En estos días en que se acerca la Semana Santa nuestra reflexión sobre el Mal se plantea inmediatamente los interrogantes sobre de dónde brota y cuál es el origen del mal moral en el mundo, pero especialmente cuál es el sentido del pecado.
El sentido del pecado sólo lo podemos entender los cristianos a través del perdón, que es de iniciativa divina, pues de su gracia proviene el primer inicio de nuestra conversión, porque Dios llama a los pecadores mientras viven a la salvación.
En efecto en la Sagrada Escritura se nos dice que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33,11), estando Dios siempre preparado para buscar la oveja perdida y recibir al hijo pródigo (Lc 15,1-32). Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, nos indica que no nos guarda rencor por nuestras faltas. En las palabras y actos de Jesús encontramos el fundamento bíblico de esta convicción, expresada en episodios como el relato de la mujer adúltera (Jn 8,1-12) y el perdón de Jesús en la Cruz (Lc 23,34).
Por tanto todo pecador mientras esté en vida puede y debe esperar las gracias necesarias a su conversión a través de los medios establecidos por Dios, siendo esta posibilidad de perdón de los pecados, aun después del Bautismo, una de las enseñanzas categóricas del Concilio de Trento (DS 1542 y 1579; D 807 y 839). (No es difícil encontrarse con gente que impresionada por sus pecados pasados, se pregunta si Dios le perdonará. El Papa nos ha recordado recientemente que antes nos cansamos nosotros de pedir perdón, que Él de perdonarnos. Se trata de creer en la misericordia de Dios y cómo Dios no sólo nos ama infinitamente, sino que además intenta por todos los medios a su alcance, menos la violación de nuestra libertad, conducirnos a la salvación eterna).
Debemos además subrayar la realidad que la salvación no se alcanza por medio de las buenas obras, sino a través de la fe. Dios quiere la salvación de todos y no rechaza a nadie, a no ser que Él sea rechazado previamente. La salvación viene de Dios y proviene no tanto de las buenas obras, sino de la gracia.
Ahora bien, el pecador debe cooperar a su conversión, consintiendo libremente a la gracia. Supone un problema de fe personal por el que el hombre se toma en serio el primer mandamiento «Yo soy el Señor tu Dios». Por ello hasta la Alta Edad Media el acento principal en la penitencia no recaía en la absolución, sino en los actos personales del penitente, tratando de despertar su fe personal y la conversión interior, aunque no hemos de limitarnos a la dimensión de la salvación individual. En efecto, no existe para nosotros ni acción, ni responsabilidad puramente individual: todo pecado, por personal y secreto que sea, alcanza y daña también a otros, lo que podemos a veces constatarlo en la vida real, mientras la fe nos enseña que cualquier pecado debilita la vida de la Iglesia y dificulta su caminar hacia el Reino. Trento nos confirma la necesidad de la cooperación del pecador a su propia justificación, porque quien es justificado asiente a la gracia y coopera con ella (DS 1525; D 797), doctrina contenida implícitamente en la Revelación, que exhorta a los pecadores a la penitencia, porque deben colaborar con la llamada divina a la conversión (Hch 2,37-38), cooperación requerida no sólo por disposición positiva divina, sino por su propia naturaleza, puesto que si el pecado mortal consiste según veremos en cerrarse en el propio egoísmo y en apartarse de Dios como último fin, se requiere para la conversión el cambio de la opción fundamental con la aceptación de la gracia santificante escogiendo a Dios como Bien Supremo y amándole con un acto libre, pero que cuenta con la ayuda de la gracia.
Por ello toda conversión supone la gracia de Dios y nuestra respuesta en actos de fe, esperanza, caridad y dolor de los pecados, si bien el acto de caridad lleva consigo implícitos los demás.
P. Pedro Trevijano, sacerdote