XXIII. La libertad humana y el pecado
La persistencia de la libertad
En una reciente obra sobre la libertad del hombre y la ciencia divina, el dominico Sebastián Fuster escribía: «El concilio de Trento, siguiendo ya una larga historia, habla de la coexistencia de la gracia divina y de la libertad humana, pero sin explicar cómo obra Dios en el hombre de forma que éste sea en verdad libre, ni cómo debe entenderse la libertad humana para no anular la eficacia de la iniciativa divina»[1].
Para confirmarlo cita el capítulo V del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento y el canon IV del mismo documento. En el primero se dice que los hombres por la justificación que proviene de Dios: «se disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia. De tal modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: “Convertíos a Mí, y Yo me volveré a vosotros” (Za 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: “Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos” (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»[2].
Por su libertad, la voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, que nunca le quita libertad, incluso al regenerarla para que reciba sus gracias. Así se reitera en el segundo texto conciliar citado: «Si alguno dijere, que el libre albedrío del hombre movido y excitado por Dios, nada coopera asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga y prepare a lograr la gracia de la justificación; y que no puede disentir, aunque quiera, sino que como un ser inanimado, nada absolutamente obra, y solo concurre como sujeto pasivo; sea excomulgado»[3].
En definitiva, como concluye el profesor Fuster: «El hombre es libre, tanto en la línea del mal como en la del bien. Soberanamente libre»[4].
El entendimiento y la libertad
El hombre sólo desea el bien, porque su voluntad únicamente quiere el bien. Santo Tomás lo argumenta de esta forma: «La voluntad es un apetito racional, y todo apetito solamente desea el bien. La razón es que el apetito se identifica con la inclinación de todo ser hacia algo que se le asemeja y le conviene. Más como cosa, en cuanto es ente o substancia, es buena, se sigue necesariamente que toda inclinación tiende hacia el bien»[5].
No sólo la voluntad o apetito intelectual se inclina al bien, sino también el apetito natural o sin conocimiento e igualmente el apetito sensible. «Siendo toda inclinación consecuencia de una forma, el apetito natural corresponde a una forma existente en la naturaleza, mientras que el apetito sensitivo y el intelectual o racional, que es la voluntad, siguen a una forma existente en la aprehensión. Y lo mismo que el apetito natural tiende al bien real, los segundos tienden al bien en cuanto conocido. Para que la voluntad, pues, tienda a un objeto no se requiere que éste sea bueno en la realidad, sino basta que sea aprendido como bueno»[6]. Por ello, la voluntad puede querer el mal, pero como bien aparente.
La voluntad no puede querer nada que no se muestre como bueno. De ahí que requiere el conocimiento intelectual que le manifieste el bien, real o aparente o supuesto. Como consecuencia, la actividad libre, por pertenecer a la voluntad, está posibilitada por el conocimiento racional.
En otro lugar, explica Santo Tomás, al tratar la cuestión del libre albedrío, que: «Al apetito, si no hay algo que lo impida, le sigue el movimiento u operación. Por eso, si el juicio de la facultad cognoscitiva no está en el poder de alguien, sino que le viene impuesto de otra parte, tampoco estará en su poder el apetito ni, en consecuencia, el movimiento o la operación. Por su parte, el juicio está en poder del que juzga en cuanto que es capaz de juzgar su propio juicio, ya que sólo podemos juzgar lo que está a nuestro alcance. Ahora bien, juzgar el juicio propio es exclusivo de la razón, la cual reflexiona sobre su acto y conoce las relaciones de las cosas sobre las que juzga y de las cuales se vale para juzgar. De ahí que la raíz de la libertad esté en la misma razón»[7].
La libertad no depende únicamente de la voluntad, como propiedad suya, sino también del intelecto o razón. La raíz de la libertad es doble, en cuanto que: «La raíz de la libertad está en la voluntad como en sujeto propio; más, como en su causa, reside en la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos, porque la razón puede formar diversos conceptos del bien. De ahí que los filósofos definieran el libre albedrío “el libre juicio de la razón”, como para indicar que la razón es la causa de la libertad»[8].
Sobre esta tesis, escribía León XIII: «El juicio recto y el sentido común de todos los hombres, voz segura de la Naturaleza, reconoce esta libertad solamente en los seres que tienen inteligencia o razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus actos. No podía ser de otro modo. Porque mientras los animales obedecen solamente a sus sentidos y bajo el impulso exclusivo de la naturaleza buscan lo que les es útil y huyen lo que les es perjudicial, el hombre tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su vida»[9].
Se concluye, por ello, que: «afirmar que el alma humana está libre de todo elemento mortal y dotada de la facultad de pensar, equivale a establecer la libertad natural sobre su más sólido fundamento»[10].
Santo Tomás empieza la cuestión del libro albedrío demostrando su existencia en el ser humano con la siguiente observación: «El hombre posee libre albedrío; de lo contrario, serían inútiles los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos».
Lo explica seguidamente situándolo en la escala de los entes: «Hay seres que obran sin juicio previo alguno: v. gr., una piedra que cae y cuantos seres carecen de conocimiento. Otros obran con un juicio previo, pero no libre, así los animales. La oveja que ve venir al lobo, juzga que debe huir de él; pero con un juicio natural y no libre, puesto que no juzga por comparación, sino por instinto natural. De igual manera son todos los juicios de los animales. El hombre, en cambio, obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva juzga sobre lo que debe evitar o procurarse; y como este juicio no proviene del instinto natural ante un caso práctico concreto, sino de una comparación hecha por la razón, síguese que obra con un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas».
A continuación, Santo Tomás da la siguiente argumentación para demostrar que el juicio racional y libre, propio del hombre, distinto del juicio natural e instintivo, que se da en los animales, es necesario para que la voluntad humana sea libre: «Cuando se trata de lo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias como se comprueba en los silogismos dialécticos (probables) y en las argumentaciones de la retórica (persuasivas y estéticas). Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir direcciones diversas, no estando determinado en una sola dirección. Luego, es necesario que el hombre posea libre albedrío, por lo mismo que es racional»[11].
A la inversa, se advierte que, en la escala de los entes, siempre en los grados del entendimiento hay libertad, aunque también en grados proporcionales. «Sólo aquello que tiene entendimiento puede obrar en virtud de un juicio libre, en cuanto que conoce la razón universal del bien por la cual puede juzgar que esto o aquello es bueno. Por consiguiente, dondequiera que haya entendimiento, hay libre albedrío»[12].
Por este motivo, en la Instrucción «Sobre libertad cristiana y liberación» se concluye: «el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero, y esto —prescindiendo de otras fuerzas— guía su voluntad. La liberación en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna de este nombre»[13].