InfoCatólica / Contra corriente / Archivos para: Abril 2013

29.04.13

¿Salva el "octavo sacramento"?

El famoso demonólogo y exorcista Padre Gabriel Amorth cuenta lo siguiente: Cuando era niño, mi viejo párroco me enseñaba que hay ocho sacramentos: el octavo es la ignorancia. El octavo sacramento salva a más gente que los otro siete juntos.

La ignorancia es falta de conocimiento de algo por parte de un ser capacitado para conocer, ésta resulta entonces, o de las limitaciones de nuestro intelecto, o, de la oscuridad del propio asunto. La ignorancia es un mal para la inteligencia y ésta puede ser vencible o invencible.

Es invencible o completa, cuando no se sabe que se ignora, y por esta razón es insuperable. Precede a la acción y al impedir el conocimiento suficiente, destruye la responsabilidad o voluntariedad.

Y es vencible cuando ésta no es total y se puede salir de ella. Hay obligación grave de aprender las cosas necesarias, y quien descuida por culpable negligencia este deber, comete un pecado muy grave de ignorancia voluntaria, que puede traerle fatales consecuencias en este mundo y en el otro (cf. Teología moral para seglares, Royo Marín, n. 300).

Hay católicos llenos de errores doctrinales, unas veces porque aprendieron mal el catecismo, y, posteriormente no lo han vuelto a leer, y otras veces por la contaminación de tanta doctrina equivocada que flota en nuestro ambiente. El analfabetismo catequístico es espantoso.

Convendría meditar la confesión sincera que hiciera de sus errores el presbítero Lúcido (de Rietz) el año 473 ante el Concilio de Arles. Dice:

Vuestra corrección es la salud de todos, y vuestra decisión una medicina, de ahí que yo también estimo ser el mejor remedio, el excusarme, acusado los pasados errores y purificarme por medio de una confesión salvadora, por tanto, de acuerdo con los recientes decretos del venerable Concilio, condeno juntamente con vosotros estas opiniones:

  • la que dice que el trabajo de la obediencia humana no tiene que unirse a la gracia divina;
  • la que dice que después de la caída del primer hombre quedó totalmente destruida la libertad de su voluntad;
  • la que dice que Cristo nuestro Señor y Salvador no sufrió la muerte por la salvación de todos
  • la que dice que la presencia de Dios empuja violentamente al hombre a la muerte o que los que se condenan, se condenan por la voluntad de Dios;
  • la que dice que después de haber recibido legítimamente el bautismo, muere en Adán todo aquel que peca;
  • la que dice que unos están destinados a la muerte y otros a la vida;
  • la que dice que desde Adán hasta Cristo, ninguno de los paganos se salvó en vistas a la venida de Cristo, por la primera gracia de Dios, es decir, por la ley natural; porque perdieron la libertad en el primer padre;
  • la que dice que no existe el fuego y los infiernos.

Todo esto lo condeno como impío y totalmente sacrílego. Y de tal modo afirmo la gracia de Dios, que siempre añado el esfuerzo humano a la moción de la gracia; y proclamo que la libertad de la voluntad humana no está extinguida, sino atenuada y debilitada; y que el que está a salvo está en peligro, y el que se ha perdido hubiera podido salvarse.

Ante esta confesión de Lúcido, antes pecador, que nos habrá refrescado algunos de los dogmas católicos, preguntémonos: ¿Cuántos libros sagrados y espirituales, he leído? ¿Qué responderá a los herejes que atacan nuestros dogmas? ¿Sabría defenderse dignamente en el terreno de la fe, de los violentos ataques doctrinales de algunos hermanos separados?

Quizá no, y, ¿qué espera entonces para ilustrarse? ¿Que el Espíritu Santo envíe un angelito como maestro sólo para mí?

Es necesario leer para obtener conocimiento. Debemos leer, pero no podemos leer cualquier cosa, hay que escoger lo mejor. La fórmula es elegir sólo aquellos textos que nos inspiren a actuar, que nos hagan ser mejores de lo que somos, que despierten en nosotros el deseo de elevados ideales e iniciativas, particularmente la santidad, en este orden:

La Sagrada Escritura. San Agustín narra en sus Confesiones, que su conversión la debió a un texto de la Escritura.

Los escritos de los santos y sabios de la Iglesia, que nos han legado grandes clásicos espirituales como la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis.

Las vidas de los santos. Pocas cosas pueden elevar tanto el alma como la heroica vida de otros.

Qué bello es zambullirse en la doctrina revelada, leer las páginas de los grandes maestros espirituales, sobre todo saborear directamente buenos comentarios de la Biblia, pero eso es una felicidad que alcanzan pocos cristianos, naturalmente que sólo por su sola culpa.

25.04.13

Necesidad y obligatoriedad de confesar la Fe - La hora de los laicos (11)

Tanto la exhortación apostólica Christifideles laici, como la encíclica Redemptoris Missio reafirman que los carismas, en cuanto don del Espíritu Santo a la Iglesia para hacerla cada vez más idónea para realizar su misión  en el mundo, tienen que ser acogidos con gratitud, acompañados y favoreciendo su desarrollo.

Por esta razón el discernimiento y el reconocimiento tienen que realizarse a la luz de los claros criterios de eclesialidad enumerados en la CL (30). En el anterior comentario se ha explanado el primero de los dichos criterios, hoy veamos el segundo.

La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente. Por esta razón, casa asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido.

Cuando los movimientos eclesiales se integran con humildad en la vida de las Iglesia locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha (RM, 72).

La vitalidad cristiana no se mide con números ni con cifras sino en profundidad.

Caminar, construir y confesar la fe ha dicho Su Santidad Francisco. En un momento tan crítico de la Iglesia, perseguida y cambiada por la acción de tantas sectas cristianas o no, es necesario en cada bautizado, una verdadera Confesión de la Fe.

En el Antiguo Testamento se halla una confesión de la fe, iluminadora y ejemplar, de labios del pagano sirio: Naamán, que había sido curado de la lepra por intervención de Eliseo el profeta. Afirma Naamán: ahora sé que no hay en el mundo otro Dios que el de Israel (cf. 2 Reyes, 5).

Ese Dios que gobierna la complicada máquina del mundo y de sus astros. El Dios que cura instantáneamente la miseria de la lepra, el Dios que defiende a los que le sirven, el Dios que interviene en la vida diaria de toda persona. Ese Dios se hace hombre y es Jesús enviado como Mesías para iluminar y salvar a toda la humanidad.

Es el mismo que sirve de protagonista a los evangelios que nos hablan de su nacimiento, de su carácter, de su actividad, de su particular doctrina, de sus promesas, de sus denuncias, de sus amenazas.

Jesús reúne a sus apóstoles para conocer la opinión que el pueblo tiene de Él, unos le tienen por Juan el Bautista, otros por uno de los profetas, una vez conocida la confusa opinión popular, Jesús se dirige a sus apóstoles para preguntarles: ¿Y ustedes quién dicen que soy yo? Y Pedro responde sin vacilación: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Todo esto revela que no es fácil aceptar a Jesús en toda la dimensión. El apóstol Tomás no creerá en la Resurrección de Jesús mediante el testimonio de sus compañeros y dirá: No creeré sino cuando vea la marca de los clavos en sus manos, meta mis dedos en el lugar de los clavos y palpe la herida del costado.

No es fácil aceptar a Jesús en toda su dimensión, de ahí la utilidad de una confesión frecuente de fe, practicada en secreto con nosotros mismos para fortalecer nuestro conocimiento y enriquecer nuestra visión de la grandeza de Cristo.

El Credo es una síntesis de las principales verdades de la Fe Católica. En los primeros siglos de Cristianismo se lo llamaba Símbolo apostólico. San Ambrosio de Milán en su tratado sobre el Símbolo apostólico explica que se lo llama de esa manera por ser una especie de contrato que los fieles verifican y renuevan con Dios cada domingo.

La fórmula del Credo se ha desarrollado a lo largo de los siglos en diversos Concilios para salir a la defensa de las sectas y herejías que no admitían el contenido sustancial de la Iglesia. El Símbolo sólo podía ser conocido únicamente por quienes recibían el Bautismo, y debía ser aprendido de memoria para de esta forma retenerlo en el alma.

En la liturgia dominical que congrega a los fieles cristianos, se recita el Símbolo de la Fe, pero hay que tener mucho cuidado de que su recitación no sea una fórmula rutinaria, sino el reconocimiento y la afirmación de cada uno de los dogmas.

Aprendido de memoria, a ejemplo de los primeros cristianos, para esculpirlo en el alma, paladeando su contenido, al mismo tiempo que es una confesión de fe, que alegra a Dios y fortalece nuestros conocimientos, el Credo, es vivir en la vida cristiana de cada día la esencia más consoladora de unas ideas y unas promesas que sembró Jesús en todas las personas de buena voluntad.

Quienes mejor han confesado la Fe, han sido los mártires:

La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que marca también todas las épocas de su historia. En el siglo XX, toda vez más que en el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de su fe con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo también derramando su sangre. Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes, experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato (Juan Pablo Magno, 7-V-2000).

La Confesión de Fe no es solamente la repetición devota y consciente del Credo. La Confesión de Fe supone un testimonio firme: A todo aquel que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos (Mateo 10, 32).

El mundo necesita que cada uno de los bautizados le ofrezcamos el testimonio de una fe generosa y heroica, sin cálculos humanos, sin instalaciones, de tal forma que si los movimientos y asociaciones seglares están guiados por el Espíritu Santo, y son fieles al carisma de cada uno de ellos, la Nueva evangelización será una realidad.

22.04.13

Puedo ser Lucifer

Lucifer significa estrella de la mañana, porque así era el ángel de luz en el seno de Dios, luminoso, transparente, ágil, feliz, pero la ambición lo traicionó, se opuso a Dios, quiso ser tanto como Él y fue castigado, arrojado desde el ambiente de felicidad plena hasta los ambientes de condenación eterna.

Siguen llamándolo Lucifer, aunque haya perdido su brillantez. Los santos padres han vislumbrado en Isaías, el origen y la catástrofe de Lucifer, aunque el profeta no lo cite por su nombre:

¿Cómo caíste desde el Cielo, estrella brillante, hijo de la aurora?

¿Cómo tú el vencedor de las naciones, has sido derribado por tierra?

En tu corazón decías «Subiré hasta el cielo, y levantaré mi trono, encima de las estrellas de Dios, me sentaré en la montaña, donde se reúnen los dioses, allá donde el norte se termina. Subiré a las cumbres de las nubes. Seré igual al Altísimo. Más, ahí, ya has caído en las honduras del abismo, en el lugar donde van los muertos».

Todos los reyes de las naciones, todos, reposan con honor cada uno en su tumba. Pero tú has sido arrojado lejos de tu sepulcro, como una basura que molesta, como un cadáver pisoteado, cubierto de gente masacrada, de degollados por la espalda, depositados en la fosa común  (cf. Isaías, 14).

Aun cuando no pueda afirmarse que Isaías describiera la caída de Lucifer, sino la de algún rey terreno soberbio, las circunstancias de la brillante descripción del profeta, pueden servir para describir la ruina de Lucifer, su soberbia llamada luciferina que designa el grado máximo de soberbia. Su ambición de no respetar los designios divinos, su rebelión contra la máxima autoridad y su transformación de diamante fulgurante en carbón desdeñado, de resplandor a opacidad, de belleza a horror, de felicidad a desgracia irreparable, de mensajero de Dios a perseguidor implacable de las almas, de rey de su propia alma bien dirigida, a tirano de un reino que destila infelicidad.

La descripción de Isaías sirve para todo pecador. Si en el Bautismo hemos sido hechos partícipes de Dios, en belleza y felicidad, con el pecado somos como una estrella que pierde su maravillosa luminosidad, para convertirnos en un repugnante ser viscoso que a su paso todo lo envenena.

Cuando te veo vivir de modo contrario a la razón ¿te llamaré hombre o bestia? Cuando te veo arrebatar las cosas de los demás ¿cómo te llamaré: hombre o lobo? Cuando te veo caer en fornicación ¿cómo te llamaré: hombre o puerco? Cuando te veo engañar a los otros ¿cómo te llamaré: hombre o serpiente? Cuando te veo lleno de veneno ¿te llamaré hombre o víbora? Cuando te veo obrar neciamente ¿cómo te llamaré: hombre o asno?

Pero hay una cosa más grave aún. Cada bestia tiene un solo vicio: el lobo es ladrón, la serpiente engañosa, la víbora venenosa, el puerco sucio… Pero del hombre malo no se puede decir otro tanto. Frecuentemente no tiene un vicio solo; sino que es a la vez ladrón, embustero, venenoso, impuro… y reúne en su alma los vicios de los otros brutos” (Juan Crisóstomo, MG, 50).

El pecador ha sufrido tal transformación que podría ser descrito con las vivísimas expresiones de Isaías:

Bajo la tierra los muertos se agitan por ti para salirte al encuentro. Se despiertan las sombras de todos los grandes de la tierra y se levantan de sus tronos los reyes de los pueblos. Todos se dirigen a ti a una sola voz y te dicen: ¿Tú también has sido tirado al suelo y ahora eres igual a nosotros? Tu esplendor y el gracioso sonido de tus arpas han sido lanzados al lugar a donde van los muertos. Tienes gusanos para tu cama y lombrices para cubrirla.

Así, así fue Lucifer, y así, así podríamos ser nosotros también.

18.04.13

El secreto de un obispo

En una sociedad como la que vivimos, tantos falsos paradigmas, de tantos ídolos creados por la propaganda y por los llamados formadores de opiniónse hace más apremiante que nunca destacar la necesidad de un reencuentro con el tiempo áureo y los paradigmas. Ello significa muchas veces remar contra corriente. Pero es el único camino (Arquetipos cristianos, Alfredo Sáenz, S.J.).

Es por todos sabido, cómo san Ignacio de Loyola, convaleciente de una herida de guerra no encontró otra cosa para leer que La vida de Cristo y La vida de los santos. Con la lectura de esos dos escritos, Íñigo se dio cuenta por primera vez, que había un combate más importante que vencer, la batalla contra las poderosas fuerzas del Enemigo de las almas, en la cual la recompensa es la más grandiosa de todas: la vida eterna.

Pocas cosas pueden elevar tanto el alma de una persona, como la heroica vida de otros. Consta por experiencia que la santidad es argumento eficacísimo para convencer a los hombres de la verdad y misión divina de la Iglesia, como lo recordara el Papa Pablo VI en la canonización de Santa Beatriz de Silva:

Los santos representan siempre una provocación al conformismo de nuestras costumbres, que con frecuencia juzgamos prudentes sencillamente porque son cómodas. El radicalismo de su testimonio viene a ser una sacudida para nuestra pereza y una invitación a descubrir ciertos valores olvidados (3-10-1976).

La sal preserva a la carne, no porque es semejante a la carne, sino porque le es desemejante. De ahí que cada generación es convertida por el santo que más la contradice (Chesterton).

El mérito excepcional de la acción ejercida por los santos sobre el mundo, radica en su permanencia: esos hombres, esas mujeres de Dios, que dominaron su época, y, con sus virtudes o con su genio, subyugaron a sus contemporáneos, continúan, mucho tiempo después de su muerte, desempeñando su papel sobreeminente de inspiradores, de guías espirituales que merecen ser escuchados y seguidos.

Como escribió Daniel Rops: Ante tales ejemplos, todo es vano, todo es literatura. Y sólo nos queda el considerar, en el silencio y la oración, ese misterio de Cristo presente en nuestro tiempo como lo fue en cualquier otro tiempo pasado, ese misterio de Cristo presente por medio de sus santos.

Guillermo Emmanuel conde de Ketteler, (1811 – 1877), obispo de Maguncia, fue una de las personas más destacadas y valientes en la lucha por la libertad de conciencia y de la Iglesia de Alemania en el siglo XIX, durante la Kulturkampf («lucha cultural») de Bismarck; y asimismo, uno de los iniciadores del pensamiento y del movimiento social católico, (cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, nº 27), a tal punto que el Papa León XIII, conocido como el Papa de los obreros, había dicho que el obispo Ketteler fue supredecesor.

Pero hay un secreto desconocido de la vida de este obispo pionero de la doctrina social de la Iglesia que debe servir de ejemplo para cada cristiano.

El conde Ketteler, que había estudiado con los jesuitas suizos en Brig, sólo pensaba en los honores, los placeres, el dinero y el prestigio, a efecto de lo cual estudió derecho en las universidades de Gotinga, Heidelberg, Munich y Berlín. En 1935 ingresó al funcionariado del Gobierno en Münster, cargo al que renunció, según se lo dijo a su hermano en una carta, porque no quería servir a un Estado que exige sacrificar la conciencia.

Pero un día, a la edad de 30 años, con la velocidad del rayo, decidió hacerse sacerdote. En 1844 fue ordenado presbítero, y ordenado obispo de Maguncia en 1850.

Ya en 1869, conversando con otro obispo, Monseñor Ketteler, le confió a éste, que existía una persona que por él había dedicado toda su vida a Dios, a quien él le debía toda su vida y todas sus obras incluyendo su vocación.

Al día siguiente los dos prelados celebraron el Santo Sacrificio de la Misa en la capilla de una congregación de religiosas. Al momento de la Santa Comunión, el obispo de Maguncia tuvo un susto al acercarse a la balustrada una de las monjas, pero recobrando inmediatamente el dominio de sí mismo, le administró la Sagrada Hostia.

Después de la Misa el obispo Ketteler pidió a la Madre Superiora que reuniera a todas las hermanas, hecho lo cual, tuvo que preguntar: ¿Están realmente todas?, admitiendo la Superiora que faltaba una, la que esmeradamente cuidaba los establos, y que por su esmero a veces olvidaba otras cosas. Cuando llegó la religiosa el obispo empalideció. La religiosa había nacido hacía 33 años, el mismo día en que Guillermo Emmanuel se había convertido a raíz de una visión en la que había visto a Jesucristo resplandeciente enseñándole su Corazón, y arrodillada ante Él vio a una humilde monja en actitud suplicante, de quien oyó decir a Jesús: Ella ora incansablemente por ti.

Evidentemente, hacía 20 años que la hermana rezaba, ofrecía sus trabajos del convento, a veces desagradables, y sacrificaba su hora diaria de adoración eucarística, para que el Corazón de Jesús los hiciera llegar a quien Él así lo dispusiera.

Al Cielo le agrada la santidad silenciosa y discreta, que se consume en el amor a Dios y al prójimo, que ama en fidelidad y obediencia y sirve en silencio y en paz, de esa oración nacen las verdaderas vocaciones al sacerdocio.

15.04.13

Ídolos y afectos desordenados

La adoración, es una expresión del corazón, que reconoce a Dios como fuente de toda creación, y de todo lo bueno. El Primer Mandamiento del Decálogo preceptúa ante todo la adoración y el culto al Verdadero Dios, y prohíbe la idolatría que es un pecado gravísimo por la enorme injuria que con ella se hace a Dios.

Adoración significa poner a Dios en el primer lugar de nuestras vidas

darle a Él el lugar que le corresponde, y, esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, la carrera, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida (Papa Francisco, 14-4-2013).

Adorar a Dios significa que Él debe estar primero en la mente de cada persona, que debe ser reconocido como la fuente de todo bien por parte de los individuos y gobiernos de todas las naciones. Pero eso no es lo que está pasando, se ha buscado y se busca eliminar a Dios de las escuelas y los hospitales, de los ejércitos, de los negocios, a través de leyes inicuas y constituciones impuestas por los impíos que han jurado crear un mundo indiferente a su Creador y actúan febrilmente para sacar a Dios de la faz de la tierra mediante estructuras que fomentan las pasiones desordenadas.

En este tiempo, que no es ciertamente, el tiempo de los ateos, sino el de la idolatría, el Papa nos llama a vaciarnos de los ídolos que se enseñorean en nuestras vidas, nos atan y achican y nos impiden ser verdaderamente libres, porque cuando el hombre vive como si Dios no existiera, al no poder vivir sin religión, acude a dioses suplementarios a los que no deja de ofrecer el incienso de su secreta adoración.

Y si la adoración que Dios merece por justicia, no se le tributa a Él, ¿a quién, o a qué se está adorando?, a innumerables cosas: la adoración por las noticias, por el dinero, por la diversión, por el cuerpo, por el poder, por uno mismo. Todo esto y otras cosas, caen en la categoría de falsas adoraciones. Están los ídolos deportivos, los de Hollywood, del rock, del poder, los gurús, los ricos y famosos, los terroristas, los políticos, las drogas, el fisiculturismo, por mencionar sólo algunos. Cuando el hombre no adora a Dios, lo reemplaza por ídolos.

La Biblia reconoce dos formas de idolatría; la de la perversión y la de la sustitución. La primera tiene lugar cuando el nombre mismo y/o la imagen del Señor son manipulados o pervertidos: la segunda, cuando el Señor mismo es reemplazado por otros dioses, o falsos dioses. De ahí que desembarazarse de toda idolatría, es la liberación más importante. Liberar al hombre del círculo diabólico del egoísmo para abrirlo a la adoración a Dios (G. Fenili – S. de Fiores).

Como jesuita, el Papa ha mencionado también el tema de los apegos al pecado. San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales nos invita a

preparar y disponer el alma, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la [recta] disposición de su vida para la salvación del alma (EE, 1).

Dice Kempis: “Cuantas veces desea el hombre alguna cosa desordenadamente, pierde la tranquilidad” (Imitación de Cristo, VI).

Los EE, ignacianos tienen como fin precisamente extirpar de sí las afecciones (apegos) desordenados que llevan al pecado, mistifican la visión que el hombre hace de sí mismo y le impiden ver cuál es la voluntad de Dios a su respecto.

Si eres consciente de tener un apego, algo o alguien que te hace mal, una circunstancia pecaminosa o algo que te impide crecer espiritualmente, es necesario desprenderte interiormente de ello, pidiendo a Dios nuestro Señor lo contrario (EE,16).

El que es esclavo de apegos o afectos desordenados, dice el P. Ignacio Bojorge, S.J.:

no siente lo que debe sentir, no piensa lo que debería ni cómo debería pensar, no juzga rectamente, no hace lo que debe hacer, no va a donde debe ir ni está donde debe estar. Es evidente que en esta situación no puede ni debe tomar decisiones ni entrar en elecciones, porque en ese ofuscamiento del juicio y la razón proliferan incontroladamente los actos injustos.