Dios, en su generosidad, es siempre pródigo con nosotros, los Sacerdotes; muy especialmente los Domingos, en su Día. «Nosotros trabajamos cuando los demás descansan», es la frase inevitable para excusarnos frente a un sinfín de invitaciones de familias, que se multiplican en esa jornada; y que no podemos aceptar por la sucesión de misas, confesiones, dirección espiritual, visitas a enfermos y misiones varias. Pero más allá de lo pautado, la jornada es riquísima, también, en otros encuentros no previstos. Mejor dicho, en hechos providentes; en los que el Señor nos muestra que Él siempre invita a reconocerlo en los hijos que pone en nuestro camino.
Bien temprano, cada Domingo, comienzo en el templo con el Santo Rosario, el Oficio de Lectura, las Laudes y la meditación. Tiempo riquísimo, de profunda intimidad con Cristo; que asegura el combustible para gastarse y desgastarse (cf. 2 Cor 12, 15) en su servicio. Y concluidas esas dos horas iniciales, de combate y de consuelo; de transpiraciones e inspiraciones; de iluminación y sanación, emprendo mi marcha hacia el primer destino de la jornada: la Santa Misa en el Hogar Marín, de La Plata; atendido por las Hermanas de Marta y María. Y, Rosario en mano, arranco la caminata con el rezo de la Coronilla de la Divina Misericordia.
Y vienen a mi encuentro los más variados hijos de Dios: desde humildes trabajadores que regresan a sus domicilios, tras extenuantes madrugadas, hasta solitarios ancianos que sacan a la calle sus mascotas; su única compañía. Y, también, desde feligreses que van a Misa de 7.30 al convento carmelita Regina Martyrum y San José, de 7 y 35, hasta jóvenes intoxicados por el alcohol y las drogas, a la salida de distintos boliches. Para cada caso, obviamente, le pido al Señor que me inspire los silencios, las palabras y los gestos oportunos. Y, por supuesto, abundan las sorpresas de todo tipo.
El Domingo pasado se celebró en Argentina el Día de la Madre. Y, claro está, no me faltaron mamás tempraneras que me pidieron la bendición. Dios me tenía reservada, de cualquier modo, una sorpresa importante.
Había avanzado varias cuadras cuando, de pronto, me encontré con un muchacho que, a la distancia, parecía observarme con una mirada desafiante. Mientras me acercaba, de cualquier modo, vi que no lo hacía con ánimo de provocación, sino de asombro. La baja temperatura me dio pie, entonces, para iniciar la conversación:
- Buen día, hijo. ¡Dios te guarde! ¡Veo que te colocaste bajo el sol, el «poncho del pobre»!
- Sí, padre. Estoy cuidando los coches, y a la sombra hace mucho frío…
- ¿Cómo te llamas?
- Esteban.
- ¡Qué gran nombre! ¡El del primer mártir! ¡El que por dar testimonio valiente de Cristo terminó asesinado bajo una lluvia de piedras!
- ¡Qué impresionante, padre! No conocía la historia.
- ¿Eres creyente, hijo? ¿Estás bautizado? ¿Recibiste algún otro Sacramento?
- Sí, padre. Estoy bautizado. Recibí la Confirmación, y tomé la Primera Comunión. Pero estuve muchos años alejado de la Iglesia. Yo, también, tiré muchas piedras; y me tiraron un montón. Y terminé preso, y perdiendo lo que más quería: mi esposa y mis hijos. Y aquí estoy, de a poco, intentando recuperarlos…
- ¡Fuerza, mucha fuerza, hijo! Puedes hacer de aquellas piedras escalones para volver a subir. El camino al Cielo es siempre en trepada, y está lleno de dificultades. ¡Dios nos espera todo el tiempo! Un gran santo, San Agustín, nos enseña que «no hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro».
- ¿Y piensa, padre, que podré recuperar a mi familia?
- Que quieras intentarlo es un paso imprescindible. ¡Cristo te espera, para ayudarte! Prepárate para volver a la Iglesia, pide la gracia de hacer una buena Confesión, y confía en el poder de los Sacramentos. ¡Estamos para darte una mano!
Vi que su rostro se iluminaba, le propuse distintas alternativas para ayudarlo, y antes de seguir mi camino, le regalé un rosario. «Éste --le expliqué- lo traje este año del Vaticano. Son de los que brillan en la oscuridad. ¡No hay sombra de tu corazón que no pueda quitar Cristo Resucitado!».
Tras la despedida, mientras continuaba el rumbo, resonaron en mí las palabras de San Esteban: Veo el Cielo abierto y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios (Hch 7, 56). Nuestro Esteban, en la fría mañana platense, empezaba a tener otra mirada. Es hora de que las piedras sean, también para él, pavimento hacia el Camino.
+ Pater Christian Viña
La Plata, miércoles 22 de octubre de 2025.
San Juan Pablo II, Papa. --