Las imágenes y el final del iconoclasmo

Las formas iconográficas, inspiradas y generadas desde la fe, son una experiencia de santa belleza que eleva nuestra vida terrenal a la más alta experiencia espiritual. Sin esta mística de superación, derivada de la glorificación de Cristo, misterio central de nuestra fe, las formas del arte sacro, en sí mismas, serían puro esteticismo, y en sentido religioso, verdadera profanación.

Las imágenes cristianas, después de las primeras manifestaciones decorativas, se convirtieron en expresión estética de la fe que profesa y vive la Iglesia universal. En el oriente cristiano, la crisis iconoclasta suscitó un profundo debate teológico acerca de su legitimidad, su trascendencia y su significado en la piedad de los fieles.

La Iglesia, que oficialmente había permanecido al margen de la controversia, se unió a las voces de los que lucharon por la legitimidad del culto iconográfico y declaró su reconocimiento en el II concilio de Nicea (VII ecuménico). Este concilio tiene la importancia de ser referencia común a la Iglesia de Oriente y Occidente: «El séptimo concilio ecuménico ―dice el patriarca ortodoxo Dimitrios I de Constantinopla―, reunido por la piadosísima emperatriz Irene y por el patriarca Tarasio, de santa memoria, en el año 787 en Nicea, que congregó a 367 Padres teóforos venidos de todo Oriente y representantes de Occidente, tiene un lugar privilegiado en la larga serie de actos de la Iglesia, una e indivisa, realizados bajo la inspiración divina».

La Carta Apostólica Duodecimum Saeculum, del papa Juan Pablo II, afirma que «el peso dado por el II concilio de Nicea al argumento de la tradición, especialmente de la tradición no escrita, constituye, tanto para nosotros los católicos como para nuestros hermanos ortodoxos, una invitación a recorrer juntos el camino de la tradición de la Iglesia no dividida, para examinar de nuevo, bajo su luz, las divergencias que tantos siglos de separación han acentuado entre nosotros, y así encontrar, según la oración de Jesús al Padre (cf. Jn 17,11. 20-21), la plena comunión de la unidad visible». Es realmente encomiable promocionar esta visión del concilio II de Nicea como camino de unión para todos los cristianos.

La doctrina de la Iglesia proclama que «no hay concilio ecuménico si no es aprobado, o al menos aceptado como tal, por el sucesor de Pedro» (Lumen Gentium III,22). En esta conformidad, la garantía de la tradición queda confirmada, porque el sucesor de Pedro conecta con los apóstoles y estos con Cristo. Él es el principio y fundamento de toda nuestra tradición, ya que «en el origen de la tradición cristiana está la persona misma de Jesús de Nazaret, que, convocando a su alrededor a un grupo de discípulos, les transmitió su propia enseñanza para que la mantuviesen íntegra y se la comunicasen a todos los que creyeran en su predicación» (Fisichella).

Pues bien, el concilio II de Nicea (VII ecuménico) «aprobado» y «aceptado» por el papa Adriano I definió, en la sesión VII, «con toda exactitud y cuidado que, de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz, han de exponerse las sagradas y santas imágenes, […] de nuestro Señor y Dios Salvador Jesucristo, de la inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables». Sin embargo los iconoclastas seguían aprovechando cualquier resquicio para oponerse a estas decisiones con la excusa de que la religiosidad popular había convertido dicho culto en un acto folclórico, supersticioso o idolátrico.

 Aunque las acusaciones no eran nuevas, tienen sus matices si tenemos en cuenta que en las valoraciones de las sesiones conciliares hay una coincidencia generalizada en criticar las largas narraciones de milagros y los interminables argumentos contra los iconoclastas. Pero como atenuante, hemos de recordar que en cuanto a la «milagraría», el patriarca Tarasio (según consta en las actas conciliares) trató en todo momento de acortar las narraciones. Y respecto a los «interminables argumentos contra los iconoclastas», era lógico que en aquellas circunstancias así sucediera. Los ataques venían de muchos frentes: el segundo mandamiento (de influencia judía); la suplantación del poder creativo de Dios (de influencia musulmana); la maldad intrínseca de la materia (de influencia gnóstica y maniquea); y, además, había otras herejías de corte cristiano, como los monofisitas, nestorianos y docetistas, que habían hecho frente común con los iconoclastas. Todas estas presiones exigían una actitud defensiva y ofensiva, plural y simultánea, que respondiera al conjunto de objeciones.

En el aspecto positivo, se pueden percibir, desde las primeras sesiones, valiosos argumentos convincentes: se muestra que hay una tradición, con raíces escriturísticas, que demuestra la existencia de imágenes y símbolos en la Antigua Alianza, y cómo de allí fueron aceptadas en el Nuevo Testamento (Éx 25,7-22; Núm 7,88-89; Ez 41,7-19; Heb 9,1-15). También se hace alusión a textos de la tradición patrística, según los cuales «aceptamos saludamos y besamos las santas y venerables imágenes conforme a la antigua tradición de los santos Padres que han aceptado estas imágenes, y ordenado que las coloquen en las iglesias y en todo lugar» (Concilio II de Nicea). A estas aportaciones se suman los argumentos minuciosamente recopilados por S. Juan Damasceno en los tres discursos sobre las sagradas imágenes.

Además de cooperar al deseo de Cristo de dar testimonio de unidad ante el mundo, creemos que otro de los grandes aciertos del concilio II de Nicea está en introducir el problema de las imágenes en la totalidad de los grandes misterios de nuestra profesión de fe: la Trinidad, la Encarnación y la Redención. Porque esto equivale a integrar, y a no desgajar, la iconografía cristiana del conjunto de la economía de la salvación. Pero no cabe duda de que el fruto más inmediato de las sesiones conciliares fue la legitimación del culto iconográfico y la declaración de herejes a los iconoclasta por su oposición a los dogmas «no distinguiendo lo que es santo de lo que es profano y poniendo la imagen del Señor y de sus santos en la misma categoría que las imágenes de los ídolos satánicos» (II concilio de Nicea).  

Sin embargo, a pesar de las declaraciones y anatemas conciliares, los iconoclastas, como el ave fénix, volvieron a levantarse de sus cenizas. Esta vez encontraron como pretexto las desastrosas campañas de Bizancio contra los turcos y contra los búlgaros. El prestigio del emperador quedó bajo mínimos. El descrédito llegó a tal punto que, en el año 813, Miguel I Rangabé fue sustituido por León V el Armenio. El nuevo emperador se autoproclamó partidario de seguir a los emperadores iconoclastas más prestigiosos por sus victorias frente a los enemigos del imperio. Destituyó y desterró al patriarca Nicéforo, nombró en su lugar a Teodoro Casitera, más próximo a sus ideas,  e inauguró otro período de terror contra los seguidores del culto a las imágenes.

En el mismo año, el emperador reunió un conciliábulo en Sta. Sofía de Constantinopla para renovar las enseñanzas de Hiereia y criticar las decisiones del concilio II de Nicea. De un modo especial se ensañaron contra los monjes del monasterio de Estudion, cuyo abad, Teodoro (el Estudita), aun desde el destierro, siguió defendiendo con sus cartas y escritos, la ortodoxia del culto iconográfico. La muerte trágica de León el Armenio trajo unos años de relativa tranquilidad hasta que el emperador Teófilo, en 829, renovó la persecución con extrema crueldad.

A la muerte de Teófilo, su esposa Teodora asume la regencia de su hijo Miguel III. La emperatriz, remueve al patriarca Teodoro Casitera de Constantinopla y elige, para llevar a cabo la reforma, al monje Metodio, el cual destituye a los obispos y abades iconoclastas y extiende la paz a todo el territorio. Teodora y Metodio, deciden reconciliarse con Roma e instaurar de nuevo el culto a las imágenes volviendo a las decisiones del II concilio de Nicea.

Esta segunda fase de la iconoclasia duró hasta el año 843. La restauración se llevó a cabo sin oposición alguna. La celebración tuvo lugar en el incomparable marco del templo más emblemático de Constantinopla. Después de una vigilia nocturna en la iglesia de Sta. María de Blakernas, la comitiva se dirigió en procesión a la basílica de Sta. Sofía, donde se celebraron con gran solemnidad los santos oficios en memoria de las sagradas imágenes. Al año siguiente, en el primer domingo de cuaresma, aniversario del restablecimiento de las imágenes, fue instituida, para todo el Oriente cristiano, la fiesta del Triunfo de la Ortodoxia.. Fiesta de rango solemne que la Iglesia bizantina continúa celebrando cada año el primer domingo de cuaresma.

Años más tarde, el concilio IV de Constantinopla (869), contra Focio y sus partidarios, renueva la declaración de suma herética a todo el movimiento iconoclasta, porque afecta al conjunto del misterio de la encarnación, de la redención y de la santificación en general: «Si alguno, pues, no venera la imagen de Cristo Salvador, no vea su forma en su segundo advenimiento. Asimismo honramos y veneramos también la imagen de la Inmaculada Madre suya, y las imágenes de los santos ángeles, tal como en sus oráculos nos los caracteriza la Escritura, además las de todos los santos. Los que así no sientan, sean anatema» (Canon 3º).

Finalizada la crisis iconoclasta, el culto a las imágenes queda plenamente justificado en la tradición y en la vida de la Iglesia. El icono se considera un arte sagrado que, a través de los Padres de la Iglesia, ha pasado a formar parte de la tradición oriental. También en Occidente, sobre los mismos principios, la tradición iconográfica y el dogma han estado unidos en fecundidad artística: fe, teología y arte, forman una alianza ideal para la vida cristiana y para su proyección en las imágenes de culto.

La tradición considera la obra de arte y el culto iconográfico como pura y desinteresada alabanza a la suma Belleza, que se alaba y se ensalza por sí misma sin necesidad de ninguna otra alabanza externa. Esta correlación de trascendencia, fue lo que negaron los herejes de antaño y lo que siguieron negando los iconoclastas de todos los tiempos. Pero cuando la creatividad artística se pone al servicio de esta alabanza, la inspiración personal ha de conjugarse con las exigencias de la fe que la Iglesia proclama, vive y confiesa. La iconografía participa en esta belleza simbólica, porque «lo existente sensible lleva en sí todo lo que hace falta para enseñar los misterios más profundos de la creación divina» (Evdokimov). Esta posibilidad no la admiten los iconoclastas, pero la voluntad de Dios marca los tiempos y los modos de representación.

Las formas iconográficas, inspiradas y generadas desde la fe, son una experiencia de santa belleza que eleva nuestra vida terrenal a la más alta experiencia espiritual. Sin esta mística de superación, derivada de la glorificación de Cristo, misterio central de nuestra fe, las formas del arte sacro, en sí mismas, serían puro esteticismo, y en sentido religioso, verdadera profanación. Pero las formas artísticas, al servicio de la fe, siempre han aportado un formidable impulso seductor a la belleza del mensaje de salvación en Cristo. En él encuentran las imágenes cristianas el fundamento de su sacralidad y de su belleza teológica.

Jesús Casás Otero, sacerdote

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5 comentarios

Celebro leerle de nuevo D. Jesús.

Decididamente, las imágenes tienen sentido dentro del cristianismo.

Gracias :)
4/11/09 12:43 PM
Luis
En mi pais los mal llamados defen-sores de los derechos humanos, han aprobado la famosa pastilla del día despues. Con que moral. Solo hay una explicación, quienes aprueban el retiro de crucifijos obedecen a logias que dentro de sus ritos de iniciacion se declaran ado-radores de su dios lucifer, me refiero a la masonería enemiga declarada de la Iglesia.
4/11/09 6:25 PM
Jesús Casás Otero
La iconografía es un tema que a mi también me atrae porque, además del aspecto religioso, abarca los valores artísticos y estético-teológicos unificados por la analogía de la belleza.
Un cordial saludo
4/11/09 6:25 PM
Jesús Casás Otero
Luis, cuando estaba contestando a Miserere mei Dómine, entró tu comentario.
Pienso que la raíz de todo está en no aceptar nuestra propia identidad como hijos de la cultura cristiana. Los que queren desterrar la imagen de Cristo no solo son enemigos de la Iglesia, sino también de nuestra realidad europea cuya historia no se concibe sin el lugar que le corresponde a nuestra profesión de fe.
4/11/09 6:51 PM
Querido Jesús:
Por casualidad me he encontrado con estos artículos. Me estaba leyendo tu libro ESTETICA Y CULTO ICONOGRAFICO pues estoy trabajando mi tesina sobre los tres tratados "en la defensa de las imagenes sagradas" de Juan Damasceno.
Me gustaría saber una fuente donde consultar las declaraciones conciliares de Nicea II sobre la veneración de las imagenes. Si hubiera una fuente en internet y en castellano te lo agradecería. ¿Me puedes contestar en mi correo electronico? No suelo leer esta web. Gracias.
Mi gran pregunta: (por si me puedes orientar) ¿Cuales serían los puntos clave en los que el Damasceno influyó en el Nicea II?
22/04/10 5:52 PM

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