Sínodo: Los que aman a Dios son los que cumplen sus mandatos

Un falso amor a Dios es aquel que permite amarle y desobedecer su mandato. Y un falso entendimiento de la misericordia del Salvador lleva a tolerar el pecado… concretamente el divorcio, el adulterio, la anticoncepción, etc

Una de las mayores herejías de nuestro tiempo es la que disocia el amor al Señor y la obediencia a sus mandatos

En el A.T. los que aman a Dios son los que guardan sus mandatos. No puede el hombre amar verdaderamente al Señor si no obedece sus mandatos: amor y obediencia no se contraponen, sino que se exigen y potencian mutuamente. Cuanto más se ama al Señor, menos cuesta obedecerle. Y cumpliendo con obediencia sus mandatos, se crece en su amor. Por eso los libros más antiguos de la Biblia dicen ya que los fieles de Dios son «aquellos que le aman y guardan sus mandatos» (Deut 7,9). Es ésta una fórmula clásica, que se repite en muchos libros de la sagrada Escritura.

Y así como el amor al Señor ha de ser total, con todas las fuerzas del alma, sobre todas las cosas, sin límites, así ha de ser la obediencia a Él: total y sin límites. La Escritura nos muestra la obediencia de Abraham en el monte Moira, dispuesto a sacrificar a su único hijo si así Yavé se lo manda. La fe y la obediencia al Señor en la Biblia se identifican: creer lo que Él enseña (ob-audire) y prestarle obediencia (ob-edire) es lo mismo (cf. Heb 11). «No escucharon la voz del Señor» significa: no creyeron en Él, no le obedecieron.

El Salmo 118, el más largo del Salterio, proclama en todos y cada uno de sus 176 versículos que las palabras, los mandatos, las enseñanzas, los caminos de Yavé son permanentes, nunca pasarán, y han de ser amados y obedecidos con todo el corazón, porque eso es amar a Dios, eso es necesario para vivir en unión con Él, y así es como se avanza por los caminos de la salvación, llevados de la mano del Señor.

En el N.T. los que aman a Dios son los que guardan sus mandatos. Por eso dice Cristo en la última Cena: «si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15), y «si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (15,10). Cristo, apropiándose de estas palabras que únicamente puede pronunciar Yavé, manifiesta su condición divina. No es posible amar a Cristo desobedeciendo su palabras, su enseñanza, sus mandatos: «vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Rechaza a Cristo quien no recibe sus mandatos, y prefiere hacer su voluntad a la suya. San Juan apóstol verifica incluso la calidad del amor a los hermanos ­–por ejemplo, el amor a los que viven en el adulterio–, mirando si se obedecemos los mandatos de Dios y de su enviado Jesucristo: «conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues ésta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos. Y sus preceptos no son pesados» (1Jn 5,2-3). Así habla el teólogo máximo de la caridad.

Cristo afirma: «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30). Pero el que desobedece sus mandatos declara públicamente lo contrario: que el yugo de Cristo es duro y su carga aplastante, y que por tanto está justificada su desobediencia, ya que ad impossibilia nemo tenetur: nadie está obligado a lo imposible. Dicho de otro modo: no cree que sea verdad lo que dice Jesús: «las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida; pero hay algunos de vosotros que no creen» (Jn 6,63). No se lo creen. Ignoran que todas las palabras y mandatos de Jesús son siempre una gracia, y que Él asiste continuamente con su gracia a los que le creen, para que entiendan lo que enseña y vivan lo que manda. Por eso sus mandatos «son espíritu y son vida». No son meras leyes, ni puras letras.

Quien piensa que los mandatos del Señor son duros y aplastantes, cree también que quien los predica a los hombres es un fanático, que judaiza el Evangelio exigiendo para la salvación el cumplimiento de los mandatos del Señor. Y que no conoce la gratuidad de la salvación. Por el contrario, «vive de la fe» (Rm 1,17) quien, uniendo en perfecta continuidad el A.T. y el N.T., confiesa enamorado: Señor, «guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (Sal 118,35). El verdadero cristiano sabe al mismo tiempo que no es posible seguir a Jesús sin «tomar la cruz de cada día» (Lc 9,23-24), y sabe también que perdiendo su vida, la gana, y guardándola, la pierde (Lc 9,23-24).

Cristo entiende su Cruz como la manifestación mayor de su amor a los hombres: «Nadie tiene un amor mayor que el que entrega la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Pero aún más entiende que la Cruz es el signo total de su amor al Padre y de su obediencia: su obediencia es sin límites, hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8), porque su amor no tiene límites. Por eso dice a sus discípulos para que entiendan bien lo que su Cruz significa: «conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me ha dado el Padre, así hago. Levantaos, vámonos de aquí» (Jn 14,31). Y del Cenáculo van a Getsemaní y de allí a la Cruz.

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Disociar el amor de Dios de la obediencia a sus mandatos es la gran herejía luterana. Puede decirse al menos que Lutero es uno de los máximos representantes de ese tremendo error. Contraponiendo A.T. (ley) y N.T. (gracia), sentía horror por toda forma de ley en el Antiguo Testamento, en el Evangelio, en la Iglesia, en la vida religiosa, considerando que la exigencia de una obediencia a mandatos divinos, eclesiásticos o de la vida religiosa, para llegar a la salvación era una insoportable judaización del Evangelio, una perversa falsificación del cristianismo. «Cristo nos libró de la maldición de la ley» (Gal 3,13). La salvación es por la sola fides y no exige el cumplimiento de ciertas obras, pues el que confía salvarse por sus obras es judío y ha rechazado a Cristo Salvador. «Pecca fortiter sed crede fortius», llegaba a decir Lutero con palabras extremas: peca con fuerza, pero cree [en Cristo Salvador] con más fuerza todavía.

De las premisas luteranas se deduce, pues, que amar a Dios no exige cumplir sus mandamientos. Que para confesar la gratuidad total de la salvación en Cristo es necesario no urgir la conversión del pecador, no procurar su ingreso o regreso al cumplimiento de los mandatos divinos. Se deduce también que el perdón de Dios, por tanto, no exige condición alguna al pecador, es un perdón incondicional, totalmente gratuito, que no necesita la conversión del pecador, ni que tenga propósito de enmendarse, ni que efectivamente cambie su vida.

Esta herejía ignora cómo actúa la gracia de Cristo en el hombre. Gracia de Cristo es conocer sus enseñanzas; gracia de Cristo es recibirlas, creer en su verdad; gracia de Cristo es obedecer sus mandatos, realizar en vida su palabra. «Señor, danos luz para conocer la verdad y la fuerza necesaria para cumplirla». Por tanto, de ningún modo pierde gratuidad la salvación de Cristo cuando Él mismo condiciona la salvación al entendimiento y al cumplimiento de sus mandatos, recibiendo su gracia, la que nos hace posible entenderlos, creer en ellos y cumplirlos. Lutero pensaba que las obras eran del hombre, y la gracia era de Dios. Cuando también las obras buenas son por pura gracia: «es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Las buenas obras son regalo de Dios al hombre que, por gracia Suya, le ama y por eso mismo ama también sus mandatos.

¿Salvación sin condiciones?, se pregunta Daniel Iglesias, y se contesta recordando la fe de la Iglesia, expresada en una veintena de palabras de Cristo y de los Apóstoles. Algo semejante hice yo en mi blog en el artículo (8) ¿Salvación o condenación?

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La misericordia de Cristo no sólo perdona al hombre sus pecados, sino que con su gracia los guarda de ellos o los saca cuando por su culpa caen. No sería una misericordia divina verdadera aquella que perdonase al pecador, pero dejándole permanecer en su pecado: simul justus et peccator. Esa misericordia, esa salvación es de Lutero, pero no es la de Cristo.

La misericordia de Cristo con los pecadores se revela frecuentemente en los Evangelios, hasta el punto que sus adversarios le acusaban por ello: «éste acoge a los pecadores» (Lc 15,2). Recordemos el encuentro de Jesús con la samaritana adúltera: «cinco maridos tuviste, y el que ahora tienes no es tu marido» (Jn 4,18). O su gran bondad misericordiosa al defender a la mujer adúltera, cuando todos, ateniéndose con gusto a la ley de Moisés, se disponen a apedrearla: «vete y no peques más» (Jn 8,1-11).

Pero la misericordia de Cristo es perfecta: perdona el pecado, pero no deja al pecador cautivo de él, sino que lo libera por su gracia. No solo perdona al pecador, que está en la muerte, sino que le da nueva vida, le hace renacer, lo resucita, haciéndole pasar por su gracia de la muerte a la vida (Ef 2,1-10). Nuestro Salvador no se limita a acoger con bondad a los pecadores, sino que les llama a conversión, y por la fuerza de su gracia les da arrepentimiento, perdón y propósito de abandonar su pecado: «vete y no peques más» (8,11). La misericordia de Dios es una gracia que actúa en el hombre y que ésta recibe por la conversión. Si no hay conversión, hay rechazo de la misericordia de Dios.

Un falso amor a Dios es aquel que permite amarle y desobedecer su mandato. Y un falso entendimiento de la misericordia del Salvador lleva a tolerar el pecado... concretamente el divorcio, el adulterio, la anticoncepción, etc. Y con esto ya veniamo ad dunque. Entremos en el Sínodo de la Familia, el que estamos viviendo en octubre de 2015.

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En junio de 2014 la Conferencia Episcopal Alemana aprobó el documento «Caminos teológicamente responsables y pastoralmente adecuados para el acompañamiento pastoral de los divorciados que se han vuelto a casar. Reflexiones de la CEA como preparación para el Sínodo de Obispos sobre “Desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”. Aprobadas por el Consejo Permanente el 24 de junio 2014». Es decir, meses antes de la primera fase del Sínodo (octubre 2014; 19 páginas). En el último párrafo declaran los Obispos germanos:

«Seguramente sería erróneo permitir el libre acceso a los sacramentos a todos los fieles cuyo matrimonio se ha roto, se han divorciado y vuelto a casar. Más bien se requieren soluciones diversificadas que respondan a cada caso de manera justa y se apliquen cuando el matrimonio no pueda anularse. Por ello y a la luz de nuestras experiencias pastorales, quisiéramos hacer especial hincapié en lo planteado por el Cardenal Kasper en el Consistorio que tuvo lugar entre el 20 y el 21 de febrero de 2014: “A un divorciado vuelto a casar: [1] Si se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio, [2] si ha aclarado las obligaciones del primer matrimonio y [3] si ha excluido de manera definitiva volver atrás, [4] si no puede abandonar sin otras culpas los compromisos asumidos con el nuevo matrimonio civil, [5] si se esfuerza en vivir al máximo de sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y educar a sus hijos en la fe, [6] si desea los sacramentos como fuente de fuerza en su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva orientación, el sacramento de la penitencia y después el de la comunión?”».

En esos mismos términos se expresó la posición de los Obispos de Alemania en el Sínodo de octubre de 2014, como informamos en InfoCatólica: «Fue el punto que más votos en contra tuvo en el Sínodo. La conferencia episcopal alemana aboga por permitir la comunión a los divorciados en algunos casos». Y en el Sínodo de octubre de 2015 han vuelto a propugnar la misma nueva pastoral: « Sínodo: Cardenal Marx promueve dar la Comunión en algunos casos a divorciados en nueva unión».

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No es posible conciliar la propuesta de la Conferencia Episcopal Alemana con la doctrina y disciplina de la Iglesia Católica. [1] –No hay arrepentimiento real si no hay propósito de la enmienda. –Puede hablarse de fracaso si se da «separación» de los cónyuges, situación lícita regulada en la Iglesia (Código 104, 1152 etc.); pero si se trata de «divorcio», en el sentido de una presunta ruptura del vínculo matrimonial, habría que decir no fracaso, sino pecado: uno no se arrepiente de sus fracasos, sino de sus pecados. –No hay «primer matrimonio», expresión que cuando viene seguida, como veremos, de un «segundo matrimonio», es inadmisible. [3] –Esa «exclusión definitiva» nunca puede un cónyuge decidirla lícitamente por su propia voluntad. Siempre su voluntad ha de permanecer abierta a una gracia de Dios que quiera hacer posible lo que para los hombres ha sido imposible: la convivencia conyugal pacífica y fiel. Quizá nunca llegue a producirse, pero siempre habrá que procurarla por la oración y las obras. [4] Normalmente, en principio, habrá de salir de la convivencia adúltera, asistiendo desde fuera en todo lo posible los compromisos que pueda haber creado el segundo casamiento, como sucede entre los cónyuges separados o divorciados, pero no vueltos a casar. Y cuando esto no fuera conveniente o factible –caso excepcional, que sólo la falta de fe hace que sea el más frecuente–, habría que señalar la obligación moral de no convivir more uxorio, sino como hermano y hermana. [5] –Llamar «segundo matrimonio» (die zweite Ehe) a la unión del adulterio es un abuso inadmisible del lenguaje. Viene a ser tan inaceptable como hablar del «matrimonio homosexual». No existe un «segundo matrimonio», al menos mientras vivan los cónyuges del «primero», es decir, del único. [5-6] Si desea vivir al máximo de sus posibilidades la vida cristiana y ansía recibir la gracia de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía podrá conseguirlo, con la gracia de Dios, haciendo lo señalado en la respuesta [4].

«Segundo matrimonio». Esta pésima expresión, que dignifica el adulterio, hace bastantes años la había leído en algunos pésimos teólogos. La primera vez que la leí con horror escrita por un Sucesor de los Apóstoles fue en el libro Coloquios nocturnos en Jerusalén (San Pablo, Madrid 2008) del Cardenal Carlo Martini. En él habla de «la comunión para los divorciados que han vuelto a contraer matrimonio» (pg. 68). El libro rezuma en muchas de sus páginas un amargo rechazo de las enseñanzas de la Iglesia sobre la moral de la sexualidad en todos sus campos, y echa pestes especialmente contra la Humanæ vitæ (cp.V, Aprender a amar, pgs. 139-156). Palabras del ex-arzobispo de Milán y ex-rector de la Universidad Gregoriana. También ex-miembro ilustre del grupo Saint Gall.

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Ya en InfoCatólica hemos publicado numerosas y fuertes críticas a estas tesis promovidas por la Conferencia Episcopal Alemana, críticas de numerosos Cardenales, teólogos, grupos académicos, etc. Pueden consultarse en el baner Sínodo de la Familia, que hace semanas tenemos en portada. Especialmente recomendables considero los artículos, más de treinta, que en su blog Espada de doble filo ha escrito Bruno en la serie Polémicas matrimoniales. En varios de ellos, concretamente, se rechazan con fuerte apologética las propuestas kasperianas.Se encuentran fácilmente en el buscador interno de InfoCatólica, arriba a la derecha en la portada: polémicas matrimoniales.

Me limitaré, pues, ahora transcribir unos fragmentos de la intervención que el Card. Jorge Urosa, arzobispo de Caracas, dirigió a los Padres sinodales:

«Me refiero a los n. 121,122 y 123 del Instrumentum Laboris en los que se considera la propuesta de la aceptación a la mesa de la Eucaristía –previas algunas condiciones, entre ellas un camino penitencial–, de los divorciados y vueltos a casar, pero manteniendo la convivencia conyugal [...]

«Yo me pregunto: ¿Podemos olvidar las palabras del Señor en el Evangelio, Mt 19, así como la enseñanza de San Pablo (Rm 7,2-3; 1Co 7,10; Ef 5,31) y de la Iglesia a lo largo de los siglos? Podemos descartar las enseñanzas de San Juan Pablo II en su Exhortación Familiaris Consortio de 1981? Este documento, publicado un año después del Sínodo sobre la familia de 1980, seriamente pensado y consultado por el Papa a lo largo de muchos meses de estudios y reflexión, en comunicación con expertos de varias disciplinas teológicas, claramente descarta esa posibilidad (FC 84).

«Tenemos también las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 con la doctrina tradicional sobre las condiciones para acceder a la santa comunión y las enseñanzas de la Iglesia sobre la moral sexual (n. 1650). Y la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 14 de septiembre de 1994, escrita específicamente sobre este tema? ¿Podemos olvidar el documento de la Quinta Conferencia de los Obispos Latinoamericanos y del Caribe en Aparecida, que nos pide: “Acompañar con cuidado, prudencia y amor compasivo, siguiendo las orientaciones del magisterio, a las parejas que viven en situación irregular, teniendo presente que a los divorciados y vueltos a casar, no les es permitido comulgar”( N. 437 j).

«¿Podemos contradecir esas enseñanzas? ¿Podemos olvidar la afirmación muy reciente del Papa Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis del año 2007 sobre la Eucaristía, que reitera la praxis de la Iglesia, fundada en la sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12) de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía (n. 29).

«Unida a Cristo, que ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33), la Iglesia está llamada a mantener el esplendor de la verdad aún en situaciones difíciles. La misericordia invita al pecador y se hace perdón cuando aquél se arrepiente y cambia de vida. El hijo prodigo fue recibido con un abrazo de su padre sólo cuando regresó a su hogar».

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Juan el Bautista sufre la muerte por predicar la verdad del matrimonio. Con la fuerza del Espíritu Santo, reprueba en público el adulterio del rey Herodes: «no te es lícito tener la mujer de tu hermano» (Mc 4,18). Y también Cristo es odiado a muerte por predicar contra el divorcio y el adulterio, contra los repudios de la esposa, que fariseos, letrados y rabinos concedían «por cualquier causa» (Mt 19,3). Son ellos principalmente, no el pueblo sencillo, los que lo llevan a la Cruz. Pero vengamos a nuestro tiempo.

¿Por qué en nuestro tiempo se multiplican como en "una plaga" los divorcios y adulterios? Porque la verdad del matrimonio y sus falsificaciones son muy escasamente predicadas. ¿Y por qué no son predicadas? Por miedo a la Cruz. Ya hemos visto cómo les fue al Bautista y a Cristo. Y San Pablo lo tenía muy claro: «si aún buscase agradar a los hombres, no sería siervo [fiel] de Cristo» (Gál 1,10; cf. 1Cor 10,33; 2Cor 12,15; 1Tes 2,4). San Juan Pablo II, sin temor a la Cruz, porque amó a los hombres con verdadera misericordia, se atrevió a decirles la verdad. En la exhortación apostólica post-sinodal Familiaris consortio (1981) afirmó que el divorcio, seguido de una nueva unión, es hoy «una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos» (84). Y reafirmó la norma unánime y secular de la Iglesia de «no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez» (84).

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«Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando», dice Jesucristo. La Iglesia es plenamente consciente de que Cristo es nuestro Salvador y Señor, y que de hecho manda, y que sus mandatos no son simples consejos, sino que exigen ser obedecidos. Para obedecerle Él mismo nos asiste siempre con su gracia, de tal modo que solamente podemos incumplirlos resistiéndonos a la moción de su auxilio sobrehumano. En otras palabras: si no cumplimos sus mandatos, no somos sus amigos. Y no estamos en condición de dar y recibir en la comunión eucarística el inmenso abrazo amistoso que Cristo mismo nos da con tanto amor:

Por tanto «quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre de Cristo. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y bebe del cáliz, pues el que sin discernir como y bebe el cuerpo del Señor, se como y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y muchos dormidos» (1Cor 11,27-30).

Cristo el Señor da mandatos a sus discípulos, concretamente sobre el matrimonio (Mt 19,3-10; Mc 10,2-12). Él reafirma el mandamiento que siete siglos antes, al menos, dió Yavé en el Decálogo: «no cometerás adulterio», un mandamiento que tanto se había relajado, y corrige a Moisés, que lo había tolerado por la «dureza de corazón» de su pueblo. Cristo supera en su nuevo pueblo esa dureza con la donación del Espíritu Santo a sus discípulos: «el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por la comunicación del Espíritu Santo» (Rm 5,5). Seguro Jesucristo de la fuerza de su Espíritu para hacer hombres nuevos, realmente nuevos, renacidos, Cristo nuestro Señor manda con toda firmeza: «lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre». El vínculo conyugal del matrimonio es indisoluble. Prohibe, pues, el divorcio, pero también el adulterio: «quien repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».

No estamos ante una exigencia absurda, excesivamente dura, que al ser prácticamente irrealizable viene a hacerse una maldición. Así lo entienden los que exigen formas de tolerancia para el divorcio y el adulterio. Por el contrario, los mandatos de Cristo sobre el matrimonio son «mandatos de vida» (Bar 3,9), son «camino de vida» eterna y de «alegría perpetua» (Sal 15,11); son preceptos «enteramente justos», «descanso del alma», que «instruyen al ignorante», que «alegran el corazón» (Sal 18). Perfectos son «los pensamientos y caminos del Señor», y distan tanto de los nuestros como el cielo de la tierra (Is 55,8-9). Son para los hombres un regalo de Dios, un don inmenso, una epifanía constante de la misericordia de Dios para nosotros.

«Todo buen don y toda dádiva perfecta desciende del Padre de las luces, en el cual no se da mudanza ni sombra de alteración» (Sant 1,17).

Termino.

* * *

San Justino mártir (+163), en su I Apología (155), explicando el cristianismo para defenderlo, hace una preciosa descripción de la santa Misa, y dice: «a nadie es lícito participar de la Eucaristía, sino al que cree que son verdaderas nuestras enseñanzas [fe], y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la regeneración [bautismo], y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó [cumple sus mandatos]» (n.66).

José María Iraburu, sacerdote

 

 Artículo original en el blog del P. Iraburu 

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