La vida incluye la experiencia del mal y del dolor, así como múltiples injusticias y la muerte, que es su término. Esta realidad afecta el orden físico y también el ámbito psicológico y espiritual. Nos conmueve ciertamente el dolor ajeno, especialmente el de las personas que amamos; a las que nos unimos mediante la compasión. Este sentimiento no es simplemente lástima, sino --como aparece claro en la etimología- acompañar sufriendo lo mismo. En este caso se trata de un dolor espiritual. Según la fe cristiana, el dolor, sobre todo cuando es interior, como se dice en latín, aegritudo, es una consecuencia del pecado. Hay un dolor que acompaña la conversión; es un dolor del corazón, que reconoce haber ofendido a Dios, dolor del pecado, siempre saludable, que debe convertirse en propósito de cuidar de no recaer.
Siempre ha habido gente indiferente al dolor de los demás, y aun quienes gozan con él; es el caso de los criminales. Son personalidades difíciles de definir. En realidad, constituyen un misterio, que ha servido para hacerlos protagonistas cinematográficos. Recuerdo esto por una serie referida al caso, que fue famoso en su momento, de Yiya Murano; la apodada «envenenadora de Monserrat», en Buenos Aires. Invitaba a sus amigas al té y les servía masitas sazonadas con cianuro. Se dice que reunió unos 300 mil dólares. Con motivo de la difusión de la serie, el hijo de Yiya contó que su madre quiso envenenarlo cuando tenía diez años, con una torta. Al parecer, en el caso intervenía un amante. La mujer pasó 16 años en la cárcel --condenada por tres asesinatos-, y murió en un geriátrico.
Pero también ha habido, y hay, quienes comparten el dolor del prójimo y lo ayudan a bien morir. Algunos tienen esta actitud incorporada profesionalmente: médicos y enfermeros, por ejemplo; en esos casos, la aegritudo es objetivada en la misma actividad. No es necesario entonces que se lo perciba con plena conciencia. Ocurre durante las guerras, cuando la sociedad se deshumaniza. Compartir objetivamente el dolor es un aporte a la humanización de la colectividad. Es, desde el punto de vista religioso, lo que San Agustín señalaba como «el misterio de la piedad». En una tiranía, como fue el caso histórico del nazismo y el comunismo, sufren multitudes, pero los responsables parecen gozar de esa consecuencia necesaria de la ideología.
En la Cruz de Cristo se manifiesta simultáneamente la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia redentora. El signo de la Cruz se ha convertido en una señal de humanización; la deshumanización del nazismo y del comunismo de modelo soviético se ve representada en los símbolos de la esvástica y la hoz y el martillo.
El modelo perfecto de la compasión es la imagen de María al pie de la Cruz del Redentor. Por eso puede hablarse de la Corredención; sin desmedro de la dignidad del único Redentor. La tradición católica ha conservado el poema «Stabat Mater», que habla precisamente del «misterio de la piedad», hecho perfecta compasión.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata.
Buenos Aires, miércoles 22 de octubre de 2025.
San Juan Pablo II, Papa. -






