La moda de la cremación frente a la arraigada costumbre de enterrar a los muertos
Poco a poco van desapareciendo de la sociedad las buenas costumbres católicas. Hoy en día está muy de moda la cremación, quemar el cuerpo del difunto y entregar las cenizas a la familia, que disponen de ellas a su antojo. Son depositadas en el salón de casa u otro lugar o se esparcen en un lugar muy querido por el difunto o en la naturaleza…
La Iglesia tradicionalmente fue contraria a la cremación. Actualmente la autoriza en casos muy concretos y señala que esta debe hacerse no por razones banales, sino que deben ser razones de peso, verdaderamente graves: por razones de tipo higiénico, económicas o sociales.
Y la misma Iglesia advierte contra la tendencia panteísta, naturalista o nihilista latente en la cremación y señala que no se pueden permitir actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de reencarnación, o como la liberación definitiva de la prisión del cuerpo. El P. Álvaro Sánchez Rueda, sacerdote, médico, y escritor profundiza en estas ideas.
¿Por qué es una costumbre católica arraigada enterrar a los muertos?
Porque es una forma de afirmar nuestra fe en la “resurrección de la carne”: nuestra fe católica afirma que, en el Día del Juicio Final, cuando venga Nuestro Señor Jesucristo en la gloria, “juzgará a vivos y muertos”, juzgará a toda la humanidad, a todos los hombres de todos los tiempos. El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 997, dice así: “En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia, dará definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible, uniéndolo a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.
En el Día del Juicio Final, vendrá Cristo y unirá nuestra alma a nuestro cuerpo, que será glorioso si resucitamos para la vida eterna. Según las características del cuerpo resucitado de Jesús, podemos darnos una idea de cómo será ese cuerpo: similar al cuerpo terrenal, pero perfecto, joven –Santo Tomás dice que en el Cielo los bienaventurados tendrán la edad de Cristo, 33 años-, no sujeto ya más ni a la enfermedad, ni al dolor, ni a la muerte, resplandeciente de gloria, etc. Esto quiere decir que cada hombre comparecerá ante Él en aquello que nos constituye y caracteriza como seres humanos, es decir, nuestra composición y unidad substancial de cuerpo y alma. Aunque por el paso del tiempo se haya reducido a tierra, el cuerpo del cristiano será reconstituido por el Señor y le será unida su respectiva alma en ese día, el Día del Juicio Final.
Algunos resucitarán para el Cielo; otros, para la eterna condenación, pero tanto unos como otros, irán al Cielo o al Infierno, con sus respectivos cuerpos y almas. Gozará el cuerpo de la gloria del alma, si está en el cielo; sufrirá el cuerpo el dolor del fuego, si está en el Infierno. El enterrar a los muertos, forma parte de un acto de fe en esta parte de nuestro Credo: “Vendrá al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos (…) Creo en la resurrección de la carne”. La sepultura es un recordatorio de nuestro Catecismo y de nuestro Credo. Los cristianos sepultamos a los muertos porque creemos en que nuestro cuerpo habrá de resucitar en el Día del Juicio Final, cuando el Supremo Juez una nuestra alma a nuestro cuerpo glorioso. Eso, claro, en el caso de resucitar para la eterna bienaventuranza.
Podríamos mencionar brevemente otras razones para argumentar la no cremación: ese cuerpo recibió el Bautismo y estuvo unido al Santísimo Sacramento; el mandato bíblico de castigo por el pecado original “tú eres tierra y en tierra te convertirás” (cfr. Gn 3, 19). Otra razón es de orden psicológico: la sepultura favorece el duelo de los deudos y fortalece su esperanza en la vida eterna y por lo tanto su decisión de vivir en gracia para, por la misericordia de Dios, reencontrar en Cristo a los seres queridos. La sepultura en un camposanto ayuda además a realizar una obra de misericordia: “Rezar por vivos y difuntos”.
De ahí la expresión cristiana sepultura, camposanto…
En el caso del término “camposanto” se dice así, por un lado, porque es un lugar sagrado, es decir, al igual que los templos, los cementerios han sido consagrados, dedicados al culto de Dios, Ser Perfectísimo y Purísimo, por lo que no se pueden realizar en ellos actos que sean contrarios a la moral, o injuriosos, lo cual es considerado una profanación. Al ser un lugar consagrado, el camposanto tiene la función de favorecer el ejercicio de la piedad, del culto y de la religión, rechazando radicalmente todo lo que se oponga a la santidad del lugar. Por otro lado, podemos decir que el cementerio recibe el nombre de “camposanto” porque los cuerpos sepultados han recibido la gracia santificante por el Bautismo sacramental, lo cual los convirtió, en vida, en templos del Espíritu Santo. Obviamente, el Espíritu Santo no habita en un cuerpo sin vida, pero al haber sido este cuerpo, en vida, templo del Espíritu Santo, al lugar en donde reposa este cuerpo, se le llama “camposanto”.
Incluso el origen etimológico de cementerio es dormitorio…
Sabemos que la palabra “cementerio” se deriva del griego “koimetérion”, que significa “dormitorio”. Esto se debe a que, según la creencia cristiana, en el cementerio, los cuerpos dormían hasta el día de la resurrección. Favorece la analogía el hecho de que el estado de descanso fisiológico del cuerpo y del alma, el dormir, se asemeja, externamente al menos, con el estado de separación del cuerpo y del alma, es decir, la muerte. En ambos casos, en el que el hombre duerme y en el que el cadáver reposa sin vida, adoptan una idéntica posición, que es la posición horizontal que se adopta al dormir. De ahí, con toda seguridad, no solo el origen etimológico de “cementerio”, sino su correspondencia con la realidad. De hecho, una expresión que suele utilizarse para alguien que ha fallecido es la de “se durmió en la paz del Señor”, expresión que es recogida en la oración por los difuntos: “(…) y duermen ya el sueño de la paz”.
Estamos viviendo tiempos de apostasía, tiempos de abandono masivo, por parte de los católicos, de su propia fe. Cuando fallece un católico que apostató públicamente, es decir, que públicamente renunció a su fe, ¿puede la Iglesia negarles la sepultura en un cementerio católico?
Sí, se puede negar la sepultura en un cementerio católico, porque debido a su apostasía, el difunto murió, voluntariamente, fuera de la Iglesia. Sepultarlo en un cementerio católico sería un doble sinsentido: por un lado, contraría la fe católica sobre la que se fundamenta el cementerio católico; por otro lado, sería contradecir el explícito deseo del difunto, de apartarse de la fe católica. Puesto que el cementerio católico se funda en la fe católica, sería como una especie de desconsideración del deseo explícito de quien apostató de la fe y que manifestó, también explícitamente, el rechazo a un funeral religioso. Por respeto a quien públicamente se apartó de la Iglesia, se debe negarle la sepultura en un cementerio católico. Ahora bien, puede darse el caso de un bautizado católico que vivió siempre apartado de toda práctica religiosa, públicamente se comportó de modo inmoral, despreciando las leyes de la Iglesia. En todo caso, en casos dudosos, se recomienda que, de motu propio, no se niegue la sepultura eclesiástica a ninguno, aun cuando parezca indigno de ella: lo que debe hacerse es notificar el caso dudoso al obispo y obrar según su respuesta. En todo caso, si esta consulta no se puede realizar -por dificultad del lugar o por falta de tiempo-, el sacerdote no debe negar la sepultura eclesiástica, salvo el caso en que apareciese como cierto y evidente que el concederla sería contrario al derecho, es decir, que no se trate de un caso dudoso.
Estos casos están contemplados en el Derecho Canónico de 1981, en el Capítulo II, Canon 1184, que establece lo siguiente: “1. Se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento: a los notoriamente apóstatas, herejes o cismáticos; a los que pidieron la cremación de su cadáver por razones contrarias a la fe cristiana; a los demás pecadores manifiestos, a quienes no pueden concederse las exequias eclesiásticas sin escándalo público de los fieles”.
¿Y en el caso de alguien que no pertenece a la religión católica?
En este caso, no tiene sentido que se lo sepulte en un cementerio católico. Además, no posee la condición necesaria para ser sepultado en el cementerio católico, que es el haber recibido, por lo menos, la gracia del bautismo sacramental, que lo convierte en hijo de Dios y que amerita, por lo tanto, el ser sepultado en el lugar reservado para los hijos de Dios.
¿Cuándo apareció la cremación como algo generalizado?
Primero, habría que distinguir de los casos históricos de grandes cataclismos, como el terremoto en San Juan, Argentina, cuando el Papa permite la cremación debido a la cantidad de cadáveres –se estima que hubo una totalidad aproximada de 5.000 personas fallecidas-, la falta de mano de obra para exhumarlos, el momento de tremenda consternación y la posibilidad de epidemias, etc.
Pero se esparce ideológicamente con la posibilidad técnica, fáctica, de poder realizarlo a gran escala. Sin embargo, hay un elemento facilitador o catalizador, que es, por un lado, la pérdida de la fe católica en la resurrección de los cuerpos –producto de la cultura gnóstica y materialista en la que vivimos-, pero también, por la asunción, por parte de los católicos –incluidos sacerdotes- de elementos gnósticos pertenecientes a las religiones orientales. En estas, no existe el concepto de la resurrección corporal, por lo que la sepultura es reemplazada por la cremación. Pero lo que es “lógico” en una religión humana y no revelada, es ilógico e irracional en una religión de origen divino y revelad por el Hombre-Dios Jesucristo, como la religión católica. Asumir la cremación forma parte de la apostasía generalizada que vivimos en nuestros días.
Hoy en día está muy arraigada…
Sí, está muy arraigada, por los factores que hemos enunciado: pérdida de la fe, materialismo, gnosticismo del tipo de la Nueva Era –panteísmo evolucionista donde todos somos parte del Nirvana y la carne es mala-, a lo cual le podríamos agregar una creencia diluida por parte de muchos católicos que mantienen la fe, pero sin demasiada convicción.
¿Podría especificar algo más con relación a los factores que contribuyen al aumento de la práctica de la cremación?
Entre otros factores, se encuentra la ausencia de los novísimos en la prédica –serían los “perros mudos” de los que habla la Escritura-, la catequesis humanista y psicologista que deja de lado postrimerías y hace hincapié en las vivencias existencialistas del “aquí y ahora”. Otro factor es de orden económico: adquirir un terreno en el cementerio y construir un mausoleo con esculturas representando la muerte y la esperanza en el más allá se ha convertido en un lujo inaccesible para muchos, que ven en la cremación una “solución” rápida a este problema. Otro factor puede ser la ruptura de la familia tradicional, ruptura por la cual los individuos más ancianos quedan relegados y olvidados en asilos. En estos casos, la cremación es una consecuencia casi lógica del olvido de los más ancianos y del no-cumplimiento del Cuarto Mandamiento: “Honrarás padre y madre”.
Un factor muy importante es la pérdida de fe en la resurrección y en la resurrección de los cuerpos; la fe se diluye o se falsifica, adoptando elementos gnósticos propios de religiones orientales, como la reencarnación, o la disolución de la persona en el “nirvana-nada”. Si no vamos a resucitar con los cuerpos, o si vamos a diluirnos con la energía cósmica impersonal luego de esta vida terrena, entonces no tiene sentido el culto a los muertos y se hace más “lógica” la cremación del cadáver. Los cementerios, con sus tumbas y monumentos con ángeles e imágenes sagradas, nos recuerdan la existencia de la vida eterna. Contra esto, conspiran tanto la cremación, como la existencia de cementerios-jardines, en los que no hay imágenes que ayuden a elevar el alma y el pensamiento hacia la vida eterna.
Pero hay otro elemento perverso, en la cultura gnóstica perversa en la que vivimos, del signo opuesto a los cementerios-jardines y a la cremación, y es lo que se ha venido a llamar “narco-cultura”. Como parte de esta “narco-cultura”, los narcotraficantes erigen –con su dinero malhabido, para ellos mismos y sus familias o seres queridos, monumentos que son, en la práctica, modernas casas, que cuentan incluso hasta con refrigeradores, habitaciones, salas de estar, etc. Esto se debe a la pérdida de la fe católica en la resurrección de los cuerpos, pero también reflejan un hecho expresado sabiamente por Santa Teresa de Ávila: “El demonio hace creer, a los que viven en pecado mortal, que sus placeres (ilícitos) durarán para siempre”. Es decir, el demonio les hace creer que, en cierta manera, el lujo malhabido y el estilo de vida propio del narcotraficante, continuará en la otra vida, y es para eso que se construyen esto narco-mausoleos, que más parecen una casa, como dijimos, que un lugar en el que reposan los restos mortales de un ser humano. Esta narco-cultura recuerda también a la creencia egipcia sobre los muertos: al sepultarlos, les colocaban alimentos, en la convicción errónea de que el muerto habría de utilizarlos en el más allá.
¿Qué dice la Iglesia al respecto?
Debido a la popularización de prácticas como la cremación –las cuales, de no ser reglamentadas, atentan contra la fe-, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió un documento llamado “Instruccion Ad resurgendum cum Christo”, que reemplaza al del año 1963. En este documento, la Iglesia reafirma la preferencia de la sepultura y al mismo tiempo establece normas en relación a prácticas como la cremación. En el documento se advierte contra la tendencia “panteísta, naturalista o nihilista” (sic) latente en la cremación y que subyace a su fundamentación y es por eso que, para evitar que esta práctica termine minando la fe de los fieles en la resurrección, prohíbe que las cenizas se dispersen en cualquier manera, sean divididas entre familiares, o conservasen artículos como, por ejemplo, “piezas de joyería”.
Es decir, la Iglesia – autoriza la cremación, pero especifica que esta debe hacerse no por razones banales, sino que deben ser razones de peso, verdaderamente graves: (la cremación debe realizarse) por razones de tipo higiénico, económicas o sociales. Precisamente, para combatir errores derivados de las religiones orientales –como la reencarnación, por ejemplo-, en el documento se señala que no se pueden permitir “actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de reencarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo”. Solo cuando se verifiquen ciertos requisitos –razones higiénicas, económicas, sociales-, dice la Instrucción que “no hay ninguna razón doctrinal para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo». Es decir, la omnipotencia de Dios no se limita por el hecho de que el cuerpo haya sido reducido a cenizas, puesto que igualmente reconstituirá los cuerpos al final de los tiempos.
Sin embargo, hay que decir que la Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los difuntos porque «favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos», como afirma el documento. Además de favorecer la deriva panteísta o nihilista de corte oriental, la cremación, es decir, la combustión acelerada y artificial del cuerpo no es, por definición, un proceso natural. Es algo producido artificialmente, por el avance técnico del hombre, pero que dificulta o hace imposible el acostumbramiento a la ausencia del ser querido y, en consecuencia, a la práctica de la fe, que nos hace vislumbrar un reencuentro posible con ese ser querido, después de nuestra propia muerte, y supuesto el caso que tanto nuestros seres queridos difuntos como nosotros, hayamos muerto en gracia.
¿Hay por tanto una clara influencia de creencias orientales en la cremación? ¿Es una práctica contraria a la fe?
Como ya veníamos diciendo, en católicos que acuden a la cremación, hay claramente una influencia –implícita o explícita- de las creencias orientales. En el documento que citamos se tiene en cuenta este aspecto y pone en guardia a los fieles contra una concepción errónea de la muerte. La cremación se convierte en una práctica contraria a la fe católica en la resurrección de los cuerpos cuando el difunto dispone “la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana”. En ese caso, el documento establece que se deben “negar las exequias” (sic), puesto que la cremación se convierte en un instrumento de rechazo, desacuerdo y negación explícita de la fe católica. Ahora bien, si no se da esta condición de negación explícita, por parte del difunto, de la fe cristiana en la resurrección de los cuerpos, se pueden realizar las exequias, cuando la cremación ha debido realizarse por motivos verdaderamente graves, como los señalados en el documento: “razones de tipo higiénico, económicas o sociales”.
Si se cumplen los requisitos señalados por la Instrucción, ¿se pueden conservar las cenizas en los hogares? ¿O deben ser trasladadas a un cementerio? ¿Cuáles son las razones?
Ante todo, hay que recordar que el cementerio o camposanto, está destinado a los católicos, es decir, a los que recibieron la gracia de ser hijos adoptivos de Dios por el bautismo sacramental. Esto significa que el católico adquiere una nueva dimensión: ya no le pertenece “a la familia”, sino a Dios: es propiedad de Dios, a partir del bautismo: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” (cfr. 1 Cor 6, 19). En este sentido, el poseer las cenizas de un ser querido en la propia casa, a menos que se trate de alguna grave excepción –contemplada en la Instrucción-, significa no asimilar, hasta el fin, el hecho de que nuestro ser querido le pertenece más a Dios que a nosotros mismos, por así decirlo.
Otra razón que explica la negativa de la Iglesia a permitir que las cenizas permanezcan en casas particulares y no en cementerios, es el abuso que pueden sufrir –entre otros, el olvido por parte de nuevas generaciones-, o la deriva peligrosa hacia prácticas supersticiosas. Todo esto hace sumamente inconveniente que las cenizas estén en los hogares, siendo el cementerio el único lugar sagrado apto para su conservación. Por este motivo, el documento advierte acerca de la disposición de las cenizas en un cementerio: “(las cenizas del difunto) por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente”. Para la Iglesia, “la conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana”. Así, “se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas”.
Por Javier Navascués
28 comentarios
En su numeral 4 dice:
Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación...
Es decir, no habla de "gravedad". Es más, el numeral 5 considera esas razones ,"legítimas".
Nos han quitado la tierra, Señor, para que reposemos hasta la Resurrección, se han apoderado de tu creación y dicen que son ecologistas.
Los servicios funerarios son generalmente costosos y comprar un sitio en los sementerios cuesta casi como un departamento. Los que pueden pagar evitan la fosa común o la escuela de medicina, los ayuntamientos suelen ofrecer la incineración a bajo costo, aunque se puede contratar un servicio privado.
También la Iglesia hace comercio con la muerte. Ha aparecido y proliferado la venta de nichos para las cenizas en capillas ad hoc (les llaman "columbarios") anexas a las Parroquias o en su sótano. Hay de todos los precios y tamaños, y hasta dan facilidades de pago si se compra "en previsión", si lo necesitas ya, debes pagarlo todo. No suelen ser "para siempre" y hay que pagar "mantenimiento".
Las tradiciones católicas son buenas, si se pueden mantener, los columbarios o los nichos familiares donde caben un montón de urnas son una solución económica de mucho sentido común.
Esa era la buena idea de algunas parroquias pero...
Se del caso de unos de mis familiares que han comprado un pequeño sitio -columbario- en una parroquia para que cuando mueran ser incinerados y sus cenizas estén en lugar sagrado: les he advertido en serio que eso no es seguir el ejemplo del Señor y sus fieles seguidores y que conmigo no cuenten si sus cenizas son llevadas a una parroquia, catedral, río, a la mar o directamente a un basurero.
En Francia fue el 30 de marzo de 1886 cuando el diputado Jean-Baptiste Blatin, futuro gran maestre del Gran Oriente, hizo adoptar una enmienda con arreglo a la cual todo ciudadano podía escoger fuese la inhumación, fuese la cremación, como modo de disponer de los cadáveres.
Aquel mismo día el prelado Charles-Émile Freppel, obispo de Angers y diputado del Finisterre, se alzó con fuerza contra esta enmienda en la Cámara de Diputados:
“Es pura y simplemente un regreso al paganismo en lo que tuvo de menos moral y menos elevado, al paganismo materialista.”
Desde 1886 el papa León XIII pidió a los obispos que instruyeran “a los fieles a propósito del detestable uso de quemar los cadáveres humanos” y que “apartasen del mismo, con todas sus fuerzas, el rebaño a ellos confiado”.
Este decreto fue seguido por otros textos del Santo Oficio que sin cesar reprobaron la cremación:
• Decreto del 15 de diciembre de 1886, en virtud del cual deben ser privados de la sepultura eclesiástica aquellos que han destinado sus cuerpos a la cremación.
• Decreto del 27 de julio de 1892, que prohíbe administrar los últimos sacramentos a los fieles que hubiesen mandado quemar sus cuerpos tras su muerte y que, habiendo sido advertidos, se nieguen a retractarse.
Estos decretos sucesivos fueron retomados y resumidos en el Código de Derecho Canónico de 1917, en particular en el canon 1203 que establece:
“1. Los cuerpos de los fieles difuntos han de sepultarse, reprobada su cremación.
2. Si alguno mandare en cualquier forma que su cuerpo sea quemado, es ilícito cumplir esa voluntad; y si se hubiera declarado en algún contrato, testamento u otro acto cualquiera, téngase por no expresada.”
El canon 1240.1 seguía precisando:
“Están privados de la sepultura eclesiástica, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento:
… 5º Los que hubieran mandado quemar su cadáver.”
Finalmente una instrucción del Santo Oficio en fecha 19 de junio de 1926 volvía a reprobar “esta costumbre bárbara, que repugna no solamente a la piedad cristiana sino también natural para con los cuerpos de los difuntos y que la Iglesia, ya desde sus comienzos, ha proscrito constantemente (…) Por ello, la Sagrada Congregación del Santo Oficio exhorta con el mayor vigor a los pastores del rebaño cristiano a que muestren a los fieles encomendados a su cuidado que, en el fondo, los enemigos del nombre cristiano no ensalzan y no propagan la cremación de los cadáveres sino con el fin de apartar poco a poco los espíritus de la meditación de la muerte, privarles de la esperanza en la resurrección de los muertos y preparar así el camino al materialismo.”
Esta instrucción concluía pidiendo que los sacerdotes no dejasen de enseñar estas verdades, “a fin de que los fieles se alejen con horror de la práctica impía de la cremación.”
Pero con Pablo VI la Iglesia capituló. Hasta hoy, cuando la venerable costumbre cristiana de la inhumación va camino de desaparecer. Quiera Dios restaurar a su Iglesia.
En su obtusidad habitual, pasa por alto que la Iglesia —incluido San Pablo VI y la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe— ya aclaró que la cremación, cuando no se hace por odio a la fe o por negación de la resurrección y no se esturrean las cenizas etc, es perfectamente coherente con la doctrina católica.
Las normas restrictivas de antaño tenían su razón de ser: en un contexto donde la masonería era culturalmente hegemónica y agresiva, y donde la mayoría del pueblo carecía de formación sólida y de medios inmediatos para comprender matices, era prudente preservar los signos tradicionales para no dar lugar a equívocos. Lo mismo que Dios prohibió las imágenes en tiempos del Éxodo para evitar la idolatría de un pueblo todavía inmaduro, la Iglesia marcó distancias con la cremación mientras fuera usada como acto de desafío anticristiano.
Hoy las circunstancias han cambiado: la masonería ya no es el cuco cultural dominante, la formación es mayor, y los medios de comunicación permiten aclarar fácilmente el sentido cristiano de la cremación. Pero Urbel sigue en su línea cismática, con esa mezcla de ignorancia y orgullo que escandaliza a los lectores, seguramente abonando así los metros de su propio purgatorio
¿Por qué rechazaban los cristianos categóricamente la cremación, a pesar de los peligros? Sólo un precepto dictado directamente por los Apóstoles, que impusiera la inhumación, puede explicar esta práctica exclusiva de la Iglesia primitiva.
San Agustín enunciaba ya esta regla: una costumbre universal y constantemente practicada por la Iglesia debe presumirse de origen apostólico, esto es, establecida por los Apóstoles. Nos encontramos pues en presencia de un uso que pertenece al tesoro de la Tradición católica.
La Iglesia impuso la inhumación a los pueblos bárbaros que se convertían a la fe católica unos tras otros. Bajo su influencia, el uso de la cremación desapareció en toda la Europa cristiana; y fuera de Europa, en todos los pueblos penetrados por la civilización cristiana, la inhumación se convirtió en el rito único de los funerales.
Pero con Pablo VI la Iglesia capituló. Hasta hoy, cuando la venerable costumbre cristiana de la inhumación va camino de desaparecer. Quiera Dios restaurar a su Iglesia.
Recuerda al insensato optimismo de Pablo VI en su alocución del 2 de abril de 1969:
"Se ha observado con razón que, desde el Concilio, una ola de serenidad y optimismo se ha extendido por la Iglesia y el mundo;
un cristianismo reconfortante y positivo, podríamos decir;
un cristianismo amigable con la vida, con los hombres, incluso con los valores terrenales, con nuestra sociedad, con nuestra historia.
Casi podríamos ver en el Concilio la intención de hacer un cristianismo aceptable y amable, un cristianismo indulgente y abierto, despojado de todo rigor medieval y de toda interpretación pesimista de los hombres, sus hábitos, sus transformaciones y sus exigencias. Es cierto."
Vamos a rebatir a Urbel con claridad, solidez teológica y un poco de ironía elegante, ya que su argumento —aunque con apariencia de docto— se cae por varios flancos.
1. Tradición con t minúscula no equivale a dogma inmutable
Es cierto que San Agustín decía que una costumbre universal y constante de la Iglesia se presume de origen apostólico. Muy bien. Pero incluso esa presunción tiene límites: muchas prácticas han sido universales durante siglos sin ser de fe, ni inmutables. Por ejemplo, el ayuno eucarístico de medianoche, la tonsura clerical, la misa en latín exclusiva, etc. Todas ellas universales en su momento, y sin embargo legítimamente modificadas por la autoridad de la Iglesia porque no son dogma sino disciplina.
2. El contexto cultural importa
La inhumación fue la práctica cristiana habitual en oposición a los romanos paganos, que veían la cremación como un signo de incredulidad en la resurrección. Por eso los cristianos, para subrayar su fe en la resurrección de la carne, optaron por la sepultura. Eso tenía todo el sentido entonces, pero no significa que hoy la cremación (hecha sin negar la resurrección) sea intrínsecamente mala. La Iglesia siempre discernió entre el gesto y la intención. Hoy en día, nadie —salvo alguna secta— quema a sus muertos por negar la resurrección.
3. El Magisterio reciente ha aclarado
San Pablo VI y la Congregación para la Doctrina de la Fe aclararon (y confirmaron Juan Pablo II y Benedicto XVI) que la cremación es lícita, siempre que no se elija para negar la resurrección o por razones anticristianas. El Catecismo actual (n. 2301) es inequívoco: «La Iglesia no prohíbe la cremación, cuando no signifique una puesta en duda de la fe en la resurrección del cuerpo.»
¿Acaso Urbel cree que estos Papas y la CDF están menos atentos a la Tradición que él?
Sí, la sepultura ha sido la norma durante siglos, en un contexto concreto. Pero la autoridad de la Iglesia —que custodia la Tradición— ha enseñado que la cremación, cuando no está cargada de sentido anticristiano, es perfectamente compatible con la fe. Pretender que una disciplina prudencial se convierte en dogma porque fue universal en su tiempo es desconocer cómo funciona la Tradición y sobrevalorar las propias lecturas frente al Magisterio vivo.
Así que, Urbel, menos citar a San Agustín de manera selectiva y más leer también a Pablo VI, Juan Pablo II y el Catecismo. El fuego de la cremación no quema la esperanza de la resurrección… pero el orgullo sí chamusca bastante la humildad.
A veces no puedo evitar preguntarme —con una mezcla de perplejidad y tristeza— cómo es posible que haya gente que, teniendo a su alcance todos los medios que la gracia de Dios nos ha dado, siga encerrándose en una especie de soberbia melancólica por el pasado, incapaz de abrirse a lo que el Señor está obrando hoy. Porque no hablamos de personas privadas de recursos, sino de gente con inteligencia natural más que suficiente, con una sensatez de base que cualquiera puede cultivar, y con una abundancia de medios externos al alcance de cualquiera: formación seria e inmediata, documentos magisteriales en un clic, teología profunda y asequible, consejos espirituales sin fin… Y a todo eso se suman las mociones interiores que Dios, que no se deja ganar en generosidad, sin duda concede incluso a los más contumaces, para invitarles a la conversión y la paz.
Y sin embargo —y esto es lo que me desconcierta— se obstinan. Se encierran en su nostalgia mal digerida, esa especie de culto a un pasado idealizado que no fue tan perfecto como lo pintan, y desde ahí arremeten contra la Iglesia viva, como si el Espíritu Santo se hubiera jubilado en 1962 y ya no soplara.
Lo que agrava todavía más esta actitud es cuando esa persona, además, es sacerdote —como por desgracia todo indica que es el caso de Urbel—. Porque un sacerdote tiene la gravísima responsabilidad de ser instrumento de unidad y maestro de comunión, no de discordia. Cuando un presbítero, que debería alimentar con humildad a las ovejas, se dedica a escandalizar a los fieles, sembrando sospechas sobre papas canonizados y despreciando las legítimas decisiones del Magisterio, no sólo falta a la caridad, sino que traiciona su propia misión y hace que las almas tropiecen. Eso no es sólo soberbia: es ceguera con mitra, túnica y faja.
Es doloroso ver que alguien con tanta luz, con tanto don recibido, con la gracia ofrecida tantas veces, elige cerrarse a ella en nombre de su propio criterio. Más doloroso todavía cuando, en vez de ser un pastor que sana heridas, se convierte en un lobo que las abre. El Señor —gracias a Él— no se cansa de llamar a la puerta, pero si uno decide atrincherarse en la melancolía y en la amargura de su soberbia, ni toda la luz del mundo le ilumina.
Por eso no me canso de pedir, por él y por todos los que están en esa situación, que descubran que la Gracia es más grande que su nostalgia, más viva que sus ídolos y más misericordiosa que su rigidez. Porque, al final, uno no se salva por tener razón en un blog, sino por dejarse amar y transformar por Dios.
Esa nostalgia suya, que más que sana memoria es ya una caspa rancia —permítame la expresión—, no excusa que usted convierta su amargura en doctrina y su resentimiento en ley. Lo peor es que no sólo se envenena usted, sino que perturba a otros: posiblemente a muchas consagradas que, desde el silencio y la discreción de su celda, leen blogs como este para alimentar su fe, y se encuentran con sus palabras llenas de rencor y sospecha, que les siembran dudas y les turban el espíritu. ¿Se da cuenta del daño que hace a esas almas, que no tienen ni su edad, ni su experiencia, ni —gracias a Dios— su amargura?
Ojalá me equivoque, de veras, y ojalá estas palabras le sirvan para detenerse, reflexionar y volver a la humildad de la fe, a la confianza en que el Espíritu sigue guiando a la Iglesia. Pero si no lo hace, si persiste en esa obstinación y en ese desprecio público hacia el Cuerpo de Cristo, me temo que lo va a pagar caro. No sólo aquí, con su soledad y su rigidez, sino también cuando tenga que dar cuentas al Dueño de la viña. Porque de cada palabra ociosa —y más aún de cada palabra venenosa— habrá que responder.
Que la Virgen, madre de la Iglesia y madre nuestra, le conceda todavía la gracia de la mansedumbre y la conversión.
investigación acerca del arte del ósculo
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No es investigación, es experiencia propia personal avanzada.
Lo suyo ya no es simple confusión, es irresponsabilidad. Que usted, con la edad, cultura y —presumiblemente— formación que aparenta, siga arremetiendo contra una práctica expresamente permitida y regulada por la Iglesia como es la incineración, sólo puede calificarse de temeridad. Y más aún, cuando esa práctica no es una rareza caprichosa, sino muchas veces la única opción digna y posible para millares de familias que no pueden costear un ataúd, un nicho y un cementerio tradicional.
La Iglesia, en su sabia y materna prudencia, después de siglos de discernimiento, ha emitido documentos claros (como Ad resurgendum cum Christo, 2016) donde explica que la incineración no ofende en nada la fe en la resurrección de la carne y es perfectamente lícita, siempre que no se haga para negar esa fe. Y es que el cuerpo —ya sea en urna en un columbario o bajo tierra en un ataúd— vuelve igualmente al polvo, esperando la gloriosa resurrección.
Es preocupante que usted, con sus comentarios de rancio abolengo y nostalgia mal digerida, perturbe la conciencia de los fieles que leen aquí. Y no sólo de los fieles en general, sino quizá de muchas religiosas en conventos, mujeres de profunda fe y entrega, que desde el silencio de su celda leen estas entradas para formarse, y a las que usted pone innecesariamente en angustia espiritual con su retórica venenosa y su desprecio por el Magisterio.
Sepa usted que eso no es sólo un error, sino un pecado de escándalo: empujar a otros a dudar de la sabiduría de la Iglesia y de su propia paz interior por su soberbia personal. Y esos pecados, como bien sabe, claman al cielo.
En vez de agitar miedos, dedíquese a leer —sin prejuicios ni conspiraciones— lo que el Papa, la Congregación para la Doctrina de la Fe y los obispos han dicho. La urna en un columbario de un convento no es menos digna, ni menos santa, ni menos cristiana que un ataúd bajo tierra. Es, de hecho, una expresión contemporánea y perfectamente aceptable de nuestra esperanza en la resurrección.
Así que, por favor, por caridad con los demás y con su propio juicio, modere su lengua y someta su opinión a la autoridad de la Iglesia que dice seguir. Porque no le quepa duda de que quien escandaliza a los pequeños con sus palabras tendrá que rendir cuentas severas.
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
Instrucción Ad resurgendum cum Christo
acerca de la sepultura de los difuntos
y la conservación de las cenizas en caso de cremación
1. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor» (2 Co 5, 8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia»[1]. Este cambio de la disciplina eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).
Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.
2. La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianismo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15,3-5).
Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22).
Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo y asimilados sacramentalmente a él: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos»(Col 2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).
Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo»[2]. Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrección: «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella»[3].
3. Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados[4].
En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte[5], la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal[6].
La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria[7].
Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne[8], y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia[9]. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.
Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas»[10].
Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos[11], y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericordia corporal[12].
Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.
Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.
4. Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo[13].
La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana»[14].
En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferencia religiosa.
5. Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente.
Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia»[15].
La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.
6. Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.
7. Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.
8. En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho[16].
El Sumo Pontífice Francisco, en audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2 de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación.
Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.
GerhardCard. Müller
Prefecto
+Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Secretario
La razón por la cual la Iglesia se opone a la cremación no es porque esté en contradicción con un dogma de la fe católica. La resurrección no es más difícil después de la cremación que después de la corrupción total del cuerpo sepultado.
… La Iglesia católica condena la cremación ante todo porque es contraria a la antiquísima tradición cristiana y humana, al uso tan antiguo como el mismo género humano, basado en los justos sentimientos de reverencia para con el cuerpo humano … la reverencia pide que no sea destruido violentamente, sino depositado piadosamente en la tierra, como semilla que ha de resucitar un día a vida nueva.
La sepultura no sólo se adapta mejor a la liturgia tradicional de la Iglesia, sino a cualquier rito funerario que quiere expresar e inculcar a los circunstantes los grandes misterios de la muerte cristiana y de la vida después de la muerte.
… Quemar un cuerpo no es por lo tanto un acto malo por su naturaleza íntima, pero tampoco es exacto decir que se trata de una ley puramente positiva. La Iglesia, en efecto, no cambiará su posición relativa a la cremación.”
Francesco Roberti – Pietro Palazzini, “Diccionario de Teología Moral” (segunda edición en italinao, 1957), Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1960, voz “Cremación”, pp. 317 – 318.
No quemarlos.
… Quemar un cuerpo no es por lo tanto un acto malo por su naturaleza íntima, pero tampoco es exacto decir que se trata de una ley puramente positiva. La Iglesia, en efecto, no cambiará su posición relativa a la cremación.”
Francesco Roberti – Pietro Palazzini, “Diccionario de Teología Moral” (segunda edición en italinao, 1957), Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1960, voz “Cremación”, pp. 317 – 318.
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Usted ha perdido el juicio literalmente. Se atreve a citar textos de libros de autores varios para arremeter y reirse de San PAblo VI y de la Sagrada Congregación para la doctrina de la Fe y su prefecto de entonces el Cardenal Müller
Usted insiste en sus ataques a la cremación aferrándose, cual percebe a la roca, a la fórmula literal “enterrar a los muertos”, como si se tratara de un contrato notarial en lugar de una obra de misericordia con sentido espiritual y pastoral. Pero permítame recordarle, con cariño y con datos, que las obras de misericordia se formularon en una época en que la cremación sencillamente no existía como práctica socialmente aceptable: no había hornos crematorios, no había masones queriendo burlarse de la resurrección, y no había familias obligadas a vender un riñón y medio del otro para pagar un nicho decente.
Además, reducir el espíritu evangélico a un literalismo tan chusco es como decir que “dar de beber al sediento” significa únicamente agua del pozo, en cubo de barro, y nada de botellas de plástico ni sueros intravenosos, porque “en la Biblia no ponía otra cosa”. Ridículo, ¿verdad? Pues eso mismo sucede con el “entierro”. La Iglesia, que por cierto sabe algo más que usted sobre Tradición y caridad pastoral, ha enseñado con claridad que la cremación, realizada con respeto y sin intención contraria a la fe, cumple con la obra de misericordia y con la esperanza en la resurrección.
Así que le sugiero que deje de perturbar la conciencia de los sencillos —muchos de los cuales, como religiosas ancianas o familias humildes, leen estas cosas con verdadero dolor— y que en vez de escandalizar a los pequeños por su propia nostalgia rancia, medite usted en otra obra de misericordia: instruir al que no sabe, empezando por usted mismo.
En resumen: la misericordia no se mide en metros cúbicos de tierra ni en el tipo de ataúd, sino en la caridad y la esperanza con la que se trata el cuerpo de nuestros hermanos difuntos. Todo lo demás es sofisma, soberbia y, francamente, un escándalo.
Atentamente,
Uno que aún no ha vendido los dos riñones para poder morirse dignamente.
De verdad, lo suyo ya roza lo patológico. Tiene usted tanto asco y tanto rencor a la Iglesia Católica —sí, esa misma Iglesia que le bautizó, le alimentó en los sacramentos, le ha dado siglos de santos y mártires— que no puede dejar pasar ni un resquicio para arremeter contra ella. Y no contento con eso, se dedica a revolver entrevistas, raspar párrafos sueltos de documentos no magisteriales, y coleccionar frases aisladas de autores diversos —a menudo incluso descontextualizadas— para montar su triste tenderete de ataques contra los Papas y las disposiciones de la Iglesia desde san Juan XXIII hasta hoy.
Eso sí, su método es digno de estudio: como un mal detective, se dedica a juntar piezas que no encajan para luego presentarlas como prueba de una supuesta “conspiración” o “desviación” de la Iglesia. Se apaña igual con una homilía improvisada de san Juan Pablo II, con un apunte de un teólogo de quinta fila, una entrevista de la BBC o con un decreto pastoral, y lo mezcla todo como quien hace un cóctel Molotov para lanzarlo contra el Papa o dicasterio elegido como diana —que para colmo, en su mayoría han sido canonizados—.
Pero lo más triste no es su obsesión, sino el daño que hace usted a los sencillos: a los que leen buena voluntad en los documentos, a los que buscan consuelo en los Papas, a los que aman la Iglesia sin esta enfermiza manía persecutoria suya. Porque su cruzada no instruye ni edifica, solo confunde y escandaliza, y da a entender que el demonio reside en Roma cuando en realidad es más probable que le esté susurrando a usted mientras garabatea estos comentarios.
Así que, por caridad, Urbel, deje usted de escarbar en frases sacadas de contexto para alimentar su animadversión y reconcilíese de una vez con la Iglesia, que bastante tiene con cargar con sus enemigos externos como para sufrir también las puyas de los hijos cismáticos ingratos.
Soy admirador fiel de los Santos y creo aquello de que "los Santos son los mejores intérpretes del Evangelio" pero, hay posiciones teológicas del siglo quinto, decimotercero y decimosexto, por ejemplo, que ya hoy NO son sostenibles.
En referencia a la cremación, lo que sí no aplaudo, es la autorización, dada en el Pontificado anterior, para que las cenizas de los cuerpos cremados, puedan permanecer en las casas de sus deudos: estas deben ser depositadas en un lugar sagrado.
Dicasterio usted da asco cada vez que ataca a Urbel igual que todos los demas que lo atacan.
Quien Cree en Dios, entierra. Quien no, incinera. Y PUNTO. Dejad de tomar el pelo, que no cuela
Es lo que siempre quiso la masonería: arrebatar a la Iglesia todo poder sobre las naciones, sobre los vivos ... y sobre los muertos.
Una circular de los masones franceses de finales del siglo XIX decía:
“Los hermanos deberían emplear todos los medios para propagar el uso de la cremación. La Iglesia, al prohibir quemar los cuerpos, afirma sus derechos sobre los vivos y sobre los muertos, sobre las conciencias y sobre los cuerpos, y pretende conservar entre el vulgo las creencias, hoy disipadas a la luz de la ciencia, tocantes al alma espiritual y la vida futura.”
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Es cuando se autorizan estas cosas y con estos argumentos, cuando se da el primer paso a todas las interpretaciones posibles de lo "higiénico" lo "económico" y lo "social", y es fatal. Porque el hombre moderno encuentra todas las excusas posibles, desde los "adelantos científicos" hasta... lo que a usted se le ocurra. Y obviando, claro está, lo de verdaderamente graves.
En fin, una verdadera lástima. Por decir lo menos.
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