Uno de los mejores regalos que nos hace el Señor a los curas es la fraternidad. Encontrarse con otros hermanos sacerdotes para compartir momentos de oración, recreación y hasta la propia mesa nos brinda oportunidades siempre nuevas de gratitud a Dios, por todos sus beneficios. Es cierto: ello implica, también, cierta cuota de sacrificio y renuncia, frente al recurso no renovable del tiempo; las urgencias apostólicas y las distancias. Es, por lo tanto, don y tarea: obsequio de Aquel a quien servimos, y labor propia.
Conocí a los Legionarios de Cristo, en enero de 2000, en las escalinatas de la Basílica de San Pedro, en Roma. Había ido allí como peregrino del Gran Jubileo. Y todos los días, a las siete de la tarde, participaba de media hora de oración, a cargo de cardenales y obispos del Vaticano; en la que servían seminaristas Legionarios. Al reconocer mi acento argentino, me sumaron para las lecturas en español. Y me sugirieron que, al regreso, conociera la comunidad Legionaria de Buenos Aires.
Dicho y hecho. Ya de retorno en Argentina, me acerqué hacia la parroquia Santa María de Betania, en el barrio de Almagro, de Capital, a cargo de los religiosos. Pronto conocí a su párroco, el recordado sacerdote mexicano Javier Tena Rojas; y a sus vicarios, los sacerdotes españoles Arturo Díaz y Antonio Rivero. Con este último comencé a dirigirme espiritualmente; y fue quien acompañó todo mi proceso vocacional. De hecho, en la Vigilia del Domingo del Buen Pastor, el 21 de abril de 2002, de rodillas ante el Santísimo Sacramento, allí en la parroquia le dije al Señor, literalmente bañado en lágrimas, que daba finalmente el paso, que ingresaría al Seminario. No era posible saber si iba a llegar al Sacerdocio. Era necesario, de cualquier modo, intentarlo. Aquel llamado que comenzó en la tierna infancia merecía, con 41 años, una respuesta.
Mis primeros años de Seminario coincidieron con la intervención papal a la congregación, por los escándalos de su fundador. Y, al poco tiempo, se sumó mi propia «cancelación» como seminarista. Y fue en aquel tiempo, de instituto religioso investigado, y de seminarista casi en la calle en que, por evidente intervención sobrenatural, nuestro vínculo se profundizó. «Sabes Christian –me dijo el superior de entonces– que aquí en Betania siempre estás invitado. Mejor dicho: es tu casa y habrá en todo momento un plato para ti. No tienes ni que avisar. Simplemente toca el timbre». Palabras providenciales, en tiempos más que inciertos para ellos y un servidor. Se consolidó, así, un vínculo extraordinario. Fui testigo de sus sufrimientos; y ellos de los míos. Y aun en sus horas más difíciles, me edificaron sobremanera con su obediencia, y su capacidad de sacrificio. Demostraron ser verdaderos Legionarios; recios combatientes dispuestos a todo por su fidelidad a Cristo Rey.
Vinieron tiempos distintos para ellos y para mí. Ya sacerdote, entre 2014 y 2018, varios sacerdotes y hermanos misionaron en mis humildes parroquias, Sagrado Corazón de Jesús y Santos Mártires Inocentes, de Cambaceres, Ensenada; con distintos grupos de estudiantes secundarios y otros jóvenes. Todo el tiempo, las diferentes comunidades legionarias –que se renuevan periódicamente, por la lógica rotación de los religiosos– me mostraron su afecto, su cercanía y su firme voluntad de acompañarme en el servicio del Señor. Jamás será mucha mi gratitud por ello.
Este Domingo, Día del Padre, después de varios meses, pude volver a visitarlos. Me sorprendió que la Casa Parroquial tuviera otra puerta, con un timbre diferente. El portero eléctrico nuevo parecía no solo ver y escuchar al visitante; sino también hasta descubrir el aroma de las empanadas que, eventualmente, se pidieran a través de alguna aplicación…
Pulsé el aparato y pasaron algunos minutos de espera. Insistí pensando que la nueva tecnología aun no daba los frutos esperados. Y fue, en verdad, así. Por eso, este diálogo:
– ¿Quién es?
– El padre Christian, para servirlo. ¿Con quién tengo el gusto?, –pregunté pensando que se trataba, como realmente era, del padre Salvador.
– ¿Y de dónde eres?
– ¡De Argentina, el mejor país del mundo!
– ¡Y yo estoy en México!
– ¡Mi querida tierra Guadalupana!, repliqué.
– ¿Y tú eres Sacerdote? ¿No alcanzo a distinguirte por la cámara?
– Sí, padre. Bajo esta gorra de invierno, y estos pesados abrigos soy el padre Christian…
– ¡Ah! ¡El padre Christian! Ten un poco de paciencia; todavía no acertamos con este aparato…
– ¡Dios tiene muchísima más paciencia con nosotros!, querido padre.
Y, así, a través del portero, tuvimos un ida y vuelta de frases bíblicas, sobre esta virtud:
– Dice Jesús: Aprended de mí que soy manso y humilde de Corazón (Mt 11, 29).
– Y dice, también: Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia (Mt 5, 4).
– Y Jesús callaba (Mt 26, 63).
Esta expresión trajo un silencio prolongado. Parecía que, de un lado y del otro de la línea, estábamos imitando a nuestro Divino Maestro. Minutos con total ausencia de palabras y, de pronto, el padre Salvador, «en vivo y en directo», sin posibilidad de accionar mecánicamente, abrió con sus propias manos la puerta:
– ¡Ábranse, puertas eternas! (Sal 24, 7). ¡Ábranse al Salvador, por el «Salvador» de la casa…!, exclamé.
Risas, abrazo, y ¡adelante! Pocos minutos después, la cena nos encontró a sacerdotes españoles, mexicanos y argentinos, en un animado compartir. Y desde las aventuras apostólicas del fin de semana, pasando por la evocación del inolvidable obispo de Cuenca, Monseñor José Guerra Campos, hasta el dulce de leche («¡el argentino más famoso!»), como tantas veces, todo fue otro inigualable encuentro. Una vez más, entre sacerdotes, disfrutamos de un pequeño anticipo del Cielo. Desde donde el Señor del Tiempo, con enorme paciencia, nos va sanando de todas nuestras ansiedades. Y allí nos espera, al final de la jornada, luego de un extenuante –y, por eso, felicísimo–, navegar mar adentro (Lc 5, 4).
P. Christian Viña
La Plata, miércoles 18 de junio de 2025.