Cristo y la Iglesia Católica: una cuestión de coherencia
«Fractio panis» en las catacumbas de Priscila | © Wikimedia

Cristo y la Iglesia Católica: una cuestión de coherencia

«No podemos creer en Jesucristo si no creemos en el Nuevo Testamento, y no podemos creer en el Nuevo Testamento si no creemos en la Iglesia católica (y en su Tradición)».

En los prolegómenos de mi conversión, cuando ya había abandonado el ateísmo pero todavía no había vuelto a la Iglesia católica, pasé un breve lapso de tiempo en una especie de posición intermedia: reconocía la existencia de Jesucristo, su divinidad y sus enseñanzas (algunas), pero no me parecía que por ello debiera unirme a la Iglesia católica, aceptar su Tradición y recibir sus sacramentos. No era capaz de percibir la ilación entre una cosa y otra, de ver que se implicaban necesariamente. En mi caso, pronto me convencí de que esa posición era incoherente y absurda desde un punto de vista estrictamente racional. Pero lo que en mi caso fue un simple estado transitorio, un breve periodo de asimilación, veo que en algunas personas dura más de lo debido o se convierte en un estado fijo. Una gran cantidad de hombres pasa la mayor parte de su vida, en ocasiones hasta el final, creyendo en Jesucristo e identificándose como cristianos pero sin unirse a la Iglesia católica. No estoy pensando exclusivamente en los protestantes o en los miembros de otras denominaciones cristianas --aunque los argumentos que se expondrán en este artículo son igualmente aplicables a ellos--, sino también en aquellas personas que creen en Jesucristo sin pertenecer a ninguna otra iglesia. Trataré de demostrar, únicamente desde la lógica y sin recurrir a ninguna verdad de fe, que esa posición es completamente absurda y forma parte de un razonamiento subdesarrollado.

Comencemos por avanzar una proposición incontrovertible que nos servirá como base. Es la siguiente: cuando la existencia de un hombre, así como lo que hizo y dijo en vida, nos llega a través de un único mensajero, hay que creer en el hombre y en el mensajero o no creer en ninguno de los dos. No hay una tercera alternativa. Si alguien es el único que viene a decirnos: «hace unos años existió un hombre llamado X, que realizó tales hechos y anunció este mensaje», tendremos dos posibilidades: o no creer en el mensajero, y por lo tanto tampoco creer en el hombre del que nos informa, o bien creer que existió tal hombre porque creemos en el mensajero. Lo que no podremos hacer en ningún caso, al menos sin volatilizar las reglas más elementales de la lógica, es responder de la siguiente manera: «está bien, creo que ese hombre existió tal como solamente tú afirmas, que hizo lo que únicamente tú detallas y pronunció las palabras que nadie más recogió ni ha transmitido, pero en cuanto a ti creo que eres un mentiroso». Una persona que respondiera de esa forma demostraría haber perdido completamente la cabeza.

Sin embargo, eso mismo es lo que sucede cuando una persona cree en Jesucristo y al mismo tiempo no cree en la Iglesia católica, la única que nos ha hecho llegar la noticia de su existencia, nos ha relatado su vida y nos ha transmitido sus hechos y palabras. Es exactamente el mismo atentado contra el sentido común. Es cierto que existen testimonios paganos sobre la existencia histórica de Jesús, pero nadie creería en Él gracias a dichos testimonios. Nadie se llamaría «cristiano» sólo porque Tácito escribió en sus Anales, de pasada y sin demasiado énfasis, que un tal Cristo fue ejecutado bajo el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilatos. Tácito menciona muchos nombres en sus obras, pero algunos de ellos son hapax legomenon, es decir, nombres que aparecen una sola vez y que no se vuelven a encontrar en ninguna otra fuente antigua. Sin ir más lejos, en los mismos Anales se habla de un tal Calgaco, un nombre que nunca más ha sido mencionado por ningún otro historiador. ¿Quién fue? ¿Qué hizo? Apenas lo sabemos, y tampoco nos importa demasiado. Lo mismo pasaría con Cristo si la de Tácito fuera la única referencia que tuviéramos de Él.

Y de hecho, aunque reunamos los testimonios de Tácito, Josefo, Plinio el Jóven, Suetonio y Luciano de Samosata, lo importante es que ninguno de esos testimonios ni todos en conjunto hubieran hecho creer a una sola persona en el mundo que Jesucristo es Dios, que realmente murió por nuestros pecados y que sólo en Él se encuentra nuestra salvación. No habría una sola persona en el mundo que hubiera decidido cambiar su vida en nombre de Jesús, como no hay una sola persona en el mundo que cambie su vida en nombre de Anacarsis, un sabio escita mencionado por algunos historiadores antiguos pero del que apenas sabemos nada.

Pero lo cierto es que cada año millones de personas siguen cambiando su vida en nombre de Cristo. ¿Quién lo ha hecho posible? No los testimonios paganos, por supuesto, sino la Iglesia católica. Todos los testimonios paganos acerca de la existencia de Jesús sólo adquieren valor por todo aquello que sabemos de Jesús sin ellos.*

Pero llegados a este punto puede surgir una objeción. Alguien podría responder: «de acuerdo, tienes razón cuando afirmas que no se puede creer en Jesús sin creer en el mensajero que nos lo ha dado a conocer, pero te equivocas al identificar a ese mensajero: no es la Iglesia católica, sino el Evangelio». Esta es la objeción que sirve de fundamento, ya sea explícita o implícitamente, a los protestantes y a cualquiera que se identifique como cristiano sin pertenecer a la Iglesia católica. Admiten que el hecho de creer en Jesús implica necesariamente el convencimiento de que el mensajero tiene la verdad, pero creen que ese mensajero es el Evangelio.

Comencemos por aclarar la distinción entre mensaje y mensajero. El significado etimológico de la palabra Evangelio (εὐαγγέλιον) es el de «buena noticia», «buen mensaje», es decir, la noticia de la vida, muerte y resurrección de Cristo. El Evangelio es, por lo tanto, el mensaje, no el mensajero; el contenido, no el transmisor del contenido. Por otra parte, debe tenerse en cuenta que un mensaje no puede responder de su propia autenticidad, que no puede autolegitimarse. La veracidad de su contenido depende del crédito que le demos al mensajero, pues éste podría habérselo inventado todo, o haber cambiado algunas partes del mensaje antes de entregarlo, y como todo aquello que nos comunica lo sabemos exclusivamente gracias a él, ¿cómo podríamos decidir qué parte corresponde al mensaje original y qué parte se ha inventado? No tendríamos ningún criterio válido para hacerlo. No podríamos decir: «esta parte es falsa, Jesús nunca habría dicho eso», porque lo que creemos saber sobre Jesús y en función de lo cual desechamos esa otra parte lo sabemos precisamente gracias al Evangelio (y al Nuevo Testamento en general) en el que se encuentran ambas partes. Alguien, con la misma razón, podría desechar esas palabras de Jesús que creemos verdaderas, y eso en función de la idea que se ha formado de Él tras aceptar otras palabras que nosotros creemos falsas.

Es fácil comprender lo absurdo que resulta creer sólo en algunas partes del Nuevo Testamento, pero, para ilustrar mejor lo que quiero decir, imaginemos que me encuentro con un libro que relata la vida de un hombre. Es, de hecho, el único libro en el que se relata la manera en que vivió y las cosas que dijo ese hombre, el único que me proporciona la información necesaria para que pueda hacerme una idea de la manera en que actuaba y el mensaje que quería transmitir. En ese caso, sería totalmente arbitrario, y en la misma medida ridículo, que en virtud de la idea que me habría formado de ese hombre por algunos actos y palabras que el libro le atribuye, decidiera negar otros actos y palabras que aparecen en el mismo libro. ¿Cuál sería mi criterio para afirmar que unos son verdaderos y otros falsos? ¿Cómo podría asegurar que ese hombre no realizó ciertas acciones ni pronunció determinadas palabras que aparecen en el libro, si sólo gracias a ese libro puedo formarme una idea de ese hombre? En realidad, como no tendría ningún criterio lógico para hacerlo, lo más probable es que aceptara ciertos pasajes y rechazara otros en la medida en que la idea que contribuían a formarme de ese hombre fuera más o menos compatible con mi propio carácter, con lo que yo concibo como ejemplar. En otras palabras: aceptaría como cierto sólo lo que me gustaría que lo fuera.

Todo nos lleva, entonces, a la conclusión de que el Nuevo Testamento debe ser creído por entero o rechazado por entero (lo que no significa que existan las mismas razones para hacer una u otra cosa, pero demostrar que lo más racional es creer en el Nuevo Testamento me desviaría de la intención del presente artículo), que no puede creerse a medias sin caer en una evidente contradicción. Por lo tanto, si una persona se llama cristiana, si cree en Jesucristo, deberá creer en todo el Nuevo Testamento, y sólo podrá hacerlo si cree que el mensajero no ha alterado nada, que lo ha transmitido todo tal como lo recibió. Si en una parte del texto insistiera en afirmar que lo que cuenta es verdadero, aun así no demostraría nada, pues si alguien duda del resto dudará también de esa afirmación. Se hace necesario un testimonio supratextual que garantice la veracidad del texto, y eso es tan necesario hoy como en los comienzos del cristianismo.

Imaginemos a un hombre nacido en el año 150 d.C. Este hombre se encuentra por primera vez con el Nuevo Testamento y lo lee con el mayor interés. Encuentra pasajes hermosos, consejos útiles y ejemplos edificantes, pero en fin es sólo un libro como tantos otros, no encuentra razones para creer que ese Jesús fuera realmente el Hijo de Dios. Una vez que lo ha acabado el hombre coge otro libro cualquiera y lo lee con el mismo interés. Por supuesto, nunca se hará cristiano.

En cambio, imaginemos que tras leer el Nuevo Testamento ese hombre se propone investigar el origen del libro. Pregunta a algunas personas que le aseguran que en la Iglesia católica se encuentran los sucesores de aquellos que escribieron el libro. Algunos ancianos le informan de que el actual obispo de tal iglesia fue discípulo del anterior obispo, que a su vez había sido discípulo directo de un evangelista. «Yo vi con mis propios ojos --le dice uno de los ancianos-- cómo nuestro actual obispo se paseaba cada día, cuando era joven, con aquel viejo obispo al que más tarde sucedería, y mi padre vio con sus propios ojos, y me contó, que aquel viejo obispo había sido discípulo de san Juan» (o san Mateo, san Marcos, san Lucas, para el caso no importa). Muchos otros ancianos le aseguran lo mismo, incluso los ancianos paganos que se burlan de los cristianos admiten esa sucesión. Esto hace que el hombre tome una actitud muy diferente y lea el texto con otros ojos. Ya no se trata sólo de una historia plasmada por escrito, sino que existe todo un cuerpo de hombres que en una sucesión evidente están conectados con los apóstoles que murieron por defender lo que habían visto y escuchado, con los evangelistas que lo escribieron y en último término con el mismo Cristo. Sólo entonces ese hombre podría hacerse cristiano, pues se habría golpeado con la realidad histórica de lo que había leído.

Cuando uno se imagina la situación que he descrito, comprende lo que quiso decir san Agustín con aquellas palabras que a algunos le parecen escandalosas: «no creería en el Evangelio si no me impulsase a ello la autoridad de la Iglesia católica». En realidad esas palabras, en su concisión y aparente sencillez, encierran toda una cadena de consecuencias lógicas. Y lo que es cierto para los primeros cristianos, para alguien nacido en el siglo II o III d.C., es igualmente cierto para nuestra época y para las futuras. Siempre será verdad que sin la Iglesia católica nadie puede creer en Jesucristo, pues o bien nunca habría llegado hasta nosotros el Nuevo Testamento, o de haber llegado no tendría ninguna credibilidad.

Hasta aquí he supuesto, utilizando un argumento a fortiori, que la Iglesia católica es sólo una mensajera. Incluso si no fuera más que eso, ya sería cierto que nadie puede creer en el Nuevo Testamento sin creer en ella. Pero lo cierto es que la Iglesia católica es mucho más que una mensajera que se limita a entregar un texto a un destinatario. La Iglesia es anterior al Nuevo Testamento, como demuestra el hecho de que aparece mencionada en él. No es una institución creada posteriormente para salvaguardar lo escrito, sino la comunidad de discípulos de Cristo que da a lo escrito su razón de ser. ¿A quién envía san Pablo las cartas que hoy forman parte del Nuevo Testamento? A los miembros de la Iglesia católica en Roma, Corinto, Galacia, Éfeso, Filipos, Colosas y Tesalónica. Porque todos sabían que esa era la Iglesia que había sido confiada a san Pedro por Jesucristo, y los discípulos de la siguiente generación sabían que el Papa san Lino era el sucesor directo de san Pedro, y la siguiente que san Anacleto era el sucesor de san Lino, y así ininterrumpidamente hasta llegar hasta el día de hoy.

Y esto nos lleva a una última observación acerca de la imposibilidad de creer en Cristo, y por lo tanto en el Nuevo Testamento, al mismo tiempo que se rechaza la Iglesia católica. En el Evangelio de san Mateo se cuenta cómo Jesús funda su Iglesia sobre san Pedro, a quien asegura que las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella, es decir, que nadie podrá destruirla, que perdurará hasta el fin del mundo (como Iglesia militante, pues como Iglesia triunfante perdurará por toda la eternidad). Este pasaje basta por sí solo para demostrar que no hay disociación posible entre la fe en Jesucristo, la comunión con la Iglesia católica y la credibilidad que merece el Nuevo Testamento, que existe un ligamen indestructible entre ellos. Porque si alguien cree que ese pasaje no es más que una interpolación, que algunos eclesiásticos de los primeros siglos lo añadieron posteriormente para reconducir la autoridad hacia la Iglesia católica y por lo tanto hacia ellos mismos, entonces, como hemos dicho anteriormente, deberá dudar de todo el Evangelio y de todo el Nuevo Testamento, pues no hay más razones para dudar de ese pasaje en concreto que para dudar de cualquier otro, y en consecuencia del mismo Jesucristo; y si cree que ese pasaje se encontraba desde el principio en el Nuevo Testamento pero que Jesucristo se equivocó al hacer tal predicción, ya que en el futuro la Iglesia católica se corrompería en su totalidad y dejaría de ser la suya, entonces no podrá creer que Jesucristo es Dios como se declara en el Nuevo Testamento, pues le está negando uno de los atributos divinos: la presciencia.

Vemos cómo una y otra vez, aunque desde diferentes enfoques y perspectivas, llegamos a la misma conclusión: no podemos creer en Jesucristo si no creemos en el Nuevo Testamento, y no podemos creer en el Nuevo Testamento si no creemos en la Iglesia católica (y en su Tradición). El rechazo de una sola de esas tres verdades implica el rechazo, asumido o no, de las otras dos.

Esta es una consecuencia lógica inapelable que cualquier persona debería aceptar si utiliza exclusivamente la razón. Los motivos más o menos inconscientes que pueden llevar a una persona que cree en Jesucristo a rechazar esa consecuencia y permanecer en ese estado por tiempo indefinido es una cuestión aparte. En la mayoría de los casos se debe a un conocimiento deficiente de la historia y la naturaleza de la Iglesia, o al odio inoculado contra ella desde la infancia por el entorno inmediato y los medios de comunicación, o a la previsión de las desventajas sociales que implicaría convertirse en católico. Otro motivo subconsciente pero disuasorio consiste en la premonición inconfesada de que una vez dentro de la Iglesia cambiaría lentamente sus convicciones acerca de una gran variedad de temas (y puesto que nuestras convicciones nos parecen parte constitutiva de nuestra identidad, hay un sentimiento de aniquilación del propio yo cuando nos imaginamos asumiendo otras convicciones en el futuro). También puede suceder que un creyente que se opone a las ideologías modernas, al comprobar cómo el espíritu de aggiornamento se ha apoderado de una gran parte de la jerarquía eclesial, se niegue a formar parte de la Iglesia católica (aunque en ese caso entraría en la categoría de aquellas personas que desconocen la naturaleza de la Iglesia, que es teándrica y por lo tanto infalible a pesar de los errores de sus ministros humanos).

Como he dicho, esta es una cuestión que debe ser tratada aparte. Ya no pertenece sólo al ámbito de la razón, sino al de la voluntad. Entran en juego los sentimientos, las inclinaciones, el temor y los intereses personales, que interfieren muy a menudo en la aceptación de la verdad. Si un hombre no es lo suficientemente valiente como para aceptar hasta las últimas consecuencias su fe en Jesucristo, si sus prejuicios contra la Iglesia católica son más fuertes que su amor por la verdad, las razones que he expuesto resbalarán sobre su mente como la lluvia sobre el caparazón de una tortuga. Pero si la lluvia no llega a penetrar en el caparazón, ¿es por eso menos verdadera?

*Por motivos de espacio he omitido la consideración acerca de los evangelios apócrifos, que alguien podría invocar como fuente documental sobre Jesucristo. Sin embargo, creo que una sola frase bastará para el lector inteligente: los discípulos y sucesores de los evangelistas sabían mejor que nadie qué evangelios eran falsos.

 

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