Carta a los jóvenes católicos
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Carta a los jóvenes católicos

Jóvenes, recordadlo: somos capaces de Dios. Esta es una verdad que podría ser tomada por una muestra de inconsideración o de soberbia si hubiera sido imaginada por el hombre, pero como es Dios mismo quien nos la ha revelado, como no ha fundado su Iglesia sino para que la conozcamos, aceptemos y actuemos en consecuencia movidos por su gracia, recordárnosla a nosotros mismos y recordársela a los demás se convierte en un deber. Es Dios mismo quien nos otorga las fuerzas para elevarnos hasta Él.

Queridos jóvenes católicos,

Sólo quien os exige os valora. Tened siempre presente esta verdad que os puede servir de criterio en las encrucijadas de vuestra vida, en esos momentos decisivos en que deberéis elegir si seguir un camino u otro. Hay pasos que deciden nuestra biografía de una vez para siempre, que nos introducen en un largo pasadizo que se va cerrando a nuestras espaldas y que nos impide retroceder. En esas ocasiones, por lo general, no hay demasiado tiempo para decidirse, por lo que es de gran utilidad tener a mano una regla que nos ayude a tomar la mejor resolución tan rápidamente como lo haría el instinto y tan poco sujeta al arrepentimiento como lo haría la reflexión. Una verdad, en fin, reconocida de antemano y que nos sirva en los momentos en que no hay tiempo para comenzar a considerarla. Que la exigencia es proporcional al valor es una de esas verdades.

A lo largo de vuestra vida os encontraréis por una parte con hombres que os mostrarán un camino aparentemente fácil, sin sacrificios, lleno de placeres materiales, pero al final del cual hay un vacío tan inmenso como la nada; otros hombres os mostrarán un camino más penoso, con más dificultades, lleno de sacrificios y abnegaciones, pero al final del cual se encuentra una felicidad tan infinita como Dios. No os fijéis, pues, en la apariencia que ponen ante vuestros ojos, sino en el fin que se esconde detrás de lo inmediato. Si aquí, en esta misma vida, y para conseguir un premio perecedero, es necesario hacer grandes sacrificios, imponerse una gran disciplina y pasar por privaciones y renuncias, es lógico pensar que el premio de la vida eterna y bienaventurada, el premio que no perece, porque consiste precisamente en hacer felizmente imperecedero a quien lo posee, debe exigir de nosotros un gran sacrificio. Y de esto se concluye necesariamente que aquel que nos propone una vida carente de esfuerzos, en la que no hay que contrariar nuestras pasiones ni vencernos a nosotros mismos, en realidad tiene muy bajo concepto de nosotros, y quiere condenarnos a la infelicidad eterna con el anzuelo de una felicidad transitoria.

Es evidente que el mundo es el que menos os valora, puesto que no exige nada de vosotros; al contrario, está diseñado de tal forma que fomenta vuestra propia falta de exigencia para poder modificaros a su gusto, y se aprovecha de los peores impulsos humanos, tan pujantes a vuestra edad, para ganaros para siempre, de modo que al crecer no hagáis otra cosa que ajustaros más y más a su molde.

Seguramente no hay etapa de la vida más confusa que la vuestra; recién salidos de una edad donde la inocencia sólo gusta de los placeres de su misma naturaleza, os encontráis de repente solicitados por cien impulsos tan intensos como desconocidos hasta ahora, y como los notáis crecer en vuestro interior, creéis que forman parte de vuestra propia identidad, y que seréis tanto más libres cuanto más los alimentéis. El mundo se aprovecha de esa confusión; está dispuesto previamente, conoce que ese momento llegará, y tiene preparado todos los medios para la ocasión. La generación inmediatamente anterior a la vuestra acaba de pasar por las ruedas de su colosal engranaje, ha sido reducida a la forma prefijada, ha recibido la marca común. Los resortes vuelven a estar listos para vosotros.

El objetivo es que cada tentación que se agita en vuestro interior encuentre su correspondiente pecado a medio hacer, listo para ser consumido, de modo que sólo haya que abandonarse a él, sin preocuparse por los medios para cometerlo. Con esta comodidad de inicio el mundo se asegura que no aprendáis a controlar vuestros impulsos o a remontar vuestras inclinaciones; sin tiempo para reflexionar sobre la licitud del acto que os empuja a cometer, os introduce en el ambiente de ese acto, os hace respirar su atmósfera, y antes de que os deis cuenta os parece tan natural que ya no podéis concebir que sea ilícito.

A causa del éxito que su sistema tiene sobre la mayoría de los hombres, y a la vez para asegurar más ese éxito, la insolencia del mundo ha aumentado de tal forma que ya ni siquiera espera a las puertas de la juventud para poner en marcha su maquinaria, sino que pasa edad adentro y pone sus sucias manos sobre la adolescencia y la niñez. Si Dios os ha bendecido con una familia católica atenta a vuestra educación religiosa y pendiente de la salud de vuestra alma, habrá podido detener los ataques que el mundo lanzaba constantemente contra vuestra inocencia, o al menos habrá podido mitigarlos en gran medida; si, por el contrario, vuestra propia familia había sido ya asimilada por el mundo y, por decirlo así, ganada para la causa mundana, vuestra inocencia habrá estado expuesta a todos los peligros y, siendo hoy católicos, reconoceréis en vuestro interior un santo rencor contra el mundo que trató por todos los medios de extinguir esa inocencia en la época que coincidía con vuestra mayor felicidad, y que de hecho la causaba.

En cualquier caso, y con independencia de vuestra experiencia personal, lo cierto y evidente es que el mundo trata por todos los medios de erradicar la inocencia en los niños, que su objetivo es que el hombre comience cuanto antes a corromperse, y que ese ataque contra el ser humano en las primeras etapas de su vida aumenta de intensidad en la juventud, porque es entonces, recién adquirida su independencia civil, cuando más libre se siente, y pretende demostrar esa libertad haciendo todo aquello que desea, sin discernir entre los deseos que le perfeccionan y aquellos que le degradan. El mundo es el promotor de los deseos de esta segunda clase, tiene preparadas todas las vías para facilitar su circulación y aumentar su fuerza, de tal forma que cada vez podáis resistir menos a su inercia. Nada, pues, exige el mundo de vosotros, salvo que os abandonéis completamente y olvidéis cualquier pensamiento de perfección.

Pero el peligro que os amenaza no proviene sólo del mundo, o mejor dicho, aunque siempre proviene del mundo, utiliza otros medios inesperados y aparentemente contrarios a su sistema. Hoy podemos ver como una cantidad nada despreciable de hombres encargados del gobierno temporal de la Iglesia, sin importar su posición jerárquica, se encuentran imbuidos de las ideologías de nuestro siglo, y cuando deberían enseñar, con San Pablo, que el mundo debe estar crucificado para el cristiano y el cristiano para el mundo, enseñan por el contrario que debemos conformarnos al mundo y seguir sus doctrinas. Se escandalizan ante un sacerdote que hace proselitismo de la religión católica, es decir, ante aquel que sigue las palabras de Cristo: «id y haced discípulos a todas la naciones»; y mientras se escandalizan por ver a un sacerdote obedeciendo a Cristo, ellos mismos hacen proselitismo, pero en sentido contrario, porque en vez de hacer discípulos de Cristo por todo el mundo, hacen discípulos del mundo de aquellos que eran discípulos de Cristo.

Es cierto que siempre ha habido en la Iglesia mezcla de buenos y malos, y de hecho esa mezcla fue profetizada por Cristo con varias parábolas, algunas de las cuales fueron explicadas por Él mismo para dejar claro su sentido. Y esa mezcla no hace referencia sólo al laicado, sino que incluye también al clero, y como tal la historia nos provee todos los ejemplos necesarios del cumplimiento de esa profecía. Siempre ha habido, pues, sacerdotes seducidos por el mundo y que negaban con sus actos lo que afirmaban con su boca. Pero la situación actual tiene una particularidad que la diferencia de los siglos precedentes. En el pasado, los sacerdotes que vivían según el mundo no dejaban por ello de predicar exactamente el Evangelio, de enseñar escrupulosamente la doctrina de la Iglesia y de exponer los dogmas católicos con la más rigurosa ortodoxia. Esa hipocresía, si bien les dañaba a ellos mismos, no comprometía la seguridad de los fieles. Un joven católico podía dejarse guiar por el primer sacerdote que se le cruzara por el camino, pues al margen de la vida que ese sacerdote llevara de puertas para adentro, no dejaría de exhortar a ese joven la práctica de las virtudes, el combate contra los vicios y el camino de la santidad. En una palabra, el joven podía aplicar siempre las palabras de Cristo referidas a los escribas y fariseos y por extensión a todos los malos sacerdotes: «haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen, pues dicen y no hacen».

Hoy, en cambio, vemos que hay sacerdotes que no hacen lo contrario de lo que dicen, es cierto, pero porque han pervertido su discurso mismo. Con ellos no podemos aplicar aquellas palabras de Cristo, ya que no podemos hacer ni lo que hacen ni lo que dicen. La situación de esos sacerdotes es tan grave que, para su bien, más les valdría ser hipócritas, pues si al menos predicaran la verdadera doctrina católica, aunque vivieran sin observarla, comparecerían ante el Señor para ser juzgados sólo por sus pecados, y sólo de ellos tendrían que rendir cuenta; pero al falsear la doctrina y presentarla así a sus fieles, los pecados que éstos cometan, sin dejar de ser imputables a ellos, serán también imputados al sacerdote por la responsabilidad de su ministerio. Por supuesto, los sacramentos administrados por este tipo de sacerdotes seguirán siendo tan válidos como los administrados por el sacerdote más santo, ya que el sacramento no pertenece sino a Cristo, y el ministerio a través del cual se recibe no tiene ninguna incidencia sobre el efecto que produce en nosotros. En este sentido no tenéis necesidad de elegir entre un sacerdote u otro, porque lo que recibís no es suyo.

Pero lo que dicen fuera de su función sacramental sí les pertenece, y como tal está sujeto a error, de modo que sólo podemos tenerlo por válido si coincide con las Escrituras y la Tradición, que son las fuentes a través de las cuales Cristo ha querido revelarnos su enseñanza. Así, para aseguraros de la idoneidad del sacerdote que debe guiaros, el medio más seguro es la lectura y estudio de las Escrituras, de los Padres y Doctores de la Iglesia, de los santos, del Catecismo, porque sólo aquellos ministros de Dios que os hablen en el mismo sentido darán prueba de seguir a Cristo y no al mundo.

Sin embargo, como no todos tenéis el tiempo, las aptitudes intelectuales o los medios necesarios para instruiros de esa forma, un método no menos seguro para distinguir entre los sacerdotes que pretenden guiaros al Cielo y los que pretenden arrastraros por la tierra es el de desconfiar de aquellos que exigen poco de vosotros, porque esa es la señal más clara del dios al que sirven. Veréis que su discurso, salvados algunos matices de pura forma, es el mismo que el del mundo y tiende al mismo propósito: fomentar vuestro abandono, procurar que no opongáis resistencia a vuestras pasiones ni virtud a las sugestiones del mal. No bien les habréis confesado alguna inclinación dominante al pecado, y que la Iglesia católica siempre ha reconocido como tal, cuando os aconsejarán no darle demasiada importancia, o intentarán convenceros de que no es pecado en absoluto, y que por lo tanto podéis dejar de oponerle resistencia.

No habrá pretexto que no utilicen con tal de que no os veáis obligados a superar una dificultad. ¿Sentís en vuestro interior ese desorden al que los ciudadanos de Sodoma consintieron y que les llevó a recibir una lluvia de fuego por parte de Dios? «No importa --os dirán--, los tiempos ya no son los mismos, Dios habrá cambiado de parecer, hoy quiere que hagáis lo que entonces condenó e hizo fijar en sus Escrituras para siempre. No hagáis caso a san Pablo sobre este tema, el pobre estaba equivocado cuando afirmaba que ese pecado impedía el acceso al Reino de Dios». ¿Sentís alguna inclinación al sacerdocio, pero no estáis dispuestos a afrontar el celibato? «Bueno, todo se andará, ya hemos abierto ese debate y hemos logrado que se insinúe como una posibilidad de futuro. Ya ves, la Iglesia se ha equivocado durante casi veinte siglos, pero por suerte hemos llegado nosotros y vamos a corregirla». ¿Habéis caído en las redes de esa lacra llamada pornografía y vuestra conciencia patalea por salir de ella? «No hay que ser tan tremendista, son cosas de juventud. Dios te ama como eres». ¿Le habéis tomado afición a un tipo de música en la que se suelen expresar palabras indecentes y en las que se describen situaciones obscenas? «Bah, no te preocupes por eso, es normal que te guste la música moderna. Dios, que sacrificó a su Hijo por tus pecados, no quiere que para alejarte de esos mismos pecados te sacrifiques un poco dejando de escuchar esa música».

Estad atentos, leed entre líneas y veréis que algunos sacerdotes se dirigen a vosotros, si no con las mismas palabras, sí con las mismas ideas. Su objetivo no es vuestra salvación, sino vuestra comodidad, y en las coyunturas en que esas dos cosas no son compatibles siempre se deciden por la segunda.

El sacerdote que de verdad se preocupa por la salud de vuestra alma puede pareceros menos amable a primera vista, pero en realidad es el único digno de su ministerio. Si lo que os dice ofende vuestro orgullo, si es algo incómodo, si no os procura una satisfacción inmediata, si representa un desafío, consideradlo una buena señal y tened a ese sacerdote por amable aun a costa de vuestro sentimiento, porque sólo es digno de amar quien no nos cree indignos de la felicidad eterna. El error más común entre los jóvenes y entre los católicos de todas las edades es el de considerar a los sacerdotes según principios materialistas y no según principios espirituales, según el siglo y no según la eternidad. Damos a la felicidad la definición que le ha impuesto el materialismo y luego nos quejamos del sacerdote que no nos la proporcione. Pero, al contrario, puesto que el sacerdote es nuestro padre espiritual y el encargado de procurar la salud de nuestra alma, debemos partir siempre de una idea espiritual de la felicidad y juzgar al sacerdote según su interés en procurárnosla. Entonces vemos como aquellos sacerdotes que no nos parecían amables según una forma falsa de considerar la felicidad, son los más amables al considerarla según su verdadero significado.

No penséis sólo en el tiempo presente. En el Día del Juicio Final los sacerdotes que en vida parecían compasivos con nosotros por no condenar nuestros pecados nos parecerán en realidad crueles, mientras que aquellos que parecían crueles por condenarlos nos parecerán entonces compasivos. ¿Para qué esperar a esa fecha que no aparece en el calendario? Miremos ya a los sacerdotes como los miraremos ese Día.

El peligro al que estáis expuestos, quizá sin ejemplo en la historia del cristianismo, me ha animado a dirigiros estas palabras. Por supuesto, no tengo ningún derecho a daros consejos, a no ser que el interés sincero por el bien de los demás pueda considerarse una especie de derecho. Mi único propósito es haceros comprender la grandeza a la que estáis llamados y el menosprecio de quienes pretenden que os conforméis con algo inferior. La fama, la riqueza, el placer corporal y finito, las dignidades, los aplausos, el mundo entero son poca cosa para nosotros.

Jóvenes, recordadlo: somos capaces de Dios. Esta es una verdad que podría ser tomada por una muestra de inconsideración o de soberbia si hubiera sido imaginada por el hombre, pero como es Dios mismo quien nos la ha revelado, como no ha fundado su Iglesia sino para que la conozcamos, aceptemos y actuemos en consecuencia movidos por su gracia, recordárnosla a nosotros mismos y recordársela a los demás se convierte en un deber. Es Dios mismo quien nos otorga las fuerzas para elevarnos hasta Él. Despreciad, pues, al mundo, puesto que él os desprecia al creeros sólo dignos de su imperio. «Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno. No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Jn 2,14-15).

 

2 comentarios

Ana Palacios
Muchísimas gracias, clarísimo y de máxima utilidad hoy en día. Dios le bendiga y pague abundantemente por su aporte para la salvación de nuestras almas 🙏🏻
24/08/23 5:32 AM
Antolin
Advertencias necesarias. Tremendo que hoy se lleve por el camino de la corrupción a la niñez.
Hay una juventud estupenda. A los jóvenes hay que pedirles que hagan oración frecuente, que su vida este cerca de Jesús, que pertenezcan a un grupo de fe que les animará a ir por el camino de la verdadera felicidad. Con Dios está la verdadera felicidad. El es el autor primcipal mas nosotros debemos colaborar con nuestro esfuerzo. Nada bueno se obtiene sin el esfuerzo. Si se deja uno llevar por el mundo lo lamentará.
27/08/23 10:45 PM

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