P. Díaz Yepes: “El Padre Pío no predicó nunca, pero una sola de sus Misas valía más que toda una misión”

El autor de El espejo del Padre Pío presenta su nuevo libro Gustar la Palabra sobre los evangelios del Domingo
El P. Christian Díaz Yepes, ordenado sacerdote en 2007, analiza en esta entrevista su nuevo libro.
¿Por qué decidió escribir un libro titulado Gustar la Palabra?
Porque la Sagrada Escritura no se nos dio para caer en cavilaciones complicadas ni convertirla en eslóganes fáciles, sino para ser “saboreada”. De ese gusto proviene la sabiduría. La tradición espiritual enseña la lectio divina precisamente como un arte de rumiar, masticar y gustar el Lógos de Dios, hasta que pasa al corazón y a la vida. Como sacerdote y poeta me sé servidor de la Palabra creadora que se hizo carne. No puedo reducir el Evangelio a ideas interesantes o a lemas sentimentales. Es la voz viva del Señor, su espada de doble filo que entra hasta lo más íntimo, como enseña San Pablo, y por eso juzga, extirpa lo que es nocivo y transforma.
Este libro nace de muchos años de contemplar el Evangelio a la luz de la Lectio Divina, tal como me lo enseñó mi madre poco antes de morir, cuando yo tenía sólo 17 años: «Léela sabiendo que de quien se habla ahí no es un personaje más de la literatura, que tanto te gusta. Éste está vivo, y vive dentro de ti. Escúchale bien, pregúntale sobre la verdad que buscas y él te hablará”. Poco después un benedictino burgalés de la Abadía san José de Güigüe, en Venezuela, me dijo que eso era lectio divina en su pura esencia, y me ayudó a darle más forma a sus pasos, tal como cristalizaron en el siglo XII. Así la he practicado y la he tratado de enseñar desde entonces.
También es cierto que me ha tocado sufrir homilías “de relleno” (la mayoría rellenas de algodones, otras de cosas menos nobles, lamentablemente), y esta ha sido una motivación para ofrecer algo distinto. Pero sobre todo este libro nace de escuchar a fieles que aman a Cristo, pero no saben por dónde empezar para dejarse «herir» por su Palabra. Por eso intento ayudarles a dejar de “aguantar” la homilía para desear arrodillarse ante el Evangelio vivo y vivificador. Un cristiano que no saborea la Palabra de Dios termina saboreando ideologías melosas o hirientes. Y ya hemos tenido demasiado de lo uno y de lo otro.
¿Por qué ese gustar la Palabra de Dios debe llevar a vivirla?
Porque el Señor ha sido muy claro: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Gustar sin dejarse herir, remover interiormente, es traicionar el gusto. Sería hacer de la Biblia un libro de autoayuda espiritual, cuando en realidad es fuego que purifica intenciones y exige metanoia, cambio de conciencia, conversión real.
Cuando fui ordenado como sacerdote en Caracas en 2007, varios de mis familiares y feligreses más cercanos tenían que exiliarse del país por la terrible situación que nos ha tocado vivir en el último cuarto de siglo. Muchos de ellos llegaban a países donde tenían que aprender sus lenguas, tanto ellos como sus hijos y nietos, para poder enterarse de qué iba el Evangelio de cada domingo. Por eso me pedían que yo les escribiera una explicación. Así que lo primero que hice fue abrir un blog para enviar mi meditación del domingo a mi familia. Luego se fue popularizando y en 2020, para sorpresa mía, me invitaron a publicar estas reflexiones cada domingo en el periódico La Razón. El libro que ahora presento recoge esas reflexiones que he seguido profundizando y trillando en estas casi tres décadas desde que empecé a practicar la lectio divina.
La palabra de Dios no es meramente informativa. Es formativa y performativa. No nos ha sido dada para informarnos de cosas religiosas, sino para transformarnos. Cuando acogemos la Palabra, es mucho lo que se mueve por dentro. Se reorientan deseos, se purifican intenciones, se liberan ataduras. No se trata solo de saber, sino de saborear lo de Dios, de «gustar y ver qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).
El Evangelio se medita, se asume y se practica. Dios viene a nosotros en sus páginas, pero esa venida se encarna en la vida concreta. Es muy posible que sepamos repetir de memoria frases hermosas y, sin embargo, la Palabra todavía no haya pasado de los labios al corazón, y del corazón a las manos. Jesús lo dice con claridad: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos sino el que cumple la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). La verdadera acogida a su Palabra es obediencia de amor. Y se ama lo que se gusta. Si la Palabra que gustamos no nos lleva a la confesión, a la Eucaristía, a perdonar de verdad, a cortar con el pecado y a aceptar la cruz cotidiana, entonces no la hemos saboreado, sólo la hemos usado para decorar nuestra conciencia. El verdadero gusto por el Evangelio siempre termina incomodando nuestras tibiezas.
¿Tiene el Evangelio de cada domingo, el Día del Señor, en cierta manera más peso que los que se leen durante la semana?
Los evangelios dominicales son como las vértebras de la única columna espiritual y eclesial que es el año litúrgico. Ordena el itinerario espiritual del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, y marca el paso de la conversión de cada uno de sus miembros. No hay “Evangelios de primera” y “de segunda”, pero sí una pedagogía de la Iglesia. En el domingo se nos ofrece la síntesis: el Evangelio se ilumina con la primera y segunda lectura, y se prepara líricamente con el salmo. Pero lo fundamental es que se hace carne y sangre en el Sacrificio del altar, que actualiza el mismo Misterio que escuchamos. Los evangelios feriales prolongan y desmenuzan esa luz a lo largo de la semana.
Con la reforma litúrgica de 1969, la opción que hizo la iglesia fue prolongar la cantidad de lecturas para los días de semana, durante dos años, y un año entero dedicado a cada evangelista sinóptico, esparciendo un poco el de san Juan en fechas más señaladas. Con ello se logró aumentar considerablemente la cantidad del texto bíblico que proclamamos y escuchamos en las iglesias, hasta casi abarcar su totalidad. Aunque esto tuvo muchos aspectos valiosos, también tendió a complicar las cosas en cuanto a lo esencial y armónico de toda la revelación bíblica. En ese sentido, “más” no fue “mejor”. La liturgia previa al Vaticano II era más esencial y había crecido prístina y armónicamente desde una tradición más orante y existencial que reflexiva y académica. Pensemos tan solo en la cantidad de salmos, antífonas y oraciones de marcado cuño escriturístico que colmó la liturgia latina por 1500 años.
Pero no quiero desviar aquí el tema hacia argumentos que deben analizarse eclesialmente con rigor y humildad, sino insistir en que hoy necesitamos meditar el Evangelio de cada domingo desde la oración y que se apuntale con las reflexiones de los Padres de la antigüedad y de los grandes santos y doctores de todos los tiempos.
Por eso en el libro también insisto en preparar el domingo. Leer el Evangelio con calma, «rumiarlo» personalmente, en familia y comunitariamente. Luego llevarlo a la adoración por excelencia, que es la Santa Misa, donde el Misterio de Cristo se ofrece como una vez ante la Santísima Virgen, san Juan Evangelista y las santas mujeres al pie de la cruz. Pero si llegamos al Gólgota, que es el altar de cada Misa, sin habernos dejado escocer y purificar por la Palabra, no es de extrañar que la homilía “me sepa a poco” o el mucho texto me sea difícil de digerir.
¿Por qué es esencial conocer el Evangelio a la luz de la Tradición de la Iglesia?
Porque la Palabra de Dios no es sólo el texto escrito, sino también la Tradición viva y vivificante, por la que llega hasta nosotros. El Magisterio de la Iglesia está al servicio de ambas realidades. La Iglesia no me da la Biblia para que yo juegue a ser mi pontífice de mí mismo, sino para acogerla en la fe de los santos y con la sabiduría eclesial, en continuidad con sus cuatro mil años de santidad y doctrina de la Sagrada Revelación.
Desconectar el Evangelio de la Tradición, que arranca con la vocación de Abrahán, es convertirlo en un pretexto para todo tipo de experimentos, la mayoría infelices e infecundos. Así nacen los cristianismos a la carta: cada uno recorta lo que le molesta, subraya lo que le halaga y termina fabricando un “Jesús” a su capricho. Los verdaderos avances en la Iglesia no vienen de rupturas ni revoluciones, sino de los testigos que viven el Evangelio en radical fidelidad. La Iglesia crece por la comunión vital entre lo recibido y asimilado y la fuerza vital de los santos, que abren caminos nuevos, precisamente porque no inventan otro Cristo, sino que llevan hasta el extremo el mismo Evangelio que él nos entregó.
Leer la Biblia con la Iglesia es leerla con san Agustín, con santo Tomás, y con los demás padres y doctores. También con el Poverello de Asís y con la poesía de Luis de Granada, de Péguy, de Hopkins y con las sagas de Tolkien. El libro que presento quiere colocar al lector orante en esa corriente de Tradición viva, gozosa y fecunda.
¿En qué medida se esfuerza para que, con la ayuda de la gracia, sus predicaciones lleguen a los corazones?
Lo primero es dejar a un lado mis estrategias para creer, ante todo, en la gracia. Sobre san Pío de Pietrelcina, del cual espero ser un pequeño hijo espiritual, san Pablo VI llegó a decir que una sola de sus misas valía más que toda una misión, gracias a las miles de conversiones que alcanzaba para las almas. Sin embargo, el Santo de los estigmas nunca llegó a predicar ni una sola homilía. Cristo se predicaba silenciosamente a sí mismo a través de la oblación personal de ese servidor suyo cada vez que subía al altar. Pero como yo no tengo la santidad del Padre Pío, la erudición de los grandes doctores ni la elocuencia de un san Vicente Ferrer o san Leonardo de Porto Maurizio, sí me toca afincar los codos para estudiar el texto lo mejor posible, consultar comentarios, anotar imágenes y preguntas. Pero esto no basta. Ante todo he de afincar las rodillas ante el altar y, tantas veces, también inclinar la cabeza ante los hermanos, a través de los cuales Dios me empuja a poner en práctica su evangelio en el presente.
Predicar sin adoración es mucho ruido y poca gracia. Me preocupa una pastoral que organiza charlas y reuniones infinitas, pero casi nunca convoca a una hora de silencio ante el Santísimo. Aquello no hace que la Iglesia sea más santa, sino más cansada y cansina. Los corazones no se conquistan con argumentos, sino con la presencia de Cristo vivo que respalda cada palabra.
¿Cómo le ayuda a predicar su relación personal con Dios y su configuración con Cristo?
Un sacerdote está configurado sacramentalmente con Cristo. Y él fue Sumo Sacerdote en la cruz. Por eso la condición sacerdotal es una exigencia de vida. San Juan Crisóstomo lo llamó un «yugo», y el santo Cura de Ars lo asumía como un peso tan abrumador que le hacía temer ser condenado si no lo vivía bien. Por eso, si los predicadores no dejamos que el Lógos encarnado nos mire, nos juzgue y nos purifique, terminamos predicando nuestras opiniones, nuestros gustos y nuestros traumas. Con lo primero, dejamos la Iglesia como un patio de sordos; con lo segundo, como un mercado de baratijas “espirituales”; con lo tercero, comunidades traumatizadas y traumatizantes.
Mi oración diaria, el silencio, la adoración prolongada, incluso la poesía vivida como búsqueda mística, son lugares donde el Señor me permite experimentar algo de su mirada sobre el mundo y sobre cada alma. Desde ahí intento hablar y escribir. Lo que no ha pasado por mi corazón como sacerdote no debería salir por mi boca o de mi pluma. Mi relación con Cristo me recuerda también que debo unir mi palabra a su cruz. No basta decir cosas verdaderas; hay que decirlas dejándose crucificar con ellas, aceptando incomprensiones, resistencias, tanta soledad. El predicador que aspira a ser simpático para todos acaba sin ayudar verdaderamente a nadie.
¿Por qué merece la pena leer y meditar este libro?
Porque no ofrece teorías sobre la Palabra, sino un camino para dejarse transformar por ella. Cada capítulo ayuda a situarse ante el Evangelio del domingo como ante un espejo. Ahí se ve quién es Cristo y quién soy yo ante él. El libro está pensado para laicos, familias, catequistas, religiosos y sacerdotes que no se conforman con “cumplir la Misa”, sino que desean que el Domingo marque la semana y lance hacia la eternidad. Propone preguntas incómodas, sugerencias para la confesión, pistas para la adoración y hasta alguna imagen poética que sacuda la rutina. El Evangelio nunca se nos presenta en modo neutro. Siempre trae una exigencia concreta de conversión. Yo espero que quien lea estas páginas encuentre un itinerario para pasar de una fe adormecida a una fe eucarística, ardorosa y martirial.
¿Tiene previsto escribir más sobre los ciclos B y C?
Efectivamente, desde el principio la idea ha sido un tríptico. Con ello quiero acompañar a los fieles en los tres ciclos dominicales, de la mano de Marcos, Mateo y Lucas, bajo la luz del mismo Espíritu. Como comentaba antes, ya he contemplado, trabajado y repasado estos comentarios durante casi treinta años. Ahora tengo la responsabilidad, ante Dios y sus fieles, de ofrecerlos de manera grata y ordenada.
No quiero, sin embargo, que sea un proyecto de despacho, sino fruto de la vida real de las parroquias, de los retiros, de las confesiones y de la adoración. Ahí es donde veo qué heridas trae la gente y qué preguntas le hace hoy Cristo desde el Evangelio. Necesitamos tres años litúrgicos en compañía de Cristo, no tres años de ocurrencias pastorales. Si Él me da salud y gracia, mi deseo es seguir ayudando a muchos a gustarla Palabra para obedecerla hasta mi último respiro.
Por Javier Navascués
3 comentarios
Si el Padre Pío celebrara hoy, la Misa N.O., suscitaría, en los fieles, LOS MISMOS frutos de Adoración y Santidad, que si estuviera celebrando la Misa V.O.
Es que, para la efectividad de la Misa, en los fieles, además de la Obra que realiza Dios (que es la principal) y de las formas de la Celebración, tiene MUCHO que ver la santidad y unción del Ministro celebrante.
Partiendo de lo anterior, estoy convencido de que, en tiempos pasados, fueron muchos los que no sacaron gran provecho de su participación en la Misa V.O. (entre otras cosas, por causa de la abulia de algunos celebrantes), como son muchos los que, actualmente, sacan provecho del N.O. (debido, entre otros motivos, a la mística de muchos celebrantes).
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