El espíritu contrarrevolucionario de la Navidad. Entrevista a César Félix Sánchez

César Félix Sánchez Martínez es doctor en Humanidades por la Universidad de Piura, Perú, así como bachiller y magíster en filosofía, bachiller y licenciado en literatura y lingüística y diplomado en historia. Es profesor en varios seminarios diocesanos y casas religiosas de formación. Es actualmente presidente de la filial en Arequipa, Perú, de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.

Es ya un lugar común denunciar la profunda falsificación que padecen las fiestas navideñas, ¿cuál es el origen de este proceso?

En esta época del año, la cultura popular masificada y los medios de comunicación se esmeran por falsificar el verdadero espíritu de esta fiesta desde hace ya bastante tiempo. Esta falsificación tiene sus orígenes en la primera gran revolución anticristiana: el protestantismo, particularmente en su impostación anglosajona.

El más grande enemigo de la Navidad de toda la historia después de Satanás fue Oliver Cromwell (1599-1658), el dictador regicida inglés creador de una teocracia demagógica inspirada en el calvinismo más extremista. Prohibió bajo penas severas celebrarla. Recién con la Restauración y, más propiamente, en el siglo XIX, de la mano de Charles Dickens y de la reina Victoria se intentó que en Gran Bretaña se popularizase de nuevo la celebración, aunque teñida de elementos románticos y “mágicos”. Parece ser que la migración católica a Inglaterra en aquella primera mitad del siglo XIX (exiliados franceses y inmigrantes irlandeses) y a Estados Unidos, generó en algunos sectores del pueblo y de la burguesía una gran nostalgia por esas festividades, que los católicos jamás dejaron de celebrar. Incluso en la América virreinal la Navidad era una gran fiesta que llegaba a opacar a la Epifanía (muy celebrada en la península) e incluso al tiempo pascual. De eso dan fe, por ejemplo, los grandes villancicos indohispanos, como la cachua Dennos lecencia, señores (s. XVI-XVII) del Códice Martínez de Compañón, que se cantaba y bailaba en el obispado de Trujillo del Perú, y que últimamente ha alcanzado gran fama universal.

Cuando llega el siglo XX, en Estados Unidos, algunos sectores muy influyentes en la economía y la cultura popular, de orígenes no cristianos o aún anticristianos, vieron con mucha urgencia la necesidad de descristianizar la Navidad. Y lo lograron, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, ayudados por la secularización de las costumbres que siguió al proceso de autodemolición del cristianismo. Este proceso se hace universal con la “norteamericanización” del mundo. Así, la Navidad pasa a ser, en el mejor de los casos, un ejemplo de enciclopedia del valor de la religión en el pragmatismo de William James: algo muy probablemente falso pero que nos sirve para unirnos más y ser mejores, y, en el peor, una especie de potlachconsumista, que llena la faltriquera de toda clase de pícaros. La figura grotesca de “Santa Claus” -creada por The Coca Cola Company a partir de deformaciones folklóricas de San Nicolás traídas por flamencos establecidos en la costa este del país- representa ambos extremos.

¿Cómo podríamos definir entonces el verdadero espíritu de la Navidad, entonces?

Es la fiesta del Nacimiento del Verbo Encarnado, la plena y pública manifestación de la irrupción del Logos eterno en la Historia. Por lo tanto, tendrá que ser un espíritu social. Y la manifestación social del Verbo Encarnado en la Historia no puede ser más que profundamente contrarrevolucionaria. Por eso podemos decir que la Navidad siempre será católica y contrarrevolucionaria, aunque les pese a los enemigos del orden cristiano. De ahí que la Navidad haya sido siempre la constante piedra de escándalo de laicistas de todo tipo. Nunca han podido destruirla, porque su fuerza reside en una promesa de redención y sobrenaturalización de todas las realidades humanas, incluso de las más humildes y sencillas. Y, por eso, la consecuencia necesaria de la Navidad es el reinado social de Jesucristo, es decir, la civilización cristiana.

Los grandes pensadores contrarrevolucionarios se dieron perfecta cuenta de esto. Tenemos el caso del brasileño Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995), autor de profundas meditaciones navideñas recogidas en un libro magnífico titulado El Príncipe de Paz. Meditaciones para el Adviento y la Navidad, y realizadas durante los momentos más trágicos y decisivos del siglo XX. Allí reflexiona sobre distintos aspectos de esta fiesta: desde la Gloria a Dios en las alturas, anunciada por los ángeles a los hombres aquella Noche Sagrada (profundamente significativa y muy pasada por alto), hasta la ofensiva laicista y revolucionaria contra la Navidad y el orden cristiano, así como la esperanza fundada de una restauración. Nos dice lo siguiente: “Nuestra época es un valle sombrío entre dos cumbres: la civilización del pasado, de la que decaímos a través de sucesivas catástrofes que comenzaron con la seudo-Reforma y culminaron con los totalitarismos de derecha e izquierda; y la civilización del futuro, hacia la cual caminamos a través de luchas y sinsabores que llenan, a cada momento, de cruces nuestro camino. Precisamente por eso, porque vivimos en los últimos momentos de un mundo que expira y ya vemos las señales precursoras de otro que nace, la lección de la Navidad tiene para nosotros un significado profundo que debemos meditar en los días de hoy” (O Legiónario, n. 328, 25/12/1938).

¿Y cuál es ese significado? Alcanzar esa gracia única de estos días: “Puestos los ojos en María, unidos a Ella, por medio de Ella, pidamos en esta Navidad la gracia única que realmente importa: el Reino de Dios en nosotros y en torno de nosotros. Todo lo demás nos será dado por añadidura” (Catolicismo, n. 24, diciembre de 1952).

¡Muy interesante! También nuestro Juan Vázquez de Mella (1861-1928) reflexionaba sobre la Navidad…

Sí, el fogoso diputado y pensador contrarrevolucionario asturiano tiene una meditación muy sugerente sobre la Nochebuena. Está en el segundo tomo de sus Obras Completas del excmo. Señor don Juan Vázquez de Mella y Fanjul, editado por la Junta del Homenaje a Mella en Madrid, en 1931, con prólogo del futuro mártir Víctor Pradera. Parece que fue un artículo publicado a fines del siglo XIX en El Correo Español. Ahí señala lo siguiente: “Los Reyes Magos, guiados por celeste luz, van a postrarse ante la cuna del Dios-hombre como ejemplo del deber que tienen todas las potestades de rendirse ante la suya, y como muestra de la obligación que pesa sobre los reyes de hincar la rodilla y ofrecer la corona al que da y quita los reinos y juzga las justicias de los hombres. En el portal de Belén comienza aquella frontera que termina en el Calvario y que separa permanentemente dos mundos: El que se engrandece y prospera a la sombra protectora de la Cruz, porque es libre al amparo de su ley; y el que esclaviza al hombre con la cadena del naturalismo y ahoga la sublime tendencia de su naturaleza a la posesión del bien infinito, encerrándola en el estrecho vínculo de la vida presente, y mostrándole como único porvenir este valle de lágrimas, convertido en tenebrosa mazmorra cuando no le iluminan los eternos resplandores”.

La Navidad sería por tanto un antídoto perfecto contra los errores de la Modernidad…

El constitutivo formal de la Modernidad filosófica y religiosa consiste en el llamado principio de autonomía, que separa a lo humano de lo divino, al individuo de la sociedad y al presente de la Tradición y la Eternidad. La Navidad, por el contrario, celebra la unión de lo humano y lo divino en Nuestro Señor Jesucristo, no solo encarnado en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, sino nacido ya de su seno para ser adorado por los hombres: plebeyos y nobles, sabios y simples, judíos y gentiles, en la persona de los pastores y los magos. Y no solo por los hombres, sino por las Sustancias Espirituales separadas y por la creación toda, secundum quid. La Navidad, además, es la fiesta de la familia y de la verdadera solidaridad, contra el igualitarismo que, sea en su visión colectivista o individualista, anula las relaciones naturales entre las personas. Y finalmente, por su condición esencialmente litúrgica, une el presente con la Eternidad y compendia los signos y anuncios mesiánicos de la historia sagrada previa.

¿Cómo vive la liturgia tradicional la Navidad?

El rito romano tradicional nos revela innumerables misterios y riquezas en estos días, tanto en los últimos días del Adviento, como en la Nochebuena y la Navidad. Desde las antífonas de la O hasta el himno Rorate Caeli, y todo, en verdad, nos habla en el Adviento de la primera y segunda venidas de Cristo. Las témporas de Adviento, que se celebraron la semana pasada, también tienen una riqueza litúrgica y escriturística extraordinaria: son el tiempo más penitencial de este periodo y en las lecciones se leen las profecías veterotestamentarias sobre el advenimiento del Mesías y la unión más profunda entre lo humano y lo divino que significará su nacimiento.

La liturgia navideña, por su parte, revela la gran alegría de la Iglesia ante esta unión sobrenatural entre lo humano y lo divino y sus incalculables consecuencias en todos los órdenes. De este gran gozo de los hombres ante esta buena noticia nos habla la liturgia: “Laeténtur caeli, et exsúltet terra ante faciem Domini”/¡Alégrense los cielos y exulte la tierra ante la faz del Señor! (Ofertorio de la Misa de Medianoche de la Natividad del Señor), “Viderunt omnes fines terrae salutáre Dei nostri: jubilate Deo, omnis terra”/ ¡Vieron todos los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios; canta a Dios, ¡oh tierra toda!” (Gradual de la Misa del Día de la Natividad del Señor). La vida cotidiana se ha encontrado finalmente con la Eternidad. Los pastores, en medio de sus labores habituales, recibieron el anuncio de la boca misma de los ministros de Dios altísimo, los ángeles, incluso antes que los contemplativos, que tuvieron que conformarse con interpretar un signo celeste y llegar tarde. Sobre esta diferencia del anuncio entre los pastores y los magos le gustaba reflexionar al gran escritor católico inglés Evelyn Waugh.

Háblenos de la llamada tregua de Navidad de 1914, que siempre se recuerda en estas fechas. La influencia de Benedicto XV ha sido olvidada en este punto…

Sí, por lo general se ignora en las representaciones cinematográficas de este acontecimiento el llamado a la paz que hizo Benedicto XV el 7 de diciembre de 1914: “Que se silencien las armas al menos en la noche en que los ángeles cantaron”. Pero un historiador contemporáneo como sir Max Hastings, en 1914. El año de la catástrofe lo reconoce: “Cuando se acercaba la Navidad, el papa Benedicto XV hizo un llamamiento público para que, en aquellas fechas santas del cristianismo, se suspendieran las hostilidades. Gobiernos y comandantes rechazaron de inmediato la idea, pero sus soldados se mostraron mejor dispuestos. Las treguas espontáneas de 1914 -porque hubo muchas, en todos los frentes, menos en el serbio- atraen con fuerza la imaginación de la posteridad, como símbolo de la inutilidad de un conflicto en el que no había una verdadera animosidad o propósito. Se trata de una conclusión bastante injustificada (…) Los accesos de sentimentalismo y autocompasión de diciembre de 1914, casi todos iniciados por alemanes, solo eran reflejo del hecho de que, en Navidad, casi todos los miembros de la cultura cristiana deseaban estar en casa con los suyos (…)”.

Aunque, al menos Hastings reconoce el papel jugado por el pontífice y, al menos, menciona la cultura cristiana, creo que es evidente, incluso por propios datos que él mismo brinda sobre la tregua, que no solo fue un “sentimentalismo” nacido del querer “estar en casa con los suyos”. Los soldados de todos los ejércitos de aquella época no vivían todavía la catarata de estímulos sensibles asociados a la reducción de la Navidad a un mero festival familiar donde todos deben regresar al hogar ancestral como podría ser el Año Nuevo chino, ni tampoco eran hombres-masa sin identidad, ávidos solamente de regresar a su rincón caliente particular donde pudieran dar rienda suelta a sus apetitos sensibles, sino que también se sentían parte de un todo mayor, de la Cristiandad, aunque ahora en ruinas, que los unía en una devoción a Cristo más allá de sus diferencias políticas contingentes. Y, además, lo que los movió a salir de sus trincheras fue también poder ayudar con pequeños actos de caridad a sus “pobres” enemigos en recuerdo e imitación de su Señor, aun si borrosamente vislumbrados.

Las pruebas de este espíritu las ofrece el mismo Hastings: la historia poco conocida de la tregua entre belgas y alemanes en el frente de Ypres. Recordemos que el paso del Heer imperial por las tierras de Flandes durante los últimos meses había sido todo menos misericordioso, y existía una viva animosidad entre ambos pueblos (claro que palidecería comparada con los odios monstruosos de la siguiente guerra, signada ya por el totalitarismo). En esa ocasión, dos oficiales alemanes pidieron ver, en medio de la tregua de esa Nochebuena, a un capellán castrense belga para entregarle un cáliz que habían encontrado durante la batalla por Dixmude.

Además, el único ejército donde existió cierta apertura a la idea de una tregua navideña por parte del alto liderazgo fue, como no podía ser de otra forma, el de la católica monarquía austrohúngara. Escribe Hastings: “El día de Navidad, en Galizia, las tropas austríacas recibieron orden de no disparar a menos que se les provocara y los rusos mostraron la misma contención. Algunos sitiadores de Przemysl depositaron tres árboles de Navidad en tierra de nadie, con una nota cortés dirigida al enemigo: ‘Les deseamos, héroes de Przemysl, una feliz Navidad y esperamos llegar a un acuerdo pacífico lo antes posible’. Hubo encuentros de soldados en terreno intermedio (…). Cuando los hombres del zar celebraron sus propias festividades, unos pocos días más tarde, las tropas habsburguesas les correspondieron”.

¿No tendría que ver este mayor compromiso con la tregua de la monarquía católica austríaca en particular (y de los soldados de las monarquías cristianas alemana y rusa, en general) con el hecho de que era esta un último vestigio de la Cristiandad? Nada refleja la condición de la Gran Guerra como suicidio de la Europa cristiana que el hecho de que la tregua de Navidad de 1914 no haya vuelto a repetirse jamás.

Ahora también hay una guerra en el mundo y en Europa oriental, precisamente. Pero ya no se enfrentan Francisco José con Nicolás II sino Zelenski con Putin. No esperemos ningún gesto de grandeza esta Navidad, sino las usuales manipulaciones emocionales ridículas, las mentiras y los maquiavelismos y crueldades de todo tipo que hemos venido observando en estos meses.

Hablemos ahora de los villancicos tradicionales, ¿cómo contribuyen a vivir con intensidad el espíritu navideño?

Todos los misterios de la Redención, de la unión de lo finito y lo infinito y de sus consecuencias para el hombre se reflejan en los villancicos tradicionales de todas las naciones cristianas, en una correspondencia perfecta entre medio y mensaje, pues es precisamente la Navidad la que genera que, de todas las artes folklóricas del universo, las surgidas del Occidente cristiano hayan sido las que alcanzasen mayor profundidad metafísica y estética. El carácter popular de los villancicos se corresponde perfectamente con el carácter popular de la Navidad: un escenario de gentes sencillas, trabajadoras, en medio de sus labores cotidianas con sus animales domésticos, pero que se aprestan a recibir la visita de Dios. Eso es algo que no tiene ningún punto de comparación con las teogonías mitológicas de todos los pueblos paganos, en las que el nacimiento o irrupción del dios está rodeado de elementos insólitos y espectaculares, que reflejan la divinización de las fuerzas de la naturaleza incontrolables o de la fuerza militar de los liderazgos políticos.

Desde Stille Nacht compuesta hace doscientos años por el maestro Gruber y el párroco rural Mohr en Austria, hasta el Adeste Fideles del católico inglés -jacobita y contrarrevolucionario- John Francis Wade (1711-1786), la música popular ligada a la Navidad ha sabido conjugar poesía con profundidad teológica, logrando una belleza tan singular que ha cautivado incluso a los no cristianos.

Los enemigos de la Iglesia combaten los villancicos y todo signo religioso de la Navidad en los espacios públicos…

Siempre habrá un odio a la Navidad por parte de los enemigos de Cristo. No nos referimos aquí, claro está, a los que por ignorancia y/o hastío repudian la Navidad made-in-USA. El laicismo, plenamente coherente con sus principios, pretende expulsar del espacio público a la Navidad, porque entiende correctamente que no puede dejar de ser católica y contrarrevolucionaria, a pesar de tantos siglos de desfiguración. Ahora la moda ideológica va por “deconstruir” la Navidad presentándola como racista y patriarcal. Pero los enemigos de la Navidad se están topando con reacciones cada vez más vivas por parte de sectores importantes de la opinión pública, incluso no particularmente religiosos, cansados de ver que las cosas más queridas acaban siendo pisoteadas y blasfemadas por élites corruptas. ¿Será la “sublime tendencia” de la naturaleza humana que aspira a los bienes infinitos, de la que hablaba Vázquez de Mella, y que todavía vive, como un pequeño rescoldo, en el corazón de tantos extraviados? ¿O será una de las “señales precursoras” de esa civilización restaurada en Cristo anunciada por Plinio Corrêa de Oliveira? Sea lo que fuere, fiat voluntas Domini. ¡Una Santa Navidad a todos!

Por Javier Navascués

1 comentario

  
Masivo
En efecto Cromwell prohibió celebrar la Navidad, y muchas otras cosas como bailar, tocar música o jugar a las cartas.
23/12/22 8:56 PM

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