Hoy se estrena Solo Javier. Asistí al preestreno de esta película documental hace cuatro días y todavía me afecta la sacudida. Lo que se narraba en la pantalla no era una vida de esos santos que nada tienen que ver con uno mismo. Ese «santo» era un contemporáneo, con dudas --muchas dudas--, con luchas --muchas luchas-- y con una gran herida que no hizo sino acrisolar su entrega a Cristo hasta el final. No había nada ajeno, por decirlo de algún modo, en esa historia, y por eso nos interpeló a todos tanto. La sala entera quedó en profundo silencio al acabar la cinta, antes de romper en aplausos. Es la señal de la catarsis.
En lo que la sociedad llama la «carrera de la vida», Javier partió de una posición de ventaja. Había nacido en el seno de una familia de clase alta, y además de riqueza y posición, tenía belleza, simpatía y éxito en lo profesional, como tenista y primer campeón mundial de pádel. Todo lo que muchos buscan alcanzar a lo largo de sus vidas, Javier lo poseía ya. Así que, según la opinión establecida, contaba con todo lo necesario para ser feliz.
Desde una visión cristiana, esa posición nos sitúa, sin embargo, en el filo de la navaja. Poseer cuanto este mundo te hace desear te abre a la posibilidad de constatar, sin tener que dedicar la vida a descubrirlo, que ese «todo» es nada, y que el verdadero reino no es de este mundo. Eso es una suerte. Pero también aumenta el peligro del estancamiento o la involución, o dicho más claramente: te deja mucho más expuesto al riesgo de convertirte en un absoluto cretino… Recordemos lo del camello y el ojo de la aguja.
Javier superó ese riesgo, con creces. El documental narra su evolución, ese proceso doloroso y lúcido de ir soltando lastre, para aligerar el alma, en busca de lo único que en verdad importa. Su vida pasa del desenfreno de las fiestas al servicio misionero, del triunfo deportivo a la pobreza voluntaria, de la búsqueda del Yo en espiritualidades orientales a la entrega radical a los Otros en el seno de la Iglesia, del brillo exterior a la luz interior. Cartas manuscritas, testimonios de amigos y familiares, escenas reconstruidas con sensibilidad, van trazando la historia de un joven que afronta todos los retos en su búsqueda incansable de Dios, siempre adelante, dejando atrás todas las Circes del mundo, hasta encontrarlo en la cruz de su enfermedad, abrazado a ella en olor de santidad. Hoy su causa de canonización está en marcha.
Pero si ver Solo Javier conmueve tanto es por su mensaje, hoy revolucionario, tras tantos años de modernismo, a pesar de ser nuclear en la Iglesia. Lo que nos sacude por dentro es que se nos muestre que la santidad no es una entelequia, un ideal reservado a unas personas algo raras que vivieron hace demasiado tiempo, sino un proyecto de vida muy real al que --y por eso resulta tan incómodo el mensaje-- estamos llamados todos los bautizados, hoy como ayer.
Y aquí está el meollo del mensaje: la fe auténtica nunca es cómoda. La historia de Javier confirma lo que el dominico Antonio Royo Marín enseñaba en su Teología de la perfección cristiana: la fe nos incomoda, no puede no ser así, y la vocación de santidad, para un cristiano, no es una opción, sino un deber. Sed perfectos, dice el Evangelio. Javier entiende que el suyo no es un camino de rosas. Si nadie se convierte en campeón deportivo sin entrenamiento riguroso, mucho menos mejora en espíritu sin disciplina interior, sin renuncias, sin purificación, sin combate... Lo contrario es tibieza, y la tibieza mata la vida espiritual.
Disciplinas, renuncias, esfuerzo, ascetismo… Menudas palabras. Se comprende bien que todas ellas fuesen arrumbadas en el trastero tras el Concilio Vaticano II. Es cierto que allí se proclamó la vocación universal a la santidad, pero la práctica pastoral que siguió hizo justo lo contrario. Probablemente fue culpa del Zeitgheist… La insistencia en una fe exigente, incómoda, incomodaba demasiado en aquellos tiempos de Marcuse, de Sartre, o de Freud, nada propicios para la épica. Si estaba prohibido el malestar en la cultura, mucho más lo estaba en la religión. Lo que había que prohibir era la templanza y la contención, y rendir tributo a los instintos, sentirse plenamente cómodos con nuestra naturaleza animal. Así que se optó por vender un cristianismo cómodo, muy llevadero, prêt-à porter, hasta el punto de desconectarlo con sus orígenes, que fue tanto como desconectarlo de la verdad.
Mientras los manuales de Royo Marín quedaban arrinconados en los seminarios, se imponían las corrientes teológicas de moda: el existencialismo subjetivista de Karl Rahner, la hermenéutica cambiante de Schillebeeckx, la contestación eclesial de Küng. La obsesión por agradar convirtió la liturgia en un espectáculo sociológico y se empezó a hablar de «banquete fraterno», evitando las palabras sacrificio, penitencia, juicio y tantas otras «malsonantes». Con el resultado conocido: templos vacíos, vocaciones desplomadas, comunidades envejecidas.
Hace un par de semanas padecí este desatino. De descanso en un balneario, asistí a una Misa en la que el sacerdote, con estola arcoíris para «celebrar la inclusividad», puso su principal interés en hacernos sentir «cómodos»: instó a los nuevos a ponerse en pie para presentarse y ser acogidos, nos reubicó para que nadie estuviera solo, definió la Misa como un «banquete entre hermanos» y, tras casi olvidarse de leer el Evangelio --tuvieron que recordárselo sus fieles--, perpetró una homilía en la que entre otras cosas criticó a quienes desean «comulgar en la boca y de rodillas, como si quieran retroceder a tiempos antiguos». Por supuesto, la actualización incruenta del sacrificio de Cristo era una mera metáfora y la Sagrada Forma, un símbolo. Nada había de exigente en ese rito, nada quedaba de la fe incómoda que transforma.
Esa caricatura de religión que halaga y adormece me vino a la mente mientras visualizaba la vida de Javier. ¡Qué tremendo contraste! La obsesión conciliar por la comodidad, de la que el sacerdote de marras era un claro exponente, hacía brillar más si cabe la figura de Javier Sartorius, su búsqueda radical de Dios, el sacrificio como condición inexcusable.
El documental Solo Javier nos envía el mensaje de que la vocación universal a la santidad no es retórica conciliar, sino experiencia vital de un joven que se tomó en serio el Evangelio. La Iglesia se hunde cuando se avergüenza de esa verdad, y resurge cuando la proclama con todas sus consecuencias. Javier Sartorius es un signo providencial: muestra a una generación cansada de sucedáneos que el camino de santidad, aunque incómodo, está abierto para todos.