InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

26.04.08

Si me amáis...

La caridad, el amor, guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Juan 14, 15). Por la virtud teologal de la caridad, nuestra capacidad humana de amar se ve purificada y elevada a la perfección sobrenatural del amor divino.

Cristo nos amó primero y nos amó hasta el final (cf Juan 13, 1), entregando su vida por nuestra salvación. Amar a Cristo, con el amor con que Él nos ama, excede las posibilidades humanas. Pero Jesús pide al Padre que nos dé otro Defensor, el Espíritu de la verdad; el Espíritu Santo, que Dios derrama en nuestros corazones.

El Espíritu Santo es el Don del Padre y del Hijo. Y Dios da lo que Él es. Dios es Amor (cf 1 Juan 4, 8.16) y su Don es el Amor; el Espíritu de Amor, la fuerza que nos introduce en la vida misma de la Santísima Trinidad, al permitirnos amar como Cristo nos ha amado.

La vida cristiana es vida en Dios; vida en comunión con Él. Regenerados por el Espíritu Santo nos unimos a Cristo y, unidos a Cristo, estamos unidos al Padre: “Yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros” (Juan 14, 20), nos dice Jesús.

La unión con Dios es fecunda. Sus frutos son la caridad y la alegría, la paz y la paciencia, la afabilidad y la bondad; la fidelidad, la mansedumbre y la templanza (cf Gálatas 5, 22-23).

El Papa, en su libro Jesús de Nazaret, ha escrito que “la verdadera ‘moral’ del cristianismo es el amor”. Guiados por el amor, el cumplimiento de los mandamientos no supone una carga pesada, sino un yugo ligero y suave que conduce a la verdadera libertad; la de los hijos de Dios. El cristiano “no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del ‘que nos amó primero’ (1 Juan 4, 19)” (Catecismo, 1828).

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23.04.08

¿Ideólogos de la muerte?

Si las prácticas de un tristemente famoso “médico” abortista, que hemos conocido por la prensa, hieren la sensibilidad de cualquier persona normal, mayor gravedad reviste aun el “Documento sobre la interrupción voluntaria del embarazo” elaborado por el Grupo de Opinión del Observatorio de Bioética y Derecho del Parque Científico de Barcelona. Para mí, al menos, ese documento refleja en un texto el parecer de un comité que se perfila en mi mente como un gabinete de “ideólogos de la muerte". No es mi propósito realizar un análisis del documento – tarea que dejo para los expertos – sino simplemente manifestar mi opinión sobre el mismo.

Todo razonamiento parte de unas bases, de unos primeros principios. Para este Grupo de Opinión no se puede discutir públicamente sobre el aborto más que partiendo de “los valores de cientificidad, laicidad y pluralismo democrático”, debiendo quedar excluidos del debate “criterios procedentes de concepciones religiosas, sobre el bien o la vida ideal, apropiadas para imponerse a uno mismo voluntariamente, pero no materia de corrección moral interpersonal que pueda imponerse a los demás”. Ninguna razón seria avala esta opción que, a mi juicio, es incompatible con el pluralismo democrático. Un “pluralismo” poco plural, habida cuenta de que, menospreciando abiertamente un derecho fundamental como es el derecho a la libertad religiosa, priva de legitimidad a la palabra y a los argumentos que partan de una visión del hombre que no se reduzca a las pautas marcadas por un cientificismo laicista.

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22.04.08

Piedad mariana

La piedad es la virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión. La piedad es devoción, dedicación a la persona amada. Es también compasión y misericordia. Es, asimismo, uno de los dones del Espíritu Santo y una virtud, derivada de la justicia, “por la que rendimos honor a Dios ofreciéndole nuestra devoción, nuestra oración, los sacrificios, los ayunos, la abstinencia, el respeto, el culto, es decir, todo el conjunto de deberes por los que le reconocemos como nuestro Soberano Señor” (A. Gardeil, El Espíritu Santo en la vida cristiana, Madrid 1998, 61).

La piedad mariana es, en sentido subjetivo, la piedad de Nuestra Señora. Ninguna creatura ha vivido como Ella la devoción, la entrega generosa a Jesús, su Hijo; ni la compasión, ni la ofrenda de su vida entera a Dios nuestro Señor. Tampoco nadie como Ella ha vivido el amor fraterno, donde se encuentra la piedad (cf 2 Pedro 1, 7).

En sentido objetivo, la piedad mariana es la devoción a la Santísima Virgen. Ella es la Madre de la Misericordia, la Madre de la divina gracia: “Al elegirla como Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimensión - por decir así - materna de su divina ternura y de su solicitud por los hombres de todas las épocas” (Juan Pablo II, “Audiencia”, 15 de Octubre de 1997). Ella participa, de algún modo, de la paternidad divina y tiene derecho a nuestra piedad filial. En la Virgen vemos reflejado el rostro materno de Dios (cf Síntesis de los aportes recibidos para la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 189).

El Papa Pablo VI señaló que “la finalidad última del culto a la bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un vida absolutamente conforme a su voluntad” (Marialis cultus, 39).

En definitiva, “la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la espontaneidad, contribuye a infundir serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el camino exigente de las bienaventuranzas. […] la devoción a María, dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el «Dios con nosotros», que ella concibió como hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección” (Juan Pablo II, “Audiencia", 5 de Noviembre de 1997).

Guillermo Juan Morado.

21.04.08

Los laicos en la Iglesia

El “laico” es el cristiano no perteneciente al clero. Pero que no pertenezca al clero no significa que no sea Iglesia. En realidad, la mayor parte de la Iglesia está constituida por laicos.

La concepción “piramidal” de la Iglesia está felizmente superada. El laico ya no es la base, sometido a los clérigos y a los monjes; supuestamente los únicos interesados en las realidades espirituales. La teología del laicado, a la que hicieron grandes aportaciones Maritain, Congar, von Balthasar y Rahner, entre otros, preparó el camino para el Concilio Vaticano II que, en la Lumen gentium – capítulo IV – y en la Apostolicam actuositatem, dibujó la figura del laico en sus perfiles teológicos, apostólicos y pastorales.

Los laicos, por el bautismo, participan de la función sacerdotal, profética y real de Cristo. En consecuencia, ejercen, en la parte que les toca, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.

A ellos corresponde, de modo destacado, “iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Cristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor”. El laico está en el corazón del mundo; para que el mundo sea conforme al querer de Dios. Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Christifidelis laici (1988), especifica y amplía este rico magisterio conciliar.

Un afán de “tutela” del clero, o de los religiosos, sobre los laicos no responde a la verdad de la Iglesia. No necesitan, los bautizados laicos, ingresar en ninguna “tercera orden” para que su voz, y su compromiso, deba ser tenido en cuenta.

Guillermo Juan Morado

La identidad familiar en el contexto social (y III)

6. El reconocimiento público de la importancia de la familia

El reconocimiento público de la importancia de la familia pide que “no se la equipare con otras realidades que no tienen la misma identidad”. “Tratar como iguales realidades desiguales es una injusticia”.

No es asimilable, por ejemplo, una “pareja de hecho” a una familia fundada en el matrimonio. El matrimonio entraña un compromiso público ante la sociedad, que lleva consigo derechos y obligaciones, mientras que una “pareja de hecho” no asume ninguna responsabilidad ante nadie. En comparación con cualquier otro modo de convivencia, la sociedad recibe de la familia una serie de bienes que han de ser valorados; entre ellos, la acogida y la educación de una descendencia . No cabe, en este sentido, una pretendida “neutralidad” que equiparase socialmente realidades distintas.

Como ha afirmado Benedicto XVI, “todo lo que contribuye a debilitar la familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, lo que directa o indirectamente dificulta su disponibilidad para la acogida responsable de una nueva vida, lo que se opone a su derecho de ser la primera responsable de la educación de los hijos, es un impedimento objetivo para el camino de la paz” .

7. Buscar la defensa explícita de la vida en las leyes que configuran nuestro ordenamiento social

Se debe buscar, para construir una cultura de la familia y de la vida, la defensa explícita de la vida humana en las leyes que configuran nuestro ordenamiento social .

Recientemente, la Subcomisión Episcopal de Familia y Vida de la Conferencia Episcopal Española hacía pública una “Nota” en la que animaba a promover una cultura de la vida, abogando por la abolición de la ley del aborto:

“aun considerando como un gran avance el cese de la práctica ilegal del aborto, la acción genuinamente moral y humana sería la abolición de la «ley del aborto», que es una ley injusta. Juan Pablo II nos dijo en Madrid en 1982: «Quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad»[…] La ley del aborto debe ser abolida, al tiempo que hay que apoyar eficazmente a la mujer, especialmente con motivo de su maternidad, creando una nueva cultura donde las familias acojan y promuevan la vida. Una alternativa importante es la adopción. Miles de esposos tienen que acudir a largos y gravosos procesos de adopción mientras en España más de cien mil niños murieron por el aborto durante el año 2006” .

Por lo demás, los Obispos recuerdan que “ningún católico, ni en el ámbito privado ni público, puede admitir en ningún caso prácticas como el aborto, la eutanasia o la producción, congelación y manipulación de embriones humanos. La vida humana es un valor sagrado, que todos debemos respetar y que las leyes deben proteger” . Esta defensa de la vida, que se remite en última instancia a la ley moral natural, no obliga sólo a los católicos, sino que su urgencia puede ser compartida por toda persona de recta conciencia.

8. La intervención política en favor de la familia

Se debe procurar que las leyes e instituciones del Estado sostengan y defiendan los derechos y los deberes de la familia. El Catecismo de la Iglesia Católica señala algunos ámbitos en los que se manifiesta el deber de la comunidad política de honrar a la familia, de asistirla y de asegurar sus derechos:

“La comunidad política tiene el deber de honrar a la familia, asistirla y asegurarle especialmente:
— la libertad de fundar un hogar, de tener hijos y de educarlos de acuerdo con sus propias convicciones morales y religiosas;
— la protección de la estabilidad del vínculo conyugal y de la institución familiar;
— la libertad de profesar su fe, transmitirla, educar a sus hijos en ella, con los medios y las instituciones necesarios;
— el derecho a la propiedad privada, a la libertad de iniciativa, a tener un trabajo, una vivienda, el derecho a emigrar;
— conforme a las instituciones del país, el derecho a la atención médica, a la asistencia de las personas de edad, a los subsidios familiares;
— la protección de la seguridad y la higiene, especialmente por lo que se refiere a peligros como la droga, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
— la libertad para formar asociaciones con otras familias y de estar así representadas ante las autoridades civiles (cf FC 46) ”.

9. Conclusión

En el contexto social actual, defender y promover la familia y la vida humana es una tarea que se nos presenta como “un camino largo, pero cargado de esperanza en la construcción del futuro”. Un camino que es preciso recorrer, personal, eclesial y socialmente. El esfuerzo sería impracticable sin una verdadera conversión personal al Evangelio de Jesucristo, sabiendo con certeza que Él es el Camino, que Él es la Verdad y que Él es la Vida verdadera, de la que están llamados a participar todos los hombres.

Conciencia cristiana y responsabilidad ciudadana han de aunarse en cada uno de nosotros. Necesitamos, en primer lugar, formarnos adecuadamente, acudiendo al Magisterio de la Iglesia, que nos ofrece una enseñanza profunda y razonable. Y necesitamos también ejercer, sin dejar de lado la fe, nuestras responsabilidades como ciudadanos aportando a los demás, con verdad y caridad, con firmeza y tolerancia, aquello que sabemos que es lo mejor para todo hombre, porque hemos experimentado que es lo mejor para nosotros.

La fe es un don precioso que ha de fructificar en nuestras vidas, sin que podamos relegar esos frutos al ámbito estrictamente privado. Una sana democracia que valore la libertad religiosa ha de mostrarse dispuesta a acoger las propuestas que broten de la vivencia religiosa de los ciudadanos; también de los católicos.

Como ha dicho Benedicto XVI en la ONU: “Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan la construcción del orden social” .

Al promover la cultura de la familia y de la vida contribuiremos eficazmente en la construcción del porvenir de nuestra civilización, ya que impulsaremos lo que es conforme a la voluntad de Dios y, en consecuencia, lo que es más conforme con la recta razón, con la buena voluntad y con el auténtico progreso del hombre.

Guillermo Juan Morado.