La curiosa transformación del Nihil Obstat, o de cómo hoy la apostasía se queda dentro

La curiosa transformación del Nihil Obstat, o de cómo hoy la apostasía se queda dentro

La cancelación de la presentación de un libro de historia en una casa dominica –motivada exclusivamente por el carácter tradicionalista de su autor– ilustra la mutación del antiguo Nihil Obstat. Lo que naciera para custodiar la fe se ha convertido hoy en un filtro ideológico que sospecha de la ortodoxia y tolera la desviación. A partir de este hecho concreto, el artículo examina la forma en que la apostasía, lejos de abandonar la Iglesia, ha pasado a ocupar sus estructuras, imponiendo una censura selectiva que margina la tradición y vacía de contenido la propia misión eclesial.

Hubo un tiempo en que el Nihil Obstat servía para custodiar el depósito de la fe. La cosa funcionaba así: si uno no quería ser cancelado, sabía a qué atenerse, pues bastaba con ceñirse a la ortodoxia y evitar los errores doctrinales.

Puede uno simpatizar más o menos con esa censura, pero en principio no parece escandaloso que los pastores-jefe de la Iglesia velasen por que no se colasen pequeños o grandes descuidos, disparates o aberraciones que pudieran dañar la fe de sus rebaños, o confundirla.

Hoy parece que hemos inventado una versión invertida del antiguo Nihil Obstat: ya no se vigila la herejía, sino la fidelidad a la ortodoxia. Dios sabe que no estoy siendo exagerado. Esta curiosa transformación del Nihil Obstat sí debería parecernos escandalosa. Y si eres lector de Infocatólica no hace falta que te recuerde lo que dijo Nuestro Señor sobre las piedras de molino y aquellos que provocan escándalo. Vamos a pasarles revista.

Podemos empezar por el caso que motiva estas líneas, tan sencillo de describir como difícil de digerir. En una casa de la Orden de Dominicos --¡una orden fundada para predicar la verdad contra la herejía!-- se había programado para el próximo sábado 29 la presentación de un libro sobre historia de la Iglesia católica, escrito por un sacerdote conocido por su sensibilidad tradicional. No se trata de un planfleto, ni de una obra menor, sino de un trabajo histórico de un nivel de erudición que podríamos calificar de decimonónico, pues los lectores de este siglo, y buena parte del anterior, ya apenas hemos conocido. Pues bien, la presentación ha sido cancelada por decisión del Provincial. ¿La razón de la cancelación? Por supuesto, no es la obra, que el citado Provincial a buen seguro no se ocupará de leer, sino la condición tradicionalista de su autor.

Lo curioso del caso es que este Provincial que prohíbe la historia es el mismo que bendice la ideología dominante. En esos espacios sagrados donde cierra las puertas a hablar sobre santo Domingo, las abre a misas con banderas LGTBI presidiendo el presbiterio y a charlas que promueven agendas abiertamente contrarias a la moral católica. Así, el Provincial permite sin rubor, sin vergüenza, que el templo se convierta en plataforma de transformación.

Pero como digo, este episodio no es una anécdota aislada. Es un síntoma que anuncia una enfermedad más grave. El filtro censor opera hoy ya no para distinguir entre verdad y error, sino entre alineados y sospechosos. Del Nihil Obstat hemos pasado al Nihil Traditum: cancélese todo lo que huela a tradición; al Nihil rigidum: cancélese todo lo que recuerde que la verdad es firme; o al Nihil vetustum: cancélese todo lo que no esté aggiornato, postrado ante el Mundo, en sintonía con el espíritu de los tiempos.

Así se rinde más respeto a la bandera del arcoíris --o a la trans, más aggiornata aun--, que a la de Cristo Rey; se acogen sin problema alguno ritos sincréticos, gestos rituales vacíos como la bendición de bloques de hielo o actos en los que los cultos tribales y el culto a la Naturaleza son tratados como si fueran vías paralelas y equivalentes a la adoración de Jesucristo; mientras se cierran a cal y canto las puertas a la liturgia de siempre --la que alimentó a santos durante siglos--, se ridiculiza la piedad popular y se sospecha de todo lo que recuerde que la Iglesia existía antes de ayer.

No estamos ante un simple cambio de sensibilidad. Estamos ante algo mucho más serio. Llegados a este punto, cabe preguntarse seriamente qué es en realidad la apostasía.

La teología católica clásica no ha sido ambigua en esto. Santo Tomás definió la apostasía como el pecado más grave contra la fe, porque no se limita a errar en un punto concreto (herejía), ni a dudar de algo (infidelidad), sino a abandonar el conjunto de lo revelado. Ahora bien, ese abandono puede adoptar formas diversas: puede ser explícito, cuando alguien declara abiertamente que deja la fe; puede ser implícito, cuando en la práctica se sustituye la fe por ideologías o sentimentalismos; puede ser doctrinal, cuando se niegan dogmas o se relativizan hasta vaciarlos; puede ser moral, cuando se bendice lo que Dios llama pecado grave; puede ser litúrgico, cuando el culto a Dios se reemplaza de hecho por el culto al hombre o a la naturaleza.

Los teólogos clásicos ya advertían del peligro de una apostasía «interna» en aquellos que, sin abandonar exteriormente la Iglesia, se apartan de ella en la doctrina y en la vida.

Tomemos un solo ejemplo de apostasía doctrinal: el dogma extra Ecclesiam nulla salus, «fuera de la Iglesia no hay salvación». La Iglesia lo ha enseñado siempre, matizando correctamente que Dios puede conceder la gracia de modos misteriosos, sin negar nunca que la Iglesia es el único Camino de salvación querido por Cristo, el camino en sí. Cuando alguien, revestido de autoridad eclesial, niega rotundamente ese principio, cuando proclama que para llegar a Dios da lo mismo Cristo que Buda, la iglesia que la logia, el bautismo que la pertenencia al «género humano», no está desarrollando la doctrina: la está negando. Y negar un dogma central es apostasía, aunque lo envuelvan como pastoral creativa.

Pongamos ahora el foco en la apostasía moral. ¿Qué hemos de pensar de quien relativiza el aborto mientras reprende el rosario? Recordemos escenas ya tristemente habituales: grupos de fieles que rezan el rosario ante abortorios, pacíficamente, suplicando a Dios que convierta corazones y salve vidas; y, enfrente, los consagrados a que el vientre materno se convierta en un espacio de muerte programada. Cuando un pastor, ante esta situación, elige censurar a los que rezan y guardar comprensión, silencio o incluso simpatía hacia los que favorecen el aborto, no está «descentrando la pastoral», está descentrando la moral de su eje. Juan Pablo II afirmó con claridad en Evangelium Vitae que no es lícito colaborar con leyes o campañas que supongan ataques a la vida inocente. Si alguien en la jerarquía, en vez de confirmar a los fieles en esa verdad, les reprocha su oración, pone en duda su eficacia y sugiere que molesta más el rosario que la muerte del no nacido, ha cruzado una línea objetivamente gravísima. ¿Y qué hacer si además ese pastor fake duda de la eficacia de la oración? Sólo cabe rezar por él.

Le toca ahora a la apostasía litúrgica, es decir, cerrar la puerta a la misa de siempre y abrírsela a lo pagano. La liturgia no es una cuestión decorativa. La antigua fórmula lex orandi, lex credendi nos recuerda que lo que la Iglesia reza es lo que la Iglesia cree. Desfigurar la liturgia significa, tarde o temprano, desfigurar la fe. Cuando se cierran con celo quirúrgico las celebraciones de la misa según el rito romano tradicional, mientras se abren los templos a ritos paganos, a ceremonias sincréticas, a celebraciones «creativas» en las que la mesa del sacrificio se convierte en escenario para banderas ideológicas, la ruptura es evidente. Esta va mucho más allá de una nostalgia estética. Se trata de decidir si en el altar se ofrece el Sacrificio de Cristo o se «banquetea». Cuando la liturgia se desliga del culto verdadero para convertirse en terapia comunitaria, homilía de autoayuda, acto político o espectáculo, se está empujando a la Iglesia hacia una apostasía litúrgica: se conserva el ropaje, pero se vacía el corazón.

La apostasía cristológica y mariológica es de rabiosa actualidad. Consiste en igualar a Cristo a los ídolos de las religiones tribales o de la nueva religiosidad ecológica, o en aminorar a María, para no contrariar. San Pablo fue tajante: «lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios» (1 Cor 10,20). El diálogo no puede convertirse en sincretismo. Cuando se introducen imágenes de la Pachamama en actos oficiales, se rinde homenaje religioso a la Madre Tierra o se insinúa que los cultos paganos son caminos paralelos hacia el mismo Dios, estamos ante una apostasía cristológica: Cristo deja de ser el Centro para convertirse en un elemento más del mosaico religioso. Y algo semejante sucede con la Virgen. La mariología es un muro de contención frente a los errores cristológicos. Cuando en nombre del ecumenismo, se transmite el mensaje, tras una cortina de humo pseudoteológica, de que la devoción mariana «excesiva» es un obstáculo y se propone rebajarla para no ofender a los protestantes, no se está purificando la fe: se la está mutilando. La tradición ha reconocido a María con títulos elevados --Mediadora, Corredentora en sentido analógico-- precisamente para subrayar la grandeza única de la obra redentora de Cristo. Al recortar esos títulos por cálculo diplomático, lejos de corregir una exageración popular, se golpea el corazón mismo de la fe del pueblo.

Y ahora la novedad histórica: durante siglos, quienes se alejaban de la fe solían salir de la Iglesia. Además lo hacían ruidosamente: rompían, se separaban, fundaban sectas, se declaraban abiertamente contrarios a Roma. Hoy la situación es inédita: muchos de los que se alejan de la fe permanecen dentro, visten los hábitos, ocupan las cátedras, administran los organismos, firman los decretos. No apostatan porque quieren transformar la Iglesia desde dentro.

De ahí nace la metamorfosis del antiguo Nihil Obstat. Lo que antes protegía al pueblo de Dios de los errores, hoy protege a los errores de la crítica del pueblo de Dios. Lo que antes se usaba para detener a los apóstatas, hoy se emplea para detener a los fieles. Esta es, quizá, la forma más dramática de la apostasía: la que convierte las estructuras en trincheras contra esa fe que deberían custodiar.

Existe, además, un elemento decisivo que conviene tener siempre muy presente: la relación de absoluto privilegio que debe darse entre libertad y verdad el seno de la Iglesia. El catolicismo se opone radicalmente al totalitarismo. No impone la fe con violencia. La renuncia a la libertad según la entiende el Mundo por la libertad que entendemos los cristianos que nos sabemos esclavos del Señor solo puede darse desde el libero arbitrio. La Verdad, Cristo mismo, se anuncia, se propone, se predica sin imponer, pero necesita ser proclamada íntegra y sin rebajas.

Los totalitarismos --religiosos o laicos-- viven de la censura. Tienen pánico a la libertad de palabra porque no confían en la verdad de sus propios postulados. Por eso vigilan, purgan, cancelan, reescriben. Cuando la Iglesia imita esos mecanismos, pierde su alma. Una Iglesia que teme la libre predicación de la fe de siempre, pero que no teme el despliegue de las ideologías más contrarias al Evangelio en sus templos, traiciona a Cristo. La libertad de predicar la Verdad no es un lujo opcional. Es un bien sagrado. Y la primera injusticia contra esa libertad es amordazar a los suyos mientras se dan altavoces al mundo y a sus ídolos.

Pastores de la Iglesia, somos ya muchos los escandalizados. A vosotros que gobernáis este desgobierno, con respeto, pero con la franqueza que exige la caridad, cabe dirigir la vieja pregunta de Cicerón: Quousque tandem abutémini patientia nostra? ¿Hasta cuándo abusaréis de la paciencia de los fieles?

Pedro Gómez Carrizo

 

 

1 comentario

Un agradecido
Muchas gracias por publicar este artículo. Además de palabras sabiamente elaboradas, nos ofrece el consuelo de saber que alguien también está vigilante con ojos bien abiertos a las realidades que nos atribulan. Saludos en Cristo y la Santísima Virgen María.
21/11/25 10:00 PM

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