/21 12:13 PM
  
MARISOL
Desde Asturias, gracias por vuestra visita queridos hermanos en Cristo.
07/08/21 3:08 PM

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