6.07.20

Una celebración muy digna: el funeral por los fallecidos por la pandemia

Lo he seguido – el funeral - a través del móvil y me ha gustado; es decir, me ha ayudado a rezar, a pensar, a ponerme en el lugar de los familiares de los fallecidos.

Muchos, católicos. Otros, no. Pero la Iglesia Católica ora por todos. Y yo, como católico, agradecería también que otras personas religiosas orasen por mí o por los míos, aunque no compartiesen mi fe.

La liturgia de difuntos, en todos sus componentes, eleva el alma. Las lecturas, con todo su realismo divino y humano. Los cantos, que en esta celebración han sido sobrios y bellos. La homilía del cardenal Osoro, muy adecuada y basada en los textos bíblicos.

No solo estaba el cardenal Osoro, sino asimismo el presidente de la Conferencia Episcopal Española, el Obispo Secretario, el Nuncio de Su Santidad y un nutrido grupo de cardenales, arzobispos y obispos. Son representantes jerárquicos de la Iglesia en España y han estado donde debían estar: rezando por los difuntos y por sus familiares.

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23.06.20

El santo y la concejala. Sobre san Junípero Serra

Me cuentan que una concejala de cierto partido y de cierto lugar ha animado a tirar, a derribar, una estatua de san Junípero Serra, un franciscano mallorquín evangelizador de California en el siglo XVIII.

Uno estaría casi dispuesto a conceder que no es lo propio de una concejala, de un miembro de una corporación municipal, animar al vandalismo de alta o de baja intensidad. Y menos animar al vandalismo contra una figura egregia de la propia tierra, lamentablemente degradada – la tierra – hasta el punto de contar con ediles de semejante miseria moral (porque parece que el portento “cívico” es también de Mallorca).

La concejala no merece ni una línea más. Solo se esperaría de ella la dimisión, si tuviese vergüenza, un bien escaso. Ayer mismo pude fijarme en un cartelito. Delante de una casa, en una calle de la ciudad donde vivo, estaban muy bien alineadas, en macetas, unas bonitas hortensias – me gusta mucho esa planta - , con un cartel que exhortaba: “Cacos, no robéis ni las macetas ni las flores. Tened vergüenza”. Me encantó ese gesto, quizá imposible, de apelar a la dignidad y a la ética. Es verdad que se dirigía a los posibles cacos, muchos de ellos a años luz de las (imposibles) concejalas, o de los (imposibles) concejales. Y sé que hay concejales, y concejalas, muy buenos.

San Junípero Serra está por encima de todo eso. Ha llegado al cielo. Que se le reconozca o no, desde la miseria moral, su grandeza es casi lo de menos. Pero nosotros, que no hemos llegado al cielo, sí que podemos reivindicar que el “menos” tienda – en lo moral – a ser “más". No se puede mentir tanto, ni injuriar tanto, ni reconstruir de modo tan caprichoso el pasado.

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21.06.20

El Sagrado Corazón en Vigo

Muchas de las más destacadas ciudades del mundo cuentan con un monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Pensemos en París: la basílica del Sagrado Corazón (Sacré-Coeur) de Montmartre es un lugar de visita obligatoria desde donde se divisa la belleza de la capital de Francia.

O, más cerca de nosotros, en Almada (Portugal), el Santuario Nacional de Cristo Rey - dedicado al Sagrado Corazón - con la estatua del Redentor, desde donde se puede contemplar la espléndida Lisboa. También en España encontramos muchos ejemplos de reconocimiento al Corazón de Cristo: En el Cerro de los Ángeles, en Madrid, o en el templo del “Tibi dabo”, en Barcelona.

No hace falta ser experto en Teología para comprender el significado del Sagrado Corazón de Jesús. Si esta devoción ha arraigado tanto en la mente y en la piedad de los fieles se debe, casi con seguridad, a su claro y profundo simbolismo. El corazón indica lo más profundo del ser; la última verdad de cada uno. Que Dios tenga un corazón – el de Cristo – nos ayuda a comprender la esencia de lo divino y su inaudita cercanía. Dios no se ha confinado en su privilegiado y dichoso olimpo; no, se ha acercado a nosotros. Nos ha enviado a su Hijo. Ha asumido, hecho propio, un corazón semejante al nuestro, aunque mejor que el nuestro.

Para cualquier persona de bien el corazón simboliza el amor; el amor concreto, el amor que no pasa de largo, sino que se ocupa de las necesidades del otro. Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el buen samaritano, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos, que – también hoy – se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza, dice la liturgia de la Iglesia.

Un hombre y un mundo sin corazón serían peores que una selva despiadada. Y no necesitamos imaginar mucho para hacernos una idea de ello. Lamentablemente, la realidad nos pone delante de los ojos casos y escenarios en los que parece que el corazón de carne se ha convertido en corazón de piedra; en los que se ha hecho insensible e indiferente.

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13.06.20

Corpus Christi

La Iglesia se admira ante el Sacramento en el que Cristo nos dejó el memorial de su pasión y pide al Señor que nos conceda venerar de tal modo los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de su redención.

La solemnidad del Corpus Christi tiene como finalidad esta veneración; es decir, el sumo respeto y el culto reverente al Santísimo Sacramento del Altar, no solo durante la celebración de la Santa Misa sino también en la reserva eucarística en el sagrario, en la exposición solemne o en la bendición y en las procesiones eucarísticas.

El motivo de esta veneración es la presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas: En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, Cristo entero”, enseña el Concilio de Trento.

La presencia de Cristo en la Eucaristía es una presencia real por excelencia, por ser substancial: “por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre”, dice también el Concilio de Trento.

Las apariencias no cambian: lo que parecía pan y vino sigue pareciendo pan y vino, pero la realidad última que sustenta estas apariencias sí se transforma en virtud de la palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo. San Ambrosio comenta: “La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela”.

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6.06.20

La Santísima Trinidad

“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).

Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.

La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.

El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.

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