InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Julio 2019

17.07.19

Lo visible y lo eterno. Un artículo en "Compostellanum"

¿Cómo se relacionan lo visible y lo eterno? ¿Son magnitudes opuestas o, por el contrario, encuentran su conciliación en el universo cristiano? La respuesta – y la explicación de la respuesta – puede ser pertinente para la teología de la fe y para la Teología fundamental en su conjunto.

Entre las tareas de la Teología fundamental está, como es sabido, el estudio del acto de fe y de su correspondiente credibilidad, que depende esencialmente de la credibilidad de la misma revelación. Sobre la fe ha tratado abundantemente la primera encíclica del papa Francisco, Lumen fidei, en la que afirma que la fe tiene una “estructura sacramental”. También la carta Placuit Deo de la Congregación para la doctrina de la fe incide en el carácter sacramental de la economía de la salvación.

Partiendo de estos dos documentos, nos preguntaremos sobre la ayuda que algunas reflexiones teológicas recientes pueden proporcionar a la hora de explicar en qué consiste esa mencionada estructura sacramental, o sacramentalidad, de la fe a fin de comprender mejor la conexión entre lo visible y lo eterno. Nuestra sospecha inicial es que tal esclarecimiento puede ayudar a la misión de la Teología fundamental.

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13.07.19

El Buen Samaritano: Por su misericordia se hizo próximo

El maestro de la ley preguntó a Jesús “para ponerlo a prueba” (Lc 10,25). No siempre las preguntas brotan del deseo de saber, sino que, a veces, como puede suceder con otros usos del lenguaje, podemos utilizar la pregunta como una trampa que tendemos para hacer caer al otro: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.

Parece una pregunta inocente; en definitiva, si algo nos debe importar es cómo actuar para heredar la vida, y no una vida cualquiera, sino la vida digna de ser vivida eternamente. Parece inocente, pero no lo es. Lo que desea lograr el maestro de la ley es que Jesús se defina a favor o en contra de la resurrección de los muertos. Los fariseos creían en la resurrección de los justos y en la vida eterna como recompensa. Pero otros judíos la negaban.

Jesús no se deja atrapar y contesta devolviendo la pregunta: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. Obviamente, la respuesta la conocía perfectamente el maestro de la ley: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo”. Todo israelita recita por la mañana y por la tarde la “shemá”, el “escucha, Israel”, donde se manda amar a Dios con un amor total e indivisible. Amar con el corazón, centro de los impulsos; amar con el alma, principio de la vida; amar con la fuerza, con la vehemencia de los instintos; amar, en suma, con la mente, que regula la existencia.

Y, además, amar al prójimo como a uno mismo. La respuesta que de un modo turbio buscaba el maestro de la ley se la ofrece Jesús con plena claridad: “Haz esto y tendrás la vida”. No se trata solo de saber, se trata de hacer, de practicar.

El maestro de la ley, un buen dialéctico, no se da por vencido y vuelve a la carga: “¿Y quién es mi prójimo?”. El maestro de la ley sabía muy bien el significado de “prójimo”: “cercano”. Los judíos habían ido ampliando el significado de “prójimo”; pero no tanto como para incluir a los paganos. Estos no eran en absoluto cercanos. En Qumrán se mandaba a los hijos de la luz que odiasen a los hijos de las tinieblas.

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12.07.19

Alabanza

La Carta de San Judas (24-25) concluye con una doxología; es decir, con una oración de alabanza dirigida a Dios, plegaria que procede de la liturgia, del culto de la Iglesia: “Al que puede preservaros de tropiezos y presentaros intachables y exultantes ante su gloria, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, sea la gloria y majestad, el poder y la soberanía desde siempre, ahora y por todos los siglos. Amén".

Benedicto XVI comenta sobre estas palabras del final de la carta: “Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud su fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y, por último, la alabanza, todo ello motivado solo por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo”.

La bondad de Dios reflejada en la misericordia de Jesucristo es el motivo de la alabanza. Dios merece ser reconocido, ante todo, por lo que Él mismo es. En cierto modo, la alabanza “integra las otras formas de oración y las lleva hacia Aquel que es su fuente y su término”, el Dios único (cf. Catecismo, 2639).

De la grandeza de Dios, expresada en la historia de la salvación, brota la alabanza de los creyentes. San Pablo exhorta en la Carta a los Efesios: “Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor” (Ef 5,19). Los cánticos y la música han de ir acompañados de la alabanza del corazón, “que habla interiormente a Dios mientras, una y otra vez, medita con afecto sus obras magníficas”, comenta Santo Tomás de Aquino.

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9.07.19

Intercesión

Interceder es pedir en favor de otro, como hace el centurión que se acerca a Jesús y le presenta la situación de enfermedad en la que se encuentra un siervo suyo (cf Mt 8,5-8). Lo que mueve a la intercesión es la misericordia, la compasión, el amor que se apiada del sufrimiento del otro y hace lo posible por socorrerlo.

Realmente, el intercesor ante el Padre en favor de todos los hombres, en favor de los pecadores, es Jesucristo. Basado en esa certeza, san Pablo se pregunta con esperanza: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?” (Rom 8,33-34).

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es el mediador entre Dios y los hombres. Su intercesión no ha quedado limitada a los años de su vida terrena. Resucitado de entre los muertos y elevado al cielo por su Ascensión, sigue pidiendo por nosotros, como nos recuerda san Juan: “Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2,1-2). También el Espíritu Santo “intercede por nosotros” y “acude en ayuda de nuestra debilidad” (Rom 8,26).

La Iglesia, animada por el Espíritu Santo, une su intercesión a la de Cristo, que es su Cabeza y, por medio de Él, presenta al Padre las necesidades de todos los hombres, especialmente en la celebración de la Santa Misa: “Acuérdate, Señor, de tu Iglesia”; “acuérdate también de nuestros hermanos” que han recibido el bautismo, la confirmación, la primera comunión o el matrimonio. Acuérdate de los difuntos, “de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto en tu misericordia”.

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