¿Por qué transforma la vida, y la colma de alegría, entregarse, por amor a Dios, al hermano necesitado?

Buena pregunta. He ahí la cuestión, de la que depende todo nuestro ser y nuestra eternidad. Los santos con su lumínica estela han trazado de mirra e incienso la senda de oro que conduce a la Gloria. Ellos han sido los mejores negociantes, renunciando a las chabolas de la tierra para invertir en las mansiones celestes. En el crepuscular atardecer vital nos sorprenderán radiantes las intensísimas luces del juicio de Dios. Una luz tan esplendorosa que dejará en evidencia, en patena áurea, toda mácula empecatada.

La crucial prueba de la selectividad divina para ser admitidos en la universidad celestial será sobre la asignatura príncipe del amor. El que se salva lo sabrá todo en Dios y el que se condena nada sabrá y vivirá eternamente atormentado, al quedar radicalmente mutilada su capacidad de amar. Si por gracia de Dios somos admitidos en la cátedra del paraíso, muy probablemente aún tengamos que purgar todas las faltas de amor que no hayan sido lavadas con la sangre martirial o borradas con ardientes lágrimas de profunda compunción y áspera penitencia.

Formulé una pregunta con semilla de respuesta. Hay que vivirlo interiormente, o mejor dicho, hacer un acto de fe y dejar que el Señor nos transforme por dentro y ahí está Él, en palabras de San Agustín, más dentro de nosotros que nosotros mismos. Permitir que con nuestra colaboración y su alquimia divina vaya mutando nuestro corazón egoísta, duro como el pedernal, en un corazón de carne, que sufre en el alma el dolor ajeno. Compadecer es “padecer con”, sufrir con el hermano sufriente, escucharlo, compartir sus alegrías e inquietudes, ser un fornido cirineo en las escarpadas rampas de su calvario particular. Tener un encuentro amoroso con él, un encuentro, como dardo encendido, en el corazón de Cristo, puro y desinteresado.

Y todo esto no por vacua filantropía, sino por los quilates del amor a Cristo, que nos enseñó que lo que hagamos con estos pequeñuelos se lo hacemos a Él. Si hasta los mismos gánsteres son muy fieles en cuidar a sus protegidos, ¿Qué no hará nuestro Señor con sus escogidos?

No es una mera cuestión de sentimiento, aunque a menudo se puede palpar el rocío de una gran paz y saborear el maná de la plena alegría, es un temario denso de profunda adhesión a la voluntad de Dios, en el olvido de lo propio y morir a uno mismo para nacer en Dios. Es sepultar el grano en un surco profundo para que asiente frondosas raíces el árbol de la caridad. Siempre he tenido muy claro, siguiendo a San Pablo, que el catolicismo tiene que concretarse en obras de caridad, si no, es una fe muerta. Hechos son amores y no buenas razones. Pero también soy consciente de que a muchas personas les cuesta dar el paso, pues a todos nos ha costado y nos sigue costando porfiar por la angosta vereda que lleva a la Vida.

Gracias a Dios en nuestras ciudades contamos con oasis de adoración y acudimos con el cántaro sufriente de nuestra alma a la fonte a saciar nuestra sed de Dios. La oración es el alma de todo apostolado y el viático del mismo. La oración es la respiración del alma, aire puro para el pulmón del ser. Si dejamos de rezar morimos espiritualmente, como el pez sucumbe ipso facto fuera de su hábitat acuoso. Luego, debemos buscar en cada momento la presencia de Dios para que aquellos momentos de intimidad en exclusiva con el Creador se prolonguen dulcemente durante todo el día y no se nos seque el alma en el tórrido desierto de la vida.

Pero no siempre es fácil encontrar plataformas a través de las cuales realizar un apostolado concreto. O mejor dicho no es sencillo encontrar el sitio y la labor en la que puedes encajar. O, ¿por qué no decirlo?, nos faltan las ganas de hacerlo, el renunciar a tu tiempo y comodidad, arrancar de cuajo las horas de la siesta, cortar de raíz con el ocio superfluo, sepultar mil bagatelas que nos enredan y deslizan nuestra vida en una pendiente baldía…Tenemos que pedirlo en oración al Señor, hacer su voluntad en aquellos apostolados que puedan servir más a su gloria. Para ello debemos recurrir a Nuestra Madre del Cielo, que nos dará, como a párvulos en papilla, el manjar que nutra en cada momento la acción que más agrada a nuestro Dios.

Suele ser muy conveniente seguir el consejo de un santo sacerdote que nos puede inspirar aquellas acciones más aptas a nuestras capacidades.

El demonio pone muchas trabas y te hace creer que lo mejor es desistir de esa idea, que ya es demasiado lo que hacemos o que ya lo haremos en un mañana incierto que puede nunca llegar. No caigamos en esa tentación, hay que dar el salto de la fe y lanzarse al vacío de la prueba, a entregarse a Dios a través de un compromiso concreto. Esto lo digo por los seglares que buscan la santidad, a través de su estado de vida, a la que todos estamos llamados. El sacerdote y los religiosos, en teoría, ya tienen o deberían tener el cauce idóneo para entregarse por completo y de una manera indivisa al Señor.

Si lo piensas fríamente puede a priori no resultar excesivamente atractivo visitar enfermos, acompañar a personas mayores, consolar a los presos…y un sinfín de colores del caleidoscopio de la caridad. El amor, en donde se produce el encuentro, es ingenioso y creativo. Dios está deseando que te entregues a Él a través del servicio al hermano que más lo necesita. Y te facilita las cosas, cincelando de dulzura aquello que en tu imaginación, la loca de la casa, se dibujaba desabrido. La vida cobra sentido cuando, insisto, por amor a Dios y tras meditarlo en la oración, decidimos dar el paso de entregar nuestra vida a la extensión de su Reino.

Pero una vez lo logras e integras en tu vida el hábito de hacerlo, la transformación interior que produce es indescriptible. Las obras de caridad, las obras de amor servicio, aunque aparentemente no posean un ápice de brillo a los ojos del mundo cotizan muy alto para la vida eterna y ya otorgan un anticipo tan sabroso que tiene, en cierta manera, sabor de Cielo. Tu vida se ordena como un puzle seráfico y dejas de pensar en ti de manera desordenada y empiezas a amar al prójimo como a ti mismo. Por supuesto que sobre este camino de rosas de conformidad y senda llana entre flores, no faltarán espinas de dolor y pruebas punzantes, pero el Señor nos dará la fuerza para superarlas y el bálsamo de su gracia para perseverar raudamente en la autopista del bien emprendido que nos llevará al Cielo.

Por Javier Navascués

3 comentarios

  
Luis Fernando
Magnífica reflexión.
29/11/24 9:32 AM
  
Eufemio
Gracias, Javier, sigue obsequiándonos con perlas como esta. Un abrazo
29/11/24 11:54 AM
  
Manuel
La clave la verdadera felicidad, ojalá leyeran este artículo en todos los colegios.
29/11/24 4:28 PM

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