LXXIV. Interpretación y discernimiento de espíritus

841. En la Suma contra los gentiles, el Aquinate se ocupa detenidamente de los carismas palabra de sabiduría, palabra de ciencia, don de lenguas, don de milagros, carisma de curaciones y profecía,tal como ya se han expuesto. ¿Trata el Aquinate de los otros tres restantes?

–En el capítulo del tercer libro de la Suma contra los gentiles, dedicado a las gracias gratis dadas, se refiere también a los carismas de fe, discernimiento de espíritus e interpretación de lenguas. Sobre esta última se explica su necesidad, porque:         «después del grado de los que reciben la revelación inmediatamente de Dios, es necesario otro grado de gracia. Porque como los hombres reciben de Dios la revelación, no sólo para el tiempo presente, sino también para instrucción de todos los tiempos venideros, fue necesario que no solamente narrasen de palabra a los presentes las cosas que les fueron reveladas, sino también que las escribiesen para instrucción de los hombres futuros».

Por ello, se concluye que: «fue necesario asimismo que hubiese algunos que interpretasen tales escritos; lo cual es un efecto necesario de la gracia divina, como lo fue también la misma revelación. Por eso se dice en la Escritura: «¿No es de Dios la interpretación?» (Gen 40, 8)»[1] y, por tanto, una gracia de Dios.

En la Suma teológica, se indica además que: «La interpretación de los discursos se puede reducir al don de profecía, en cuanto que la mente es iluminada en orden a la inteligencia y exposición de cuantas cosas se hallan oscuras en los discursos, sea por la dificultad de las cosas significadas, sea por las voces desconocidas con que se profieren, sea por las semejanzas de las cosas empleadas, según lo que se lee en la Escritura: «He oído de ti que puedes interpretar las cosas oscuras y desatar las intrincadas» (Dan 1, 16)». La interpretación puede considerarse como un tipo de profecía, en el sentido general del término, en cuanto que tiene por objeto lo que no está al alcance de la inteligencia natural del hombre. No es profecía, si se entiende ésta en sentido propio como el conocimiento de los futuros contingentes.

Igualmente, como consecuencia: «La interpretación de discursos es más que el don de lenguas, como es manifiesto por lo que dice San Pablo: «Es mayor el que profetiza que el que habla en lenguas, a no ser que éste también interprete» (1 Cor 14, 5)»[2].

Explica Santo Tomás, al comentar este versículo que: «la razón de esto es que a veces algunos son movidos por el Espíritu Santo a hablar de algo misterioso que ellos mismos no entienden; y así es como éstos tienen el don de lenguas. Más a veces no sólo hablan en lenguas sino que además interpretan lo que dicen. Por lo cual añade el Apóstol: «a no ser que éste también interprete». Se infiere de estas palabras que: «el don de lenguas con su interpretación es mejor que la sola profecía; porque, como ya se dijo, la interpretación de algo elevado pertenece a la profecía. Así es que quien habla e interpreta profeta es, pues tiene tanto el don de lenguas como el de interpretación para edificación de la Iglesia de Dios»[3].

Advierte, por último que: «no obstante, San Pablo pone la interpretación de los discursos después del don de lenguas, porque se extiende también a la interpretación de las diversas lenguas»[4]. Con el carisma de interpretación de lenguas, además de explicar «los pasajes o razonamientos difíciles de las Escritura»[5] en textos escritos, puede interpretar también las palabras expuestas con el don de lenguas. Éste último sería, por tanto, previo al don que interpretara después el contenido de las palabras proferidas. En este sentido, el don de lenguas hay que considerarlo superior al don de interpretación de lenguas.

842. –Si el don de interpretación, por recibirse una iluminación de Dios para comprender lo desconocido del discurso revelado, puede considerarse una clase de profecía, ¿en qué consiste la iluminación de la interpretación?

–Tanto la profecía como la interpretación son un conocimiento sobrenatural. «Mas para que haya conocimiento se requieren dos cosas: recepción de lo conocido, y juicio acerca de lo recibido. Por eso, a veces el conocimiento es sobrenatural según la recepción únicamente, otras veces sólo según el juicio, y otras veces según ambos».

En el primer caso: «si es sobrenatural según la recepción únicamente, no por ello se dice alguien que es profeta: así como no se considera profeta al Faraón que recibió noticia de una futura fertilidad y esterilidad, bajo la imagen de las vacas y de las espigas»[6].

Se cuenta en el Génesis que el Faraón soñó –después de haber soñado con siete vacas gordas y otras tantas flacas, que se comieron a las primeras–, con siete espigas, que brotaron de una sola caña, muy llenas, y tras ellas brotaron otras siete espigas pero flacas, que se tragaron a las otras[7]. Tenía un conocimiento de lo material de lo revelado, que había recibido de manera sobrenatural, pero le faltaba lo formal o el sentido, que proporciona el el juicio sobrenatural, el otro elemento necesario de la profecía.

El patriarca José, que había recibido de Dios el jucio de manera sobrantural, le explicó el sentido con estas palabras: «Dios ha mostrado al Faraón lo que va a hacer. Van a venir siete años de gran abundancia en toda la tierra de Egipto. Pero después vendrán siete años de hambre, que harán olvidar toda la abundancia en la tierra de Egipto, pues el hambre consumirá el país. No se sabrá lo que es la abundancia en el país, a causa del hambre que seguirá, pues ésta será terrible. El que se haya repetido el sueño del Faraón dos veces significa que Dios confirma su palabra y que se apresura a cumplirla»[8]. La interpretación de José fue un acto profético, porque, aunque no había recibido directamente el contenido, si en cambio, el sentido, el elemento formal de la interpretación, que como se ha dicho, pertenece a la profecía, en sentido generla, pero que además por su contenido puede ser una profecía en sentido propio. Las meras fórmulas de la revelación, sin su sentido revelado, no son verdadera revelación, sino mera visión. Esta visión sería inútil para la fe divina. El suceso de los sueños del Faraón de Egipto, de las vacas y de las espigas, ocurrido unos dos mil cien años antes de Cristo, hubiese sido inútil, si Dios mismo no lo hubiese explicado por medio de la interpretación de José.

Por ello, concluye Santo Tomás: «si alguien posee un conocimiento sobrenatural según el juicio o según la recepción y el juicio simultáneamente, entonces se considera que tal es un profeta»[9]. En los dos casos se da la profecía, en su acepción general, aunque también puede darse en ambos la profecía en sentido propio, porque su contenido proporcione un conocimiento del futuro.

843. –¿Por qué, en la profecía, se revela con elementos materiales, palabras o imágenes y no directamente con su significado?

–En toda revelación profética el contenido y su sentido son dos elementos necesarios, porque explica Santo Tomás: «Como nuestro conocimiento es mediante las cosas corporales y por imágenes tomadas de las cosas sensibles, en primer lugar, se necesita que en la imaginación se formen semejanzas corporales de las cosas que se muestran, como enseña Dionisio, por lo cual es imposible que nos ilumine la divina luz si no es mediante la diversidad de las cosas sagradas envueltas en velos».

En segundo lugar: «se necesita una luz intelectual que ilumine el entendimiento sobre cosas que se deben conocer por encima de nuestra natural conocimiento. En efecto, como la luz intelectual no se da sino sobre las semejanzas sensibles formadas en la imaginación para ser entendidas, aquel a quien tales semejanzas se le muestren no puede ser llamado profeta, sino más bien soñador, como el Faraón, que aunque vio espigas y vacas, las cuales indicaban ciertos hechos futuros, como no entendió lo que vio, no se le llama profeta, sino que lo es aquel, José, que hizo la interpretación».

Añade seguidamente Santo Tomás: «Lo mismo hay que decir de Nabucodonosor, que vio la estatua pero no entendió»[10] . El sueño profético de Nabucodonosor, rey de Babilonia, en el último tercio del siglo VI antes de Cristo, de una enorme estatua, hecha de diferentes metales, pero con pies de arcilla, que interpretó Daniel por revelación divina.

El sueño del rey sobre la estatua fue el siguiente: «la estatua tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro, y los pies de hierro mezclado con barro (…) una piedra se desprendió sin intervención humana, choco con los pies de hierro y barro de la estatua y los hizo pedazos. Se hicieron pedazos a la vez el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro, triturados como el tamo de una era en verano; el viento los arrebató y desaparecieron sin dejar rastro. Y la piedra que había deshecho la estatua creció hasta hacerse una montaña enorme que ocupaba toda la tierra»[11].

Daniel manifestó el «sentido del sueño» al rey con estas palabras: «Tú eres la cabeza de oro. Te sucederá otro reino menos poderoso, después un tercer reino de bronce, que dominará a todo el orbe. Vendrá después un cuarto reino, fuerte como el hierro; como el hierro destroza y machaca todo, así destrozará y triturara a todos. Los pies y los dedos que viste, de hierro mezclado con barro de alfarero, representan un reino dividido, aunque conservará algo del vigor del hierro, porque viste hierro mezclado con arcilla. Los dedos de los pies, de hierro y barro, son un reino a la vez poderoso y débil. Como viste el hierro mezclado con la arcilla, así se mezclarán los linajes, pero no llegarán a fundirse uno con otro, lo mismo que no se puede fundir el hierro con el barro. Durante ese reinado, el Dios del cielo suscitará un reino que nunca será destruido, ni su dominio pasará a otro pueblo, sino que destruirá y acabará con todos los demás reinos, y el durará por siempre»[12].

844. –Según la interpretación tradicional los cuatro imperios son el babilónico, el medo persa, el griego-macedónico y el romano. Además queda indicada la victoria y vigencia del Reino de Dios. ¿Por qué no se encuentra esta interpretación en la de Daniel?

–Se desprende de lo expuesto, como ha notado Francisco Marín Sola que, por una parte: «para que haya verdadera revelación y no mera visión, no hace falta que el profeta o autor inspirado comprenda todo el sentido que Dios intenta decir en tales fórmulas y que en ellas está verdaderamente encerrado. Tampoco hace falta que el profeta o apóstol al promulgar de palabra o por escrito la revelación recibida expresé en términos explícitos todo el sentido que él está viendo con luz divina en las fórmulas divinas. Ni mucho menos hace falta que sus oyentes abarquen, desde el primer momento, todo el sentido que las fórmulas del profeta o apóstol realmente encierran».

Por otra parte, en cambio: «es indispensable, para que haya verdadera revelación y verdadera fe divina el que Dios haya dado algún sentido explícito a las fórmulas reveladas; es también indispensable que el profeta o apóstol haya entendido explícitamente algo, al menos, de ese sentido divino; es, en fin, indispensable que los oyentes del profeta o apóstol (…) hayan comprendido desde el primer momento algún sentido explícito, de las formulas manifiestas»[13].

Claramente lo confirma el acontecimiento profético, ocurrido en el primer tercio del siglo VI antes de Cristo[14]. Sucedió durante el banquete del rey Baltasar de Babilonia, una mano escribió milagrosamente, en una de las paredes del salón regio, las palabras «Mené, Tequel, Parsín», cuyo sentido no comprendió nadie. La revelación hubiera sido inútil, hasta que Daniel, que había sido llamado para que las interpretara, por iluminación divina comunicó su significado con estas palabras: «Ésta es la interpretación de las palabras: Meneé (contado): Dios ha numerado tu reino y le ha puesto término; Teques (pesado): has sido pesado en la balanza y has sido hallado falto; Parsis (dividido): tu reino ha sido dividido y se ha dado a los medos y a los persas»[15]. Aquella misma noche fue asesinado el rey y el medo Darío se apoderó del reino.

845. –¿Cuál es el carisma que expone el Aquinate en penúltimo lugar?

–En octavo lugar, examina Santo Tomás la gracia gratis dada de «fe», que en la enumeración de San Pablo es la tercera[16]. En el capítulo citado de la Suma contra gentiles, después de considerar los carismas de palabra de sabiduría, de palabra de ciencia, y de los otros cinco –que sirven para confirmación y ayuda a la enseñanza de la revelación–, afirma que se da otro don: «el de los que creen fielmente lo que fue revelado a unos e interpretado por otros»[17]. Son los que han recibido la gracia gratis dada o don de fe.

Explica Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «La fe no se enumera aquí entre las gracias gratis dadas por ser una virtud que justifica al hombre, sino en cuanto implica una supereminente certeza, que hace al hombre capaz de instruir a otros en las cosas que pertenecen a la fe»[18].

Por tanto, como nota sobre este pasaje paulino, Garrigou-Lagrange, y sigue con ello lo afirmado por Santo Tomás: «no se trata aquí de la fe como virtud teologal, que es común a todos los cristianos; trátase de una certidumbre y seguridad especial que Dios concede a quienes tienen la misión de comunicar a los demás la palabra divina con convicción que nadie sea capaz de quebrantar. Tal gracia se concede a ciertos grandes predicadores y a los teólogos»[19].

Queda justificada su necesidad, si se tiene en cuenta, como también argumenta Santo Tomás, que: «para alcanzarse la plenitud del conocimiento de las cosas divinas», se requiere: «como consta también por el magisterio humano (…) que quien debe instruir a otro en alguna ciencia tenga certeza absoluta de los principios de esa ciencia». De manera parecida: «esto incumbe a la «fe», que es la certeza de las cosas invisibles, que son los principios sobre los que descansa la doctrina católica»[20].

Según lo explicado por Santo Tomás, sostiene Royo Marín que: «la gracia de la fe se debería a una iluminación milagrosa del espíritu, secundada por una palabra lúcida, ardiente y fácil, que llevaría la convicción a los demás».

Podría pensarse que tal capacidad de comunicar, por una eminente certeza superior, que da el carisma de fe, no sea un efecto de esta nueva gracia, sino que deba atribuirse al predicador o al teólogo, a: «la fuerza de su palabra, a una irradiación de su fe íntima (como virtud teologal)»[21]. Lo que no es posible, porque la fe como gracia gratis dada es una moción actual transitoria, destinada a la utilidad de los demás. En cambio, la virtud teologal de la fe es un hábito permanente, que une directamente con Dios.

846. –¿Cuál es el efecto de la «supereminente certeza», que posee el sujeto del carisma de fe, en su enseñaza a los demás?

El objeto de la virtud de la fe son las verdades reveladas por Dios. Sin embargo, para algunos lo es también la misma existencia de Dios, que no sería necesario que fuese una verdad creída, porque, como ha declarado el Concilio Vaticano II: «Confiesa el Santo Concilio «que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con seguridad por la luz natural de la razón humana, partiendo de las criaturas» (Cf. Rom 1, 20); pero enseña que hay que atribuir a Su revelación «el que todo lo divino que por su naturaleza no sea inaccesible a la razón humana lo pueden conocer todos fácilmente, con certeza y sin error alguno, incluso en la condición presente del género humano» ( Con. Vat. I, Dei Filius, c. 2)[22].

Sobre estas dificultades de muchos hombres para acceder a verdades racionales sobre Dios, que en sí mismas no tendrían que ser objeto de fe, advirtió el papa Pío XII que: «Aun cuando la razón humana, hablando absolutamente, procede con sus fuerzas y su luz natural al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único y personal, que con su providencia sostiene y gobierna el mundo y, asimismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su poder natural. Porque las verdades tocantes a Dios y a las relaciones entre los hombres y Dios se hallan por completo fuera del orden de los seres sensibles; y, cuando se introducen en la práctica de la vida y la determinan, exigen sacrificio y abnegación propia»[23].

Precisaba seguidamente, el Papa, que: «Para adquirir tales verdades, el entendimiento humano encuentra dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las malas concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuadan ser falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero. Por todo ello, ha de defenderse que la revelación divina es moralmente necesaria, para que, aun en el estado actual del género humano, con facilidad, con firme certeza y sin ningún error, todos puedan conocer las verdades religiosas y morales que de por sí no se hallan fuera del alcance de la razón»[24].

Estas dificultades, expuestas en detalle por Santo Tomás[25], hacen que afecten también a los contenidos de la fe, a lo revelado, porque además, como advierte Pío XII: «a veces la mente humana puede encontrar dificultad hasta para formarse un juicio cierto sobre la credibilidad de la fe católica, no obstante que Dios haya ordenado muchas y admirables señales exteriores, por medio de las cuales, aun con la sola luz de la razón se puede probar con certeza el origen divino de religión cristiana. De hecho, el hombre, o guiado por prejuicios o movido por las pasiones y la mala voluntad, puede no sólo negar la clara evidencia de esos indicios externos, sino también resistir a las inspiraciones que Dios infunde en nuestra alma»[26].

Sin embargo, por su gran bondad, como declaró el concilio Vaticano I: «Para que el obsequio de nuestra fe sea de acuerdo a la razón (cf. Rom 12,1), quiso Dios que a la asistencia interna del Espíritu Santo estén unidas indicaciones externas de su revelación, esto es, hechos divinos y, principalmente, los milagros y las profecías, que, mostrando claramente la omnipotencia y conocimiento infinito de Dios, son signos ciertísimos de la revelación y son adecuados al entendimiento de todos»[27].

Según este texto conciliar las gracias gratis data de los milagros y las profecías son directamente «signos certísimos» del contenido de la revelación divina y para muchos indirectamente de la existencia y naturaleza del Dios que se revela a Sí mismo. Puede, por consiguiente, decirse algo parecido de la gracia gratis dada de fe. La certidumbre, y seguridad recibida con ella, se comunican a los demás, aunque no de manera «principal», o con tanta efectividad, como los milagros y las profecías, cuyo conocimiento comienza directamente en los sentidos.

847. –¿En qué consiste el último carisma, que le queda por tratar al Aquinate?

–Finalmente Santo Tomás, en este extenso capítulo del tercer libro de la Suma contra los gentiles, dedicado las gracias gratis dadas, escribe: «Más como los espíritus malignos hacen cosas parecidas a las que sirven para confirmar la fe, tanto produciendo señales como revelando futuros, según se ha demostrado, en este mismo capítulo, fue necesario, para que los hombres no creyesen la mentira engañados por tales cosas, que con el auxilio de la gracia divina fuesen instruidos para discernir tales espíritus, según lo que se dice en la Escritura: «No creáis a cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios» (1 Jn 4, 1)»[28].

Para explicarlo, precisa Garrigou-Lagrange: «entiéndese por espíritu la propensión a juzgar, querer y obrar en determinado sentido; así se habla de espíritu de contradicción, de disputa, etc.»[29]. «Espíritu», en «discernimiento de espíritus», significaría una inclinación de la persona, no sólo del entendimiento y de su razón práctica, sino también de la voluntad, con su libre albedrío y su afectividad, junto con el apetito sensitivo. Así, por ejemplo, se dice que alguien tiene espíritu de oración o espíritu de negación o contradicción.

El discernimiento sobre estas inclinaciones de los estados intelectuales y afectivos, sujetos a la libertad, consiste en averiguar el principio u origen que los ha provocado, tanto directa como indirectamente. Según sean estas mociones, de manera general, se distinguen tres espíritus: espíritu de la naturaleza humana, espíritu del demonio y espíritu de Dios. Procederían respectivamente de la misma naturaleza humana, específica e individual, del demonio y de Dios.

Hay un discernimiento adquirido, porque, con la experiencia, el estudio, la oración y el don del Espíritu Santo de consejo, que perfecciona la virtud infusa de la prudencia, se adquiere una habilidad para dictaminar el origen de los espíritus. Ayudan a la adquisición de este discernimiento muchas «reglas para distinguir los distintos espíritus, dadas por muchos santos, entre ellos: San Antonio, San Bernardo, y San Ignacio.

Además de este discernimiento adquirido, existe el infundido por Dios como gracia gratis dada. Santos, como Santo Tomás de Aquino y especialmente Santa Rosa de Lima, poseían ordinariamente esta gracia. Debe advertirse que, a diferencia del adquirido, el discernimiento carismático siempre es acertado, porque su infalibilidad viene directamente de Dios..

848. –¿En qué consiste el espíritu de naturaleza?

–El espíritu de la naturaleza del hombre, o la inclinación preferente a seguir sus inclinaciones, se explica, porque: «la naturaleza, como consecuencia del pecado original, (…) se busca a sí misma desconociendo prácticamente el valor de las virtudes teologales»[30].

En su comentario del pasaje de San Pablo de las gracias gratis dadas[31], sostiene Santo Tomás que respecto a «las cosas que sólo Dios puede conocer», se pueden recibir «dos clases» de gracia gratis dada. Una la de la profecía, para el conocimiento de los futuros contingentes. Otra, que concierne: «al conocimiento del corazón humano. Según lo que dice la Escritura «Perverso es el corazón del hombre e inescrutable. ¿Quién podrá conocerlo? Yo, el Señor, que escudriño el corazón y sondeo los sentimientos» (Jer 17, 9). Y en cuanto a esto agrega San Pablo: «a quien discreción («discretio») de espíritus» (1 Cor 12, 10), es a saber, para que pueda juzgar con discernimiento qué espíritu mueva a uno a hablar u obrar, si el de caridad o el espíritu de envidia»[32].

Sobre la falsedad del corazón, o interioridad profunda del hombre, que testifica Jeremías, se lee en los Salmos: «Yo dije en mi apuro: todo hombre es mentiroso»[33]. También acerca de esta olvidada afirmación del profeta, insiste San Pablo: «Dios es veraz y todo hombre mentiroso, según está escrito»[34].

San Agustín, al comentar el versículo de este salmo, después que el salmista: «llama apuro al pavor», nota, por una parte, que el hombre: «aterrado, contempla su flaqueza, y ve que no debe presumir de sí mismo, pues por lo que pertenece al mismo hombre es mentiroso, pero observa que fue hecho veraz por la gracia de Dios (…) porque, aun aquellos que no se desvanecen por ningún pavor, para no mentir (…), son tales por el don de Dios, no por sus propias fuerzas».

Por otra, que, en cambio: «es veraz Dios que dice: «Yo dije: «Dioses son todos hijos del Altísimo, pero vosotros como hombres moriréis y caeréis como uno de los príncipes» (Sal 81, 6-7). Consuela a los humildes y los llena no sólo de la fe que debe ser creída, sino también de la fortaleza en la predicación de la verdad, si con perseverancia se someten a Dios y no imitan a uno de los príncipes, el diablo, que no permaneció en la verdad y cayó». Por consiguiente: «si todos los hombres son mentirosos, en tanto no son mentirosos en cuanto no son hombres, ya que todos son dioses e hijos del Altísimo»[35].

El espíritu naturalista queda definido en estas palabras de San Pablo: «el hombre animal no percibe aquellas cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son una necedad y no las puede entender, por cuanto solo se disciernen con una luz espiritual de la que carecen»[36]. Se lee también en el Eclesiastés: «El necio andando en su camino, siendo él un ignorante, los tiene a todos por necios»[37]. En este sentido, dice Garrigou-Lagrange: «El egoísta juzga todas las cosas según su interés individual y no según el de Dios. Y así poco a poco se van ausentándose de él el espíritu de fe, de confianza y de amor de Dios y de las almas: porque se apoya en sí mismo, siendo la debilidad misma»[38].

849. –¿Cómo se nota el espíritu del demonio?

–Sobre el espíritu diabólico explica Garrigou-Lagrange: «El demonio, por su parte, nos anima al principio, inspirándonos pensamientos de orgullo, para dejarnos luego caer en la turbación, el decaimiento y aun en la desesperación»[39].

El demonio, además: «Lejos de fomentar la caridad, cultiva en nosotros el amor propio y, según los temperamentos y circunstancias, hace que la caridad se desvíe, ya hacia un sentimentalismo humano de extrema condescendencia, o hacia cierto liberalismo bajo capa de generosidad, o bien, por el contrario, hacia un celo amargo, que sermonea a todo el mundo, venga o no venga al caso, en vez de trabajar en la propia enmienda. Todas estas cosas, en vez de traer la paz, engendra odios y recelos».

Para encontrar mas señales de sus inspiraciones, basta advertir que el diablo: «Va modelando las almas a imagen suya; se levantó por su soberbia y cayó en la desesperación»[40]. La soberbia y la desesperación, que le sigue, son así dos pecados satánicos.

Había advertido Clive Staples Lewis que: «los diablos pueden, en un sentido espiritual (…) devorarnos a nosotros (…) Incluso en la vida humana hemos visto la pasión de dominar, casi de digerir al prójimo; de hacer de toda su vida intelectual y emotiva una mera prolongación de la propia: odiar los odios propios, sentir rencor por los propios agravios y satisfacer el propio egoísmo, además de a través de uno mismo, por medio del prójimo. Por supuesto que sus pequeñas pasiones deben ser suprimidas para hacer sitio para hacer sitio a las propias (…) En la Tierra, a este deseo se le llama con frecuencia «amor». En el infierno, me imagino, lo reconocen como hambre». Esta hambre espiritual consiste en que: «el espíritu más fuerte (…) puede absorber real e irrevocablemente al más débil en su interior, e imponer perpetuamente su propio ser a la individualidad atropellada del más débil».

Este afán diabólico, contagiado al hombre, de sorber espiritualmente a los demás es una parodia del amor de Dios, «la única imitación al alcance de Satán de esa insondable magnanimidad por medio de la cual Dios convierte a sus instrumentos en servidores y a sus servidores en hijos, para que puedan al fin reunirse con Él, en la perfecta libertad de un amor ofrecido desde la altura de las individualidades absolutas que han podido alcanzar gracias a la liberación divina»[41].

850. –¿Cómo se descubre el espíritu de Dios?

–Expone también Garrigou-Lagrange que: «las señales del espíritu de Dios son lo contrario de las precedentes. (…) Inspira la verdadera humildad, que nos prohíbe preferirnos a los otros. (…) Nos lleva a nutrir nuestra fe con lo que hay en el Evangelio de más sencillo y más profundo, siguiendo fiel a la tradición y evitando novedades. (…) Acrecienta el fervor de la caridad», y también: «danos la paz con nosotros mismos y con los demás y a menudo la alegría interior»[42].

De modo parecido Lewis escribe sobre la caridad, claro indicio del espíritu de Dios, que es verdad que: «Su amor a los hombres, y que Su servicio es la libertad perfecta (…) El realmente quiere llenar el universo de un montón de (…) pequeñas réplicas de Sí mismo: criaturas cuya vida, a escala reducida, será cualitativamente como la Suya propia, no porque Él las haya absorbido, sino porque sus voluntades se pliegan libremente a la Suya (…) Él quiere siervos que finalmente puedan convertirse en hijos (…), él quiere dar (…) Él está lleno y rebosa (…), desea un mundo lleno de seres unidos a Él, pero todavía distintos (…), las criaturas han de ser una con él, pero también ellas mismas»[43]. Actitu, que se advierte al seguir el espíritu Dios.

851. –¿Sólo actúan en el alma las mociones divinas, las diabólicas y las naturales? –Mediante el don de discernimiento de espíritus se conoce claramente, por intervención extraordinaria de Dios, el origen de las inclinaciones desordenadas de la naturaleza, los engaños del demonio y las mociones de la gracia, para el provecho del prójimo[44]. Nota Garrigou-Lagrange que, con la gracia gratis dada de «discernimiento de espíritus», se «distinguen, a veces al momento, si alguien habla u obra por espíritu de verdadera caridad o fingiendo esta virtud»[45].

Sin embargo, San Bernardo indicaba que podían darse seis espíritus distintos. En uno de sus sermones, advertía que: «A los menos eruditos y a los que tienen poco ejercitados los sentidos les podrá parecer que todo pensamiento viene de su mismo espíritu, no de otro». Añade que, según las Escrituras, existe el«espíritu del maligno» y también el «espíritu de la carne» y el «espíritu de este mundo». Además, que: «estos dos espíritus son satélites de aquel príncipe maligno de las tinieblas; de tal suerte que el espíritu de maldad domina al espíritu de la carne y al espíritu de este mundo. Por lo cual, si alguno de estos tres espíritus habla a nuestro espíritu, no le creamos, porque tienen sed de sangre, no ya de cuerpos, sino –lo que es peor– de almas».

El santo cisterciense los caracteriza del siguiente modo: «el espíritu de la carne habla cosas blandas; el espíritu del mundo, cosas vanas; el espíritu de maldad, cosas amargas». De manera que, en primer lugar: «cuando –lo que sucede con frecuencia– llama a nuestra mente un pensamiento carnal, por ejemplo, de comida, de bebida, de sueño y de las demás cosas semejantes que pertenecen al cuidado de la carne; cuando nos enredamos con cierto deseo humano, estemos seguros de que es el espíritu de la carne el que nos habla»[46].

En segundo lugar: «cuando un pensamiento vano, no de los halagos de la carne, sino de ambición del siglo, de jactancia, de arrogancia y demás cosas semejantes, se resuelve en nuestros corazones, es el espíritu del mundo el que habla».

En tercer lugar: «cuando nos sentimos provocados no al deleite de la carne, no a la vanidad del siglo, sino a la ira, a la impaciencia, a la envidia, a la amargura del espíritu (…) o en alguna obra se nos da al parecer ocasión de indignación y materia de sospecha. A este pensamiento hay que resistir como al mismo diablo».

Se da un cuarto espíritu, porque: «sin la sugestión de otro espíritu, la misma alma de por sí da a luz pensamientos o voluptuosos, o vanos, o amargos». Este espíritu humano tiene su origen en la misma naturaleza humana, afectada por el pecado original, y también por los propios pecados personales. En este caso: «no es fácil discernir cuando habla nuestro mismo espíritu o cuando escucha alguno de esos tres». No obstante, comenta el abad de Claraval: «Mas ¿qué importa el saber quién habla, si es uno mismo el lenguaje que habla? ¿Qué importa conocer la persona del que habla, si consta que es pernicioso lo que se habla?».

El quinto y sexto espíritu vienen de Dios, porque: «cuando en la mente se halla un pensamiento saludable de castigar el cuerpo, de humillar al corazón, de guardar la unidad, de mostrar caridad a los hermanos o de adquirir, conservar, ampliar las demás virtudes, sin duda ninguna es el Espíritu divino quien habla o por sí mismo o por medio de un ángel»[47].

852. –¿Cómo se pueden discernir los espíritus buenos?

–En el espíritu divino y el espíritu angélico: «no es fácil discernir quién es el que habla ni peligroso el ignorarlo, principalmente siendo cosa cierta que el ángel bueno nunca habla por sí mismo, sino que es Dios quien habla por él»[48].

Debe tenerse en cuenta, como explicaba el tomista Ramón Orlandis, que: «El ángel directa e inmediatamente sólo en las potencias orgánicas, tales como la imaginación, puede hacer moción y por medio de ellas en las superiores o espirituales. Su influjo en la infusión de la gracia es semejante al de un predicador, con cuyas palabras coopera Dios de una manera congrua, sobrenaturalizando los pensamientos y afectos que en la parte espiritual del alma se despiertan como efecto connatural de la excitación recibida por el oyente en los sentidos; de esta manera Dios hace de aquellos pensamientos y afectos vengan a ser positivamente conducentes al fin sobrenatural que el predicador se propuso».

Sin embargo, las influencia del ángel bueno y del predicador se diferencian: «por cuanto el primero puede directa e inmediatamente obrar en las potencias orgánicas internas, sin tener que pasar por los sentidos externos; mientras que el predicador no tiene otro camino para llegar a los sentidos internos que el dirigirse directa inmediatamente a los externos; mas ni el uno ni el otro pueden actuar directa e inmediatamente en las potencias espirituales, en las cuales exclusivamente se recibe la gracia interna»[49].

Además, como indican la mayoría de los que se han ocupado del carisma del discernimiento: «Estos seis espíritus se pueden cómodamente y aun se deben reducir a tres; porque el espíritu angélico se reduce al divino, no obrando en nosotros los ángeles, sino en nombre de Dios: el espíritu de la carne y del mundo se reduce al diabólico; puesto que el demonio por medio de la carne y del mundo, sus aliados, suele acometernos y destilar en nuestro ánimo su venenoso espíritu. Y así todos los espíritus se unen en tres: espíritu divino, espíritu diabólico y espíritu humano»[50].

Para discernirlos, en definitiva, basta tener en cuenta estas palabras de la Escritura: «La sabiduría que desciende de arriba, primero es casta, después pacífica»[51], y como comenta San Bernardo: «Todos los pensamientos que no concurren en estas dos cosas, no dudes en tenerlos por ajenos a la sabiduría de Dios»[52].

Y lo más importante es este ruego con el que termina su sermón: «Os ruego (…) que os acordéis del Señor, que no calléis ni le respondáis con el silencio, sino que oigáis qué os habla, pues habla de la paz. Feliz, pues, y bienaventurada el alma que percibe en el silencio los hilos del susurro divino y repite con frecuencia aquello de Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3, 9)»[53].

 

Eudaldo Forment

 


[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 154.

[2] ÍDEM. Suma teológica, II-II, q. 176, a. 2, ad 4.

[3] ÍDEM, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, c. 14, lec. 2.

[4] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 176, a. 2, ad 4.

[5] ÍDEM, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, c. 12, lec. 2.

[6] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 12, a. 7, in c.

[7] Véase: Gen 41, 1-15.

[8] Gen 41, 26-32.

[9] Santo Tomás, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 12, a. 7, in c.

[10] ÍDEM, Comentario a la Primera epístola a los Corintios,  c. 14, lect. 1.

[11] Dan 2, 32-35.

[12] Dan 2, 38-44.

[13] Francisco Marín Sola, O.P., La evolución homogénea del dogma católico, Madrid, 1952, c. 2, s. 1, p. 170.

[14] Dan 5, 1-31.

[15] Dan 5, 26.

[16] 1 Cor 12, 8.

[17] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 154.

[18] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 111, a. 4, ad 2.

[19] R. GARRIGOU-LAGRANGE. Las tres edades de la vida interior, Madrid, Ediciones Palabra, 1995, 7ª ed. 2 Vol., II, p. 1167, not. 1.

[20] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, I-II, q. 111, a. 4, in c.

[21] A. ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 1968, p. 891.

[22] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática «Dei Verbum» sobre la divina revelación, c. 1, 6.

[23] Pío XII, Encíclica “Humani generis” (1950), introd., 1.

[24] Ibíd., Introd., 2.

[25] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 1, a. 1, in c.

[26] Pío XII, Encíclica “Humani generis”, op. cit.,  Introd., 2.

[27]Concilio Vaticano I, Constitución dogmática «Dei Filius» sobre la fe católica, c. 3.

[28] SANTO TOMAS DE AQUINO, Suma contra los gentiles, III, c. 154.

[29] R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, op. cit., p. 808.

[30] Ibíd., p. 810.

[31] 1 Cor 12, 7-11.

[32] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, 12, lec. 2.

[33] Sal 115, 2.

[34] Rom 3, 4.

[35] San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 115, 3

[36] 1 Cor 2, 14.

[37] Ecle 10, 4.

[38] R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, op. cit., pp. 810-811.

[39] Ibíd.,  p. 811.

[40] Ibíd., p. 812.

[41] C.S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, Madrid, Rialp, 1998, 2º ed., pref. 16-17.

[42] R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, op. cit., pp. 812-813.

[43] C.S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, op. cit., VIII, pp. 49-50.

[44] Es posible también el discernirse a sí mismo, pero no porque se haya  recibido el don de discernimiento en cuanto gracia gratis dada, sino por las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo, que proporcionan una luz para regularse a sí mismo. Incluso también  en los demás, si éstos han comunicado sus «secretos del corazón», que, en cambio, se conocen directamente por el don de discernimiento, que, por tal conocimiento de lo desconocido, se asemeja a la profecía.

[45]  R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, op. cit., p. 807.

[46] San Bernardo, Sermón: De la discreción de espíritus, en Obras completas de San Bernardo, Madrid, BAC, 1953, 2 vols. v. I, Serm. 23,  pp. 970-974, p. 971.

[47] Ibíd., p. 972.

[48] Ibíd., p. 973.

[49] Ramón Orlandis, «El doble discernimiento de espíritus», en Manresa (Madrid), X-1 (1935), pp. 7-34, pp. 10-11.

[50] Juan Bautista Scaramelli, S.I., Discernimiento de los espíritus, para gobernar rectamente las acciones propias y las de los otros, Gerona, Impta. Vda. e Hijo de Figaró, 1853, c.I, p. 12.

[51] Sant 3, 17.

[52] San Bernardo, Sermón: De las numerosas utilidades de la palabra de Dios, en Obras completas de San Bernardo, op. cit., v. I, Serm. 24,  pp. 974-976, p. 974.

[53] ÍDEM, Sermón: De la discreción de espíritus, op. cit. p. 974.

1 comentario

  
FSolano
Muy edificante esta lectura.
18/01/20 3:07 AM

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