Papa Francisco: el primer paso de nuestro regreso es «el perdón de Dios, la confesión»

Preside el rito de imposición de la Ceniza en San Pedro

Papa Francisco: el primer paso de nuestro regreso es «el perdón de Dios, la confesión»

Debido a las restricciones por la pandemia, el Papa ha presidido la Misa y el rito de la bendición e imposición de las cenizas en una ceremonia con pocos fieles en la Basílica de San Pedro, y no en la Basílica de Santa Sabina en el Aventino con la tradicional procesión previa.

(SIC) El miércoles de Cenizas seña el inicio del camino de nuestro reencuentro con Dios. Hoy bajamos la cabeza para recibir las cenizas. Cuando acabe la Cuaresma nos inclinaremos aún más para lavar los pies de los hermanos. La Cuaresma es un abajamiento humilde en nuestro interior y hacia los demás. Volvamos «hoy» al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. «En la vida tendremos siempre cosas que hacer y tendremos excusas para dar, pero, hermanos y hermanas, hoy es tiempo de regresar a Dios»: lo afirma el papa Francisco en su homilía en el Miércoles de Cenizas, cuando iniciamos el camino de la Cuaresma que se abre con las palabras del profeta Joel: «Vuélvanse a mí de todo corazón» (Jl 2,12).

En la Basílica de San Pedro, presidiendo la celebración de la Santa Misa con la imposición de las Cenizas, el Santo Padre indicó que el viaje de la cuaresma es un «éxodo de la esclavitud a la libertad».

La confesión: el primer paso en el camino de regreso al Padre

«¿Cómo proceder en el camino hacia Dios?» preguntó. Es la parábola del hijo pródigo la que guía el inicio del camino a la casa del Padre en la homilía de Francisco, pues, mirando a este hijo, «comprendemos que también para nosotros es tiempo de volver al Padre». Allí vemos que es «el perdón del Padre» el que «vuelve a ponernos en pie». El primer paso de nuestro regreso es «el perdón de Dios, la confesión».

Volver con gratitud a Jesús y presentarle nuestras heridas

Luego debemos hacer como «aquel leproso sanado» que volvió a Jesús para agradecerle: «todos tenemos enfermedades espirituales, solos no podemos curarlas – recuerda el Santo Padre -; todos tenemos vicios arraigados, solos no podemos extirparlos; todos tenemos miedos que nos paralizan, solos no podemos vencerlos». Es necesario «presentarle nuestras heridas y decirle: ‘Jesús, estoy aquí ante Ti, con mi pecado, con mis miserias. Tú eres el médico, Tú puedes liberarme. Sana mi corazón’».

El Espíritu Santo hace arder las cenizas del lamento y resignación

Pero también, enseña el Papa, «estamos llamados a volver al Espíritu Santo»: la ceniza sobre la cabeza «nos recuerda» que somos polvo y al polvo volveremos. Pero el Espíritu, Dador de vida, es «el Fuego que hace resurgir nuestras cenizas». Redescubramos – es la exhortación del Santo Padre – el fuego de la alabanza, que hace arder las cenizas del lamento y la resignación.

Dejarnos tomar de la mano por Aquel que se abajó por nosotros

Porque nuestro camino no se basa en «nuestras fuerzas», y porque Jesús nos lo dijo claro en el Evangelio: «lo que nos hace justos no es la justicia que practicamos ante los hombres, sino la relación sincera con el Padre», el comienzo del regreso a Dios «es reconocernos necesitados de Él, necesitados de misericordia». Pero no estamos solos, porque nuestro viaje a Dios es posible sólo porque «antes se produjo su viaje de ida hacia nosotros». Nuestro viaje, entonces, consiste, «en dejarnos tomar de la mano». Es el camino de la humildad.

La Cuaresma es un abajamiento humilde en nuestro interior y hacia los demás

«Hoy bajamos la cabeza para recibir las cenizas. Cuando acabe la Cuaresma nos inclinaremos aún más para lavar los pies de los hermanos. La cuaresma es un abajamiento humilde en nuestro interior y hacia los demás. Es entender que la salvación no es una escalada hacia la gloria, sino un abajamiento por amor. Es hacerse pequeños».

Para no perder la dirección en este camino, «pongámonos ante la cruz de Jesús», ante «la cátedra silenciosa de Dios», anima el papa Francisco. Pues «mirando cada día sus llagas», reconoceremos «nuestro vacío, nuestras faltas, las heridas del pecado, los golpes que nos han hecho daño». Ante esa Cruz, vemos «que Dios no nos señala con el dedo»: abre sus brazos de par en par.

Sus llagas están abiertas por nosotros y en esas heridas hemos sido sanados. Besémoslas y entenderemos que justamente ahí, en los vacíos más dolorosos de la vida, Dios nos espera con su misericordia infinita. Porque allí, donde somos más vulnerables, donde más nos avergonzamos, Él viene a nuestro encuentro.

 

 

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