Gemma de Vicente: “Vivir sin Dios es vivir sin sentido, con el cuerpo vivo, pero con el alma muerta”

Muchas almas ha estado años perdidas y muy alejadas de Dios y de repente han tenido una conversión espectacular. Es el caso de Gemma de Vicente, que da testimonio de las maravillas que ha hecho Dios en su vida. Su ejemplo nos hace ver que debemos seguir rezando por la conversión de nuestros amigos y familiares. Dios tiene sus tiempos para cada alma. Debemos rezar para que esas gracias especiales que Dios regala sean eficaces para las personas que más queremos.

¿Cómo se puede vivir tanto tiempo alejada de Dios?

Me cuesta comprender cómo pude pasar tantos años así. Parecía estar viva: mi cuerpo existía, pero mi alma estaba muerta, y lo peor es que ni siquiera lo sospechaba. En realidad, mi vida carecía de sentido; no tenía una meta verdadera y en mi corazón habitaban una profunda inquietud y una soledad que no lograba entender.

Hoy sé que volví a la Vida en 2016, cuando unas amigas me invitaron a participar en un retiro católico llamado EMAÚS.

¿Cómo intuye ahora que el Señor le estaba esperando?

Porque, como Padre, Dios quiere lo mejor para sus hijos. Por eso no se cansa de llamarnos y esperarnos, aunque respeta nuestra libertad de respuesta, nuestro “sí”, por pequeño que sea. A partir de ese momento Él comenzó a transformar mi vida, llenándome de consuelos y bendiciones. En mi caso, me esperaba en este retiro. Sin embargo, como mi alma estaba tan perdida, el mismo viernes por la noche empecé a sentir un profundo rechazo, una claustrofobia casi asfixiante, y solo pensaba en cómo salir de allí.

Gracias a la oración de intercesión de las mismas servidoras y de otros católicos fuera del retiro, y especialmente por la intercesión de la Virgen María, en un momento determinado el Señor me habló al corazón. Solo dijo una palabra: “QUÉDATE”, pero esa sola palabra bastó para sanarme. En ese instante me llenó de un amor y una paz que jamás había experimentado; es algo muy difícil de explicar. En un segundo me liberó del dolor, de mis miedos, prejuicios y angustias. No le conté a nadie lo que había sucedido, porque ni yo misma lo entendía, pero pedí que me dejaran ir a la capilla, donde estaba expuesto el Santísimo, sin saber realmente quien me esperaba allí. Esto ocurrió a las 12:00 del sábado, día en que la Iglesia venera especialmente a la Santísima Virgen y a la hora del Ángelus. Lo sé porque, como quería irme, me dejaron hacer una llamada, aunque todo esto lo comprendí tiempo después.

La presencia de la Virgen María en mi vida se hizo cada vez más evidente y, desde entonces, puedo reconocer que nunca me ha dejado. Ella sigue llevándome de su mano al corazón de su Hijo. No tengo palabras para expresar el amor y la devoción que siento por Ella, de quien hasta entonces apenas sabía nada. Por supuesto, me quedé hasta el final y viví el resto del retiro como si fuera mi Luna de Miel.

¿Cómo fue el proceso de la conversión?

Por una serie de circunstancias muy dolorosas mi infancia y adolescencia no fueron fáciles y por ende mi vida matrimonial se había convertido en un infierno, al punto de cuestionar seriamente el sentido de mi existencia y durante un tiempo tuve un pensamiento constante: que la única salida era acabar con ella.

Buscando escapar del dolor, una amiga me introdujo en la filosofía budista. Durante años asistí a retiros y enseñanzas con algunos de los lamas más reconocidos. Nos hablaban de cómo controlar pensamientos, emociones y sentimientos, cómo alcanzar la vacuidad (el vacío absoluto), y su concepto de felicidad, vida y muerte. Al principio todo aquello me cautivó, pero con el tiempo comprendí que era una hermosa y colorida farsa: meditaciones y prácticas profundamente egocéntricas y por tanto absolutamente egoístas, que nunca me dieron verdadera paz, que no transformaron mi mente y mucho menos mi corazón.

Después del retiro de EMAÚS, empecé a buscar a Aquel que me hizo sentir completamente amada, sin haberlo pedido ni esperado. Quería conocer al que me dio y me devolvió la Vida, que es Él mismo. Hoy sé por qué y para quién vivo. Hoy sigo en el combate por la santidad, con la esperanza en la vida eterna, formando parte activa de su Iglesia, reconociéndola como mi Madre y Maestra. Por eso, al verla tan atacada y sufrir tanto, la amo con más fuerza. Todo se lo debo a Cristo, a Su Santa Iglesia y a la Santísima Virgen, si no fuera por su amor y misericordia seguiría siendo una muerta en vida.

Me duele profundamente ver cómo se pretende tergiversar la Palabra de Dios, los graves abusos litúrgicos y el intento de menospreciar la figura de María, relativizando su papel esencial en la historia de nuestra redención y se cuestionan, o incluso se censuran sus mensajes. El primer mandamiento fue el de escucharle y ahora parece que se escucha y se sirve a todos, menos a Dios.

¿Con qué dificultades se encontró al principio?

A pesar de haber estudiado en un colegio católico, era completamente ignorante de su doctrina, y mis valores morales dejaban mucho que desear. Sin embargo, me mantuve firme, porque lo que había recibido era demasiado grande para olvidarlo o rechazarlo. Al principio fue un proceso lento y en ocasiones muy doloroso por las renuncias que implica, pero ya había conocido el verdadero camino.

Algunas personas muy cercanas se sorprendieron por mi cambio de vida, por lo que encontré más de una incomprensión y algún que otro rechazo por no poder aceptarlo.

La Virgen me ha enseñado que, en los momentos de mayor dolor, vaya junto a Ella, a los pies de la Cruz, y lo ofrezca a Jesús. Poder hacerlo es una gracia muy grande porque el dolor se llena de sentido y se hace más soportable y llevadero.

Poco a poco me acogí al rezo diario del Santo Rosario. Esta sencilla, pero oración poderosa, ha sido y sigue siendo fundamental en todo el proceso: me preserva de caer en faltas mayores y, en momentos de angustia, o dolor, me siento consolada como una niña en brazos de su madre. Además, al ser una oración Cristo céntrica, me ayuda a profundizar en los misterios de algunos de los pasajes más importantes del Evangelio.

Con el tiempo, aumenté mi asistencia a la Santa Misa, hasta sentir la necesidad de recibir cada día a Jesús en la Sagrada Eucaristía y de escuchar su Palabra, que para mí es como una sublime “CARTA DE AMOR” de Dios Padre a sus hijos, para nuestra salvación. El manifiesto de su poder y santidad, de su justicia e infinita misericordia para que le conozcamos y le amemos como Él nos ama: donándose por entero y sirviéndonos cada día.

¿Qué consolaciones recibió en todo este tiempo?

¡Han sido muchas! Pero te contaré una de las primeras que recuerdo.

Aunque me había apartado de Dios, en el fondo seguía creyendo en Él. A veces, cuando la iglesia junto a mi casa estaba vacía y en penumbra, entraba buscando algo de paz. Un día, lloraba de rodillas ante una imagen de la Virgen. Al sentarme, vi en el reposabrazos del banco un círculo perfecto de pequeñas bolitas transparentes. Pensé que eran burbujas del barniz, pero me extrañó porque no las había visto al arrodillarme. Pasé el dedo por encima y, para mi sorpresa, eran gotas de agua: ¡esas bolitas se habían formado con mis lágrimas! En ese momento no entendí nada, pero pronto la Virgen me lo aclararía con otro regalo maravilloso. Desde entonces, yo que apenas conocía a María, quedé completamente prendada de Ella.

Seis meses después del retiro, fui por primera vez en peregrinación a Medjugorje. Al subir al autocar rumbo a Bosnia, vi que uno de los peregrinos llevaba un rosario personalizado con su nombre. Me pareció precioso ver tu nombre entre las cuentas de un rosario, aunque hacía años que no lo rezaba y casi ni recordaba cómo hacerlo.

Me dijo que los hacía una familiar del guía y que, si quería uno, me apuntara en una lista. Pero como eran muy laboriosos, en esos cuatro días solo podría hacer dos o tres. Me apunté enseguida y pensé que, con un poco de suerte, tendría el mío, porque era la tercera en la lista. Al día siguiente, el guía nos dijo que la lista se había perdido y que nos volviéramos a apuntar en otra. Esta vez ya había más de treinta nombres, y aunque estaba segura de que no tendría ninguna posibilidad, escribí el mío casi al final.

En la última cena antes de volver a Barcelona, entre el bullicio, escuché que alguien me llamaba. Era nuestro guía, que me buscaba con la mirada. Me acerqué y me dijo:

—Tengo algo para ti. Entonces me entregó un rosario con mi nombre. Yo estaba feliz, e ingenua le comenté que me parecía increíble que hubiera tenido tiempo para hacer tantos. Me respondió:—Solo he podido hacer uno… el tuyo.

La Virgen me lo estaba diciendo otra vez: Gemma, reza el Rosario. Aquellas gotitas de mis lágrimas en el banco, en realidad, formaban las cuentas de un rosario. Y ahora María me regalaba uno con mi nombre, dándome la llave para entrar en el corazón de Jesús a través del suyo. Desde ese momento, Ella me ayudó poco a poco a querer rezarlo, no como una obligación, sino como una necesidad, porque es el arma más poderosa para protegerme de los ataques del enemigo, de mis miserias, mis pecados y los pecados del mundo entero. A mí, rezarlo, me ayuda a reconocerlos, a dolerme de corazón por haberle ofendido y pedirle perdón a través del sacramento de la confesión.

¿Cómo le ayudaron los sacramentos a transformar su corazón?

Cuando empecé a ser más consciente de mis pecados, de mi falta de amor y de mi ingratitud hacia Dios, busqué la manera de hacer un buen examen de conciencia para recordarlos, reconocerlos y confesarlos. Es un proceso doloroso, porque el orgullo y la tentación de no hacerlo son enormes. Como bien dicen: el demonio te quita la vergüenza para pecar y te la devuelve para confesar.

Comprendí que no debía llorar por mis caídas, sino por el inmenso dolor que le causo a Jesús con cada una de ellas. Además, en la confesión se lleva a cabo un proceso de sanación que me llena de la paz y felicidad de saberme amada y perdonada. Es el mismo Jesús quien nos espera en el confesionario y por su misericordia y gracia siempre salgo fortalecida en su amor, para no desfallecer y perseverar.

A los pocos meses de hacer Emaús, por pura providencia, me hice adoradora perpetua. En estos casi nueve años delante del Santísimo, el Señor, con infinita ternura y paciencia, ha ido sanando heridas, ayudándome a pedir perdón, a perdonar a los demás y, sobre todo a mí misma, que sin duda ha sido lo más difícil.

El sacramento de la confesión y el de la Eucaristía son imprescindibles, pero la adoración Eucarística es vital por las maravillas que el Señor obra en nosotros en Su presencia. En la Eucaristía está realmente VIVO, presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en ese trocito de pan, donación excelsa de su AMOR y sublime muestra de humildad, que me extasía y embelesa de tal manera que solo puedo postrarme ante Él y regocijarme.

¿Cómo le cambió la vida a partir de ese momento?

Me aconsejaron hacer la consagración de 33 días a Jesús por María, siguiendo el método de San Luis María Grignion de Montfort. Al consagrarme, supe que desde ese momento mi vida sería nueva y buena, porque había encontrado el mayor propósito al que se puede aspirar, alcanzar la santidad.

Comencé a experimentar un rechazo paulatino por las cosas del mundo y, al mismo tiempo, un interés cada vez más profundo por lo celestial y por el estado de mi alma. Era como si las piezas de un puzle fueran encajando de manera sorprendente y maravillosa y todo empezaba a tener sentido: mi vida, mi historia y todo lo que me rodeaba, por eso cada día me siento más agradecida y bendecida.

¿Qué tipo de personas le puso el Señor en el camino?

La providencia me ha permitido encontrar a las personas adecuadas en cada momento, que me enseñan, alientan y acompañan en este proceso de conversión. Dios me ha regalado sobre todo muchas hermanas en la fe.

También ha puesto en el camino a sacerdotes fieles a la sana doctrina, con un profundo amor por la Eucaristía y por María. Ellos me orientan hacia la santidad a través de sus consejos y exhortaciones, tanto en charlas y homilías, como en cursos de formación y retiros espirituales presenciales y online. También he participado en cursos y algunos retiros organizados por laicos muy bien formados y comprometidos.

Sin una buena formación es muy difícil seguir el camino correcto. Para no caer en el error y mantenerse en la Verdad, son fundamentales una buena Biblia católica y el Catecismo (San Juan Pablo II).

¿Merece la pena vivir para Dios?

Si el mismo Dios, a pesar de mi miseria e indigencia espirituales, desea habitar en mí y ser amado por mí, sería absurdo rechazar este amor.

Cuando contemplo la inmensidad del “Hágase” de María, ese SÍ que abrió las puertas del Cielo y la vida de los santos que, siguiendo su ejemplo, se despojaron de sí mismos para abrazar la Cruz, amar y servir a Dios, comprendo que no existe otro tesoro más grande.

Como dijo San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”

Por Javier Navascués

1 comentario

  
Sofía Z.
Qué valiente!!!
Muchas gracias.
10/12/25 10:09 AM

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