InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Marzo 2018

27.03.18

Tradición y traición

A veces las palabras se parecen enormemente unas a otras y esta semejanza obedece, en definitiva, al parecido de lo real. La ley de la analogía rige en el lenguaje y en las cosas. Las palabras se parecen entre sí y las realidades designadas mediante ellas, también. No siempre hay una gran diferencia entre analogía y ambigüedad. De ahí que sea fácil la confusión o las malas interpretaciones.

Las palabras “tradición” y “traición” son casi gemelas. Proceden de la misma madre, “traditio” – “entrega” – y designan, ambas, un acto de donación, de consigna, de entrega. La tradición es la entrega, la transmisión de lo recibido, y la traición consiste en entregar a alguien a sus enemigos. En una oración por el Papa se le pide a Dios: “non tradat eum in animam inimicorum eius”, que no lo entregue a la voluntad de sus enemigos.

Dios y Judas “entregan”, pero sus respectivas entregas son muy diferentes por su motivación y por su respectiva finalidad. Dios nos entrega a su Hijo, nos lo da, salvando con la potencia de su misericordia lo que, a ojos de los hombres, parecería una imprudencia. La entrega – tradición - que Dios nos hace está movida por el amor y tiene como meta nuestro rescate.

La entrega de Judas, su traición, se parece mucho, pero solo superficialmente, a la entrega de Dios. También Judas se parecía mucho, aunque solo superficialmente, a los demás apóstoles. Quizá, en un primer momento, era muy semejante a ellos. Jesús se había fijado en él, lo había llamado, lo había introducido en su círculo más próximo. Pero, sumando, una tras otra, pequeñas traiciones, Judas llega a ser alguien muy distinto a quien era y, sobre todo, alguien muy diferente a quien podría llegar a haber sido.

Judas, al final, ya no era “uno de vosotros” (Jn 13,21). Lo era solo de cara a la galería, pero ya no lo era en realidad. En Judas, la máscara, el “prósopon”, se convirtió en la persona; la ficción en la triste realidad, como en el retrato de Dorian Gray cuando llega la hora en la que el teatro se acaba y aquel rostro, joven y bello, refleja ya sin velos el horror del mal. San Agustín apuntó, a propósito de Judas: “`Uno de vosotros’, por el número, no por el mérito; en apariencia, no en realidad”.

Solamente Dios – y Jesús es Dios – es inmune desde siempre a la seducción del engaño, al camelo de la mentira. Por eso Jesús se turba “en su espíritu”. Jesús se deja afectar. Jesús quiere padecer. Su turbación es su amor, su misericordia. No hay espíritu más sensible que el de Dios, que el Espíritu de Jesús, entregado desde la máxima turbación de la Cruz.

Jesús conoce y asume la traición de los amigos. Es como si dijese, en esa turbación suya tan elocuente: “Eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad” (Sal 55,14-15). Si a nosotros, que somos malos, nos duele la traición de los amigos, ¿cuánto más le dolerá al más noble y perfecto de los hombres?

Ya Salustio dejó dicho que la corrupción de lo mejor es lo peor. La corrupción de Judas es lo peor. Estando cerca de Jesús se aleja poco a poco de Él y de los demás apóstoles. Se sumerge en la soledad y en la noche. Convierte su grandeza – ser apóstol, encargado de la tradición, de transmitir a otros lo recibido de Jesús - en traición, en entrega del Señor a la voluntad de sus enemigos. Se hace cómplice de Satanás, experto en acusaciones y traiciones.

¿Qué pudo haberle pasado a Judas para llegar a odiar tanto? Quizá ese odio lo condena y a la vez podría haberlo redimido. Al menos no era indiferencia. Pero no sirvió para redimirlo porque era puro odio, sin mezcla ya de amor. La fe muerta, la fe del hombre en pecado, necesita aspirar al menos al amor de Dios para poder salvarle de la muerte. Judas era un cadáver ambulante. Su fe ya no era fe. Ni viva ni muerta.

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26.03.18

El perfume y el exceso

La liturgia de la Iglesia nos sumerge, en la Semana Santa, en el drama de la Pascua del Señor, de su paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre. Los pasajes del Evangelio que se proclaman en la Santa Misa adquieren, en este marco, su contexto adecuado y vivo de comprensión.

Uno de estos pasajes es el de la unción en Betania (Jn 12,1-11), perícopa que sigue a la de la resurrección de Lázaro y a la de la condena a muerte de Jesús por el Sanedrín y que precede, en el cuarto evangelio, a la de la entrada de Jesús en Jerusalén.

Es un texto muy bello que contrapone el derroche del amor a la cicatería del egoísmo y de la codicia. Por una parte está María, la hermana de Lázaro. Por la otra, en un mundo espiritual muy diferente, está Judas Iscariote, el que iba a traicionar a Jesús.

María manifiesta, en lo que le resulta posible, el agradecimiento y el amor hacia Jesús. Ella y sus hermanos eran amigos de Jesús. Pero esa amistad, si cabe, se había reforzado al ser Lázaro uno de los destinatarios de un gran milagro, de una gran señal por parte de Jesús, que rescató a Lázaro de la podredumbre del sepulcro y lo devolvió a la vida. El que ya olía mal porque estaba muerto – Lázaro- había regresado a la vida.

¡Qué poco podría calcular María el modo de agradecer esa señal! O quizá, más bien, su cálculo era el más exacto, por ser el más ajustado a la realidad. Al exceso de un don – devolver la vida a un muerto – no se puede corresponder, hasta en justicia, más que con un don aparentemente excesivo, aunque nosotros jamás podremos excedernos, ir más allá de lo justo, con relación a Dios.

María opta por un perfume “auténtico y costoso”. No era un simulacro de perfume, sino un verdadero perfume que aparentaba ser lo que era: muy costoso. Y le ofrece eso que es mucho – aunque sea muy poco – a Jesús: “Le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”. Era mucho, porque era lo que ella mejor podía ofrecerle. Era poco, porque Jesús, que es Dios, lo merece todo.

Esa fragancia es la del amor, la de la gratitud, y también es la del deseo y de la esperanza. Ungir a Jesús con el perfume es expresión, en cierto modo, de la voluntad de hacer todo lo posible para preservar a quienes amamos de la muerte y de la corrupción; es expresión de no querer ver la muerte de Jesús, ya presentida como próxima. Es un anhelo muy humano: ¿Quién dudaría a la hora de ungir con un bálsamo protector a las personas amadas para evitar su pérdida, su deterioro y su destrucción? Seguramente nadie.

El signo del amor, de la gratitud y del deseo es un perfume, una fragancia que preserva de la muerte y que inunda de buen olor la casa y el mundo. En realidad, el primero que eligió el perfume como signo de amor y de exceso no fue María, fue Dios mismo. Dios, que es amor, no puede excederse en nada más que en amor. Su exceso es su misericordia. Y esa misericordia es fragante. Lo dice San Pablo, en la Carta a los Efesios: “Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,2). Jesús es un perfume auténtico – Él es la oblación – y costoso – Él es la víctima -. Y su fragancia es agradable y suave.

El “suave olor” es el olor de la santidad, el “buen olor de Cristo”: “Somos incienso de Cristo ofrecido a Dios” (2 Cor 2,15). Él, Cristo, difunde por medio de nosotros la fragancia de su conocimiento.

El perfume no es un complemento exterior, sino que es un elemento que se adhiere a la persona que lo incorpora a sí misma. El que “huele a Cristo” está vinculado a Él –en el doble sentido de la palabra “oler”: el que atisba a Cristo, y en cierto modo lo “huele”, y el que expande, por haberla incorporado a sí, la fragancia de Cristo - .

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22.03.18

El sabroso saber: “Gustad y ved”

El gusto es, en general, un contacto entre el sujeto y lo real que se caracteriza – ese contacto – por la inmediatez entre subjetividad y realidad. La distancia se supera y el objeto, en cierto modo, pasa a ser – al gustarlo – algo “mío”, algo que ingresa en mi mundo, en mi yo. En el gusto, el sabor es inmediato, contiguo, cercano.

El sabor se asimila al saber y la revalorización del gusto reivindica una sabiduría integral, que apuesta no solo por el ámbito de las ideas, sino también por el del cuerpo y el del mundo. El sabor y el saber establecen una especie de comunión entre el que saborea y lo saboreado.

Leer un libro que nos agrada equivale a saber nuevas cosas que no sabíamos, y a adquirir ese conocimiento con satisfacción, con deleite, disfrutando de su sabor. Con deleite o con sufrimiento, pero nunca con indiferencia. Nada es tan inhumano, y tan cerril, como la indiferencia.

Las máquinas pueden ser indiferentes. Los hombres, no, al menos en el plano del deber ser. En el plano del ser casi cualquier cosa es posible. Y no porque lo creado esté mal hecho, sino porque podemos estropearlo casi todo.

Al saber algo nuevo, el que sabe se asimila a lo conocido, a lo nuevo. Hace que lo nuevo forme ya parte de su vida. “Conocer es ser y ser lo que se conoce”, decía Maurice Blondel. Y creo que tenía razón. Lo nocional es muy importante, pero no lo es tanto como lo real, decía Newman. Y creo, asimismo, que tenía razón.

En el vocabulario de la teología y de la espiritualidad, en un territorio más transitado de lo que pensamos, ya que la doctrina de los “sentidos espirituales” – según la cual las imágenes de la experiencia de los cinco sentidos pueden ser metáforas de la experiencia de la relación del hombre con Dios – es una doctrina tradicional, el gusto se asocia, como ya hemos apuntado, al sabroso saber.

La experiencia íntima, profunda, de Dios no está lejos, según este criterio, del conocimiento experiencial de lo divino. “Gustad y ved”, dice el Salmo. La mística y los sentidos, la mística y los sacramentos, la mística y la mediación de la Iglesia no deberían, en principio, ser realidades contrapuestas.

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13.03.18

El amor es más fuerte

“Es fuerte el amor como la muerte”, dice uno de los libros más bellos de la Sagrada Escritura, el Cantar de los cantares, 8,8. El amor es duro, resistente, poderoso. Lo es, al menos, tanto como la muerte. En su potencia, la muerte nos abruma, nos desarma. El amor, que es tan fuerte como ella, nos descoloca, nos empuja a ir más allá de nosotros mismos.

“Es fuerte el amor como la muerte”. Sí y no. Si hablamos del amor de Dios, del amor de Dios que, por la Encarnación, es también amor del hombre, el amor no es tan fuerte como la muerte: lo es mucho más. El amor asume la muerte, la toma en serio en toda su crudeza, pero – ¡es el amor de Dios! – la supera, no se deja vencer ni atrapar por ella.

La noticia de la muerte de este niño, de un niño que, siempre, es un símbolo de la inocencia, se dio en un domingo de Cuaresma que se llama domingo “Laetare”, el domingo de la alegría.

Cada Misa, en la liturgia de la Iglesia, tiene una antífona de entrada. La antífona de entrada del domingo IV de Cuaresma suena del siguiente modo: “Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría…” (cf Is 66,10-11).

“Alegraos”, no porque el mundo sea el paraíso. “Alegraos”, sobre todo, porque Dios es Dios. Ese mismo día, en el que se supo la muerte del niño, tuve noticia de la muerte del padre de un amigo. Él me decía: “Mi madre murió en el domingo ‘Gaudete’ y mi padre en el domingo ‘Laetare’”.

El domingo “Gaudete” es el III domingo de Adviento, cuya antífona de entrada es: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres” (cf Flp 4,4-5).

Ante el nacimiento y ante la muerte el mensaje de parte de Dios, testimoniado en su Escritura, es el mismo: “Alegraos”. Dios es capaz de caracterizar del mejor modo los signos de los tiempos humanos: se alegra por la vida – la Navidad – y se alegra por la Resurrección de la muerte – la Pascua - .

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7.03.18

El arzobispito laico

El arzobispo es un obispo que está al frente de una iglesia metropolitana - que es la capital de una provincia eclesiástica, que cuenta, por ello, con diócesis y obispos sufragáneos - . Por tanto, al arzobispo le corresponde una cierta primacía, al menos de modo honorífico – aunque no solo - .

Hoy veo que, como le complacía hacer a algunos emperadores de Bizancio, un líder político ha descubierto su vocación arzobispal, aunque se trate de un ejercicio laico del arzobispado. El líder político en cuestión no ha podido evitar esa irresistible tendencia metropolitana laica a guiar a los sufragáneos – ellos les llaman “barones” - , a recordarles la verdadera doctrina, a señalarles los límites entre lo permitido y lo prohibido.

Lo llevan en la sangre, o en el cargo. O se lo pide el cuerpo. No se frenan, estos arzobispos laicos, ni ante la aconfesionalidad del Estado, que ellos preconizan, llenos de razón, que ha de convertirse en un nacional-laicismo. Envidian a los arzobispos y envidian a Franco.

Y no pueden vivir sin unos ni sin el otro: Sin una jerarquía de la Iglesia a la que confieren unos poderes que esta no detenta y sin la memoria de aquel que se titulaba “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Ellos quieren ser, estos líderes, ambas cosas: arzobispos y caudillos, si no por la gracia de Dios, al menos por la gracia del Parlamento – que se ha convertido, ya cansado de ser solo un Parlamento, en un nuevo dios, que ya no quiere ser solo el César, sino que quiere ser también Dios, la conciencia humana y hasta la suprema norma moral-.

Dice nuestro arzobispito, ejercitando su magisterio laico, que criticar la ideología de género es atacar a las mujeres. Esta reducción es absurda. La defensa de los derechos humanos, que obviamente son los derechos de los hombres y de las mujeres, es perfectamente compatible con la crítica a las exageraciones de la llamada “ideología de género”.

Dice también el arzobispito, ejercitando su magisterio laico, civilizado, moderno, secularizado, humanista, renacentista, ilustrado, democrático, leído y demás letanía – menos mal que no añade a su curriculum la humildad – que “la ética es privada”. Hombre, sorprende que quien pretende, desde el Parlamento, legislar sobre todos y sobre todo – sexo, vida, muerte, creencias, impuestos, matrimonio… - argumente que la “ética es privada”. La ética no es privada, es lo más público que hay.

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