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1.02.16

XXXIV. La memoria de la Misericordia

El pecado y la gracia

            La memoria del pecado, que supone su reconocimiento como tal, es efecto de la gracia de Dios. Explica el Catecismo que: «Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado»[1]

            A la conciencia y confesión de los propios pecados ante Dios, sigue la misericordia divina. Dios no abandona a los hombres pecadores. «El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (Cf. Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28)»[2].

            El pecado va contra el amor misericordioso de Dios. «El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones»[3]. La misericordia de Dios produce en el pecador el acogimiento de la misma misericordia, aunque sin quitarle la posibilidad de rechazarla, si quiere seguir la inclinación de sus pecados. El hombre pecador impotente para alcanzar por sus mismas fuerzas la misericordia de Dios necesitó a Cristo, porque «En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado»[4]. Advierte Santo Tomás que: «Dios quiere que todos por su misericordia se salven, para que por esto mismo se humillen, y no se atribuyan a sí mismos su salvación sino a sólo Dios»[5].

           

La misericordia

            En la Suma Teológica, en el Tratado de la caridad, el Aquinate dedica una cuestión a la misericordia de Dios, después de ocuparse del amor, «efecto principal»[6] de la caridad, en la cuestión anterior a la de la misericordia, comienza con la siguiente indicación: «Ahora se han de estudiar los efectos consiguientes al amor, acto principal de la caridad. Primeramente los efectos interiores (…) tres cosas se han de considerar: el gozo, la paz y la misericordia»[7].

Sobre el efecto interior de la misericordia, el Aquinate da la siguiente definición, que toma de San Agustín: «La misericordia es cierta compasión de nuestro corazón por la miseria ajena, que nos fuerza a socorrerle si está en nuestra mano»[8].

El apenarse por el sufrimiento del otro está implícito en la misma palabra, porque la etimología de misericordia es de los términos latinos «miser» y «cor, cordis» y que significan miseria o infelicidad y corazón respectivamente. Explica Santo Tomás que: «se llama misericordia por tornársele a uno “el corazón compasivo” por la miseria del otro»[9].

Añade que «la miseria», en el sentido de la falta de algo necesario que es una desgracia o que produce pena, «se opone a la felicidad», porque le es esencial a esta última que no falte ningún bien. Según la definición de Boecio, felicidad es «el estado perfecto por la agregación de todos los bienes»[10]. Nota el Aquinate que son los bienes que se desean. «Es de esencia de la bienaventuranza o felicidad tener lo que se desea, pues como dice San Agustín: “Bienaventurado es aquel que posee todo lo que quiere y nada malo quiere” (De Trinit., XIII, c. 5). Por el contrario, a la miseria pertenece el que el hombre sufra lo que no quiere».

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15.01.16

XXXIII. El olvido del pecado

El pecado

            No se puede negar que, en la actualidad, entre otros olvidos, se ha olvidado el pecado. El cardenal Ratzinger, cuando era Arzobispo de Munich, había dicho que: «El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal»[1].

            Advertía también que, aunque es innegable que: «El tema del pecado se ha convertido en un tema relegado, pero por todas partes se comprueba, sin embargo, que a pesar de estar efectivamente relegado, continúa verdaderamente existiendo». Se puede comprobar incluso en: «la agresividad dispuesta a saltar en cualquier momento, que hoy experimentamos sensiblemente en nuestra sociedad, con esa disposición siempre recelosa para insultar al otro considerándolo el culpable de nuestra propia desgracia»[2].

            Este hecho, que implica el querer cambiar las cosas por la violencia, revela que es «expresión de la verdad relegada de la culpa que el hombre no quiere percibir (…) Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad pero no eliminarla»[3].

            En nuestra sociedad se ha perdido la conciencia de pecado. Al empezar el siglo XXI, en el libro Dios y el mundo, decía el entonces cardenal Ratzinger: «Es la extinción de la capacidad de percibir la culpa porque la persona se ha endurecido y ha enfermado por dentro (…) La capacidad de percibir la culpa es soportable y se despliega cuando existe la salvación (…) La culpa sólo puede superarla de verdad el sacramento, el poder pleno procedente de Dios»[4].

            Se necesita la gracia de Dios. «En este sentido, ya desde el pecado original somos seres embrutecidos y, cuando tratamos al prójimo de manera inconveniente, intentamos ocultarlo tras el velo del olvido. Queremos, por ejemplo, aceptar fácilmente la mentira y cosas por el estilo. Este embrutecimiento de la conciencia es nuestro gran peligro. Envilece a la persona»[5].

            En el Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia ya había recordado que: «Como todos tropezamos en muchas cosas (Cf. Sant 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y hemos de orar todos los días: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6, 12)»[6].

 

La maldad del pecado

            En el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado para la aplicación del Concilio Vaticano II, se dice: «El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; cf. Santo Tomas de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 71, a. 6)[7].

            San Agustín, en el lugar citado, escribe: «Pecado es un dicho, hecho o deseo contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe alterarlo»[8].

            Santo Tomás cita esta definición y explica que : «el pecado es un acto humano malo (…) Y es malo por carecer de la medida obligada, que siempre se toma en orden a una regla; separarse de ella es pecado. Pero la regla de la voluntad humana es doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, es decir, la ley eterna, que es como la razón del mismo Dios».

            Comenta seguidamente, refiriéndose directamente a la definición agustiniana: «Por eso, San Agustín puso dos cosas en la definición de pecado: la primera pertenece a la substancia del acto humano en su parte material, y está caracterizada en dicho, hecho o deseo; la otra pertenece a la razón propia del mal, y es como elemento formal del pecado. Lo expresó al decir: contra la ley eterna»[9].

            Por ser el pecado una infracción o trasgresión a un precepto o ley divina: «el pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9)»[10].

            En el Catecismo también se divide el pecado, en razón de su gravedad, en mortal o grave, con el que se pierde la gracia, y en venial o leve. «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere»[11].

            Se advierte más adelante que: «Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (1984), 17)»[12].

            Los Diez Mandamientos, tal como indicó Cristo, determinan la materia grave del pecado mortal.  «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño»[13].

            También el nuevo Catecismo asegura que si del pecado mortal el hombre no se arrepiente y obtiene el perdón de Dios, durante su vida y hasta el final de la misma, se condena. «El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios»[14].

            Sobre la pena eterna a que lleva el reato, u obligación de expiación de la pena del pecado mortal, Santo Tomás presenta la siguiente objeción a la afirmación de este efecto del pecado: «El pecado es temporal. Luego no lleva consigo reato de pena eterna»[15].

            La respuesta del Aquinate es la siguiente:  «Tanto en los juicios de Dios como en los juicios de los hombres, la pena es, en cuanto a su rigor, proporcionada al pecado. Sin embargo, como afirma San Agustín, en la Ciudad de Dios (XXI, 11), en ningún juicio se requiere que la pena se adecue a la falta en cuanto a la duración. No porque el adulterio u homicidio se cometen en un instante deben ser castigados con pena momentánea»[16].

            Además, en el pecado, aunque sea temporal, hay una cierta eternidad, una eternidad propia, que hace que el «pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad subjetiva»[17]. Si el pecador opta por el pecado sólo por un tiempo determinado de dicha, que se termina, arriesgando la bienaventuranza eterna, mucha más lo elegiría si pudiera permanecer en el pecado sin que la dicha fuera fugaz, sino que durara eternamente.

            Así lo indica el Aquinate, en su respuesta, al concluir: «Es justo, nos dice San Gregorio, que quien en su propia eternidad pecó contra Dios, en la eternidad de Dios sea castigado. Y decimos que peca en su propia eternidad, no sólo por la continuidad del acto, que perdura en toda su vida, sino porque, habiendo puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar siempre. Por lo que afirma San Gregorio en sus Morales, (XXXIV, c. 19) que “los inicuos quisieran vivir siempre para permanecer siempre en su iniquidad”»[18].

            Más adelante, al final de la Suma se encuentra entre otros el siguiente argumento para explicar una pena eterna para un pecado: «El hombre pecó siempre. Y así dice San Gregorio: “A la gran justicia del que juzga toca que nunca carezcan de suplicio quienes no quisieron carecer de pecado” (Libri Dialogarum., c. 41). Y si se objetase que algunos que pecaron mortalmente se proponen enmendar su vida y, por lo tanto, debido a esto, no serían dignos de suplicio eterno, como es claro, se contesta, según algunos, que San Gregorio habla de la voluntad que se manifiesta por la obra; pues el que por propia voluntad cae en pecado mortal, se pone en estado del cual no puede ser sacado sino por la divinidad. En consecuencia, por lo mismo que quiere pecar, quiere consecuentemente, permanecer perpetuamente en pecado. “El hombre es un espíritu que va”, a saber, al pecado y “no vuelve” por sí mismo. Como se podría decir de alguien que se echara en un pozo, del que no pudiera salir sin ayuda, que quiso permanecer allí perpetuamente, aunque hubiera pensado otra cosa»[19]

 

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2.01.16

XXXII. Los cuatro momentos de la Predestinación

Fundamento de las ciencias divinas

            De todo lo que está en la eternidad –lo que ha existido en el pasado, existe en el presente y existirá en el futuro–, y, por tanto, de lo que tiene existencia actual y de lo que no la tiene, Dios posee ciencia de visión. Hay una ciencia de simple inteligencia que tiene Dios de lo que es meramente posible, de aquello que no está en la eternidad –ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro–, porque aunque, conocido por la ciencia divina, su voluntad no ha querido crearlo.

            A la ciencia divina, por ser causa de las cosas o causa dirigente, y en cuanto lleva adjunta la voluntad, que es causa ejecutora, se la llama ciencia de aprobación. A su vez puede decirse que es de las cosas que ha determinado que existan porque son buenas, y, por tanto, es ciencia positiva o propiamente aprobativa; y ciencia permisiva, porque recae sobre lo malo, que desagrada a Dios.

            La división de la ciencia divina en ciencia de simple inteligencia, ciencia de aprobación y ciencia de visión, se puede fundamentar en el poder divino, u omnipotencia de Dios, que permite distinguir tres aspectos en su objeto. Puede diferenciarse, de modo análogo a todo sujeto de poder, entre: lo que puede hacer; lo que quiere hacer; y lo que realmente hace.

            Los tres distingos no coinciden en Dios, por lo menos de modo total. Son distintas las cosas que Dios puede hacer, que son infinitas; las que quiere hacer, ya que no quiere hacer las infinitas cosas que podría hacer; y las que hace de hecho, pues no hace algunas cosas que quiere verdaderamente hacerlas.

Un ejemplo de este último caso es el futuro contingente condicionado de la llamada voluntad de beneplácito de Dios, el querer que todos los hombres hagan el bien o se salven, pero con la condición de que lo hagan libremente, que es lo que permite que puedan amarle. Este querer divino puede no cumplirse, y, por tanto, puede que no siempre se realice la salvación, por culpa de la voluntad libre de las criaturas. Este verdadero querer es de la voluntad antecedente, querer que no se cumple por el impedimento de la criatura.

            La distinción en Dios del poder, el querer y el hacer fundamenta la triple ciencia divina, porque a cada una de las tres distintas acciones, les corresponde una ciencia de Dios. De lo que Dios puede hacer, tiene ciencia de simple inteligencia, independientemente de que lo quiera y también de que lo quiera y  haga, es decir, de lo posible en si mismo.  De lo que Dios quiere hacer, aunque no se haga realmente, ciencia de aprobación. Y de lo que Dios realmente hace, y que, por tanto, está en el pasado, en el presente o en el futuro, y, por ello, en la eternidad de Dios, tiene ciencia de visión.

 

Otros fundamentos en los atributos divinos         

            La distinción de la ciencia divina se puede fundamentar en otros dos atributos operativos, no transeúntes, como el poder divino, sino en los inmanentes de la inteligencia y de la voluntad.  De manera que se distinguen claramente la inteligencia divina, la voluntad divina y la existencia del ente creado contingente. No solamente son distintas, sino que en las ciencias divinas están separadas. Hay una ciencia en la que sólo actúa la inteligencia, otra que en la que entran la inteligencia y la voluntad; y otra en la que están ellas dos junto con la existencia actual de lo entendido y querido por Dios.

Desde esta distinción, se diferencian, en segundo lugar, las tres ciencias, porque la ciencia de simple inteligencia requiere sólo la inteligencia divina. La ciencia de aprobación, la inteligencia y la voluntad con sus decretos. La ciencia de visión, la inteligencia, la voluntad y la existencia actual de la criatura.

            Puede indicarse un tercer fundamento de la división de la ciencia divina en el hecho de la creación. Debe distinguirse entre la causalidad potencial, olo que puede ser causado por Dios; la causalidad actual, o lo que tiene además el orden actual de la causa al efecto, pero todavía como movimiento hacia el término de la causalidad y, por tanto, tal como también se denomina, con una causalidad dispositiva o vial; y el efecto perfecto, o término de la causalidad.

Esta nueva distinción implica que no es lo mismo lo que puede ser causado, o antes de empezar a ser causado, sólo con potencia para ello; lo que está siendo causado o en camino hacia el término, en una causalidad vial o dispositiva;  y lo ya causado, o cuando la acción causal ha llegado a su término.Lo causado no es siempre lo mismo, porque lo causado, en cuanto todavía está en movimiento por el poder del motor y, por tanto, aún no ha conseguido el fin de la acción, no es lo causado como ya efecto terminado. Se diferencian como el orden de la causa al efecto y el efecto mismo.

La distinción se ve muy clara en el movimiento local. Una flecha antes de ser disparada hacia el blanco, antes de entrar en movimiento, tiene sólo potencia para moverse y ser lanzada hacia su objetivo. La misma flecha ya disparada, puesta en movimiento por el motor, y mientras está en movimiento, está en acto en movimiento y dirigida hacia su término, pero todavía no lo ha alcanzado. Una cosa distinta es también la flecha que ha llegado al blanco, a la consecución de su movimiento.

De estas formas de causalidad, sesigue que la causalidad potencial permite que se dé la ciencia de simple inteligencia, por versar sobre ella; la causalidad actual, la que ya implica el orden de la causa al efecto, la ciencia de aprobación, por referirse a ella; la del efecto perfecto o del término de la causalidad, la ciencia de visión, que a su vez la tiene por objeto.

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15.12.15

XXXI. La predestinación en el tomismo y en el molinismo

El sentido de la ciencia media

            En su importante escrito, que acompaña al primer volumen de la edición bilingüe española de la Suma Teológica, Francisco Muñiz, presenta clara y ordenadamente la explicación molinista de la predestinación. El eminente dominico considera que al igual que en el tomismo: «la cuestión fundamental y básica es la que se refiere a explicar el concurso divino con las causas segundas».

            Santo Tomás caracteriza el concurso divino como una premoción física y Molina como un concurso simultáneo. De manera que, afirma Muñiz: «según los tomistas, Dios obra por las causa segundas; según los molinista, obra con las causas segundas»[1]. Las preposiciones «por» y «con», significando medio o procedimiento, la primera, y compañía y colaboración, la segunda, muestran la oposición contraria de las dos explicaciones.

            Se sigue de ello que, para el tomismo: «Dios hace que las causas segundas obren»; para los molinistas: «Dios coopera con las causas creadas, una vez que éstas se han determinado por sí mismas a obrar»[2].

            Es de fe que Dios conoce de manera cierta e infalible el obrar de la criatura en el futuro, que es un futuro contingente y libre. Sin embargo, en el tomismo y en el monismo se refiere de manera distinta el modo cómo Dios lo conoce.  Los tomistas enseñan que Dios, a los futuros contingentes y libres, los conoce en sus decretos eternos, que hacen que estos futuros estén en la misma eternidad de Dios. Para los molinistas, la exposición es más difícil, porque tienen que explicar como se da el conocimiento divino de algo que Dios no causa, porque no es el autor de la libre determinación de la criatura.

            La escuela molinista lo hace por medio de la ciencia media, que de este modo: «se sigue de manera lógica y necesaria del concurso simultáneo»[3]. Como esta ciencia lo es de «un objeto que no es causado por Dios y del cual esta ciencia no es causa; antes por el contrario, es el objeto causa y medida de la ciencia»[4].

            Podría sintetizarse la explicación molinista, tal como la expone Muñiz, en las siguientes diez proposiciones, que se ven confirmadas por lo escrito por Molina, en su Concordia, y asumidas por sus seguidores.

            Primera: Los auxilios divinos no son mociones previas o premociones, como se enseña en el tomismo, sino mociones «simultáneas, versátiles e indeterminadas en sí mismas y determinables por la criatura».

            Segunda:  «La eficacia de los divinos auxilios (…) depende de algo extrínseco: del libre consentimiento de la voluntad». La gracia no es eficaz por sí misma o intrínsecamente. Los divinos auxilios o gracias son eficaces extrínsecas, porque no lo son por sí mismas e intrínsecamente.

            Tercera: «Todo auxilio que antecede al consentimiento de la voluntad es suficiente, y todo el que sigue a este consentimiento es eficaz». El primero es la gracia suficiente, y el segundo, es la gracia eficaz.

            Cuarta: «El mismo auxilio suficiente, cuando es aceptado y seguido por la voluntad, se torna eficaz». El consentimiento libre de la criatura convierte a la gracia suficiente en eficaz, que no es ab intrínseco, como afirma el tomismo. Es eficaz ab extrínseco y la hace eficaz la determinación de la voluntad humana.

            Quinta: La voluntad antecedente «antecede al consentimiento o resistencia que la libre voluntad del hombre por sí y ante sí ofrece a la gracia suficiente». En cambio, la voluntad consiguiente: «sigue al consentimiento prestado o a la resistencia opuesta a la misma gracia suficiente»[5].

            Sexta: Se sigue de la anterior proposición que, a diferencia del tomismo: la «voluntad antecedente: es anterior, pero no causa del consentimiento de la voluntad».

            Séptima: Por el contrario la «voluntad consiguiente: es posterior al consentimiento no causado por la gracia, y no es causa de ningún consentimiento».

            Octava: «Dios ve si las causas segundas cooperarán, pero no las hace cooperar».

Dios no causa el consentimiento sino que se limita a verlo. «Dios ve infaliblemente el resultado de su divina providencia, pero no mueve las causas segundas para que de su acción combinada y subordinada resulte infaliblemente el efecto intentado y apetecido».

            Novena: «La providencia divina no puede estar dotada de infalibilidad de causalidad, sino sólo de infalibilidad de presciencia».

            Décima: como consecuencia «la predestinación es post praevista merita», unos «méritos que no han sido causados por la gracia»[6].

            Sobre esta última proposición comenta Muñiz que, por una parte, la «predestinación post praevisa merita no es, ni puede ser en manera alguna, gratuita».  Aunque, quizá desde el molinismo se podría replicar que lo es, porque Dios gratuitamente ha elegido colocar a la voluntad humana en unas circunstancias propicias, que le harán actuar de manera favorable a lo querido por Dios.

            Por otra parte, con esta solución al problema de la concordia entre la predestinación y el libre albedrío, indica Muñiz que el problema desaparece, en el sentido que «se desvanece, no porque se haya resuelto, sino porque se ha negado uno de los extremos del problema: que Dios cause la libre determinación de la humana voluntad». Y, concluye: «Negado uno de los dos extremos en litigio, no hay lugar a concordia». Además, lo que es más grave, esta negación: «merma notablemente los derechos de Dios, y torna la libertad del hombre completamente autónoma, independiente y primera [7].

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1.12.15

XXX. EL conocimiento divino del futuro

 

La presciencia

            Dios conoce todo lo que es, pero también lo que no es. En la cuestión sobre la ciencia divina, de la Suma teológica, Santo Tomás cita la afirmación de San Pablo que Dios: «llama a las cosas que no son como a las que son»[1].            

            Para explicarlo, escribe seguidamente que: «Dios conoce todas las cosas que hay, cualquiera que sea su ser. Pues bien, nada impide que cosas que en absoluto no existen, existan de alguna manera, porque si en absoluto sólo existe lo que tiene existencia actual, sin embargo, las cosas que actualmente no existen están en potencia, sea la de Dios o la de la criatura, bien en el poder activo o en el pasivo, en la facultad de pensar o en la de imaginar, o en otro cualquier modo de significar. Cuanto, pues, la criatura puede hacer, pensar o decir, y todo lo que El puede hacer, lo conoce Dios, aunque no tenga existencia actual, y en este sentido se puede decir que tiene ciencia del no ser»[2], o de lo que no es actualmente.

            Puede concluirse también, por ello, que Dios conoce el futuro, tiene presciencia. Se lee en la Sagrada Escritura: «Eterno Dios, que conoces las cosas antes que ocurran»[3]. Conoce así el futuro de los seres libres. «Has entendido de lejos mis pensamientos, has observado mi senda y el hilo de mis pasos. Todos mis caminos has previsto, aun cuando no está la palabra en mi lengua. Señor, tú conociste todas las cosas, las pasadas y las venideras»[4].

            Ha sido definida la presciencia divina por la Iglesia, al declarar: «Dios sostiene y gobierna con su providencia todas las cosas, que creó, abarcando fuertemente de un cabo a otro del universo todas las cosas, y ordenándolas con suavidad. Pues todas las cosas están claras y patentes a sus ojos, hasta las que han de suceder por la acción libre de las criaturas»[5].

 

Los futuros

            Dios conoce perfectamente todos los futuros. Santo Tomás indica que: «algo puede considerarse como futuro, no sólo porque sucederá de un modo tal, sino porque está ordenado de un modo tal por las causas de las que depende, que por tal modo llegará a suceder»[6]. El futuro es aquello que no tiene existencia real, pero que está ordenado ya a ella desde sus causas para existir en lo que todavía no ha sucedido.

            Si las causas que le determinan para existir son necesarias, el futuro se llama futuro necesario. Si las causas no son necesarias, como son causas azarosas o fortuitas, que podrían no haberse dado, los futuros son contingentes. Si las causas contingentes son las acciones de los seres libres, los futuros son contingentes y libres. Todavía se puede distinguir entre los futuros absolutos, si no dependen de condición alguna para su realización, y los futuros condicionados, denominados futuribles.

 

La ciencia de los futuros contingentes

            El conocimiento de todos los futuros, incluidos los contingentes y libres, es propio de la ciencia divina, porque: «Dios conoce todas las cosas, y no sólo las que existen de hecho, sino también las que están en su poder o en el de las criaturas, algunas de las cuales son para nosotros futuros contingentes, y, por tanto, Dios conoce los futuros contingentes».

            Santo Tomás explica a continuación que: «Un efecto contingente se puede considerar de dos maneras. Una, en sí mismo, en cuanto existe ya de hecho; pero así no tiene ya carácter de futuro, sino de presente, ni es algo que pueda ser o no ser, sino algo que tiene ser, y por tenerlo puede ser objeto de un conocimiento tan infalible como, por ejemplo, el que me proporciona mi vista cuando veo a Sócrates sentado».

            Otra manera: «es considerar el efecto contingente en su causa, pues así se le considera en cuanto futuro y en cuanto contingente no determinado, y en esta forma no puede ser objeto de ningún género de conocimiento cierto; y, por esto, el que solamente en su causa conozca un efecto contingente sólo alcanza un conocimiento conjetural».

            Sin embargo, Dios conoce todo lo contingente: «pues Dios conoce todos los contingentes no sólo como están en sus causas, sino como cada uno de ellos es en sí mismo».

            La razón es porque: «a pesar de que los efectos contingentes se realizan al correr sucesivo del tiempo, no por eso conoce Dios de modo sucesivo el ser que tienen en sí mismos, como nos sucede a nosotros, sino que los conoce todos a la vez, porque su conocimiento, lo mismo que su ser, se mide por la eternidad, que, por existir toda simultáneamente, abarca todos los tiempos».

            El conocimiento divino no es en el tiempo sino en la eternidad. «Cuanto en el tiempo existe está presente a Dios desde la eternidad, y no sólo porque tiene sus razones o ideas entre sí, como quieren algunos, sino también porque desde toda la eternidad mira todas las cosas como realmente presentes ante El»[7].

            Hay, por tanto, dos modos del conocimiento de los futuros contingentes: en sus correspondientes ideas divinas y en la eternidad. Sin embargo, en las meras ideas no pueden estar representados, sino en cuanto están determinadas por la voluntad divina, Indica Santo Tomás en otro lugar: «La idea propiamente dicha se refiere al conocimiento práctico no sólo en acto, sino también en hábito. De donde, como Dios de lo que puede hacer, aunque nunca sea hecho en el futuro, tiene conocimiento virtualmente práctico, se sigue que puede darse la idea de aquello que ni es, ni será, ni ha sido; sin embargo, no del mismo modo como es el de aquello que es, que será,  o que ha sido; porque para producir aquello que será o ha sido, es determinada por el propósito de la voluntad divina, no, en cambio, a las que no son, ni serán ni han sido, y de este modo en cierta manera son ideas indeterminadas»[8].

            Las ideas divinas que representan de manera cierta e infalible a las cosas contingentes, que existen en el tiempo, en sus dimensiones pasado, presente y futuro, no son las meras ideas, sino que están determinadas por la voluntad de Dios para que existan. Como explica Muñiz: «En esta libre determinación de la voluntad divina o este divino decreto lo que hace que la idea de la mente divina represente el futuro. Por eso, conocer el futuro en las ideas divinas es para el Angélico Doctor lo mismo que verlo en la determinación o decreto de su divina voluntad. De lo cual se infiere que Dios puede conocer los futuros por una doble vía: por vía de decreto o causalidad y por vía de eternidad»[9].

            Dios conoce todas las cosas, incluyendo las futuras y futuras contingentes por la doble vía de la causalidad o del decreto divino y de la eternidad. Escribe Santo Tomás: «Afirmo que el entendimiento divino ve desde la eternidad a cualquier contingente no sólo según está en sus causas, sino también según está en su ser determinado. En efecto, Dios, al ver la propia realidad –una vez que existe- según está en sus ser determinado, si no la viera así desde la eternidad, conociera la realidad después de ser de distinta manera a como fue antes de llegar a ser; y de esta forma, se produciría un incremento en su conocimiento, de acuerdo con los eventos de las cosa. También parece que Dios no solamente vio el orden que de Él salía hacia la cosa, y por cuyo poder la cosa habría de existir desde la eternidad, sino también veía el propio ser de la cosa»[10].

            Sobre esta última vida de la eternidad, en la que Dios ve las cosas en sí mismas, que ya ve en causa en su ciencia, que lleva adjunta los decretos de su voluntad, ya había explicado que: «Dios al ver todos los tiempos con su única mirada eterna, no sucesiva, ve presencialmente desde la eternidad todas las cosas que acaecen en los diversos tiempos, y no solamente en cuanto que tienen el ser en su conocimiento. En efecto, Dios, desde la eternidad, no solamente ha conocido en las cosas el hecho de que Él las conoce –lo que es existir en su conocimiento- sino también ha visto desde la eternidad con única mirada y verá a través de cada uno de los tiempos, tanto que esta realidad concreta existe en este tiempo, como en otro tiempo falta. Y no solamente ve que esta realidad es futura respecto al tiempo precedente, y es pasada respecto al futuro, sino que ve el tiempo en el que es presente y ve que la realidad es presente en ese tiempo».

            Puede afirmarse, por consiguiente que: «Dios, como desde la atalaya de la eternidad, ve con una sola mirada a lo lejos, no el futuro, sino todas las cosas como presentes». Advierte, seguidamente el Aquinate que: «se puede hablar de presciencia, en cuanto que conoce eso que, para nosotros, es futuro, no para Él».

            La presciencia divina permite comprender, por tanto, que: «Nada impide que Dios tenga un conocimiento cierto de los eventos contingentes abiertos a las dos posibilidades, puesto que su mirada se refiere a la realidad contingente en cuanto que está presencialmente en acto, cuando su ser ya ha sido determinado y puede ser conocido con certeza»[11].

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