El Corazón traspasado del Crucificado. Fuente de Gracia y Misericordia

El Corazón traspasado del Crucificado. Fuente de Gracia y Misericordia

1. El corazón de Cristo, centro del culto cristiano. Corriente de espiritualidad y devoción extendida a toda la Iglesia

Contemplar y meditar mirando el corazón herido del Redentor nos purifica y nos salva. Nos atrae el corazón de Dios humanado «con cuerdas humanas, con lazos de amor» (Os 11,4). El corazón de Dios se nos muestra en el Corazón traspasado del Crucificado por la lanza del soldado que troqueló la herida convirtiéndola en fuente de misericordia. El Corazón de Cristo es el lugar donde Dios revela el amor que vive y alienta en el centro de la trinidad de Dios la reciprocidad del amor de las tres divinas Personas de Dios, que se desborda alcanzando a las criaturas todas y haciendo posible la redención del hombre pecador. En la Biblia la cruz de Jesús --dice Benedicto XVI-- «no se encuentra como el acontecimiento de un mecanismo del derecho ofendido; antes, al contrario, la cruz está en ella como expresión de la radicalidad del amor que se da por entero, como el acontecimiento en el que uno es lo que hace y en el que hace lo que es, como expresión de un amor que es puro ser para los demás»[1]. A su vez, el papa Francisco decía al convocar el Año de la misericordia que «la Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios»; y «está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia, profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo»; porque no puede ser de otra manera ya que --añadía el papa-- la misericordia viene del corazón mismo de Dios:

«Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen»[2].

La simbólica de la cruz en la que se media la revelación del mayor amor, del amor misericordioso de Dios por el hombre necesitado de redención, forma parte sustancial de la doctrina trinitaria de Dios y es el núcleo de la soteriología, cristológicamente centrada en un símbolo determinante de la unidad de la persona como es el corazón. En 2016 se cumplían los 160 años de la instauración para toda la Iglesia Católica de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús por el beato Pío IX el 23 agosto de 1856 y el próximo año de 2026 se cumplirán los 170 años de la extensión universal de la solemnidad litúrgica, fijada para el viernes siguiente a la octava del Corpus Christi. Fue esta decisión del Papa Mastai-Ferretti, nacido el 13 de mayo de 1792, no muchos años después de que Clemente XIII aceptara la introducción en la liturgia de la devoción al Corazón de Jesús, con misa propia y oficio, la que quiso conmemorar el venerable Pío XII en la encíclica Haurietis aquas (15 mayo 1956), que ha nutrido una corriente tan significativa y extendida de la piedad católica como la devoción al Corazón de Cristo. El influjo en la espiritualidad sacerdotal y en la vida de consagración religiosa ha sido tan hondo y extenso que es difícil no reconocer el alcance de su inspiración en la vida en Cristo de los fieles cristianos Bien es verdad que es preciso tener presente su disminución, síntoma importante de la crisis de la espiritualidad católica, en la que ha influido el surgimiento de nuevos movimientos y sensibilidades de inspiración sectorial diversa en la espiritualidad contemporánea. Así han surgido nuevas devociones cristológicamente centradas como la de la «Divina misericordia», que algunos consideran una variante de la devoción al Corazón de Jesús y que tiene su mayor apóstol en santa Faustina Kowalska, a cuya extensión en la Iglesia contribuyó de forma decisiva san Juan Pablo II, compatriota de la religiosa polaca, que fue por él canonización el 30 de abril de 2000, introduciendo la Fiesta de la Divina Misericordia fijándola el segundo domingo de Pascua. En la Bula de convocatoria del Año Santo francisco hace mención de ello (MV, n. 24). Se trata de un movimiento devocional en torno a la misericordia que dimana del pecho del Redentor como haz de poderosa luz que derrama la misericordia infinita de Dios revelada en Cristo y se asienta en del mismo núcleo soteriológico que inspira la devoción al sagrado Corazón de Jesús.

Recordemos además que los últimos papas se han referido a la devoción al Corazón de Cristo como manantial de la vida divina, remitiendo a la encíclica de Pío XII. Así san Juan Pablo II, haciendo del anuncio de Cristo como Redentor del hombre el programa de su pontificado, decía que «la redención del mundo --ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada-- es en su raíz más profunda plenitud de la justicia de un Corazón humano: el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia a los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y llamados a la gracia, llamados al amor»[3]. Por su parte, Benedicto XVI recordó en su día la importancia de tener nuestro corazón vuelto al Corazón de Cristo con palabras que querían tributar el homenaje de reconocimiento al magisterio del papa Pío XII, promotor de la devoción al Corazón de Jesús como espiritualidad de entera consagración del mundo al reinado de Jesucristo. Decía Benedicto XVI:

«El costado traspasado del Redentor es el manantial al que nos invita a acudir la encíclica Haurietis aquas: debemos recurrir a este manantial para alcanzar el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. De este modo, podremos comprender mejor qué significa «conocer» en Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo, manteniendo fija la mirada en Él, hasta vivir completamente de la experiencia de su amor, para poderlo testimoniar después a los demás»[4].

2. La devoción y culto al Corazón de Jesús, promovidos por el magisterio pontificio

El Papa Benedicto XVI, en carta dirigida al Prepósito general de la Compañía de Jesús en 2006, recordaba la importancia de la devoción al Corazón de Cristo. El motivo para reivindicar este culto a Cristo se lo ofrecía el cincuentenario de la publicación por Pío XII de la Encíclica Haurietis aquas, del 15 de mayo de 1956. Pío XII quiso conmemorar con esta carta encíclica la institución, cien años antes, por Pío IX para toda la Iglesia universal de la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, mediante decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856. En 1765 Clemente XIII había aceptado ya la entrada de esta devoción a Cristo en la liturgia, al aprobar oficio y misa de la fiesta para el Episcopado polaco. El beato Pío IX acogía el movimiento devocional en
 torno al Corazón de Jesús, legitimando el particular culto a Cristo que promovía instituyendo la fiesta del Sagrado Corazón a petición de los obispos de Francia.[5] La entrada de este culto en la liturgia de la Iglesia venía a dar carta de naturaleza a una devoción relativamente moderna, a cuyas raíces bíblicas y tradición patrística apelaba Pío XII en su mencionada encíclica. Después de la encíclica de León XIII Annum sacrum, del 25 de mayo de 1899, y de la encíclica de Pío XI Miserentissimus Redemptor, del 25 de marzo de 1928, sin hacer ahora mención de otros textos del magisterio pontificio, Pío XII consolidaba el culto solemne al Sagrado Corazón de Jesús y la espiritualidad que de él emana y en él se expresa al ver en este culto «la más completa profesión de la religión cristiana».[6]

Se puede afirmar que la devoción y culto al Corazón de Jesús ha encontrado en el magisterio pontificio contemporáneo la legitimación que le da su misma consistencia, como culto a la persona de Cristo de honda raíz bíblica y patrística y por amplia implantación en la Iglesia. Es necesario tener presente que, en efecto y tal como Pío XII quería poner de relieve, esta consistencia del culto al Corazón de Jesús le viene de la relación, mucho más que simbólica, que tiene el corazón físico de Jesús como centro de la persona divina humanada del Verbo, con el Hijo eterno de Dios hecho hombre. Se da, en verdad, un «simbolismo natural» que relaciona al corazón físico de Jesús con la persona del Verbo. Esta relación, tal como quería expresarlo el papa Pacelli, «descansa en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad de la persona en Cristo ―con la distinción e integridad de sus dos naturalezas».

Característica de la identidad devocional del culto al Corazón de Jesús es la consagración de personas, comunidades e instituciones, habiéndose usado diversas fórmulas por los fieles cristianos de distintas condiciones sociales que han hecho de esta consagración ejercicio cotidiano del sacerdocio universal de los fieles. El mismo Pío IX promovería la recitación de una fórmula de consagración, anticipando la acuñación estable de León XIII, fórmula que compuso para ser recitada en el Año santo con motivo de la llegada del nuevo siglo, y que adelantó acompañando la Carta encíclica Annum Sacrum (25 mayo 1899). Es la oración que pasaría a ser de uso corriente con algunas variaciones[7].

3. El precio de sangre, precio de redención por amor al hombre mediante pasión y la cruz del Hijo encarnado

La devoción y el culto al Corazón de Jesús dan cauce a una corriente de espiritualidad marcadamente centrada en la persona divina del Verbo que, por la encarnación y nacimiento en el tiempo de las entrañas de la Virgen María, hizo suya la humanidad de Cristo. Esta espiritualidad contribuyó de modo decisivo, por su acierto teológico indudable, a que la piedad católica volviera a la contemplación de los misterios de Cristo como fuente de inspiración de la espiritualidad cristiana. No surgió, ciertamente, de forma espontánea, sino que se inscribe en el desarrollo de corriente espiritual de la devoción a la humanidad de Cristo, en el contexto de la devotio moderna que irrumpe en la espiritualidad cristiana en el siglo XIV, cuyas diversas expresiones históricas vienen a ser como variaciones sobre una misma melodía de la afección del alma cristiana por el divino Salvador de los hombres. La devoción al Corazón de Cristo supone de hecho una nueva forma propia de la devoción a la humanidad de Cristo simbolizada en el corazón, pero tanto su nacimiento y su desarrollo histórico tienen sus primeras opresiones en la teología de los «misterios de Cristo» del Nuevo Testamento. Sería difícil comprender esta devoción, cristológicamente centrada, sin la simbólica bíblica de la redención, obra del Dios creador y redentor de su pueblo, paradigma que en el Nuevo Testamento encuentra su concreción en la obra redentora de Cristo. San Pablo de manera especial transfiere esa simbólica a los esponsales de Cristo y la Iglesia, que concretan la relación nupcial de Dios y el pueblo de su elección, necesitado de la redención divina que salve su infidelidad crónica, plasmada en la narrativa bíblica de la historia de la salvación. La teología neotestamentaria de la salvación tematiza sobre este presupuesto bíblico la entrega de Cristo por la redención de la humanidad perdida por el pecado.

La trayectoria de la devoción a la humanidad de Cristo se anticipa en discípulo, en el creyente que sigue a Cristo y lo ama, en el deseo del discípulo de «estar con Cristo», que suscita e inspira el Espíritu Santo, que lo hace presente espiritual y realmente en el alma del que cree y ama a Jesucristo como redentor y salvador. Este deseo comienza con el «conocimiento de Cristo», que san Pablo propone como inicio del encuentro con él: «Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así» (2Cor 5,14- 16). En este texto autobiográfico san Pablo da cuenta de cómo el verdadero conocimiento de Cristo comienza cuando se ha llegado a conocer la obra redentora de Cristo, la muerte del Señor y su valor de redención, expresión suprema del amor: entregar la vida por aquellos a los que se ama (cf. Jn 15,13). San Pablo no había conocido al Señor y llegó a su conocimiento ya al margen de la carne, cuando él le salió al encuentro en el camino de Damasco, aunque sin que él lo supiera conscientemente, ya había comenzado a conocerlo en la vida de sus discípulos y seguidores, lo que le inquietaba y le llevaba a reaccionar profiriendo amenazas de violencia, porque los discípulos. Llega a ser consciente de la identificación de Cristo y los que lo siguen cuando Jesús frenó su marcha a Damasco para enfrentarlo con la verdad que ignoraba y ya presentía y escuchó la voz de Jesús: «Pablo preguntó: «¿Quién eres, Señor»? Y él: «Yo soy Jesús a quien tú persigues» (Hch 9,4-5).

El conocimiento de Cristo es el conocimiento de Cristo resucitado, vencedor de la muerte libremente asumida: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,17-18). Esta donación hasta entregar la vida desemboca en el discípulo en la experiencia mística de «vivir en Cristo» y vivir de él, o mejor aún con palabras del Apóstol: ser vividos por Cristo hasta poder decir «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Esta vida en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Experiencia mística del amor de Cristo que se enraíza en el encuentro con Cristo y que queda reflejada en la teología de san Agustín del corazón inquieto (cor inquietum), que busca en Dios el descanso como fruición del sumo Bien, que da la felicidad plena y consuma la existencia humana. La devoción medieval por la humanidad de Cristo es afección del corazón y amoroso, que es culto de identificación con la humanidad de Señor, en la cual es contemplado el Hijo de Dios que por nuestro amor se hizo débil criatura humana. Pocas expresiones más bellas y transidas de ternura que las pinturas hispano-flamencas que reproducen el misterio del nacimiento del Señor. Estas pinturas de tan singular factura presentan al Niño tan pequeño y desigual en proporción con el conjunto de las figuras de María y de José que salta a la vista del que las contempla que la desproporción es resultado de la intención teológica del artista: ofrecer de forma plástica, verdaderamente impactante para el espectador, la intencionalidad última que quien contempla la pintura tiene que captar y meditar: presentar al extasiado adorador del misterio el objeto mismo de la adoración, que no es sino la humanidad del Verbo, «que por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo y se hizo hombre» (Credo Niceno).

Los misterios de la infancia del Señor se hacen así expresión de la verdad de la carne del Verbo: su nacimiento en Belén y la circuncisión que le coloca bajo la ley mosaica y provoca el primer derramamiento de su sangre; su pérdida en el Templo para ser hallado entre los letrados; la huida al refugio de Egipto para evitar la espada del perseguidor; su encuentro con Juan Bautista en el vientre de su madre, anticipando ambos, el precursor y el cordero de Dios su propio destino. Éste se evidencia en los misterios de la vida pública que comienzan con las tentaciones por el Maligno en el desierto y el bautismo en el Jordán por Juan Bautista. Fue en este encuentro donde hallaría expresión el destino de los dos primos cuando estaban en el vientre de sus madres. Fue un encuentro que, concluido su ocultamiento en el taller familiar de Nazaret, tuvo su proyección profética en las palabras de uno y otro en el bautismo de Jesús en las aguas del Jordán, al cual se resiste el Bautista. Juan sólo cede ante las palabreas de Jesús que le dice: «Deja ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt3,15). Misterios de Cristo son la prueba de su fe y fidelidad a su misión en las tentaciones del desierto, la vocación de sus discípulos y su envío para proclamar el reino de Dios; los grandes signos de salvación que realiza y marcan su vida pública, en los que muestra su divinidad y son derrotadas las fuerzas del Maligno; su transfiguración y la institución de la Eucaristía, y sobre todo su muerte y resurrección.

Mientras proclama el reino de Dios los misterios de la vida pública están jalonados por signos de la vida que los convierten en misterios de luz, que dan paso a los misterios de dolor y sufrimiento de la pasión redentora misterios de contradicción y exigencia de su misión salvadora que culmina en el misterio pascual. En los misterios de Cristo ha acontecido la salvación, son misterios que nos presentan la mediación en su humanidad en la kénosis, en la humillación que va del pesebre de Belén al Calvario, donde el Cristo de Dios ejercerá el supremo servicio sacerdotal según el rito de Melquisedec que motiva la carta a los Hebreos; su autor ve en Jesús el nuevo y verdadero sumo y eterno Sacerdote que oficia el ministerio del único Mediador entre Dios y los hombres de los bienes venideros. En ellos «vemos a Jesús coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos» (Hb 1,9). Así, al tiempo que contemplamos la la humanidad del Hijo de Dios como medio de realización de nuestra redención, por su pasión y su cruz, el Crucificado aparece ate nosotros glorificado cumpliéndose sus palabras proféticas: «Y yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El evangelio de san Juan ha transformado el misterio de la cruz de misterio de dolor en misterio de gloria para cuantos miran al Crucificado con fe y ven transfigurada la cruz como trono del Señor que «reina desde lo alto del madero» (Sal 96/95,10), verso interpretado por san Justino (Apología 1,41), que reivindica que el salmo literal de David contiene la expresión que él recoge, perdida por la exégesis hebrea: «El Señor reina «desde lo alto del madero», aplicándolo a la crucifixión del Señor8. Los misterios de dolor se transforman en misterios de gloria contemplados desde la exaltación de Cristo, Mesías de Israel y Salvador universal; misterios que revelan el triunfo del Resucitado sobre la muerte y su exaltación y glorificación a la diestra de Dios, de suerte que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros podamos salvarnos» (Hch 4,12).

La ascensión del Señor es la expresión literaria de su glorificación y retorno al Padre que la amorosa providencia de Dios por medio de Cristo compensa con el envío del Espíritu Santo, que, al contemplar la elevación del Resucitado hasta las nubes del cielo que arrebatan y ocultan su figura humana, se prosternan en adoración y reciben del Señor la bendición, mientras él elevado al cielo (cf. Lc 24,51-52; Hch 1,9) al sustraer su presencia en la carne a la vista de sus discípulos troca la humanidad del Señor por su presencia en los sacramentos. La presencia operante de salvación de Cristo en los sacramentos es obra admirable del Espíritu Santo, que es suplicado en la anáfora de la Misa para que acontezca el milagro constante de la Eucaristía, presencia real de Cristo con su sacrifico redentor en el centro del culto cristiano. Los efectos salvíficos de la pasión y la cruz de Cristo siguen alcanzando a los fieles en la asamblea eucarística extendiendo el alimento de vida que el Crucificado nos entregó en su cuerpo y sangre como precio de nuestro rescate, «pues habéis sido rescatados de la conducta inútil, heredada de vuestros padres, no con algo caduco, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin defecto y si mancha, Cristo, previsto ya antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos por vosotros» (1Pe 1,8-20).

Así se encontrarán en la devotio moderna de la piedad del gótico expresiones devocionales de singular arraigo, muy en particular la práctica del Viacrucis. La devoción a las Cinco llagas de Cristo y la contemplación del Crucificado mueve los sentimientos del cristiano a dolerse de los propios pecados y a la súplica de perdón. Colgado de la cruz el Redentor mueve a compasión, cumpliendo la visión profética: «… y volverán sus ojos hacia mí, al que traspasaron. Le harán duelo como de hijo único, lo llorarán como se llora al primogénito» (Za 12,10). ¿Cómo no se conmoverá el pecador ante el prodigio del amor condescendiente de Dios por el hombre?[8] La cruz salvadora mueve al arrepentimiento e inspira sentimientos de identificación con el Redentor, al ritmo de las estaciones de la vía dolorosa hasta la cumbre del dolor horadada por las cruces inhiestas de las que cuelgan los ejecutados, entre los cuales han colgado para salvación del mundo al que fue muerto siendo el único inocente. Movido por el drama del Calvario recitará el místico poema:

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévanme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

La devoción a Cristo crucificado de pormenoriza en los elementos que dramtizan el crudelísimo hecho de la crucifixión. Así se multiplican prácticas devocionales a los clavos de la cruz y a la lanza que perforó costado derecho del Señor alcanzando el corazón; y la práctica devocional a la Corona de Espinas, para la cual san Luis de Francia construyó la Saint Chapelle de París, completarán mediante traslación de símbolos la figura de Cristo con el corazón traspasado por la lanza del soldado, de cuya herida manan gotas de sangre. La imagen del Corazón de Cristo señala con el dedo índice de su mano derecha un corazón coronado de espinas, mostrando mediante esta simbólica de la redención el precio de la sangre derramada por el Salvador. contenido es el padecimiento que lleva consigo haber cargado con los pecados de la humanidad de forma vicaria y en beneficio de los pecadores.

San Pablo abunda en el pensamiento del costoso precio de la sangre redentora de Cristo, lo mismo que inspira la primera carta de Pedro posterior a la primera carta a los Corintios: «Habéis sido comprados a gran precio» (1 Cor 6,20), recuerda a los presbíteros de Mileto que pastoreen las comunidades que les han sido confiadas como vigilantes puestos por el Espíritu Santo, para cuidar «la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su propio hijo» (Hech 20,28; cf. (1 Pe 1,18-19). Es la sangre de la redención «vertida [derramada] por los muchos para la remisión de los pecados» (Mt 26,28). El autor de la carta a los Hebreos completará la reflexión al interpretar en clave sacertdotal la convergencia en Jesús crucificado del sacerdocio supremo y la víctima perfecta, poniendo en parangón los sacrificios de la antigua alianza y el sacrificio realizado de una vez para siempre en la cruz de Cristo, refiriéndose a la sangre que acompaña las dos alianzas, ya que «según la ley, casi todo se purifica con sangre, y sin efusión de sangre no hay perdón» (Hb 9,22); y refiriéndose a la nueva alianza añade que «las realidades celestes mismas necesitan sacrificios superiores a estos», concluyendo:

«Si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de una becerra santifica con aspersión a los profanos, devolviéndole la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha […] De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos» (9,22-23).

El Papa san Juan XXIII se propuso con promover el culto a la Preciosísima Sangre, bíblica y teológicamente fundado, evitando cualesquiera desviaciones. Lo hace con la Carta apostólica sobre el fomento del culto a la Preciosísima Sangre Inde a primis (30 junio 1960)[9], un culto tan estrechamente vinculado al culto al sagrado Corazón de Jesús. En ambas expresiones de culto a Cristo, fundadas sobre una cristología soteriológica, se trata de la redención. La devoción al Corazón del Redentor está fundada sobre la realidad histórica de Jesús, sobre su humanidad, que representa la afirmación de la encarnación del Verbo, y hace del corazón de Cristo el gran símbolo, de gran importancia histórica y riqueza doctrinal, que concreta en el órgano físico que representa el centro de la persona y sus sentimientos el amor de Dios revelado en el derramamiento de la sangre redentora de Cristo objetivamente significado en la trasfixión del Crucificado. Cualquiera que observe con atención las escenas del Calvario y tenga una cultura bíblica fundamental verá que se trata de la interpretación sacrificial, y asimismo de la interpretación sacerdotal del sacrificio del Calvario. El evangelio de san Juan da fundamentación a esta contemplación de la muerte redentora de Cristo, tal como aparece descrita la escena de la
 lanzada en el cuarto evangelio: «Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,33-34).

Como dice el P. Charles Bernard, los significados de esta escena son sin duda muchos desde el punto de vista del análisis simbólico. La contemplación de los cristianos de esta escena irá profundizando cada vez más en el significado sacrificial de la cruz y en la abertura del corazón del Redentor a cuyo través se descubre el amor divino por nosotros. Bernard observa que el sacrificio de Cristo se expresa en la abertura del costado por la lanzada de forma simbólica, poniendo de manifiesto en el descubrimiento o apertura de acceso al corazón de Cristo el valor sacrificial de su muerte por amor. El sacrificio de Cristo devuelve al hombre a la amistad de Dios y a la participación de la vida divina, que le impedía el pecado. Así se manifiesta el autor de la carta a los Hebreos, al afirmar que «en virtud de la sangre de Cristo tenemos firme confianza de entrar en el santuario celestial» (Hb 10,19). Santo Tomás comenta que el santuario tenía hasta la muerte de Cristo cerradas las puertas a los hombres, que se hicieron reos del odio de Dios no por sí mismos, a los que «ama con amor perpetuo» (Is 31,3), de suerte que «porque mediante la pasión de Cristo fue suprimida la causa del odio, sea por la supresión del pecado, sea por la recompensación de un bien más aceptado (por Dios)… de manera que este bien más aceptable a Dios es la caridad, el amor de Cristo por nosotros, es mayor que la iniquidad de quienes le dieron muerte, los pecadores».

Del corazón abierto mana la redención del pecador como resultado de la acción salvífica de la gracia capital, gracia de la Cabeza que hace justos limpiando el pecado mediante los sacramentos del bautismo y la Eucaristía simbolizados en el agua y la sangre brotan del costado abierto, dando cauce a la santificación como obra del Espíritu simbolizado también por el agua (cf. Jn 7,37-38).

 



[1] J. RATZINGER, Introducción al cristianismo (1968): OC IV, 224)

[2] FRANCISCO, Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), n. 25.

[3] SAN JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), n. 9a.

[4] Con motivo del cincuenta aniversario de la Carta enc. sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús Haurietis aquas de Pío XII (15 mayo 1956): BENEDICTO XVI, Carta al Prepósito General de la Compañía de Jesús (23 mayo 2006).

[5] Cf. B. GHERARDINI, “El beato Pío IX y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús”, en D. AMADO / E. MARTÍNEZ (ed.), Actas del Congreso Internacional «Cor Iesu, fons vitae». Barcelona 1-3 de junio de 2007 (Barcelona 2009) 53-61.

[6] HA, n.29.

[7] Cf. Oración de consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús ligeramente modificada:

«Dulcísimo Jesús, Redentor del género humano, miradnos humildemente postrados delante de vuestro altar; vuestros somos y vuestros queremos ser: y a fin de poder vivir más estrechamente unidos con Vos, todos y cada uno de nosotros espontáneamente nos consagramos en este día a vuestro sacratísimo Corazón. Muchos jamás os han conocido: muchos, despreciando vuestros mandamientos, os han desechado. Oh Jesús benignísimo, compadeceos de los unos y de los otros, y atraedlos a todos a vuestro Corazón sagrado. Oh Señor, sed Rey, no sólo de los hijos fieles que jamás se han alejado de Vos, sino también de los pródigos que os han abandonado: haced que vuelvan pronto a la casa paterna, porque no perezcan de hambre y de miseria. Sed Rey de aquellos que por seducción del error o por espíritu de discordia, viven separados de Vos: devolvedlos al puerto de la verdad y de la unidad de la fe, para que en breve se forme un solo rebaño bajo un solo Pastor. / Sed Rey de los que permanecen todavía envueltos en la antigua superstición de los pueblos, y no rehuséis sacarlos de las tinieblas y trasladarlos a la luz y reino de Dios. Conceded, oh Señor incolumidad y libertad segura a vuestra Iglesia; otorgar a todos los pueblos la tranquilidad en el orden: haced que del uno al otro confín de la tierra no resuene sino esta voz: Alabado sea el Corazón divino, causa de nuestra salud; a Él se entonen cánticos de honor y de gloria por los siglos de los siglos. Amén». Publicada: ASS 31 (1898-1899) 651-652.

[8] L. ALESIO, «Reinó Dios desde el madero. Sobre la interpretación cristiana de lo salmos», Revista Bíblica 33 (1971/4) 327-337.

[9] 9 AAS 52 (1960) 545-550.

 

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1 comentario

Ricardo Luis Luciani
Excelente! Feliz día y gracias!
27/06/25 11:47 AM

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