Para gloria de Dios, templos construidos por piedras vivas

Para gloria de Dios, templos construidos por piedras vivas

Dios nos ha regalado tres nuevos Sacerdotes para su Iglesia, con la Ordenación de los padres Andrés González de Paz, Emiliano Conturso Borkowski y Juan Martín González, pertenecientes al Instituto Cristo Rey. La celebración tuvo lugar en la parroquia María Auxiliadora, de presidente Roca y Salta, en Rosario; donde nació el Instituto hace cinco décadas.

Toda Ordenación es una fiesta para los católicos. El Señor, en su Providencia, cuida de sus hijos; llamando a nuevos sacerdotes para que los lleven a Jesucristo, le den gloria a Dios, se santifiquen y puedan llegar, un día, al Cielo. Da más gozo, aún, el hecho de que los neopresbíteros formen parte de una familia religiosa que se caracteriza por su fidelidad a la Iglesia, su fervor misionero y su particular fin de «servir a los sacerdotes y consagrados, ayudándoles en su renovación espiritual y formación doctrinal, con vistas a su acción pastoral».

Toda Ordenación es, también, para los sacerdotes que participamos una oportunidad inmejorable para evocar la propia Ordenación; renovar nuestra fidelidad al Señor y su amadísima Iglesia y acompañar muy especialmente a los ordenandos. Y de ver en los hermanos sacerdotes mayores y hasta ancianos, que ya van llegando a la meta, los trofeos y las heridas del combate. Siempre es oportuno releer ese magnífico texto de Hugo Wast, «Peligros de los siete mares»; en el que relaciona, precisamente, los retos que tienen por delante los sacerdotes jóvenes, y la cosecha de Cruz de los veteranos. Y sobre la advertencia de «dejar de mirar la brújula de los hombres y levantar el corazón hasta la Estrella de la Mañana».

En lo personal, conozco a los nuevos sacerdotes desde su ingreso al Seminario; y hasta compartí con ellos algún itinerario formativo. Sé de su virilidad, fe sólida y pasión por el Reino; y, por eso, viví el acontecimiento con particular alegría.

Me conmovió, igualmente, la majestuosidad del templo. Nací y viví en Rosario hasta los 28 años; y alguna vez, por entonces, entré a él. Pero en aquel tiempo de mi adolescencia y primerísima juventud rebelde y bien lejos de Dios, y mucho más de su Iglesia, ni de lejos supe valorarlo. Haber ingresado ahora, como Sacerdote, y comprobar su belleza, su amplitud, su evidente propósito de brindarle lo mejor al Señor, me llevó, en primer lugar, a darle gracias al Señor por aquellos heroicos salesianos - ¡a quien hoy tanto echamos de menos! -, de hace más de un siglo, que no mezquinaron nada en la alabanza y honra de Dios. Y que, pensando especialmente en los menos instruidos, todo lo diseñaron para una catequesis perenne. Todo en él remite al Señor, sus enseñanzas y exigencias. Los más nobles materiales, traídos incluso de Europa, y los artistas más destacados aportaron lo suyo. Un monumental órgano de tubos recuerda que el fin último es estar para siempre, cara a cara con Dios; para cantar eternamente su misericordia (cf. Sal 88, 2). Y, por supuesto, la imponente imagen de María Auxiliadora, en lo más alto (el tercer nivel, que simboliza la Iglesia triunfante); cuida de los otros dos niveles, de la Iglesia militante y la purgante.

Haberme sumergido en tamaña magnificencia, me llevó a expresar mi gratitud al Señor por quienes lo hicieron posible. Y por aquellas tantísimas almas que, con el sacrificio y el trabajo de varios siglos, forjaron, por caso, los grandes templos europeos. Y volví a pedir por el eterno descanso de tantos benefactores, conocidos y anónimos, que todo lo dieron, como piedras vivas, para dichos templos. Siempre me emociona, por ejemplo, leer las inscripciones con los nombres de algunos donantes; e imaginar cómo fueron sus vidas, con qué generosidad realizaron sus aportes y cómo, en numerosos casos, no quisieron que su mano izquierda supiese lo que hizo su mano derecha (cf. Mt 6, 3). Y, por supuesto, encomiendo particularmente a todos aquellos de los que no se conserva ninguna identidad (albañiles, artesanos, y miembros de otros oficios); que, como en el caso del «Soldado desconocido», solo Dios conoce.

No pude dejar de conmoverme, igualmente, por los estragos que produjo la furia iconoclasta, posterior al Vaticano II; que terminó --o mutiló dramáticamente- templos como éste. Y cómo tantos prejuicios ideológicos y falta de fe, vaciaron las Iglesias. Y cómo ciertas «opciones pobristas» remplazaron templos espléndidos por galpones; que poco o nada se diferencian de corralones de materiales de construcción, formen o no parte de campus universitarios…

¿Y a los pobres? Como nos lo dice el propio Cristo, los tendremos siempre entre nosotros (cf. Mc 14, 7). Y, por amor a ellos, debemos darles lo mejor, cuidarlos en su fe y, claro está, no quitarles lo que les pertenece. Siempre, como Sacerdote, estuve en destinos muy pobres; con enormes carencias materiales. Los conozco bien y, ni de lejos, cuestionan que se dé lo mejor para el culto. «Todo de oro», me repiten, por ejemplo, pobres peruanos, de Cusco; cuando hablan con honra de sus extraordinarias iglesias. Saben, perfectamente, que todo ese oro es tan solo un pequeño destello del Oro Eterno; del Sol que nace de lo alto (Lc 1, 78), y que los enriquece a ellos con su firme voluntad de ser santos, y valientes guerreros de Cristo Rey…

 

+ Pater Christian Viña

La Plata, martes 23 de septiembre de 2025.
San Pío de Pietrelcina, presbítero. -

 

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