La hora de los laicos (7) - Eclesiología de comunión: ¿Unidad o unicidad?
Tema espinoso el de la comunión eclesial, precisamente por el deber y el derecho de cada bautizado de ocupar su lugar en el Cuerpo místico de Cristo. La Exhortación apostólica Christifideles laici presenta a la Iglesia como una
comunión orgánica de vocaciones, ministerios, servicios, carismas y responsabilidad en toda su diversidad y complementariedad”, que deben desarrollarse en sintonía con la eclesiología de comunión.
Observa el P. Rotondi, que el Papa Pío XII, gran propulsor del apostolado de los seglares y bajo cuyo pontificado se verificaron los dos primeros Congresos mundiales para el apostolado de los laicos (1951 y 1957), insistió siempre en la unidad de fuerzas excluyendo la unicidad” o uniformidad de organización o de procedimientos -afirmando el Pontífice- que la variedad, no sólo posee un valor estético sino también ventajas estratégicas.
De ahí que el tema de la eclesiología de comunión en cuestión, como ya se ha dicho, viene a ser el nudo gordiano o clave del documento sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.
Juan Pablo Magno llamó a los fieles cristianos laicos al
testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo, «principio y fundamento visible de unidad» en la Iglesia particular (CL, 30), en la mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia.
La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración (30).
El Papa volvió a retomar la eclesiología de la comunión en la Carta apostólica Novo millennio ineunte:
Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo.
En la misma Carta, Juan Pablo II indica que antes de programar iniciativas concretas se promueva una espiritualidad de la comunión ya que sin este camino espiritual
de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento (cf. Juan Pablo II, Novo milennio ineunte, 43).
Ser evangelios abiertos, no consiste en programación y técnica, sino en fe perseverante, y espíritu combativo de anunciadores creíbles de valores capaces de edificar una nueva civilización digna de la vocación del hombre (Juan Pablo II, 11-10-1985).
A costa de una comunión-máscara se han desconstruido movimientos y asociaciones, se han apagado y frenado entusiasmos, se han destruido organizaciones apostólicas, para supuestamente reedificarlas, purificarlas, o ponerlas al día, satanizándolas, desprestigiándolas y acomplejando su acción evangelizadora, pervirtiendo la verdadera vocación y misión de los seglares en la Iglesia y en el mundo, con la insuflación en esas asociaciones eclesiales de piratas agentes del progresismo.
Pude vivir la experiencia de que en una diócesis chilena en concreto, el obispo había suprimido todos los movimientos y asociaciones, a los que en sus propias palabras no podía dar luz verde porque no son mis opciones pastorales. Tendencia manifestada también en otras latitudes, dirigida a dominar asociaciones y movimientos y cambiarlos conforme a ideas propias. Siguiendo ese modelo, en mi propia diócesis, un obispo quiso además, suprimir los movimientos apostólicos para que se tornaran en Comunidades eclesiales de base, dirigidas en ese momento por un clérigo progresista, que las había politizado completamente. Uno de los movimientos en particular, puso una muralla de oración y fidelidad a su propio carisma, recordándole al obispo en cuestión, que su tarea respecto de los movimientos era la de exigir que se viva el carisma asociativo y no que se lo eche a la papelera, con lo que salvaron a las otras asociaciones también.
Afirmó en su momento el cardenal Joseph Ratzinger:
debe decirse claramente a las iglesias locales, también a los obispos, que no les está permitido ceder a una uniformidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales.
Un proyecto de unidad eclesial, donde se liquidan a priori los conflictos como meras polarizaciones y la paz interna es obtenida al precio de la renuncia a la totalidad del testimonio, pronto se revelaría ilusorio. No es lícito, finalmente, que se dé una cierta actitud de superioridad intelectual por la que se tache de fundamentalismo el celo de personas animadas por el Espíritu Santo y su cándida fe en la Palabra de Dios, y no se permita más que un modo de creer para el cual el «si» y el «pero» es más importante que la sustancia de lo que se dice creer (Los Movimientos eclesiales y su colocación teológica, 27-5-1998).
La planificación es buena, y hasta necesaria, pero lo que es preciso atacar con energía –decía el P. Daniel Elcid, OFM-, es el que cada cual crea que en la viña del Señor tiene la exclusiva y el monopolio de cuanto ha de hacerse.
La Iglesia toda debe buscar el espíritu de comunión con el Padre (1 Juan 1, 3), con Cristo (1 Corintios 10, 16) y con los hermanos (Hechos 2, 42), la vida de comunión eclesial será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo. De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión (28-31).