P. Hernán Barreto, de odiar a Dios y quererse quitar la vida a ser muy feliz y vivir en plenitud su sacerdocio

Hernán Gabriel Barreto nació el 22 de junio de 1983 en Misiones. Fue ordenado sacerdote el 15 de agosto de 2015. Actualmente, es párroco en un pequeño pueblo al norte de San Luis, Argentina (Ntra. Sra. de la Candelaria).
¿Por qué tras la confirmación se fue alejando de la fe?
Pienso que, a esa temprana edad (12 años), se precisan al menos tres cosas para no perder la fe: una mayor contención religiosa, argumentos concretos para sostener la fe y claros ejemplos de vida sacramental por parte de los más cercanos. Yo no tuve ninguna de esas tres cosas.
Mis padres daban buen testimonio de vida honesta y recta, pero no de vida cristiana y sacramental, y eso yo lo percibía. Íbamos a Misa, al menos al principio, aunque nunca comulgábamos ni nos confesábamos. En medio de esas celebraciones con homilías que se me hacían insustanciales, se me asfixiaba el alma. Finalmente dejaría de asistir. Mis padres, con el tiempo, también abandonarían. Pero mis padres y hermanos al menos no perderían la fe. Yo, en cambio, no soportaba mi incoherencia de creer en algo y de vivir otra cosa. Así, de mi familia, fui el único que decidí no creer más en Dios ni en nada que tuviera que ver con Él. Efectivamente, fue una decisión consciente y libre.
¿Qué fue lo que me llevó a descreer de la existencia de Dios? No hay nada puntual que yo recuerde, sino una suma de circunstancias. Y no sólo llegué a descreer de Dios, sino que, paulatinamente, llegué a odiarlo, a odiar Su religión y a odiar, como consecuencia obvia, mi propia vida y persona. Es decir, odiando a Dios acabé por odiar todo lo de Dios. Y no me daba cuenta de este gran absurdo, propio de muchos ateos: ¿cómo se puede llegar a atacar y a odiar a un Dios del cual se niega su existencia?
¿Cómo fue su vida al margen de Dios?
Considero que mi adolescencia fue difícil: los problemas en mi familia me afectaron notablemente. En un año particular se juntaron muchos asuntos delicados. Fallecido mi abuelo materno, nos mudamos a vivir con mi abuela viuda. Mi padre, militar, tuvo que retirarse forzosamente por haber denunciado algunos hechos de corrupción de sus superiores, y quedó prácticamente en la calle. Además, la situación económica cambió drásticamente y a esto se le agregaron otros problemas familiares.
Mis padres me cambiaron de un colegio privado a un colegio estatal. En el primer colegio había tenido muchas amistades. Pero en el estatal, como hijo de un militar y de buena educación, pasé a ser un relegado por mis compañeros, de tendencias de izquierda (debido a su historia contemporánea, toda la clase militar argentina quedó estigmatizada, sobre todo por algunos hechos de los gobiernos militares durante la guerra contra la subversión). Y por eso, sumando los problemas familiares, caí en una profunda depresión y soledad. Me sentí abandonado por mis padres, sin amigos, y decidí replegarme sobre mí mismo. En ese colegio, infierno de la soledad para mí, estuve dos años.
Luego me cambiarían nuevamente de colegio. Aunque afectivamente ya no estaba tan solo, ya que empecé a tener nuevos amigos, todavía tenía una terrible sensación de vacío en mi interior. Pero mi falta de sentido en la vida no había disminuido, y mi cinismo, mi despreocupación y mi desfachatez eran escandalosos. Tras un nuevo cambio de colegio, mis notas mejorarían considerablemente, afianzaría lazos de amistad, mi estado de ánimo mejoraría, pero todavía permanecerían en mí el sinsabor de la angustia existencial, la falta de sentido de todo, y este me acompañaría por muchos años más, hasta mis 21 años.
¿Por qué experimentó un gran vacío?
Mi situación llegaría a un punto crítico. Por mi ateísmo y sinsentido de todo, resolví tomar una decisión drástica en mi vida: quise acabar con ella. Si nada en esta vida tenía sentido, entonces ¿para qué vivir? ¿Qué importancia tenían nuestros actos, fueran grandes o chicos, si tarde o temprano seríamos polvo y olvido? Dios no existía, y yo, ahora o mañana, tampoco, y el mundo junto conmigo no era más que una pura casualidad, un mero accidente, un choque fortuito de rocas en el espacio. Fue así como un día nefasto en el que me hallaba solo, pensé en quitarme la vida. Pero me detuve. “¡Cobarde!”, pensé. “No: más cobarde sería quitarse la vida sin buscarle SU sentido propísimo”. La vida, la vida debe tener un sentido. Por eso me determiné a buscarlo: “Si la vida carecía de sentido, si da lo mismo morir, entonces voy a dedicar mi vida a buscarle un sentido, SU sentido. Si no lo tiene, igual estaré, tarde o temprano, muerto, pero por lo menos lo habré intentado: voy a vivir”.
¿Qué es lo que le hizo abrirse a la trascendencia?
Empecé a reflexionar, lapicera en mano. Usé los pocos rudimentos de filosofía y sentido común que poseía e indagué en los principios, en las causas. Partí de una premisa simple: debe tener sentido la vida. Ya no me preguntaba si lo había o no, sino que me apoyaba a priori en que sí. De no haberlo, todo se derrumbaba. En otras palabras, había abierto los ojos a algo en sí mismo evidente: la existencia de la Verdad. De hecho, más tarde en el desarrollo de mi pensamiento llegaría a decirme: “Si no hay verdad, nada tiene sentido y nada tiene fundamento, pues nada de lo que yo diga o haga podrá decirse que sea verdadero o falso; en fin: sin una verdad fundamental, todo criterio subjetivo y relativo es válido, absolutamente cualquier estupidez que idee, pues de nada podrá decirse que sea verdadero o falso, bueno o malo”. La guía de mi búsqueda del sentido de la vida sería, entonces, la búsqueda de la verdad.
Pero hubo otro principio desprendido del primero, y era que quizá yo no podría llegar a conocer plenamente la verdad por ser ella demasiado grande para mi capacidad. Sin embargo, argumentaría, podría al menos llegar a conocer algo de la verdad, y eso me bastaría. Por ejemplo, podría llegar a conocer que es una (porque si fueran varias verdades distintas entre sí, se contradirían, y ninguna sería la verdad) y que existe (porque si dijera que no existe, estaría afirmando una verdad, y eso sería contradictorio). Si sé que es una y que existe, ya sé algo de la verdad, y eso debe cambiar en algo mi vida: podré dedicar mi vida a conocer mejor la verdad. Entonces ese progresivo desvelamiento de la verdad debe ir cambiando mi vida, si soy coherente con lo que voy descubriendo de ella. Ese era un tercer principio: debía mantener una coherencia de vida con lo que iría descubriendo acerca de la verdad fundamental.
¿Y dónde está la verdad? Nadie podía o sabía decírmelo, pues a nadie parecía interesarle.
¿Dónde estaba la verdad, entonces?
Mi búsqueda derivó en aquellas realidades que versan de las cuestiones últimas, y así empecé a interesarme por la filosofía y por la religión. Sin embargo, conocía muy por arriba a los filósofos y pensadores, e incluso sólo los conocía por libros que hablaban de sus obras, no directamente por sus obras. Toda opinión que tenía sobre ellos estaba condicionada por la información que recibía en el colegio o facultad. Puedo decir, según recuerdo, que Aristóteles se me hacía muy materialista, Platón idealista y romántico, los filósofos cristianos prejuiciosos. Y, así, San Agustín, Santo Tomás y Pascal eran simplemente fanáticos religiosos: les importaba más defender la religión que buscar la verdad. La religión era a priori, para mí, una gran impostora: yo la odiaba, y odiaba y me repugnaban quienes la profesaban, esclavos de su ceguera mental, personas decididas a renunciar a la verdad por el cuentito de un loco.
Y en la adolescencia me encontré con un pensador que me cautivó, sobre todo por la fogosidad con que expresaba sus ideas: Nietzsche. Sus palabras eran brutalmente seductoras. Su pensamiento blasfemaba página tras página. Me enamoré de sus obras y mamé su vehemencia. Si bien Nietzsche me cautivaba, había un punto en el cual me detenía y me amargaba profundamente, punto por el cual se me vino a pique todo su pensamiento: la ausencia de una verdad fundamental. Cuando Zaratustra se marcha solo al monte (Nietzsche habla a través de este “profeta”), les deja a sus prosélitos una última enseñanza: contradigan las enseñanzas de su maestro y generen y sigan sus propias doctrinas. Esto para mí era terrible. ¿Para qué tanta enseñanza ardorosa si, en el fondo, su fundamento era puro polvo? ¿Qué sentido tenía responder a cuestiones últimas con verdades a medias, verdades que no eran eternas? Yo buscaba la verdad, pero todavía me carcomía el sinsentido. Tenía que haber una Verdad fundamental, inmutable, fundamento de todo lo demás.
Seguí buscando en los lugares más inhóspitos, siempre eludiendo a la Gran Impostora de la Iglesia. Incursioné, aunque someramente, en las espiritualidades orientales, el hinduismo y el budismo, Tao y Lao-Tse. Descubrí que tampoco a éstos les interesaba la verdad sino sólo sentirse bien, o no sentir absolutamente nada y estar en armonía con el todo y con uno mismo. Meditar sobre el Nirvana, quizá con un poco de influjo del Siddhartha de Hesse y las obras del Dalai Lama, me llevó a una nueva y fortísima depresión: ¿a eso se dirigía toda nuestra vida, a perder la individualidad en la nada para ser parte de un todo informe, para desintegrarnos? ¿Para eso todas las complicaciones en la vida? ¿Para eso obrar bien? ¿Era esa la verdad: que nada tiene sentido, que estamos destinados a desaparecer?
Una noche, entonces, desesperé como nunca. El mundo se me había hecho súbitamente muy pequeño, y se iba cerrando y oscureciendo y desapareciendo hasta llegar al encierro en mis propios pensamientos. Y allí empezó un combate: me resistía a creer que mi destino final era no ser más yo, sino otro ser completamente inconsciente, el Todo al cual van a parar y a desintegrarse todas las cosas. Pero entonces, ¿qué? ¿Cuál era mi destino final? ¿Qué me sucedería tras la muerte? ¿La Nada? Y en medio de mi insomnio cometí la mayor barbaridad que cualquier ateo pueda cometer. Me dije: “Dios, dame a entender que existís”. Tras invocarlo, pude descansar. Sin embargo, me olvidé del episodio y seguí siendo ateo por mucho tiempo.
¿Cuál fue el momento clave en el que cayó del caballo?
Cuando me sentía profundamente vacío en mi interior, escribía. Me interesé por la poesía. También escribí algún que otro cuento, todos de mala calidad como los poemas, pero finalmente me interesé por la novela. Tuve un intento fallido que era del género de la fantasía heroica, parte influido por J.R.R. Tolkien y por Robert Howard; parte por, a pesar de mi ateísmo, la pasión por los relatos de caballería, las cruzadas, los templarios, el feudalismo, la Edad Media en general; y parte por las mitologías, sobre todo la nórdica. Todo esto se mezclaba en mi cabeza con el odio ciego por la Religión. De hecho, llevado por malas amistades, también sumé a mis lecturas cosas marcadamente demoníacas, y me gustaba trazar con tiza símbolos diabólicos en mi ropa y hacer dibujos de figuras oscuras.
Era voraz mi entusiasmo por escribir. Por eso decidí fomentar mis aptitudes de escritura, y mis anhelos de terminar y publicar algún día mi novela me llevaron a buscar una guía. Fue así como di con un taller literario. El hombre que me atendió, Marcelo, me entrevistó. Básicamente le presenté la novela y le comenté mis motivaciones: cómo en el fondo era una no tan velada condenación contra la religión, una insinuada denuncia de “la hipocresía de las enseñanzas de la Iglesia”. Y fue ahí que tuve una revelación que cambiaría mi vida. En un momento Marcelo alzó los ojos, me heló con su mirada inquisidora y, luego de un breve silencio, me dijo: “Es siempre lo mismo: ¿no tienen nada distinto que escribir? ¿Siempre es atacar a la Iglesia?”. Después bajó la mirada hacia el texto, en ademán de desilusión, y siguió leyendo las páginas.
Sólo eso convulsionó todo mi interior: “Este hombre, me dije, tiene razón: mi ateísmo es una hipocresía. Si yo estoy contento con mí no-creencia, ¿por qué debe molestarme que los demás tengan una creencia? ¿Por qué odio a la religión y a los que desean vivir acorde a ella?”. No me había percatado en ese entonces, pero años más tarde me daría cuenta de que aquella vez Marcelo tenía algo en él, y yo no: algo que producía admiración. Así que fui semanalmente al taller, a mejorar la técnica de escritura y también a conocer a Marcelo para descubrir qué era lo que tanta intriga me producía él. Él, un cristiano, padre de familia, ni un taciturno timorato, ni estúpido ni humildón. Él, con su vida, era una contradicción a mis prejuicios acerca de los cristianos, según me dictaba Nietzsche. Un imposible: un cristiano emprendedor, amante de la vida, feliz en su fe.
El encuentro con él me llevó a replantearme mi ateísmo, a tratar de comprender al hombre de fe no ya como a un estúpido e irracional sino como a alguien cuya felicidad radicaba en algo que me superaba. Ante la presencia de Marcelo, el propio sentido de mi existencia se me había vuelto demasiado pequeño. ¿Qué era lo que este hombre poseía? Debía descubrirlo, así que busqué hacerme su amigo. Por eso frecuenté los lugares que él frecuentaba y charlaba con él acerca de todo. Él mencionaba seguido, casi de modo espontáneo y natural, su fe (incluso bendecía sus alimentos en cualquier lugar, y a mí eso me causaba gracia y vergüenza).
Con él fui cambiando mi forma de pensar, aunque no abandonaba mi vida de pecado ni mi ateísmo. Pero él me convenció de algo: era necesario transformar la realidad. Me dio lecturas interesantes, ensayos históricos y políticos, hechos y puntos de vista que jamás se comentaban en la escuela, ni en la facultad o medios de comunicación. ¡Verdades! Un buen día tomé de su biblioteca un libro que cambiaría mi vida. Era El hombre moderno, del padre Alfredo Sáenz, un renombrado sacerdote de nuestra nación. Su libro terminaría por cambiar mi concepción del mundo. Describía las enfermedades de la sociedad actual, y eso me motivó a buscar un remedio. En el fondo, la humanidad está enferma y, peor aún, no quiere reconocerlo y, por tanto, no se puede curar. Y el ateísmo que yo profesaba no solucionaba en nada las cosas, sino al contrario: contribuía a propagar la enfermedad. Por eso, pactaría una tregua conmigo mismo: seguiría siendo ateo, pero escucharía con mayor atención a esa cosa llamada cristianismo, rescatando de ella lo que de bueno tuviese, de verdadero. Esos días, devolví el libro a Marcelo, y le dije: “Es muy bueno todo lo que señala este libro, pero… ¿qué se puede hacer?”. Él me dijo: “Te voy a presentar a unas personas”.
¿Qué personas fueron y en qué circunstancias?
Hubo un día que llevó a conocer a unos amigos. Era una cas con un gran portón de chapa. Nos abrió Jorge, que saludó, pero no dijo más palabras. Tras dar unos pasos por un amplio parque interior bajamos unas escaleras de una casona y nos reunimos en un antro subterráneo. La sensación de búnker y la poca luz le agregaban una cuota de incomodidad al asunto. “¿Dónde me metí?”, me pregunté. En un lado, en las paredes de una especie de oficina improvisada, había cuadros de próceres y de antiguos líderes políticos renombrados. Del otro, una especie de capilla con muchos santos y velas. Libros por todos lados, atiborrado: de política, historia, filosofía, religión. Me presentaron a los anfitriones: eran Virginia y Jorge. Su trato fue sumamente amable.
En cierto momento, después de presentarme, me dijeron: “Mirá, nosotros solemos comenzar nuestras reuniones rezando el rosario, unos veinte minutos. Si querés, podés ir a caminar por el parque hasta que terminemos”. “Me quedo”, dije (“Qué me puede pasar”, pensaba, “Si total no voy a repetir oraciones como ellos”). Y en mi curiosidad por ver cómo actuaban estos católicos, caí en las dulces manos de María, la Madre del Cielo, la Virgen, que antecede a toda conversión.
Tras el rezo del rosario, me quedé a cenar con ellos y hablamos de varios temas. Una semana después, recibí un llamado telefónico de Virginia invitándome a una adoración eucarística, vísperas de Pentecostés. Yo, por supuesto, me preguntaba qué cosa era eso de “adoración eucarística”, pero como ese sábado no tenía nada programado, además de que me habían caído bien y sobre todo de que me carcomía la curiosidad, fui.
Así que llegado ese día entré en una iglesia, tras años de no hacerlo. Me senté en el primer banco, al lado de una de las jóvenes de la agrupación, Paola. Y tras sentarme y quedarme un rato “callado”, me vino una luz. “Tengo que confesarme”, dije. Paola, a mi lado, me miró extrañada. “Atrás hay un sacerdote”, me dijo. Confundido por esta súbita inspiración, pensé en echarme atrás, pero ahora Paola me alentaba, y finalmente cedí. Así que me levanté, me acerqué al sacerdote, me senté a su lado y le dije: “Mirá, padre, no sé por qué, pero me tengo que confesar”. El sacerdote abrió los ojos y me dijo: “Bien, ¿hace cuánto que no te confesás?”, “Y ―dije―, la última vez fue hace mucho”. “Bueno, ¿de qué te querés confesar?”. Ahí comenzaron los problemas: no tenía ni idea de qué decir y no había ido con buen espíritu: un combate se libraba en mi interior. “No creo en Dios ―balbuceé―, soy ateo”. “Tengo rencor y odio a la fe” ―dije también…
Y luego todo fluyó solo: mis desórdenes, mis faltas de caridad, todo, como si algo o alguien me las dictara a la cabeza y al corazón. Pude percibir, por un momento, el estado nefasto de mi alma. Esto me produjo angustia, por un lado, pero también gozo porque me estaba, de algún modo, liberando de todo el peso de mis culpas; algo me estaba liberando de todo ello. A mitad de la confesión me quedé sin habla. El cura, al darse cuenta, me empezó a hacer él las preguntas, a las que yo asentía, mudo. Estuve varios minutos confesándome, y finalmente el sacerdote me absolvió, y yo empecé a llorar. Eran lágrimas atrapadas desde hacía ya mucho tiempo. Aquella noche me quedé en adoración durante toda la vigilia de Pentecostés, de rodillas ante el Santísimo, con ríos de lágrimas en los ojos. Realmente no entendía qué había pasado, no entendía nada. Sólo atinaba a decir “Gracias”.
¿Cómo fue el proceso hasta sentir la llamada al sacerdocio?
Luego de la confesión, todo en mí había cambiado. Hay cosas que simplemente ya no podía hacer porque me parecían aburridas o me causaban repugnancia. No les hallaba sentido o percibía que no convenían con mi nueva condición. Mis amigos también notaron un cambio en mí, lo cual no era tan difícil: ya no iba a los boliches, ya no me emborrachaba, evadía las charlas impúdicas, miraba para otro lado cuando una película insinuaba escenas, me persignaba al pasar por una iglesia e intentaba acercar a mis amigos a la fe. Pero el mayor reto al cual tuve que enfrentarme tras mi conversión fue el de mi propia familia. Aquel mismo domingo de Pentecostés, les conté, lleno de alegría, acerca de mi conversión. La oveja negra de la familia, el ateo, el vago. Pero, en lugar de alegría, la reacción de mis padres fue de decepción: bajaron la mirada y cambiaron de tema. Quizá, supondría yo, mi cambio de vida ponía en evidencia su alejamiento de Dios. Ahí me di cuenta de que en ésta estaba solo, o al menos solo con Dios. Los invité a misa, pero sólo me agradecieron diciéndome “Tenemos cosas que hacer”, y que rezara por ellos.
Aquel domingo recibí la comunión como por primera vez, y desde aquel momento recibí al Señor sacramentado todos los días. Pero la batalla en mi hogar estaba librada: mis padres me echaban en cara la desconfianza hacia el grupo en el que estaba, pero valiéndose de esto como excusa para justificar su propio alejamiento de Dios. Tenían miedo, sobre todo mi madre, porque recordaban cómo en su adolescencia muchos jóvenes de grupos católicos terminaban siendo ideologizados en movimientos subversivos. Con mi padre, el asunto fue distinto. La discusión con él versaba más sobre la oposición trascendencia-inmanencia y qué utilidad material podía sacarse de la Iglesia para la sociedad. Según él, yo era un fanático sólo porque pretendía que la vida de uno debía ser coherente con la fe profesada, y esto hasta el punto de ser capaz de dar la vida por ella, dado el caso. La fe, según yo le decía, es aquello que debe estar en lo principal de nuestros intereses, aquello que máximamente importa puesto que el bien que ella proclama, Dios, es el máximo bien. El debate con él se fue haciendo más fluido y edificante para los dos. Le di para que leyera El hombre moderno, y creo que esto marcó el comienzo de su conversión.
En el transcurso de mi conversión, Dios tocó mi interior regalándome algo aún mayor. Recuerdo bien el primer chispazo de mi vocación al sacerdocio. Me encontraba rezando frente al Sagrario del altar del Sagrado Corazón, como lo hacía habitualmente después de la misa. Preguntándome respecto de mis familiares y amigos, de su lejanía de Dios y preguntándome el porqué de mi conversión, le dije al Señor: “¿Por qué a mí la gracia de la conversión, por qué a mí y no a los demás?”. Y la respuesta fue clara y simple, casi como una voz, una idea repentina en la cabeza: “Ve, déjalo todo y sígueme”.
Dejarlo todo por seguir a Jesús sonaba como algo terrible, una locura.
Pero a mí me llenaba de consuelo, a la vez que de temor. Dejarlo todo es una forma de libertad, libertad en orden a estar sólo pendiente de Dios. “Señor, ¿adónde iremos? Tú sólo tienes palabras de Vida Eterna”. Algo tenía claro: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos”. Yo entendí que Dios me insinuaba esto: “Si quieres (sólo si quieres), sé mi instrumento en la Tierra, instrumento de vida para otros: da la vida por tus amigos”. Fue por esto por lo que busqué ayuda espiritual, alguien que le diera orden a las ideas que venían a mi corazón.
En el grupo nos asesorábamos por el padre José María Iraburu con llamadas telefónicas a distancia, pero además tuve un primer director espiritual al cual veía cada quince días. Bajo su dirección, entre otras cosas, me confesé habitualmente y aprendí a meditar según el método ignaciano. Las primeras meditaciones fueron horribles porque en el silencio, frente al Sagrario, veía el estado calamitoso de mi alma por el pecado y me llenaba de tentaciones incluso mientras rezaba. Me sentía asqueado y desubicado, con ganas de abandonar la oración. Me animaba sólo pensando que Cristo había vencido al mundo, y seguía haciéndolo pese a las dificultades del principio. Mi alma estaba llena de cadáveres.
Y en mi casa el combate continuaba. El sólo hecho de que yo fuera a misa les traía a mis padres remordimientos. Gracias a Dios, de vez en cuando iban, pero sólo para criticar y buscar excusas para no ir más ―excusas no infundadas, lamentablemente―. No se confesaban aún. Y yo seguía oyendo esa voz que me decía “Sígueme”. Aunque ahora empezaba a dudar, porque ponía peros. Si lo seguía, me iría muy lejos. Dejaría familia y amigos, y yo, ilusamente, me consideraba imprescindible para la conversión de mis familiares: eran mi responsabilidad, mi obra. Además, estando lejos… ¿cómo iba a hacer un seguimiento de ellos? Estaba muy apegado a mis seres queridos y a mi propio ego. Fue así como, en el culmen de la duda ―seguirlo a Jesús o no―, le hice una demanda, cosa completamente reprochable. Le dije: “Señor, yo te sigo, dejo todo e ingreso al Seminario; pero al menos haz que mi padre se convierta”. No le dije nada a mi padre de esto y, sin embargo, esa misma semana él se apareció a mí un día con saco y corbata. Y me dijo: “Hernán, me voy a Luján, me voy a confesar” (Luján es el principal santuario mariano de nuestra nación argentina). Y se fue. Yo, emocionado como estaba, ahí nomás me fui a la iglesia a rezar. Le agradecí al Señor y le dije: “Señor, ya que lo has hecho con mi padre, ¿por qué no también con mi madre y mi abuela?”. Y así fue: cerca de la Navidad de ese mismo año, ellas también se confesarían.
¿Cómo fueron sus años del Seminario?
Al año siguiente de mi conversión, ingresé al Seminario diocesano San Miguel Arcángel, hoy extinto, en la provincia de San Luis. Lo hice con la tranquilidad de saber que mis padres comenzarían una nueva vida en Cristo. Saber que Dios nunca abandona fue para mí un regalo tras largos años de oscuridad en el ateísmo. La Verdad vino a mí en el momento más oportuno. Dios jamás se deja superar en generosidad.
Y mis años del Seminario, puedo decir sin mentir, fueron los mejores años de mi vida: el compañerismo con personas alegres y sacrificadas que perseguían un mismo fin sobrenatural, el orden y disciplina exterior que ayudaba a la práctica de las virtudes, la íntegra y aplicada formación intelectual en el conocimiento, ni nada más ni nada menos, que de Dios, de la Religión, de la Verdad, los momentos de esparcimiento, las misiones y apostolados en las parroquias… Gracias a Dios, he tenido un excelente Seminario, y excelentes formadores, entre ellos el padre Miguel García, un santo varón fallecido en el 2021, el cual me dijo cuando ingresé: “¿Para qué querés ser sacerdote?”. Y yo le contesté: “Porque quiero ser santo”. “No”, me cortó en seco: “para ser santo hay que cumplir la voluntad de Dios, seas o no seas sacerdote”. Por eso, me llevo de mi Seminario los mejores recuerdos y amistades que aún persisten.
¿Qué recuerdos tiene de su ordenación?
Recuerdo mi ordenación como un momento de gran paz y alegría. Fue un 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen, del 2015. Gracias a Dios, pudieron asistir gran cantidad de parientes y amigos. La ceremonia se realizó con toda solemnidad, acorde al día. En la provincia de San Luis tuvimos la bendición, sobre todo en aquellos años, de guardar las buenas tradiciones en la liturgia. Y una bendición que Dios ha dado a nuestra diócesis es la de la preocupación por el canto sacro. En mi ordenación tuve la gracia, entre otras cosas, de la participación del coro Santa Cecilia de la catedral de San Luis.
La ceremonia fue, en sí, bellísima. Al menos tres momentos recuerdo con especial claridad: cuando mi madre me entregó con las manos atadas al obispo, cuando me postré en el suelo durante las letanías de los santos y cuando el obispo me ungió las manos y me dijo “configura tu vida con el misterio de la cruz”. El primer momento fue como un recuerdo de que vengo de una familia, vengo de una realidad específica, de un contexto, y todo eso es entregado a Dios también, toda mi persona, con su historia, con sus dificultades y virtudes. El segundo momento, al postrarme en el suelo, señaló que es imposible, humanamente hablando, cumplir esta misión, pero unidos a Jesús y a todos los santos que rezan por nosotros, sí se puede, con la gracia de Dios: la base de nuestro éxito se debe en gran parte a la humildad, en reconocer que nada podemos sin Él, que no es nuestra la obra sino que nuestra es la docilidad a su voluntad. Y el tercer momento, la unción, significó que ya no me pertenezco, que ahora debo vivir para Cristo, ser otro Cristo y, sobre todo, identificarme a Él, crucificado.
¿Hasta qué punto es feliz sirviendo al Señor como sacerdote?
Soy plenamente feliz. Es la felicidad de la paz interior, de saber que estamos en el recto camino, cumpliendo los mandamientos de Dios, y la de contemplar, al mismo tiempo, la obra de Dios en cada acontecimiento. Dios no me ha abandonado nunca. Hay momentos de aridez, es cierto, pero sería imposible sobrellevarlos sin la oración, sin unirnos más férreamente a Dios. Por eso, incluso las ocasiones “malas” son una oportunidad para unirnos más a Dios y, en definitiva, para acrecentar nuestra felicidad.
¿Cómo experimenta el ciento por uno que dice Jesús en el Evangelio?
A un gran filósofo y mártir argentino, cierta vez le preguntó su hijito: “papá, ¿me amás más que a Dios?”. Y este hombre, sorprendido por la pregunta, le contestó: “lo amo más a Dios y por eso te amo más a vos”. Creo que eso responde a la pregunta. Simplemente, mientras más nos unimos a Dios, mejor amamos a nuestros hermanos. El sacerdocio, como los votos religiosos, no destruyen el amor a los propios familiares, al contrario, los magnifican. Puedo decir que, desde que soy sacerdote amo más a mi familia y amigos, de hecho ¡ellos tienen mucho que ver con mi vocación! Pero no estoy atado a ellos, o no debería. Me refiero: mi sacerdocio es de Dios, y de Él depende. Iré a donde Dios me lleve, independientemente de mi familia y amigos, y eso ayudará a familia y amigos a estar más cerca de Dios.
Una cosa que me ataba a dejarlo todo y entrar al Seminario era, justamente, la preocupación infundada por mi familia. Yo me creía responsable de su salvación eterna y, por tanto, creía que debía estar con ellos para evangelizarlos, catequizarlos, guiarlos. Lo cierto es que no, no depende de mí para nada.
Siendo sacerdote, me dedico a lo que Dios ponga en mi camino. No dejo de hablar con mis padres y familia (de hecho, hablo con mis padres prácticamente todos los días), pero soy consciente de que mi atención debe estar en otro lado. Resumiendo, están aquellas palabras que Dios dirigía a una santa: “preocúpate de mis cosas que yo me preocuparé de las tuyas”. Y sí: la familia se multiplica. Hoy tengo más amigos, más “familia”, de la que tenía antes de ser sacerdote, y más responsabilidad pues debo rezar por más almas que se me han encomendado.
Por Javier Navascués
3 comentarios
Dejar un comentario





