19.09.16

XLIX. La necesidad de la fe de Abraham

La obra buena de la fe

En su comentario a la Epístola a los Gálatas, Santo Tomás refiere la interpretación de la Glosa (Glossa ordinaria), muy conocida y utilizada en su época, sobre el pasaje de San Pablo: «el hombre no se justifica por las obras de la ley»[1]. Las obras que no justifican serían las obras ceremoniales, realizadas según las leyes rituales de la ley de Moisés. San Pablo no se referiría para nada a las obras morales, las que resultan de la ley oral natural, que estaba en el Decálogo.

Según esta interpretación, que había hecho tradicional la Glosa, enseñaría San Pablo que los cristianos no necesitarían cumplir la ley ceremonial, que era como figura del advenimiento de Cristo. Además, incluso los justos del Antiguo Testamento no lo eran por los preceptos ceremoniales, sino por el cumplimiento de la ley moral, aunque, para ellos, el cumplir estos mandatos ceremoniales, por no vivir en el tiempo de la Nueva Alianza, era un acto de obediencia necesaria.

Como San Pablo añade, en este mismo versículo, el hombre se justifica «por la fe en Jesucristo», la misma fe sería consideraba por como acto salvador. Según esta interpretación tradicional sería una obra de la ley moral. Se explicaría, porque la fe es un acto de justicia del hombre con respecto a Dios. La fe sería una «buena obra», y, por tanto, meritoria por sí misma ante Dios. Por la fe, el hombre se somete, por su entendimiento, que es lo más excelso que posee, a la revelación de Dios y tal supeditación es una obra buena, que merece ante Dios.

En este mismo sentido habría que entender lo que de que dice San Pablo más adelante en esta misma epístola, después de afirmar la insuficiencia de las leyes ceremoniales y la bondad moral de la fe: «Según está escrito, “creyó Abraham a Dios, y se le reputó por justicia” (Gn 15, 6)»[2]. Puede ser una confirmación de la interpretación de la Glosa, porque parece decir que por su fe Abraham alcanzó la justicia

En su comentario a este versículo Santo Tomás explica: «En lo cual débese notar que la justicia consiste en el pago de lo debido; y el hombre debe algo a Dios, y algo a sí mismo, y algo al prójimo, esto es por Dios. Luego la justicia perfecta es pagarle a Dios lo que le corresponde. Porque si te pagas a ti mismo o le pagas al prójimo lo debido, y no lo haces por Dios, más bien eres perverso que justo, por poner el fin en el hombre».

Los deberes para con Dios, primer principio y último fin del hombre, abarcan a toda su actividad: «porque de Dios es cuanto hay en el hombre, tanto el entendimiento como la voluntad y el cuerpo mismo; pero en cierto orden, porque las cosas inferiores se ordenan a las superiores, y las exteriores a las internas, a saber, al bien del alma, siendo en el hombre lo supremo la mente. Por lo cual lo primero en la justicia del hombre es que la mente del hombre se subordine a Dios, y esto se hace por la fe. “Cautivamos todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Co 10, 5)». Los deberes que se refieren directamente a Dios son las virtudes teologales, que tienen por objeto a Dios en sí mismo, y por las que le damos el entendimiento y la voluntad, pero la primera es la fe, porque el entendimiento es la primera facultad.

La fe es la primera virtud en la vida sobrenatural ya que: «en todas las cosas se debe decir que Dios es el primer principio en la justicia». Además: «quien le da a Dios lo sumo que en sí mismo es, subordinándole la mente, es justo a la perfección. “Los que se rigen por el espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Y por eso dice: “creyó Abraham a Dios” (Ga 3, 6), esto es, sujetó su mente a Dios por la fe. “Confía en Dios, y El te sacará a salvo” (Eclo 2, 6). “Vosotros los temerosos del Señor, aguardad con paciencia su misericordia (Eclo 2, 7)»[3].

Con su fe, Abraham «sujetó» su entendimiento, aceptó el testimonio de Dios, ofreció su entendimiento, lo más valioso que poseía, del que dice, el mismo Santo Tomás, que: «es sumamente amado por Dios entre todo lo humano»[4], «se le reputó por justicia»[5]. Afirmación que significa, explica el Aquinate, que: «la misma creencia y la propia fe fue para él y es para todos los demás causa suficiente de justicia; y lo que se le reputa a justicia exteriormente por los hombres, interiormente es dado por Dios, quien por la caridad operante justifica a los que tienen fe, perdonándoles los pecados»[6].

Primacía de la gracia

En el Comentario a la Epístola a los Romanos, escrito unos diez años más tarde que el anterior, Santo Tomás, se ocupa extensamente del versículo paralelo a la epístola anterior: «¿Qué es, pues, lo que dice la Escritura? “Abraham creyó en Dios y le fue imputado para justicia” (Gn 15, 6)»[7].

Su explicación comienza con el comentario de estos dos versículos inmediatos: «¿Qué diremos luego que obtuvo Abraham, nuestro Padre según la carne? Porque si Abraham fue justificado por obras de la Ley, tienen de que gloriarse, pero no en Dios»[8].

Observa respecto al primero: «Si Abraham hubiese sido justificado por obras de la Ley, no tendría gloria ante Dios; luego no fue justificado por las obras (…) Y es claro que el ser justificado no lo obtuvo por las obras de la Ley; tiene ciertamente una gloria, la que le dan los hombres que ven los hechos exteriores, pero no ante Dios, que ve en lo oculto, según aquello del Primer libro de los Reyes: “Dios mira el corazón” (1 Re 16, 7); y en la Primera carta a los corintios: “Que nadie ponga su gloria en los hombres” (1 Co 3, 21). De aquí que contra algunos se dice en el Evangelio de San Juan: “Amaron más la gloria de los hombres que la gloria de Dios” (Jn 12, 43)».

Aun si se admite que las obras de la ley no justifican, se podría todavía afirmar tal como se plantea en la siguiente objeción, que refiere Santo Tomás: «La costumbre de las obras exteriores engendra el hábito interior, por el cual asimismo se dispone debidamente el corazón del hombre para obrar bien con prontitud y deleitarse en las buenas obras, como enseña el Filósofo (II Ethic)». Las buenas obras no tendrían un carácter radical en cuanto que, aunque no causan la justificación, si predisponen a ella.

La respuesta del Aquinate es rotundamente negativa. Argumenta: «Tal cosa cabe en la justicia humana, por la cual se ordena el hombre al bien humano. En efecto, el hábito de tal justicia se puede adquirir con obras humanas, pero la justicia que tiene su gloria en Dios se ordena al bien divino, o sea, al bien de la gloria futura, que excede a toda facultad humana, según aquello de: “Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano, esto tiene Dios preparado para los que le aman” (1 Co 2, 9). Y por esto las obras humanas carecen de capacidad para engrandar tal hábito de justicia, sino que es necesario que sea justificado, primero, interiormente el corazón del hombrepor Dios, para que haga obras proporcionadas con la gloria divina».

Las buenas obras ni justifican ni predisponen a la justificación. A la inversa, la justificación es la que cambia el «corazón» o el interior más profundo del hombre, y le predispone y capacita para hacer buenas obras, que revelan, por tanto, no la gloria del hombre, sino la gloria de Dios. Explica el Aquinate que San Pablo prueba que: «Abraham tenía su gloria en Dios (…) al añadir: «”Pues ¿qué dice la Escritura?” (Rm 4, 3) (…) ¿Qué dice, en efecto, la Escritura? “Y le creyó Abraham a Dios” (Gn 15, 6; Rm 4, 3), que le prometía la multiplicación de su estirpe. “Créele a Dios y El te sacará a salvo” (Eclo 2, 6)».

Sobre el final de este versículo de San Pablo, escribe Santo Tomás: «Y le fue imputado a justicia” (Rm 4, 3)” se entiende que por Dios. “Abraham fue hallado fiel en la prueba que de él se hizo” (I Mach 2, 52) Y así es manifiesto que en Dios, por quien se le imputó a justicia el hecho de creer, es donde tiene su gloria».

La fe de Abraham tenía su origen en Dios, que le había justificado y así manifestaba la gloria divina. Abraham había sido hecho justo en su alma, justicia que le empujaba a expresarla en obras, que así eran obras justas. Permanecía «fiel» a su fe, porque no ponía obstáculos o impedimentos Precisa, por ello, Santo Tomás: «Mas débese considerar que la justicia que Dios hace constar por escrito no la considera en alguna obra externa sino en la fe interior del corazón, que sólo Dios ve». La fe interior, la primera obra de la justificación, es la de que se habla en la Escritura.

Otra advertencia, que hace seguidamente el Aquinate, es la siguiente: «es triple el acto de fe, a saber, creer que Dios existe, creerle a Dios y creer en Dios». Explica que: «creer que Dios existe indica la materia de la fe, en cuanto es la virtud teológica que tiene Dios por objeto. Y por eso este acto aún no tiene a Dios por objeto. Y por eso este acto aún no toca la característica de la fe, porque si alguien cree que Dios existe por algunas razones humanas y por señales naturales, aún no se dice que tenga fe«. En si mismo el conocimiento de la existencia de Dios es objeto de la razón natural, que puede descubrir y estar cierto de que Dios existe.

Tampoco es propiamente fe, el tercer acto de fe, porque: «creer en Dios indica el ordenamiento de la fe a su fin, que es por la caridad, y porque creer en Dios es lo mismo que creer ir hacia Dios, cosa que hace la caridad»

En cambio, el segundo: «El acto de creerle a Dios se pone como propio del acto de fe, indicando su característica». De manera que «la fe de la que hablamos», se da cuando se: «cree lo que es dicho por Dios, lo cual se designa diciendo que se le cree a Dios y con esto es con lo que se caracteriza la fe»[9],

La fe efecto de la justificación

En los dos siguientes versículos, al que se afirma que la fe de Abraham fue imputada a justicia, dice San Pablo: «Ahora bien, a aquel que trabaja la retribución no se le asigna como gracia, sino como deuda. Mas al que no trabaja, sino que cree en Aquel que justifica al impío, su fe se le reputa por justicia, según el beneplácito de la gracia de Dios»[10].

Al comentar el primero, explica Santo Tomás: «En seguida, cuando dice: “Ahora bien, a aquel que trabaja” (Rm 4, 4), indica la predicha autoridad en cuanto a esto que dice: “le fue imputado a justicia”, y se toca en la Glosa una doble exposición de estas palabras».

En la primera, la Glosa interpreta estas palabras «en cuanto que se refieren a la merced final, y en primer lugar, muestra como se relaciona ella con las obras, y en segundo lugar cómo con la fe»[11]. Al decir «a aquel que trabaja» se indicaría que recibe la «retribución» como «deuda» por sus obras. «Mas al que no trabaja», la recibiría como «gracia» por su fe.

La Glosa, en segundo lugar, interpreta que San Pablo con las palabras: «aquel que trabaja», como en la anterior interpretación: «indica la predicha autoridad en cuanto quien obra, esto es, obras de justicia, la merced de eterna retribución, de la que se dice en Is 40, 10: “He aquí que lleva consigo su recompensa”». Ahora, en cambio, no se sostendría que se indica lo mismo respecto «al que no trabaja, sino que cree»[12], porque su fe: «no se le imputa como gracia tan sólo, sino como deuda, según aquello de Mt 20, 13: “¿No conviniste conmigo en un denario?». En esta otra interpretación, por tanto, se retribuye al que tiene fe no sólo como gracia, sino también como remuneración por la obra de la fe, a la que se debe esta gracia de salvación.

A estas dos interpretaciones, en las que se considera que las buenas obras merecen una retribución, y, que, por tanto, se tiene una deuda con ellas, se les puede objetar que: «Por el contrario tenemos lo que se dice más adelante (Rm 6, 23): “La gracia de Dios es vida eterna”; y en Rm 8, 18: “Los padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera”. Así en tales circunstancias, la dicha retribución no se hace por deuda sino por gracia».

Precisa Santo Tomás, en primer lugar, que: «debemos decir que las obras humanas se pueden considerar de dos maneras. O según la substancia de las obras, y así no tienen nada condigno para que se les pague con la merced de la eterna gloria. O según su principio, en cuanto se hacen por impulso de Dios conforme al designio de Dios predestinante y en cuanto a esto se les debe la dicha merced por deuda, porque, como más adelante se dice (Rm 8, 14, 17): “Todos cuantos son movidos por el Espíritu de Dios estos son hijos de Dios; y si hijos, también herederos”».

Las obras humanas en sí mismas, o según su «substancia», no tienen ningún derecho a la salvación, no son meritorias de condigno o por justicia. Así parecen tomarse en la explicación de la Glosa. Sin embargo, si se tomarán en otro sentido, en cuanto a su «principio», que está en la previa gracia de Dios, entonces es cierto que merecen por justicia la salvación

Este segundo sentido es el que utiliza San Pablo, en estos dos versículos, para referirse a las buenas obras, porque, en el último: «cuando dice: “Mas al que no trabaja” indica la relación que tiene la merced eterna con la fe, diciendo: “Mas al que no trabaja”, esto es, con obras exteriores, como por ejemplo porque ya no tiene tiempo de obrar, como es claro en el bautizado que al instante muere, “que cree en Aquel que justifica al impío”, o sea, en Dios de quien se dice adelante (Rm 8, 18): “El Dios que justifica le reputará su fe”, esto es, la fe sola sin obras exteriores “a justicia”, de modo que por ella se diga que él es justo y reciba el premio de la justicia como si hubiese hecho obras de justicia, según aquellos de Rm 10, 10: “Porque con el corazón se cree para justicia”, y esto según el designio de la gracia de Dios, esto es, según la promesa de Dios de salvar por su gracia a los hombres. “Los que son llamados santos según su designio (Rm 8, 28). “Del que todo lo hace conforme al consejo de su voluntad” (Ef 1, 11)». Con fe, recibida de Dios, y sin necesidad de buenas obras, porque la fe todavía no ha podio causarlas, se merece la salvación, tal como Dios ha prometido.

San Pablo con este sentido de las buenas obras: «se refiere a la justificación del hombre. Así es que dice: “Ahora bien, a aquel que trabaja” (Rm 4, 3) esto es, si alguien se justificare por las obras, la propia justicia se imputará como “salario, no por gracia sino por deuda”. “Y si es por gracia ya no es por obras; de otra manera la gracia dejaría de ser gracia” (Rm 11, 6)». La justicia, o justificación de Dios, que se manifiesta en la fe no es debida a las obras, en cuanto a la substancia, porque entonces ya no se sería por gracia, sino por salario o por deuda.

Lo confirma lo que añade San Pablo respecto al que no tiene obras buenas en cuanto a la substancia u obras previas a la fe. «“Mas al que no trabaja”, esto es, que no puede por sus meras obras ser justificado, “pero que cree en aquel que justifica al impío”, se le reputará esta su fe a justicia conforme al designio de la gracia de Dios, no ciertamente de modo que por la fe merezca la justicia, sino porque el propio creer es el primer acto de justicia, que Dios obra en él»

La fe no debe entenderse como una mera buena obra que merezca la gracia y pueden ya realizarse obras procedentes de esta fe. Santo Tomás deja muy claro que la fe, que es el inicio de las obras meritorias, no es merecida por ser una gracia. El hecho de tener fe, de haberla recibido de Dios, es la señal manifestativa que se ha recibido también la justificación, «En efecto, por el hecho de que cree en Dios justificante, está bajo su justificación, y así recibe su efecto».

A diferencia de su anterior Comentario a la Epístola a los gálatas, Santo Tomás ahora afirma de manera explícita su interpretación, que ha desarrollado más extensamente frente a las de la Glosa. Declara como conclusión «Y esta exposición es la literal y conforme a la intención del Apóstol, quien hace hincapié en lo que se dice en Gn 15, 6: “Y creyó él en Yahvéh, el cual se lo reputó por justicia”, lo cual se suele decir cuando aquello que es menos por parte de alguien se le reputa gratuitamente como si hiciese todo. Y por eso dice el Apóstol que esta imputación no tendría lugar si la justicia fuese por las obras, pues tendrá lugar sólo la que es por fe»[13]. Una fe, que es dada por Dios, y que requiere que la libertad humana no le ponga impedimentos, para que continúe su regeneración y actuación. A esta fe fiel, Dios la considera meritoria de la salvación, como una obra justa, aunque la justicia haya sido obrada por Dios.

La promesa de Dios

La salvación está vinculada a la fe, no a las obras, que aparecen por el cumplimiento de la ley. Por ello, un poco más adelante, escribe San Pablo, frente a los que establecían que las bendiciones, que Dios prometió a Abraham, se cumplirían con la observancia de la ley: «Y así no fue en virtud de la ley la promesa hecha a Abraham, o a su posterioridad, de tener al mundo por herencia suya, sino en virtud de la justicia de la fe. Porque si por la ley son los herederos, inútil es la fe, y la promesa es abolida. Porque la Ley produce la cólera. Pues donde no hay ley no hay tampoco prevaricación»[14].

Explica Santo Tomás que en el primer versículo, San Pablo: «Niega que tal promesa sea hecha por la ley. Lo cual no se dice ciertamente por la promesa misma, porque en el tiempo de la promesa aún no se daba la ley, sino por el cabal cumplimiento de la promesa de modo, que el sentido sea que la tal promesa se le hizo a Abraham, no como si tuviera que ser cumplida por la ley (…) Por lo contrario, afirma que la dicha promesa se debe cumplir por la justicia de la fe».

La promesa no tiene como condición la ley. «Si la promesa hecha a Abraham, pudiera ser cumplida por la ley, la fe de Abraham creyente en la promesa sería inútil, porque la promesa hecha a él sería abolida (…) Así es que “si por la ley son herederos” (Rm, 4, 14), o sea, si para que algunos participan de la herencia prometida se requiere que esto lo consigan por la observancia de la ley, “inútil es la Fe”, o sea, vana es la fe con la que Abraham le creyó a Dios prometedor (…) Y por qué sea vana, lo enseña agregando “es abolida”, o sea, es anulada la promesa porque no consigue su efecto».

Además, la ley no sólo no es la condición de la promesa, sino que también «impide la consecución de la herencia, puesto que “la ley produce la cólera” (Rm 4, 15) (…) o sea, el castigo, porque por la ley los hombres se hacen dignos del castigo de Dios».

Con una interpretación parecida a las referidas de la Glosa: «Podría alguien entender que la ley produce la cólera en cuanto a las prescripciones ceremoniales observadas en el tiempo de la gracia». San Pablo podría referirse al cumplimiento de las antiguas leyes ceremoniales o rituales, vigentes desde Moisés hasta Cristo, todavía en la época de la ley evangélica o de la gracia.

Réplica Santo Tomás que: «esto debe entenderse también en cuanto a las prescripciones morales; no que los preceptos morales de la ley prescriban algo que a quienes los observen los haga dignos de la cólera de Dios, sino circunstancialmente, porque habiéndolos ordenado no proporciona la ley la gracia para cumplirlos, según aquello: “La letra mata, más el espíritu da vida” (2 Co 3, 6). Porque el espíritu ayuda interiormente a nuestra flaqueza». La ley, en cambio, no ayuda a su cumplimiento y el hombre no la puede observar por sí mismo.

Añade Santo Tomás que cuando a continuación San Pablo : «dice “donde no hay ley no hay tampoco prevaricación” (Rm 4, 15) enseña de que manera produce la cólera (…) porque si alguien no habiendo ley puede pecar contra lo que naturalmente es justo que se deba hacer, sin embargo, no se le llama prevaricador, si no es transgrediendo la ley».

San Pablo no llama prevaricador o que infringe la ley al que meramente está sujeto a la ley natural, salvo que no la cumpla. Aunque todo hombre esté sujeto a la ley natural, no se le llama prevaricador. «Sin embargo se puede decir que todo pecador es un prevaricador en cuanto es un trasgresor de la ley natural». Aquí el Apóstol se refiere al prevaricador, que además está bajo la ley escrita, porque: «más grave es transgredir a la vez la ley natural y la ley escrita que la sola ley de la naturaleza». Los dos incumplimientos, de la ley natural y de la ley escrita, provocan la cólera de Dios. Sin embargo, San Pablo en este versículo esta mencionando a la segunda, porque: «por haberse dado la ley sin la gracia adyuvante, la prevaricación aumentó y mereció mayor cólera»[15].

Fidelidad de Dios

En el versículo siguiente, San Pablo escribe: «Así que es por la fe, para que fuese de gracia, a fin de que la promesa permanezca firme para toda la posterioridad, no sólo para la que es de la ley, sino también para la que sigue la fe de Abraham, el cual es el padre de todos nosotros»[16].

Indica Santo Tomás que San Pablo: «Habiendo demostrado que la promesa hacha Abraham y a su descendencia no puede cumplirse por medio de la ley, aquí enseña que tiene que ser cumplida por la fe (…) “Así que es por la fe”, a saber, conseguimos la promesa para ser herederos del mundo “Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5, 4)».

Nota además el Aquinate: «Y esto lo confirma por el recurso contrario al que arriba tomara. Porque está dicho que si la justicia se diera en virtud de la ley, la promesa sería abolida; pero si es por la fe, permanece firme la promesa por la virtud de la divina gracia que justifica al hombre por la fe». La gracia de la fe, que justifica o hace justo al pecador, por ser de Dios, permite que se mantenga la promesa divina.

Esta es la enseñanza de San Pablo, porque añade Santo Tomás: «Y esto lo dice así: “a fin de que la promesa permanezca firme”, no en verdad en virtud de acciones de los hombres que pueden faltar sino según la gracia, que es infalible. “Mi gracia te basta” (2 Co 12, 9). “Todas cuantas promesas hay en él”, o sea, en Cristo, “están” (2 Co 1, 20), o sea, son verdaderas».

Por la fe se obtiene la promesa: «“para toda la posterioridad”, esto es, para todo hombre que de cualquier manera sea descendencia de Abraham». Debe tenerse en cuenta, por una parte, que: «hay cierta descendencia carnal, según aquello de Jn 8, 33: “Nosotros somos la descendencia de Abraham”. Hay otra que es la descendencia espiritual, según Mt 3, 9: “Poderosos es Dios para que de estas piedras”, o sea, de los gentiles, “nazcan hijos de Abraham”». Por otra, que: «la descendencia carnal de Abraham no guardó sino la ley; pero su fe la imitó la descendencia espiritual».

Al decir San Pablo que la promesa se cumple “para toda la posterioridad” confirma que se cumple en los que tienen fe, porque: «si por la mera ley fuese la promesa, no se cumpliría en toda la descendencia, sino tan sólo en la carnal», en los que sólo cumplen la ley. En cambio: «es evidente que lo que se cumpla por la fe, que es común a todos, se cumple en toda descendencia»[17]. La fe puede ser para todos, tanto para judíos, sujetos a la ley escrita, como para los gentiles, que sólo tienen la ley natural.

El versículo termina con la conclusión sobre Abraham: «el cual es el padre de todos nosotros»[18]. Con ello, indica Santo Tomás, San Pablo: «prueba lo que antes se asentara, a saber, que la descendencia de Abraham no es solamente la que lo es por la ley sino también la que lo es por la fe según la autoridad de la Escritura, cuyo sentido propone en primer lugar, diciendo “el cual”, a saber, Abraham, “es el padre de todos nosotros”, esto es, de todos los creyentes, tanto judíos como gentiles»[19].

En segundo lugar, el sentido se encuentra también en el versículo siguiente, que continua el anterior. Se dice en el mismo: «según está escrito: “padre de muchas naciones te establecí” (Gen 17, 5) ante Dios, a quien creíste, el cual da vida a los muertos, y llama las cosas que no son, del mismo modo que las cosas que son»[20].

Comenta el Aquinate: «se dice “te establecí”, como si ya se hubiese cumplido lo que mucho después se cumpliría; pero es que las cosas que en sí mismas son futuras, son presentes en la providencia de Dios según aquello del Eclo (23, 29): “Porque todas las cosas antes de ser creadas fueron conocidas del Señor Dios, y aun después que fueron acabadas». Dios conoce en su eternidad las cosas presentes, también las que para nosotros son futuras e igualmente las pasadas, que ya no existen el presente, pro si en la eternidad

El Aquinate añade a continuación: «Y por eso dice el Apóstol que estas palabra: “te establecí” débense entender “ante Dios”, o sea, en su presencia, a quien le creíste. En efecto, Abraham había creído que Dios preanunciaba las cosas futuras como si las viera presentes, porque, como se dice en Hb 11, 1: “La fe es la substancia de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve”». La fe en sí misma no es un sentimiento, ni un mero acto de la voluntad, sino que es un acto del intelecto que tiene por objeto lo real o subsistente, que es lo sobrenatural esperado, y que, además, comunica la misma certidumbre que nos proporciona la argumentación más convincente.

Al decir San Pablo, en este mismo versículo: “el cual da vida a los muertos”, según Santo Tomás: «enseña por quien ha de ser cumplida tal promesa, diciendo ”el cual”, a saber, Dios “da vida a los muertos”, o sea, a los judíos –que estaban muertos por los pecados obrados contra la ley- los vivifica por la fe y la gracia, para que obtengan la promesa de Abraham. “Como el Padre resucita a los muertos y les devuelve la vida” (Jn 5, 21), “Y llama las cosas que no son”, o sea, que llama a los gentiles, a saber, a la gracia, “del mismo modo que las que son” (Rm 4, 17), o sea, como a los judíos. “Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo” (Rm 9, 25)». Indica a los gentiles por las cosas que no son, porque estaban del todo apartados de Dios. Porque como se dice en I Co 13, 2: “Si no tengo caridad nada soy”. Y así mediante tal llamada se cumple también en los gentiles la promesa de Abraham»[21].

La grandeza de la fe

En el versículo que sigue San Pablo se refiere directamente a Abraham: «El cual, esperando contra toda esperanza, creyó que vendría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho (Gen 15, 5): Así será descendencia “como las estrellas del cielo y las arenas del mar”»[22].

Santo Tomás encuentra en este y los siguientes textos de San Pablo las características de la fe de Abraham. «Al decir: “el cual contra toda esperanza” enaltece la fe de Abraham. Y lo primero manifiesta la grandeza de su fe; lo segundo su eficacia o fruto: “por lo cual también le fue imputado a justicia “ (Rm 4, 22)».

Respecto a la magnitud de la fe de Abraham, lo primero que hace San Pablo es «indicar la grandeza de la fe de Abraham, diciendo: “El cual”, o sea Abraham, con esta esperanza “creyó que vendría a ser padre de muchas naciones”, pero contra toda esperanza».

Sobre esta última afirmación aclara que: «acerca de lo cual débese considerar que la esperanza entraña cierta expectación de un bien futuro». La esperanza, que es una espera confiada, implica la confianza en alcanzar un bien deseado con total certeza. Respecto a esta certeza: «a veces es en virtud de una causa humana o natural, según aquello de 1 Co 9, 19: “El que ara debe arar, con esperanza”».

Además de esta esperanza natural o adquirida, hay otra esperanza, porque: «a veces la certeza de la expectación es por causa divina, según aquello del Sal 30, 1: “Señor, en Ti, tengo puesta mi esperanza”». Esta esperanza sobrenatural o teologal era la de Abraham. «Así es que el bien de que Abraham sería el Padre de muchas naciones lo tenía como cierto por parte de Dios que se lo prometía, aunque lo contrario aparecía por causa natural o humana creyó con la esperanza de la promesa divina». A su esperanza basada en Dios causada por su gracia, se oponía la carencia de esperanza natural o humana.

Sobre la promesa divina, que esperó Abraham, nota Santo Tomás que, en el versículo comentado, San Pablo: «la indica luego diciendo: “según lo que se le había dicho” a saber: “tu descendencia será como las estrellas del cielo y las arenas del mar”. Utiliza a estas dos cosas por la semejanza con una innumerable muchedumbre»[23]. Por la abundancia de las estrellas en el cielo y de la arena, en la tierra, son sinnúmero.

La razón más concreta de esta comparación se encuentra en la misma Escritura: «porque en cuanto a las estrellas se dice en el Dt 1, 10: “el Señor Dios vuestro os ha multiplicado, y en el día de hoy sois como las estrellas del cielo”. En cuanto a las arenas se dice en I Re 4, 20: “Judá e Israel son innumerables como las arenas del mar”».

También se encuentra en la Escritura el sentido de esta doble comparación, porque: «se puede observar cierta diferencia entre una y otra cosa, de modo que las estrellas se comparen con los justos, que son de la descendencia de Abraham. “Quienes hubiesen enseñado a muchos la justicia brillarán como estrellas por toda eternidad” (Dn 12, 3) y en cambio las arenas se comparan con los pecadores, porque como las del mar serán ahogados por los oleajes del mundo. “Yo soy el que al mar le puse por término la arena” (Jr 5, 22)»[24].

La firmeza de la fe

Después de encomiar la fe de Abraham, al mostrar su grandeza, San Pablo destaca su firmeza en el versículo siguiente, añade: «Y no flaqueo en la fe, ni consideró a su propio cuerpo sin vigor, teniendo unos cien años, ni el estéril seno de Sara»[25].

Al comentar estas palabras de San Pablo, declara Santo Tomás: «cuando dice “y no flaqueo en la fe” muestra la firmeza de Abraham, la cual primeramente indica diciendo: “y no flaqueó”, pues así como es claro que no flaquea la templanza que no sea vencida por las grandes concupiscencias, así también es claro que no flaquea, sino que es fuerte, la fe que no es dominada por las grandes dificultades. “Resistidle firmes en la fe” (1 P 5, 9)». La fe firme es sólida, fuerte y estable ante todos los obstáculos y problemas. Siempre se mantiene y permanece frente a las dificultades y contrariedades.

Cuando en este lugar, San Pablo dice «”Ni consideró” etc., expresa las dificultades, por las que se ve que su fe no flaqueaba. Y lo primero por parte del propio Abraham, diciendo: “ni consideró”, esto es, para reconocer la promesa, “su propio cuerpo sin vigor”, esto es, que ya estaba extinguida en él la fuerza generativa por la ancianidad. De aquí que diga: “teniendo unos cien años”. En efecto, teniendo Abraham cien años de vida nació Isaac, como se lee en Gn 21, 5. Un año antes se le había prometido un hijo, según Gn 18, 10: “Yo volveré a ti por este tiempo y Sara tendrá un hijo”».

Como se dice en la Escritura que, después de la muerte de Sara, Abraham tuvo de Keturá varios hijos (Gn 25, 1-4; y 1 Cro 1, 32-34), se podría presentar la siguiente objeción a este suceso milagroso: «Parece que su cuerpo no carecía de vigor en cuanto a la fuerza generativa, porque todavía después de la muerte de Sara tomó esposa a Keturá la cual le dio varios hijos, como se dice en Gn 25, 1-4. Pues dicen algunos que estaba extinguida en él la fuerza generativa en cuanto a engendrar de mujer anciana, más no para engendrar un hijo de una joven. En efecto, suele suceder que los ancianos engendren hijos de mujeres jóvenes, más no de mujeres ancianas, las cuales son menos aptas para concebir».

Sin embargo, precisa Santo Tomás que: «Es mejor decir que milagrosamente se le había restituido a Abraham al vigor generativa tanto en cuanto a Sara como en cuanto a todas la mujeres».

Otra dificultad, la segunda, con la que se encontró la fe de Abraham, pero que tampoco le afectó, fue: «por parte de la mujer, diciendo: “ni el estéril de seno de Sara”, o sea, que no lo tuvo en cuenta para no creer. Dice que ella era estéril en cuanto al acto de concebir, de una parte por esterilidad de otra parte por senectud. Pues ya le habían cesado las reglas, como se dice en Gn 18, 11. Y por eso dice Is 51, 2: “Poned vuestros ojos en Abraham vuestro padre y en Sara que os parió”, para mostrar del uno y de la otra la extinción del vigor y la frigidez; y un poco antes se dice: “Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados y a la cueva del lago de donde fuisteis excavados” (Is 51, 1)»[26]

En contraposición a la negación de este versículo comentado, dice San Pablo en el siguiente: «Sino que ante la promesa de Dios no vaciló por incredulidad, sino que fue fortalecido por la fe, dando gloria a Dios»[27].

Sobre «la promesa de Dios» explica Santo Tomás que se refiere a su: «reiterada promesa o la multitud de la descendencia que prometiera, primero según el Gn 15, 5, diciendo: “Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas”; y más adelante (Gn 17, 4): “y vendrás a ser padre de muchas naciones”;, y de nuevo en Gen 22, 17: “Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo”».

También la promesa de Dios puede referirse a la «reiterada promesa de la exaltación de su descendiente, porque como dijera: “Multiplicaré tu descendencia”, al instante agrega: “Tu posterioridad poseerá las ciudades de tus enemigos y en tu descendiente serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gn 22, 17-18)».

En cualquier caso, Abraham mantuvo su fe firme, o sin dudas, en lo que le aseguraban las palabras divinas. «Y ante esta promesa de Dios Abraham ciertamente “no vaciló”, esto es, no dudó con desconfianza, no desconfió de la divina verdad de la promesa. “Quien anda dudando es semejante a la ola del mar, cuando la mueve el viento y la trae acá y allá” (St 1, 6)»[28].

En lugar de dudar o desconfiar de la verdad, que se le prometía, por el contrario, Abraham creyó firmemente, como se dice finalmente en el versículo «Sino que fue fortalecido por la fe»[29] (Rm 4, 20). La gracia de la fe, a la que no resistió, hizo que se fortificará en ella. Tal como explica Santo Tomás seguidamente: «o sea que se adhirió firmemente a la fe. “Resistidle firme en la fe” (1 Pd 5, 9)».

La fe firme de Abraham, que le permitía creer que era el mismo Dios quien justificaba, se apoyaba, por un parte, en el poder de Dios. Lo afirma San Pablo, porque, como nota Santo Tomas: «Consecuentemente, cuando dice “dando gloria a Dios”, indica la razón de la firmeza de su fe, diciendo: “Fortalecido, digo, por la fe, dando gloria a Dios”, por cuanto consideró su omnipotencia. “Grande es su poderío” (Sal 146, 5)»[30].

Además de apoyarse en el poder salvífico de Dios que le alcanzaba a él y a su inmensa descendencia, lo hacía también en la fidelidad de Dios a sus promesas. Abraham, como se afirma en versículo, que sigue, estaba: «Plenamente persuadido de que cuanto promete Dios, poderoso es para cumplirlo»[31].

Santo Tomas lo comenta con la cita de un texto bíblico paralelo: «”Con sólo quererlo lo puedes todo (Sb 12, 18). De lo cual se desprende claramente que todo aquel que no es firme en la fe de Dios, cuanto es en sí de divina gloria lo cercena o bien en cuanto a su verdad, o bien en cuanto a su poder»[32]. El no que acepta o se adhiere firmemente a la fe que recibe de Dios, y. con ello, como se dice también en el anterior versículo, no manifiesta la gloria de Dios, recorta los atributos de Dios., en cuanto a su veracidad y a su omnipotencia.

Doble efecto de la fe

En los tres versículos siguientes, San Pablo se ocupa de los efectos de la gran y firme fe de Abraham. Los presenta de esta manera: «Por lo cual también le fue imputado a justicia. Y no para él solamente se escribió que le fue imputado a justicia. Sino también para nosotros, a quienes ha de imputársenos, a los que creemos en Aquel que resucitó a Jesucristo Señor nuestro de entre los muertos»[33].

El comentario de Santo Tomás es el siguiente: «En seguida, cuando dice “también le fue imputado a justicia” exalta la fe de Abraham en cuanto a su efecto. Y lo primero indica el efecto que en él mismo tuvo, diciendo: “por lo cual”, o sea, por haber creído Abraham esto mismo tan perfectamente, “le fue imputado a justicia”». El Aquinate cita a continuación este texto paralelo del Antiguo Testamento: «¿Acaso Abraham no fue hallado fiel en la tentación y esto le fue imputado a justicia?[34].

El primer efecto de la justificación por la fe, como fue recibida y aceptada por Abraham, es que de pecador se ha pasado a ser justo y tratado por Dios como tal o imputado o declarado justo- Con la justificación, por tanto, el pecador no es solamente perdonado y declarado justo, sino que se le declara justo, porque se le ha hecho justo. Dios no tiene en cuenta su culpabilidad, porque la ha eliminado o borrado. Es un inculpado, a quien no se le imputa la culpa, no porque haya sido indultado, sino mucho más, es porque ha sido absuelto en la sentencia o «imputación» de Dios.

El otro efecto de la fe de Abraham es que se da en todos los creyentes. Comenta Santo Tomás sobre tal efecto: «Lo segundo es indicar el efecto que su fe tiene también en otros. Y acerca de esto hace tres cosas. Lo primero es señalar la semejanza del efecto, diciendo: “Y no para él solamente se escribió que le fue imputado a justicia” (Rm 4, 23)»[35].

Añade San Pablo a estas últimas palabras: «Sino también para nosotros, a quienes ha de imputársenos, a los que creemos en Aquel que resucitó a Jesucristo Señor nuestro de entre los muertos»[36]. Explica Santo Tomás que tales palabras, son para que no se crea que: «solamente a Abraham se le reputara la fe a justicia, sino que esto se escribió “también para nosotros” (Rm 4, 24). Así es que se escribió en atención a él, para que nos sirva de ejemplo, y en atención a nosotros, para que sea para nosotros en esperanza de la justificación». A la fe aceptada por Abraham debe asemejarse la nuestra, porque tiene el efecto de servirnos de ejemplo y de permitirnos esperar el favor de la justificación.

Además de la semejanza en las consecuencias de la fe se da también, en segundo lugar, en los objetos. Nota Santo Tomás que San Pablo la indica a continuación, al escribir : «”a los que creemos en Aquel que” (Rm 4, 24) muestra la semejanza de la fe. Pues se le reputó a Abraham a justicia el creer que su cuerpo sin vigor y el estéril seno de Sara se podrían vivificar para la procreación de los hijos. Y también a nosotros se nos reputará a justicia el creer en Aquel que resucitó a nuestro Señor Jesucristo de entre los muertos: en Dios Padre, a Quien él mismo le dice (Sal 40, 11): “mas tú, Señor, ten piedad de mí, y resucítame”. Y por ser la misma la virtud del Padre y la del Hijo, él mismo resucitó también por su propia virtud. Y que esta fe justifique lo dice más adelante el Apóstol (Rm 10, 9): “Si confesares con tu boca a Jesús como Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”»[37]. Así como Abraham creyó que podría tener un hijo y fue justificado, nosotros somos justificados por la fe en la resurrección de Cristo.

La justificación y la resurrección de Cristo

En tercer lugar, al decir San Pablo en el siguiente y último versículo: «El cual fue entregado a causa de nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación»[38], según Santo Tomás: «indica la causa por la que justifica la fe en la resurrección de Cristo».

Lo justifica así: «”El cual”, esto es, Cristo, “fue entregado”, o sea, a la muerte, por Dios: “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó” (Rm 8, 32); y por Sí mismo: “Se entregó a Sí mismo por nosotros” (Ef 5, 2); y por Judas: “Quien me entregó a ti tiene mayor pecado” (Jn 19, 11); y por los judíos: “y lo entregarán a los gentiles para que lo escarnezcan” (Mt 20, 19). “Y resucitó para nuestra justificación”, esto es, para resucitándonos justificarnos. “A fin de que como Cristo resucito de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida (Rm 6, 4)»[39].

Al estudiar, en la Suma teológica, las consecuencias teológicas del dogma fundamental de la resurrección de Cristo, y tratar la cuestión de su necesidad, da cinco razones que hicieron necesario que Cristo resucitase. «Primera, para la manifestación de la divina justicia, a la que pertenece ensalzar a los que por Dios se humillan (…) Segunda, para la instrucción de nuestra fe, pues con la resurrección se confirma nuestra fe en la divinidad de Cristo (…) Tercera, para levantar nuestra esperanza, pues viendo a Cristo resucitado, que es nuestra cabeza, esperamos que nosotros también resucitaremos».

La siguiente es para darnos ejemplo, porque nosotros debemos resucitar espiritualmente con la vida de la gracia, que recibimos. Escribe el Aquinate: «Cuarta para información de la vida de los fieles, según la sentencia de San Pablo a los Romanos:

“como Cristo resucito de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 4). Y más adelante: “Cristo resucitado de entre los muertos, ya no muere” (Rm 6, 9); “así vosotros haceos cuenta que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios” (Rm 6, 11)»[40]. Muertos al pecado debemos resucitar con Cristo a una nueva vida, de manera que, como dice el Aquinate, al comentar estos versículos: «en lo presente vivamos con inocencia, y en lo futuro alcancemos una gloria semejante”[41].

La última razón, conexionada con la anterior, es la de completar la redención. «Quinta, para complemento de nuestra salud, pues así como soportó tantos males y se humilló hasta la muerte para librarnos de ellos, así según lo que dice el Apóstol a los Romanos: “se entrego por nuestros delitos y resucito para nuestra justificación” (Rm 4, 25)»[42].

De estas últimas palabras de San Pablo se desprende que en la redención de Cristo, los actos de su muerte y de su resurrección tienen a su vez dos objetos distintos: la expiación de nuestros pecados y nuestra justificación. Al comentarlas, nota Santo Tomás: «Y como por nuestros delitos fuera entregado a la muerte, se ve claro que con su muerte nos mereció la aniquilación de los pecados; pero resucitando no mereció, porque en estado de resurrección no fue viador sino comprensor», porque Cristo vive ya con un cuerpo glorioso.

Debe afirmarse, por consiguiente, que al igual que: «se dice que la muerte de Cristo, con la cual se extinguió en El la vida mortal, es la causa de la extinción de nuestros pecados: se dice que su resurrección por la cual revertió a la nueva vida de la gloria, es la causa de nuestra justificación, por la cual cobramos la novedad de la justicia»[43].

Idéntica es la conclusión en la Suma teológica. Aunque pueda parecer que no era necesaria la resurrección para la justificación, porque «bastaba para esto la pasión de Cristo, por la que fuimos libres de la pena y de la culpa[44], asegura el Aquinate que: «La pasión de Cristo, hablando propiamente, obró nuestra salud por la remoción de los males; pero la resurrección obró por la incoación de los bienes de que es modelo»[45]. Con la resurrección se incoa o inicia la justificación, el reinado de la gracia de Dios en nosotros, que se completará o culminará en el reino de los cielos, el reino de la gran justicia[46].

Eudaldo Forment



[1] Ga 2, 16.

[2] Ga 3, 6.

[3] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 3, lec. 3

[4] IDEM, Comentario a la ética de Nicómaco de Aristóteles, X, 13.

[5] Ga 3, 6.

[6] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 3, lec, 3

[7] Rm 4, 3.

[8] Rm 4, 1-2.

[9] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 1.

[10] Rm 4, 4,5.

[11] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 1.

[12] Rm 4, 5

[13] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 1.

[14] Rm 4, 13-15.

[15] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 2.

[16] Rm 4, 16.

[17] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[18] Rm 4, 16.

[19] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[20] Rm 4, 17.

[21] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[22] Rm 4, 18.

[23] Rm 4, 18.

[24] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[25] Rm 4, 19.

[26] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[27] Rm 4, 20.

[28] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[29] Rm 4, 20

[30] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[31] Rm 4, 21.

[32] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[33] Rm 4, 22-24.

[34] I Mac 2, 52,

[35] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[36] Rm 4, 24.

[37] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[38] Rm 4, 25.

[39] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[40] IDEM, Suma teológica, III, q. 53, a. 1, in

[41] IDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VI, lec. 1.

[42] IDEM, Suma teológica, III, q. 53, a. 1, in.

[43] IDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 4, lec, 3.

[44] IDEM, Suma teológica, III, q. 53, a. 1, ob. 3.

[45]Ibíd., III, q. 53, a. 1, ad 3.

[46] Cf. IDEM, Exposición de la oración dominical o padrenuestro, 2.

4.09.16

XLVIII. La justificación y las obras

El don de la fe

«El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1]. La primera parte de esta afirmación del versículo del capítulo tercero de la Epístola a los romanos, permite fundamentar la tesis de Santo Tomás, en su segundo comentario a este escrito paulino: lo que justifica al hombre es la fe. La primera tesis de su doctrina de la justificación implica que«la justicia viene de Dios (…) por la fe en Jesucristo»[2].

Al comentar Santo Tomás esta precisión de San Pablo, establece una segunda tesis: «Se dice que la justicia de Dios es por la fe de Jesucristo, no de modo que por la fe merezcamos ser justificados como si la propia fe existiera a causa de nosotros mismos y por ella mereciéramos la justicia de Dios, según decían los pelagianos, sino porque en la propia justificación por la que somos justificados por Dios, el primer movimiento de la mente hacia Dios es por la fe. “El que se llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan” (Hb 11, 6). De aquí que la misma fe, como primera parte de la justicia, nos la da Dios “De gracia habéis sido salvados por la fe (Ef 2, 5)».

La segunda tesis, implícita en la primera, es que la fe nos la da Dios. Por ser la «primera parte” de la justificación, procede también de Dios. Sin embargo: «esta fe de la cual procede la justicia no es la fe informe, de la cual se dice en Santiago 2, 20: “la fe sin obras está muerta”, sino que es la fe formada por la caridad, de la cual se dice en Ga 5, 6: “Por cuanto en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por amor”. Y Ef 3, 17: “Y Cristo por la fe habite en vuestros corazones”, lo cual no se realiza sin la caridad. “El que permanece en la caridad en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn, 4 16). Esta es también la fe de la que se dice en Hch 15, 9: “Ha purificado sus corazones por la fe” purificación que no se opera sin la caridad. “La caridad cubre todas las faltas” (Pr 10, 12)»[3].

La fe informada por la caridad es una gracia dada por Dios. La fe proviene de Dios y únicamente el hombre puede impedirla, después de recibida. El hombre libremente puede ponerle impedimento en su curso. No cabe impedimento en su incoación, como tampoco pudo ponerlo Adán a su vida, cuando Dios se la dio. En cambio, si podía después haberse quitado la vida dada por Dios. Dios permite su frustrabilidad, aunque podría quitar la resistencia, como a veces hace, sin modificar la libertad humana, al igual que tampoco la modifica al perfeccionarla, al regenerar la voluntad humana para que pueda aceptar este don.

Por ella misma, la libertad humana sólo tiene el poder de resistir a la fe. La misma fe, dada por Dios gratuitamente, le da el otro poder de no resistirla. La naturaleza humana por sí misma no puede nada en el orden sobrenatural, ni merecerlo ni tampoco dejar de frustrarlo. El recibir la fe y aceptarla es efecto de la gracia, pero sin impedir la libertad y, por ello, que los actos sean de la misma voluntad. Como sintetiza el mismo San Pablo: «no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[4].

Las obras humanas

Una tercera tesis se encuentra en el pasaje de San Pablo, que incluye la afirmación: ««el hombre es justificado por la fe», sobre las que se fundamentan las dos tesis indicadas, es la concreción: «sin las obras de la ley»[5]. Santo Tomás establece, por ello, en esta última tesis, que cualesquiera de las obras, que realiza el hombre, sin que haya intervenido la gracia de Dios, conseguida por Cristo, no le justifican ni le salvan.

Desde su época de fariseo, San Pablo ya sabía que el hombre está bajo el trágico poder del pecado, que lo invade todo y a todos. Con una acusada violencia, el mundo lleno de pecado arrastra al hombre a su perdición. Sin embargo, le habían enseñado que el hombre por sí mismo podía oponerse a su influencia y así frenarlo, si cumplía con la ley de Dios. Como consecuencia, la justificación se conseguía por el cumplimiento de la Ley.

El fiel observante de la misma tenía la completa seguridad que obtendría la justificación y con ella la salvación. Tendrá así que esforzarse por sí mismo frente a las dificultades externas e internas para cumplir la ley de Dios. Su fuerza de voluntad para seguir las leyes divinas le permitirá liberarse de la esclavitud del pecado. Dios le pagará su éxito con la justificación y salvación, que habrá obtenido por el precio de su fidelidad

Frente a esta interpretación de la justificación de los fariseos, que el mismo San Pablo había asumido, y que, por implicar la autosuficiencia de la naturaleza humana, es afín al pelagianismo, nota ahora, en la Epístola a los romanos, en primer lugar, que no es posible observar ni todas, ni correctamente, las prescripciones de la ley. Se pregunta San Pablo, refiriéndose a los judíos: «¿Qué decir entonces? ¿Tenemos acaso alguna ventaja nosotros? No, de ningún modo, porque hemos probado ya que tanto los judíos como los griegos, todos, están bajo el pecado; según está escrito “no hay justo, ni siquiera uno” (Sal 13, 1) (…) Sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre y el mundo entero sea reo ante Dios: dado que por obras de la Ley “nadie será justificado delante de El carne alguna” (Sal 142, 2); pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[6].

Sobre este pasaje, considera Santo Tomás que «Los judíos, contra quienes hablaba el Apóstol, pudieran para su excusa torcer el sentido de la autoridad invocada, diciendo que las palabras anteriormente dichas débense entender acerca de los gentiles, no de los judíos»[7]. Sin embargo, en este mismo lugar dice San Pablo: «sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero sea reo ante Dios»[8].

Todavía podrían replicar: «La palabras arriba invocadas no están tomadas de la Ley sino de un Salmo. Pero a esto débese decir que a veces el nombre de Ley se toma por todo el Antiguo Testamento, no sólo por los cinco libros de Moisés, según aquello de Jn 15, 25: “Es para que se cumpla, la palabra escrita en su Ley”, lo cual está escrito en el Antiguo Testamento, no en los cinco libros de Moisés, que propiamente reciben el nombre de Ley. Y también así se entiende aquí la palabra ley».

Una segunda objeción podría ser la siguiente: «En el Antiguo Testamento, se dicen muchas cosas relativas a otras naciones, como es patente en muchos lugares de Isaías y Jeremías, donde leemos muchas cosas contra Babilonia y de manera semejante contra otras naciones. Así es que no por mencionarse la ley se habla de las personas ni de las cosas que en la ley aparecen», es decir, de los judíos.

A esta objeción, indica Santo Tomás que: «débese decir que lo que indeterminadamente se dice es claro que se refiere a los que se les da la Ley, pues cuando habla de veras la Escritura de otros, de manera especial los designa, como cuando dice: “Duro anuncio contra Babilonia” (Is 13, 1) y cuando amenaza a Tiro (Am 1, 19).

Por consiguiente: «Las cosas que se dicen en el Antiguo Testamento contra otras naciones de algún modo les correspondían a los judíos, en cuanto los infortunios de aquello se decían para la consolación o para terror de éstos, así como también el predicador debe decir aquello que les toca a los que les predica, no lo que corresponde a otros».

Además, nota el Aquinate que San Pablo en este último versículo «cuando dice “, para que toda boca enmudezca” (Rm 3, 19), indica el alcance del predicho argumento, pues por dos motivos arguye a todos de injusticia la Sagrada Escritura. Lo primero para reprimirles su jactancia, por la cual se juzgaban ser justos (…) Lo segundo para que reconociendo su culpa se sujetaran a Dios, como el enfermo al médico».

Argumenta seguidamente Santo Tomás: «Por lo cual añade: “Y el mundo entero sea reo ante Dios” (Rm 3, 19) esto es, no sólo el gentil. Sino también el judío, reconociendo el uno y el otro su culpa “¿Cómo no ha de estar mi alma sometida a Dios? (Sal 61, 2)»[9].

Las obras de la ley

Como consecuencia, puede afirmar San Pablo: « por obras de la Ley “nadie será justificado»[10]. Comenta Santo Tomás: «Nadie es justo porque ninguna carne, esto es, ningún hombre se justifica ante sí mismo, o sea, según su juicio por las obras de la Ley, porque, como se dice en Ga 2, 21: “Si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano”. El Apóstol también dice: “El nos salvó, no a causa de obras de justicia, que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia” (Tt, 3, 5)».

Acude seguidamente una distinción que se encuentra en la Glosa. «Es doble la obra de la Ley: la una es propia de la ley de Moisés, como la observancia de los preceptos ceremoniales; la otra es obra de la ley de la naturaleza, porque pertenece a la ley natural, como “no matarás”, “no hurtarás”, etc.».

Refiere a continuación la exégesis de la Glosa de la afirmación paulina que la justificación no es por el cumplimiento de la obras de la ley, interpretación que el Aquinate no asume. «Algunos entienden que esto se dice de las primeras obras de la ley, a saber que las ceremoniales no conferían la gracia por la que los hombres son justificados». Al decir San Pablo que las obras que se siguen del cumplimiento de la ley no justifican, se referiría a las leyes ceremoniales o rituales. La negación no alcanzaría a la obras de la práctica de la ley natural, que se confirmó en el Decálogo. San Pablo, por tanto, no negaría la eficacia justificadora de las obras morales.

En este segundo comentario a la Epístola a los romanos rechaza abiertamente esta interpretación, que seguían muchos autores. Nota a continuación Santo Tomás que: «Más no parece ser ésta la intención del Apóstol, lo cual es evidente porque en seguida agrega: “pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado”. Y es claro que los pecados se conocen por la prohibición de los preceptos morales, y así el Apóstol quiere decir que por todas las obras de la Ley, aun las que están mandadas por los preceptos morales, nadie se justifica de modo que por las obras se opere en él la justicia, porque como se dice más adelante: “Y si es por gracia ya no es por obras” (Rm 11, 6)»[11].

Al comentar este otro lugar de la Epístola de los romanos –«Y si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia dejaría de ser gracia»[12]–, indica el Aquinate que San Pablo refiriéndose a los judíos, que siguen la ley, dice: «”Y si es por gracia” por lo que han sido salvos”, “ya no es por obras” de ellos. “El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia (Tt, 3, 5) (…) si la gracia proviene de las obras, “la gracia dejaría de ser gracia”, que así se llama por otorgarse gratuitamente. “Justificados gratuitamente por su gracia” (Rm 3, 24)»[13]. Con ninguna obra de la ley, ya sea ceremonial o natural, se consigue la justificación. Con las obras no se «compra» la gracia[14].

Después de declarar San Pablo que la observancia de la ley no es eficaz para la justificación del hombre, y añadir: «pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[15], explica Santo Tomás que con ello: «demuestra lo que dijera, o sea, que las obras de la ley no justifican. En efecto, la ley se da para que el hombre sepa qué debe hacer y qué evitar. “No ha hecho otro tanto con las demás naciones, ni les ha manifestado a ellas sus juicios” (Sal 147, 20). “El mandamiento es una antorcha, y la Ley es una luz y el camino de la vida” (Pr 6, 23)».

Ni el cumplimiento de la ley de Moisés, o la ley natural expresada en ella, ni tampoco su mero conocimiento justifican al pecador. A los judíos, que estaban bajo la ley del Moisés, o a los gentiles, que lo estaban bajo la ley natural, la ley les servía para el conocimiento de sus pecados. «Ahora bien, de que el hombre conozca el pecado el cual debe evitar por cuanto está prohibido, no se sigue formalmente que lo evite, lo cual pertenece al orden de la justicia, porque la concupiscencia subvierte el juicio de la razón en el obrar concreto. Y por lo mismo la ley no basta para justificar, sino que se necesita otro remedio por el cual se reprima la concupiscencia»[16]. La gracia de Dios es, por ellos, la que permitirá que se cumplan las obras de la ley.

Leer más... »

18.08.16

XLVII. La justificación por la fe

La justificación

En un pasaje de su Epístola a los Romanos, San Pablo argumenta: «¿Dónde está el motivo de gloriarte? Queda excluido ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la Ley de la fe. Así concluimos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1].

Santo Tomás, que comentó las catorce epístolas de San Pablo, y la dirigida a los fieles de Roma, dos veces, en la segunda y última versión, indica, al explicar los primeros vehículos del texto paulino, que puede entenderse, «por justicia de Dios, la justicia por la que justifica Dios a los hombres»[2].

Para comprender estos textos, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que  la palabra «justificación» tiene varios significados. El sentido más usual es el que expresa el acto de justificarse, que consiste en dar la razón o el motivo de algo que se ha realizado, para que se advierta que no era inconveniente o ilícito y, por tanto, para que su autor no se le tenga por malo o culpable. Justificarse sería equivalente a defenderse para probar la propia inocencia. Se comprende que a esta exculpación se  le denomine justificación, porque esté término, en sentido jurídico, significa la exposición de la no culpabilidad del que se le presume culpable, y, por tanto, con la proclamación de lo justo, de lo que es conforme a la realidad.

Otro sentido, que es el que se utiliza en la Sagrada Escritura, implica no una presunción, sino una afirmación de la culpabilidad del hombre por ser un pecador y, por tanto, que vive en una situación injusta, no conforme a la razón y a la ley divina. Desde la probada posición pecadora del hombre, la justificación sería hacer justo al que no lo es, al hombre que es claramente culpable. En este sentido religioso,  justificar es hacer justo. La justificación es el acto de la voluntad divina por el que el pecador es hecho justo. Dada la condición pecadora y culpable del hombre, la acción divina justificadora es imprevisible por no ser exigible y es así totalmente gratuita.

Leer más... »

3.08.16

XLVI. Heridas pecaminosas

El bien de la naturaleza

La concupiscencia, inclinación desordenada habitual de las partes inferiores del cuerpo y del alma, llamada también «fomes» o yesca, porque al actualizarse se convierte en pecado, la dejo el pecado original en la naturaleza humana. La inclinación desordenada de los apetitos sensibles y que queda como reato después de perdonado el pecado por el bautismo, no es el único legado del pecado original. Explica Santo Tomás: «Así como en el orden del bien son la inteligencia y la razón quienes poseen primacía, así en el orden del mal la parte inferior del alma es la principal, porque entenebrece y arrastra a la razón (…). Por esto el pecado original se dice que es más bien concupiscencia que ignorancia, aunque es cierto que la misma ignorancia está incluida entre los defectos materiales del pecado original»[1].

Después del pecado original, el hombre perdió la armonía perfecta de sus facultades, aunque no absoluta, que confería la gracia, pero no conservó una armonía imperfecta, que tendría el hombre en el teórico estado de naturaleza pura, o un estado sin la gracia y sin los dones preternaturales. Consecuencia del primer pecado fue esta falta de toda armonía.

Leer más... »

18.07.16

XLV. El misterio de las tentaciones de Cristo

El comentario de San Gregorio Magno

Una de las reflexiones sobre el misterio de la tentaciones de Cristo, que tuvo principalmente en cuenta en su explicación teológica Santo Tomás de Aquino, fue la de del papa San Gregorio Magno (c. 540-604), Sobre este Doctor de la Iglesia, uno de los cuatro primeros, junto con San Ambrosio, San Jerónimo y San Agustín, dijo Benedicto XVI que: «Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza»[1].

El llamado «Papa de la razón» indica también que: «En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo “siervo de los siervos". Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza»[2].

En sus Homilías sobre los Evangelios, que reúne sus predicaciones en las basílicas e iglesias de Roma al pueblo romano, dedicó una de ellas, al comentar el evangelio del primer domingo de Cuaresma (Mt 4, 1-11), en la basílica de San Juan de Letrán. Empezó con esta confesión: «La mente se resiste a creer y los oídos humanos se asombran cuando oyen decir que Dios Hombre fue transportado por el diablo, ora a un monte muy encumbrado, ora a la ciudad santa. Cosas, no obstante, que conocemos no ser increíbles si reflexionamos sobre ello y sobre otros sucesos»[3].

Uno de estos, el primero, que se destaca desde este relato, es que: «El diablo es cabeza de todos los inicuos y que todos los inicuos son miembros de tal cabeza. Pues qué, ¿no fue miembro del diablo Pilatos? ¿No fueron miembros del diablo los judíos que persiguieron a Cristo y los soldados que lo crucificaron? ¿Qué extraño es, por tanto, que permitiera ser transportado al monte por aquel a cuyos miembros permitió también que le crucificaran?».

No es extraño, por consiguiente, y tampoco: «no es, pues indigno de nuestro Redentor, que había venido a que le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones las nuestras».

Señalada la conveniencia de la tentación, advierte, no obstante, que: «La tentación se produce de tres maneras: por sugestión, por delectación y por consentimiento. Nosotros, cuando somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros el campo donde soportar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de la Virgen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del pecado ni rozo siquiera su alma; y así, toda aquella tentación diabólica, fue exterior, no de dentro»[4].

El duelo con Satanás

Comenta seguidamente, San Gregorio, que: «Mirando atentos al orden en que procede en Él la tentación, debemos ponderar lo grande que es el salir nosotros ilesos de la tentación». A nosotros nos tienta no sólo lo externo, sino también una tentación interna, que procede del pecado original y que está en nuestro interior, en donde encuentra su complicidad. En Cristo, la tentación no podía partir de su interior, ni podía darse en Él ninguna connivencia interior con la tentación.

Nota también el papa Gregorio I que el paralelismo entre las tentaciones y su orden, que sufrieron Adán y Eva, con las que sufrió Jesús, y también su correspondencia con nuestras debilidades actuales. El «altivo» y «antiguo enemigo» se dirigió a los primeros con las mismas tentaciones. «Pues le tentó con la gula, con la vanagloria y con la avaricia; y tentándole le venció, porque se sometió con el consentimiento. En efecto, le tentó con la gula, cuando le mostró el fruto del árbol prohibido y le aconsejó comerle. Le tentó con la vanagloria cuando dijo: “Seréis como dioses”. Y le tentó con la avaricia cuando dijo: “Sabedores del bien y del mal”; pues hay avaricia no sólo de dinero, sino también de grandeza; porque propiamente se llama avaricia cuando se apetece una excesiva grandeza; pues, si no perteneciere a la avaricia la usurpación del honor, no diría San Pablo refiriéndose al Hijo unigénito de Dios (Phil. 2, 6): “No tuvo por usurpación el ser igual a Dios”. Y con esto fue con lo que el diablo sedujo a nuestro padre a la soberbia, con estimularle a la avaricia de grandezas»[5].

Cristo tomó sobre sí, al igual que la muerte, el sufrir nuestras tentaciones para vencerlas y hacer posible que nosotros las venciéramos con su gracia que nos consiguió. Por ello: «Por los mismos modos por los que derrocó al primer hombre, por esos mismos modos quedó el tentador vencido por el segundo hombre. En efecto, le tienta por la gula, diciendo: “Di que esas piedras se conviertan en pan”; le tentó por la vanagloria cuando dijo: “ Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo”; y le tentó por la avaricia de la grandeza cuando, mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: “Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares”. Mas, por los mismos modos por los que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, es él vencido por el segundo hombre, para que, por la misma puerta por la que se introdujo para dominarnos, por esa misma puerta saliera de nosotros aprisionado»[6].

A Cristo, Satán se le había aparecido con forma humana. Entre ambos se había entablado un diálogo como un hombre a otro hombre, aunque la iniciativa, por marchando al desierto, la había tomado el vencedor. Le venció con la verdad y la justicia. «El Señor, tentado por el diablo, responde alegando los preceptos de la divina palabra, y Él, que con esa misma Palabra, que era El, el Verbo divino, podía sumergir al tentador en los abismos, no ostenta la fuerza de su poder, sino que sólo profirió los preceptos de la Divina Escritura para ofrecernos por delante el ejemplo de su paciencia, a fin de que, cuantas veces sufrimos algo de parte de los hombre malos, más bien que a la venganza, nos estimulemos a practicar la doctrina».

Además de la paciencia, se nos propone la humildad. «Cuán grande es la paciencia de Dios y cuán grande es nuestra impaciencia. Nosotros, cuando somos provocados con injurias o con algún daño, excitados por el furor, o nos vengamos cuanto podemos, o amenazamos lo que no podemos (…) El Señor soportó la contrariedad del diablo y nada le respondió sino palabras de mansedumbre: soporta lo que podía castigar, para que redundase en mayor alabanza suya el que vencía a su enemigo, sufriéndole por entonces y no aniquilándole»[7].

En tercer lugar, se nos invita a la adoración de Cristo, porque: «Habiéndose retirado el diablo, los ángeles le servían (a Jesús). ¿Qué otra cosa se declara aquí sino las dos naturalezas de una sola persona, puesto que simultáneamente es hombre, a quien el diablo tienta, y el mismo es Dios, a quien los ángeles sirven? Reconozcamos, pues, en Él nuestra naturaleza, puesto que, si el diablo no hubiera visto en Él al hombre no le tentara; y adoremos en El su divinidad, porque, si ante todo no fuera Dios, tampoco los ángeles en modo alguno le servirían»[8].

Por último, quedan explicados como deben vivirse los días de ayuno y penitencia de la cuaresma. «Hallamos que Moisés, para recibir la Ley la segunda vez, ayunó cuarenta días; Elías ayunó en el desierto cuarenta días; el mismo Creador de los hombres, cuando vino a los hombres, durante cuarenta días no tomó en absoluto alimento alguno. Procuremos también nosotros, en cuanto nos sea posible, mortificar nuestra carne por la abstinencia durante el tiempo cuaresma cada año»[9].

En conclusión, exhorta San Gregorio que: «Cada cual, conforme sus fuerzas lo consientan, atormente su carne y mortifique los apetitos de ella y dé muerte a las concupiscencias torpes para hacerse, como dice San Pablo, hostia viva. Porque la hostia se ofrece y esta viva cuando el hombre ha renunciado a las cosas de esta vida y, no obstante, se siente importunado por los deseos carnales. La carne nos llevó a la culpa; tornémosla, pues, afligida, al perdón. El autor de nuestra muerte, comiendo el fruto del árbol prohibido, traspasó los preceptos de la vida; por consiguiente, los que por la comida perdimos los gozos del paraíso levantémonos a ellos, en cuanto nos es posible, por la abstinencia»[10].

La visión escriturística

En nuestra época, Louis-Claude Fillión, profesor del Instituto Católico de París, desde una perspectiva científica, se ocupó de la vida de Jesús. Al tratar el episodio de las tentaciones, aportó nuevas observaciones, que están en continuidad con San Agustín, San Gregorio el Magno y Santo Tomás. Notó, en primer lugar, que es: «un misterio más profundo y más asombrosos aún que el del bautismo de Nuestro Señor; el Hijo de Dios tentado, es decir, provocado a hacer mal; el Hijo de Dios en contacto inmediato con el príncipe de los demonios»[11].

Gracias a San Pablo y a estos y a otros doctores de la Iglesia, puede advertir que: «El Verbo divino, al hacerse hombre, había aceptado todas las condiciones, todas las miserias, todas las humillaciones de nuestra naturaleza caída. Por lo cual, dice el apóstol de los gentiles (Hb 4, 15) fue “tentado como ellos”. Y aún va más lejos San Pablo cuando no vacila en decir (Hb 2, 18) que “fue necesario que Jesús fuese hecho en todo semejante a sus hermanos…, porque, por haber padecido y sido tentado, es poderoso para ayudar a los que son tentados”. Hay, pues, también aquí, de parte del Salvador, una de aquellas voluntarias humillaciones que, con lenguaje nobilísimo, describe la Epístola a los Filipenses (Fil 2, 7,8)»[12].

Para comprender de algún modo el misterio de las tentaciones, debe también tenerse en cuenta que: «Primeros en sufrir la prueba de la tentación habían sido los ángeles, muchos de los cuales sucumbieron tristemente. La sufrió también Adán y nosotros sabemos cuán funestos fueron los resultados para sí y para su posterioridad. Tampoco se libró de ella el segundo Adán; ¡pero qué magnifica va a ser su victoria! Todo bien considerado, entrar en abierta liza contra el caudillo del imperio de las tinieblas y triunfar de él»[13].

Además, que: «La dolorosa escena de Getsemaní derrama clarísima luz sobre la tentación del desierto. Aunque era impecable pudo, pues, Jesús ser realmente tentado; pero con esta otra gran diferencia: que en nosotros, por obra del pecado original, hay una levadura de concupiscencia que aumenta la potencia del mal, mientras que en Jesús, en quien todo era santo y perfecto, no podía la tentación provenir sino de fuera, de Satán o de sus agentes».

La razón por la que Jesús: «podía ser incitado al mal y tentado a faltar a su deber» era porque le era posible: «ocultarse, digámoslo así, momentáneamente su divinidad y permitir que la naturaleza humana fuera sometida a duras pruebas». Además: «La tentación, por penosa que pueda ser, no causa de suyo ningún mal al alma que sabe resistirla; antes al contrario, pone de manifiesto el temple del alma, y de este modo acrecienta sus méritos»[14].

Después de haber sido bautizado por Juan Bautista –según «una antiquísima tradición, referida ya por Peregrino de Burdeos (a. 333)» en «el punto del Jordán próximo al convento griego de San Juan Bautista (Kasr-el Yeub, castillo de los Judíos), a cinco millas romanas del mar Muerto»[15]–, «desde las orillas del Jordán, Jesús, conducido por el Espíritu Santo, atravesó el espacio de unos ocho kilómetros que media entre el río y Jericó; luego, encaminándose hacia el Oeste, se detuvo, según indica San Mateo con precisión, en la región más elevada del desierto (…) en el lugar que hoy lleva el nombre de Djebel Kurûntel o Kurûntul, “monte de la Cuaresma”, en memoria de los cuarenta días que en el pasó el Salvador»».

A diferencia de otros que sostienen que el ayuno de Jesús fue natural, porque de acuerdo con los datos de la ciencia puede el hombre vivir sin comer hasta sesenta días, Fillion cree que: «Por espacio de este largo período, vivió casi únicamente del alma, sumido por entero en Dios, rogando por los que había venido a salvar, contemplando de antemano las diferencia fases de su próximo ministerio. Vivió como en éxtasis continuado, durante el cual las necesidades del cuerpo estaban milagrosamente en suspenso. Pero de repente, al reasumir la naturaleza imperiosamente sus derechos, hízose sentir el aguijón del hambre»[16].

Respecto a la actuación de Satanás, advierte, por una parte, que: «El Evangelio nos muestra al príncipe de los demonios acercándose de manera insidiosa, muy probablemente debajo de forma humana Los distintos nombres que aquí le dan los escritores sagrados son los mismos que de ordinario recibe en las otras partes de la Biblia: “Satán”, palabra hebrea que significa “adversario”; “diablo” o calumniador y “tentador”. Cada uno de estos calificativos lo señala con merecido estigma y pone de relieve su rara maldad. Enemigo como es de Dios y de los hombres, envidioso de Dios y de los hombres, ¡qué triunfo no alcanzaría sobre Dios y sobre los hombres juntamente si lograse vencer al Salvador¡ En su triple asalto contra Cristo manifestará toda su astucia y toda su habilidad».

Por otra parte, que: «La expresión “Si eres el Hijo de Dios”, que pone por dos veces como en vanguardia de sus pérfidas sugestiones, muestra que hasta cierto punto conocía la naturaleza y misión de Jesús. Poco antes, en el bautismo de Nuestro Señor, la voz divina había hablado con suficiente claridad para instruirle, si es que él o uno de los suyos la escucharon. En todo caso, quería tener una certeza mayor. Aquellas palabras insidiosas “Si tu eres…” están escogidas se intento para excitar en lo más vivo el amor propio de Aquel a quien iba a tentar y obtener más fácilmente de Él el prodigio solicitado»[17].

La palabra de Dios

Considera Fillion que la intención del diablo, en la primera tentación, era: «apremiar a Jesús a que utilizase en interés personal, sin necesidad perentoria, el don de hacer milagros, que sin duda le habría sido concedido si verdaderamente era el Mesías. ¿Por qué el Hijo de Dios había de sufrir hambre como un simple mortal en aquel inhabitado desierto, cuando tan fácil le era procurarse, sin más que una palabra, un alimento nutritivo? Hábil era la sugestión. Si Jesús le hubiese dado oídos “habría subordinado”, por lo menos momentáneamente, su naturaleza divina a las necesidades de su humanidad, colocando lo humano por encima de lo divino, transformando lo divino en medio para lo humano; habría, por consiguiente, invertido el orden dispuesto por Dios»[18].

Sobre la respuesta de Jesús, en esta primera tentación, explica, el investigador francés, que: «Algunos exegetas han desviado la respuesta de Jesús de su verdadero sentido, explicándola cual si la locución “palabra de Dios” significase aquí no un valimiento material, sino espiritual; por ejemplo, la obediencia a la voluntad divina, la palabra inspirada de los Libros santos, etc.»[19].

No parece que sea así, porque en el versículo del Deuteronomio, con el que replicó Jesús, con la expresión «toda palabra que sale de la boca de Dios» se alude al milagro del maná con el que el Señor los alimentó durante cuarenta años en el desierto. De manera que: «Con una palabra de su boca creadora y omnipotente les dio en abundancia un alimento maravilloso, que sostuvo sus fuerzas por espacio de cuarenta años ¿Por qué, pues, Jesús, que se hallaba en circunstancias semejantes a las de los israelitas, había de obrar un milagro egoísta contrario al orden de la Providencia, dado que Dios conocía sus necesidades y no dejaría ciertamente de remediarlas en sazón oportuna?»[20].

La protección de Dios

Respecto a la segunda tentación, cree Fillion que: «el Salvador toleró a Satanás que le llevase por los aires hasta Jerusalén»[21]. Sin embargo, parece más verosímil lo que indica dominico A.M. Henry: «No se ha de entender esta tentación como si Jesús se hubiera subido sobre las espaldas del diablo o agarrado a su brazo (…) El diablo conduce a Jesús sencillamente a Jerusalén y hasta el pináculo del templo. Y le tienta utilizando de nuevo una palabra de la Escritura, sugiriéndole seducir al pueblo con espectáculos prestigiosos. Es la tentación perpetua de los que “exigen milagros” (1 Cor 1, 22)»[22].

El exegeta francés sigue a Marie-Joseph Lagrange, fundador de la Escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén, que había notado que: «Si Jesús había seguido al demonio por los aires, ¿qué podía significar la invitación de tirarse desde una altura de algunos cientos de metros? Jesús habría cedido ya al deseo de Satán»[23].

Añade el profesor Fillion que: «La táctica diabólica, con ser siempre la misma en el fondo intenta ahora perfeccionarse. El tentador que, a costa suya, acababa de comprobar la fuerza de una cita bíblica traída oportunamente, se atreve, a su vez, a alegar también una para justificar su odiosa proposición»[24]. Toma del Salterio el versículo: «mandó a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos tus caminos»[25], y, como comenta Fillion: «Cierto que ella expresa con gracia encantadora los cuidados, que bien podemos llamar maternales, de que Dios rodea a los justos, sus fieles amigos»[26].

Sobre la solicitud maternal de Dios, escribía santa Laura Montoya: «Me echaré como un niño enfermo en vuestros brazos, cual el niño en los de su madre, y me estaré quietecita hasta que mi mal halle su remedio en tu casa, oh Dios-Madre mía! No es mucho pensar en que eres Madre, pues que Jesucristo dijo: “Quise arroparte como la gallina a sus polluelos (Mt 23, 37) y también dijo: “Una madre puede olvidarse de sus hijos pero yo jamás me olvidaré de ti” (Is 49, 15). Luego si la madre puede olvidarse de sus hijos y Jesús no, se sigue que Dios es más que madre. En este pasaje me autoriza a mirarlo como más que madre! ¿Y que es más que madre? Pues un Dios-Madre»[27].

Con esta cita del Salmo, la argumentación del diablo sería que Dios: «Con mayor razón ha de proteger a su Cristo. No dude, pues, Jesús, en lanzarse al abismo. Lejos de hacerse daño alguno, con este inaudito prodigio asombrará a los judíos que a todas horas andan por los patios del templo, y al punto será aclamado como el esperado libertador, como Mesías directamente descendido del cielo»[28].

Con la respuesta de Jesús, «No tentarás al Señor tu Dios»[29], le contesta que Dios: «ha dado solemne palabra de que socorrerá a los justos cuando se hallaren en peligro, pero no ha prometido venir en su ayuda cuando sin razón suficiente se expongan ellos mismos al peligro por temeraria presunción, según que Satanás se lo proponía a Jesús. Proceder de este modo sería tentar a Dios, ponerle arrogantemente a prueba, exigir que por nuestros capricho renuncie a los sabios designios de su Providencia, que, por decirlo de una vez, obre milagros estupendos para remediar los daños de incalificables locuras»[30].

Principios del reino de Dios

En lo tocante a la tercera tentación, sostiene Fillion que: «Es probable que Satanás, por arte de magia, por una especie de fantasmagoría y de espejismo, hiciese pasar ante los ojos e imaginación de Nuestro Señor en grandioso y admirable panorama las bellezas de la naturaleza y del arte, las ciudades con sus palacios, los ejércitos y las turbas, las riquezas materiales, en una palabra, todo lo que constituye la gloria exterior de nuestra tierra»[31].

Parece ser que el monte elevado al que subió el diablo a Jesús fue la cumbre del monte de la Cuarentena. El monte o «la roca (pues tal nombre se le puede dar), se eleva 492 m. sobre el mar Muerto, 323 m. sobre Ain es-Sultan (fuente de Eliseo), 98 m sobre el Mediterráneo; yérguese escarpado y casi vertical frente a Tell es-Sultan (montículo en ruinas del Jericó de la época de Josué). La laderas del monte están perforadas de cavernas, que antiguamente estuvieron habitadas por anacoretas. Desde la cumbre se domina toda la vasta llanura de Jericó y las sinuosidades del Jordán con la verde espesura de sus márgenes. Al norte la vista se dilata por el país de Gallad y de Basán, recreándose en las cumbres nevadas del Líbano; al oriente se divisa el país de los antiguos amorreos; al sur se extiende el mar Muerto y parte del desierto de Judá hasta el país de los idumeos, grandioso panorama, muy propio para el objeto que el tentador se proponía en el tercero de sus ensayos»[32].

En este lugar: «el diablo juega el todo por el todo (…) y le ofrece en contrato todos los reinos de la tierra. Pero la misión de Jesús no es reinar en la forma y con la pompa de Satán»[33]. Su misión consiste, como afirma Lagrange: «en proceder siempre y en todo por la adoración de Dios solo»[34].

Explica Fillion que: «como ya observó San Jerónimo (In Matth., h. 1), el demonio usa aquí un lenguaje atrevido y soberbio, pero falso en gran parte, pues ni posee tal autoridad sobre todo el mundo, ni puede conferir los reinos en feudo a quien le plazca. Más tampoco es enteramente mentirosa su aseveración dado que el mismo Dios le tolera el ejercicio de cierto poder en los negocios de los hombres, y que estos se entregan con mucha frecuencia a su funesta dirección»[35].

Es patente, como comenta seguidamente el escriturista francés que: «¡Con que arte encarece el valor de los bienes cuyo pleno e inmediato goce ofrece al Salvador¡ Pero esta oferta dista mucho de ser gratuita. El tentador exige, para conseguir su favor, una condición monstruosa y verdaderamente diabólica que Jesús se postre a sus pies y manifiesta así, a la usanza oriental, su absoluta sumisión al soberano de cuyas manos recibirá entonces sus poderes»[36].

A la orden de expulsión de Satanás, siguió Jesús con la cita de la Escritura «adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás»[37], con la que completaba las otras anteriores respuestas. «Este texto, tomado igualmente del Deuteronomio, expresa la ley fundamental de la verdadera religión. Adorar a Dios y servirlo, he aquí el primero y más grande de todos los mandamientos, y el que resume todos los demás (…) Ningún argumento mejor para imponer silencio a su adversario. Y así, el demonio, vencido en todos sus intentos, víose constreñido a huir vergonzosamente»[38].

Concluye Fillion que: «La victoria del que justamente ha sido llamado el segundo Adán, cabeza de la humanidad rescatada, compensa del vergonzoso y fácil vencimiento del primero». Sin embargo, hace notar que el auténtico sentido de este suceso: «no consistió solamente en una triple tentación de gula, de vanagloria y de ambición. Fue mucho más grave y decisiva (…) Jesús fue tentado, no a título de hombre ordinario, sino de Mesías, a la hora misma en que como tal iba a presentarse ante sus compatriotas»[39].

Se comprende está interpretación, si se tiene en cuenta que: «La mayoría de los judíos de entonces habían desfigurado torpemente el santo y celestial retrato que los profetas habían trazado del Mesías, hasta hacerlo completamente terreno y desconocido. El libertador que ellos esperaban había de aparecer de un modo teatral multiplicar los milagros sin más fin que halagar su vanidad personal o la de su pueblo y manifestarse como rey poderoso, cuyo imperio universal apenas bastaría para satisfacer su ambición. Este programa de falso mesianismo judío es el que el demonio, en sus tres consecutivos asaltos, proponía a Jesús que realizase».

En sus respuestas a las tres tentaciones, Jesucristo estableció tres grandes principios sobre su reino y su misión: «1º. Aun como Mesías no se creía a cubierto de las necesidades y pruebas a que están sometidos los demás hombres, ni hará milagro alguno para eximirse de ellas. 2º Para convencer a los judíos de sus derechos mesiánicos no echará mano tampoco de prodigios inútiles, ni hará “señales” deslumbradoras que no tengan un fin moral. 3º El reino que va a fundar nada tendrá de político ni terreno, sino que será espiritual y religioso. En una palabra, Jesús no se aviene a ejercer el oficio de Mesías sino en consonancia con la voluntad de Dios»[40].

En cualquier caso, como se dice en el Catecismo del Concilio de Trento, es innegable: «Cuán grande es la audacia y perversidad del diablo para tentarnos. Y cuán atrevidos sean, demuéstralo la voz de Satanás, según el Profeta: “Escalaré el Cielo” (Is 14, 13). Acometió a los primeros padres en el Paraíso, persiguió a los Profetas, deseó apoderarse de los Apóstoles, a fin de cómo dice el Señor por el Evangelista “zarandearlos como el trigo” (Lc 22, 31), y ni aún se avergonzó ante la presencia misma de Cristo, nuestro Señor (Mt 4, 3); por lo cual expresó San Pedro la insaciable ambición de ellos y su inmensa actividad diciendo: “Vuestro enemigo el diablo anda girando, como león rugiente, alrededor de vosotros, en busca de presa que devorar” (Pdr 5, 8). Pero no es sólo Satanás el que tienta a los hombres, sino que, a veces, bandas de demonios acometen a cada uno, como lo declaró aquel diablo que, preguntado por Cristo, Señor nuestro, qué nombre tenía, contestó: “Tengo por nombre Legión (Mrc 5, 9); esto es, una multitud de demonios, que habían atormentado a aquel desgraciado; y de otro demonio se lee: “Toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando habían allí, y el último estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero” (Mt 12, 45)[41].

La tentación del rechazo de Dios

Otro aspecto de las tentaciones de Jesús es su especial actualidad, como ha puesto de relieve otro Papa, Benedicto XVI. En su obra Jesús de Nazaret, confiesa en el prólogo del primer volumen: «Yo sólo he intentado, más allá de la interpretación meramente histórico-crítica, aplicar los nuevos criterios metodológicos, que nos permiten hacer una interpretación propiamente teológica de la Biblia, que exigen la fe, sin por ello querer ni poder en modo alguno renunciar a la seriedad histórica»[42].

En la primera parte de la obra, después de ocuparse del bautismo de Jesús, lo hace con las tentaciones. En primer lugar, se ocupa de analizar la naturaleza de la tentación diabólica. En los relatos evangélicos de las tres tentaciones de Cristo: «Aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto». Es el centro, que se puede descubrir en muchas de las corrientes de pensamiento y de acción social y política del mundo actual.

Retirado Dios de la vida en todas sus dimensiones: «poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras»[43]. La tentación de rechazo de Dios y no sólo su gracia, que es imprescindible, sino de su misma realidad.

Si en su profundidad se encuentra lo negativo, el quitar a Dios de la vida del mundo, en su superficie la tentación se presenta como algo positivo o conveniente, porque: «Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral; no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor, abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo».

La mentira está en la tentación, tanto en su interior como en su exterior. Miente en el aspecto externo, porque: «se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita».

También miente al mostrar el verdadero problema profundo que esconde, porque, por una parte: «La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que Él es el real, la realidad misma? ¿Es Él mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana». Por otra la cuestión moral conexionada: «¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús»[44].

La prueba de la existencia de Dios

Seguidamente escribe Benedicto XVI sobre la primera tentación: «”Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes” (Mt 4, 3). Así dice la primera tentación: “Si eres Hijo de Dios…”; volveremos a escuchar estas palabras a los que se burlaban de Jesús al pie de la cruz: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27, 40). El Libro de la Sabiduría había previsto ya esta situación: “Si es justo, Hijo de Dios, lo auxiliará…” (2, 18). Aquí se superponen la burla y la tentación: para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esta petición de pruebas acompaña a Jesús durante toda su vida, a lo largo de la cual se le echa en cara repetidas veces que no dé pruebas suficientes de sí; que no haga el gran milagro que, acabando con toda ambigüedad u oposición, deje indiscutiblemente claro para cualquiera qué es o no es»[45].

Es innegable, que, como comenta seguidamente: «Esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee»[46].

Reconoce el Papa que: «se puede preguntar por qué Dios no ha creado un mundo en el que su presencia fuera más evidente; por qué Cristo no ha dejado un rastro más brillante de su presencia, que impresionara a cualquiera de manera irresistible»[47].

Su respuesta es que: «Este es el misterio de Dios y del hombre que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable, y sólo se le puede buscar y encontrar con el impulso del corazón, a través del “éxodo” de “Egipto”»[48].

El diablo, en la primera tentación, concreta un argumento sobre la realidad de Dios.«La prueba de la existencia de Dios que el tentador propone en la primera tentación consiste en convertir las piedras del desierto en pan»[49].

Lo que implica esta propuesta es el siguiente dilema: «¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná. Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención?»[50].

Esta tentación puede plantearse en la Iglesia en nuestros días de este modo: «Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después». La solución se puede encontrar en un hecho equivalente en la vida de Jesús: el milagro de la multiplicación de los panes[51].

Se pregunta el Papa: «¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios»[52].

Un primer elemento del milagro es buscar a Dios; el segundo, orar o pedirle. «Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida»[53].

De las palabras de Jesús en esta tentación –«No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»[54]– se desprende para todos los ámbitos de la cultura actual: «Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes»[55].

Con la inversión de esta jerarquía, que se impone en nuestro mundo: «Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios».

Afirma Benedicto XVI, como conclusión definitiva, que: «Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien»[56].

El dogma moderno

En la segunda tentación, la cita del Salmo 90 –«mandó a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos tus caminos»– revela, por una parte, que: «El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud; todo el diálogo de la segunda tentación aparece formalmente como un debate entre dos expertos de las Escrituras: el diablo se presenta como teólogo»[57].

Por otra parte, que: «El debate teológico entre Jesús y el diablo es una disputa válida en todos los tiempos y versa sobre la correcta interpretación bíblica, cuya cuestión hermenéutica fundamental es la pregunta por la imagen de Dios. El debate acerca de la interpretación es, al fin y al cabo, un debate sobre quién es Dios»[58].

A partir de este comentario, nota Benedicto XVI, sobre la actual interpretación de la Escritura, que: «A partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús, que desmantelan la fe. Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos sólo nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer»[59].

Desde este moderno «dogma» se dice además: «con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo, sólo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos»[60].

La respuesta del Señor en esta tentación es un pasaje del Deuteronomio –«No tentaréis al Señor, vuestro Dios»[61]– en el que se: «alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios».

Explica Benedicto XVI que: «Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: “Tentaron al Señor diciendo: “¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?” (Ex 17, 7) (…) Dios debe someterse a una prueba. Es “probado” del mismo modo que se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Salmo 90, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo»[62].

Para el Papa, la segunda tentación, por consiguiente, lleva al: «gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo».

Además, es una advertencia a: «La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto a Dios, pues nos ponemos por encima de Él. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo»[63].

El reino de Cristo

Al igual que otros comentaristas, el Papa considera que la tercera tentación de Jesús es el «punto culminante de todo el relato»[64] y que, por ello, es la «tentación fundamental»[65]. El dominio del mundo, que le ofrece el demonio en ella: «¿No es justamente ésta la misión del Mesías? ¿No debe ser Él precisamente el rey del mundo que reúne toda la tierra en un gran reino de paz y bienestar?»[66].

De igual manera, se sigue en la actualidad esta tentación al: «interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Ésta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica?»[67].

Jesús tiene poder sobre el mundo. «El Señor resucitado reúne a los suyos “en el monte” (Cf. Mt 28, 16) y dice: “Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra” (28, 18)». Sin embargo, debe tenerse en cuenta que: «Jesús tiene este poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, de Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos»[68].

Podíamos preguntar entonces: «¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?. La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios»[69].

Jesucristo «ha traído a Dios», y, por ello: «ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco»[70].

No debe olvidarse que: «El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19s)»[71].

Además: «el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han derrumbado todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá»[72].

Eudaldo Forment



[1] BENEDICTO XVI, San Gregorio Magno, Audiencia General, 28 de mayo de 2008.

[2] IDEM, La doctrina de San Gregorio Magno, Audiencia General, 4 de junio de 2008.

[3]SAN GREGORIO MAGNO, Cuarenta homilías sobre los Evangelios, en IDEM, Obras, Madrid, BAC, 2009, 2ª reimpr., pp. 533-780, Homilía XV, 1, p. 596-597.

[4] Ibíd., Hom. XVI, 1, p. 597.

[5] Ibíd., Hom. XVI, 2, p. 597.

[6] Ibíd., Hom. XVI, 3, pp. 597-598.

[7] Ibíd., Hom. XVI, 3, p. 598.

[8] Ibíd., Hom. XVI, 4, p. 598.

[9]Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 598.

[10] Ibíd., Hom. XVI, 5, p. 599.

[11] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo (Trad. V. M. Larraizar), Madrid, Rialp, 2000, 3 vs. I. Infancia y bautismo, p. 311.

[13] Ibíd., pp. 311-312.

[14] Ibíd., p. 311.

[15] Ibíd., p. 307.

[16] Ibíd., p. 312.

[17] Ibíd., p. 313.

[18] Ibíd., pp. 313-314.

[19] Ibíd., p. 314, n. 46.

[20] Ibíd., p. 314.

[21] Ibíd., p. 314. Advierte que: «San Mateo, que escribía principalmente para los judíos, da a la capital teocrática su nombre glorioso de “ciudad santa”, frecuentemente empleada en los libros del A.T y N.T» (Ibid., nota 47).

[22]A.-M. HENRY, La vida de Jesús, en IDEM y otros, Iniciación teológica, Barcelona, Herder, 1961, 3 vols., v.III, La economía de la redención, pp. 103-126, p.110.

[23] M.J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu,París, Libraire Lecoffre, 1948, 7ºed. P. 64. Véase IDEM, El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1933, pp. 62-66.

[24]L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, p. 315.

[25] Sal 90, 11.

[26] L. C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 315.

[27] Laura Montoya Upegui, Autobiografía, Medellín, Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, 1991, 2ª ed., p. 324.

[28] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 315.

[29] Dt 6, 16

[30] L.C. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 314-315.

[31] Ibíd., p. 316.

[32] I. SCHUSTER – J.B. HOLZAMMER (Trad. J. de Riezu), Histórica Bíblica, Barcelona. Editorial Litúrgica Española, 1947, 2ª ed., 2 vv., v. 2, pp. 123-124.

[33] A.-M. HENRY, La vida de Jesús, op. cit., p. 111.

[34] M.J. LAGRANGE, Évangile selon Saint Matthieu,, op. cit., p. 64.

[35] L.C.. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 316-317.

[36] Ibíd., p. 317.

[37] Dt 6, 13.

[38] L.C.. FILLION. Vida de Nuestro Señor Jesucristo, op. cit.,p. 317.

[39] Ibíd., pp. 318-319.

[40] Ibíd.., p. 319.

[41]Catecismo del Concilio de Trento; IV, c. 15, n. 6.

[42] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, Madrid, La esfera de los libros, 2007, I, Desde el Bautismo a la Transfiguración, Prol., 20.

[43]Ibíd.., 2, p. 52.

[44]Ibíd., p. 53.

[45] Ibíd., pp. 54-55.

[46] Ibíd., p. 55.

[47] Ibíd., pp. 58-59.

[48] Ibíd., p. 59.

[49] Ibíd., p. 55.

[50] Ibíd., pp. 55-56.

[51] Ibíd., p. 57. Otro gran relato relacionado con el pan es la Eucaristía: « y el milagro permanente de Jesús sobre el pan (…) El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos» (Ibíd., p. 57)

[52] Ibid., pp. 56-57.

[53] Ibíd., p. 57.

[54] Mt 4, 4.

[55] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, op. cit., pp. 57-58.

[56] Ibíd., p. 58.

[57] Ibíd.., p. 60

[58] Ibíd., p. 61

[59] Ibíd., p. 60.

[60] Ibíd.., pp. 60-61.

[61] Dt 6, 16.

[62] JOSEPH RATZINGER, Jesús de Nazaret, op. cit., p. 62.

[63] Ibíd., p. 62.

[64] Ibíd., p. 63.

[65] Ibíd., p. 67.

[66] Ibíd.., p. 63.

[67] Ibíd., p. 68.

[68] Ibíd., p. 64

[69] Ibíd., p. 69.

[70] Ibíd., p. 70.

[71] Ibíd., p. 64.

[72] Ibíd., p. 70.