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4.09.16

XLVIII. La justificación y las obras

El don de la fe

«El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[1]. La primera parte de esta afirmación del versículo del capítulo tercero de la Epístola a los romanos, permite fundamentar la tesis de Santo Tomás, en su segundo comentario a este escrito paulino: lo que justifica al hombre es la fe. La primera tesis de su doctrina de la justificación implica que«la justicia viene de Dios (…) por la fe en Jesucristo»[2].

Al comentar Santo Tomás esta precisión de San Pablo, establece una segunda tesis: «Se dice que la justicia de Dios es por la fe de Jesucristo, no de modo que por la fe merezcamos ser justificados como si la propia fe existiera a causa de nosotros mismos y por ella mereciéramos la justicia de Dios, según decían los pelagianos, sino porque en la propia justificación por la que somos justificados por Dios, el primer movimiento de la mente hacia Dios es por la fe. “El que se llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan” (Hb 11, 6). De aquí que la misma fe, como primera parte de la justicia, nos la da Dios “De gracia habéis sido salvados por la fe (Ef 2, 5)».

La segunda tesis, implícita en la primera, es que la fe nos la da Dios. Por ser la «primera parte” de la justificación, procede también de Dios. Sin embargo: «esta fe de la cual procede la justicia no es la fe informe, de la cual se dice en Santiago 2, 20: “la fe sin obras está muerta”, sino que es la fe formada por la caridad, de la cual se dice en Ga 5, 6: “Por cuanto en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por amor”. Y Ef 3, 17: “Y Cristo por la fe habite en vuestros corazones”, lo cual no se realiza sin la caridad. “El que permanece en la caridad en Dios permanece, y Dios en él” (1 Jn, 4 16). Esta es también la fe de la que se dice en Hch 15, 9: “Ha purificado sus corazones por la fe” purificación que no se opera sin la caridad. “La caridad cubre todas las faltas” (Pr 10, 12)»[3].

La fe informada por la caridad es una gracia dada por Dios. La fe proviene de Dios y únicamente el hombre puede impedirla, después de recibida. El hombre libremente puede ponerle impedimento en su curso. No cabe impedimento en su incoación, como tampoco pudo ponerlo Adán a su vida, cuando Dios se la dio. En cambio, si podía después haberse quitado la vida dada por Dios. Dios permite su frustrabilidad, aunque podría quitar la resistencia, como a veces hace, sin modificar la libertad humana, al igual que tampoco la modifica al perfeccionarla, al regenerar la voluntad humana para que pueda aceptar este don.

Por ella misma, la libertad humana sólo tiene el poder de resistir a la fe. La misma fe, dada por Dios gratuitamente, le da el otro poder de no resistirla. La naturaleza humana por sí misma no puede nada en el orden sobrenatural, ni merecerlo ni tampoco dejar de frustrarlo. El recibir la fe y aceptarla es efecto de la gracia, pero sin impedir la libertad y, por ello, que los actos sean de la misma voluntad. Como sintetiza el mismo San Pablo: «no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[4].

Las obras humanas

Una tercera tesis se encuentra en el pasaje de San Pablo, que incluye la afirmación: ««el hombre es justificado por la fe», sobre las que se fundamentan las dos tesis indicadas, es la concreción: «sin las obras de la ley»[5]. Santo Tomás establece, por ello, en esta última tesis, que cualesquiera de las obras, que realiza el hombre, sin que haya intervenido la gracia de Dios, conseguida por Cristo, no le justifican ni le salvan.

Desde su época de fariseo, San Pablo ya sabía que el hombre está bajo el trágico poder del pecado, que lo invade todo y a todos. Con una acusada violencia, el mundo lleno de pecado arrastra al hombre a su perdición. Sin embargo, le habían enseñado que el hombre por sí mismo podía oponerse a su influencia y así frenarlo, si cumplía con la ley de Dios. Como consecuencia, la justificación se conseguía por el cumplimiento de la Ley.

El fiel observante de la misma tenía la completa seguridad que obtendría la justificación y con ella la salvación. Tendrá así que esforzarse por sí mismo frente a las dificultades externas e internas para cumplir la ley de Dios. Su fuerza de voluntad para seguir las leyes divinas le permitirá liberarse de la esclavitud del pecado. Dios le pagará su éxito con la justificación y salvación, que habrá obtenido por el precio de su fidelidad

Frente a esta interpretación de la justificación de los fariseos, que el mismo San Pablo había asumido, y que, por implicar la autosuficiencia de la naturaleza humana, es afín al pelagianismo, nota ahora, en la Epístola a los romanos, en primer lugar, que no es posible observar ni todas, ni correctamente, las prescripciones de la ley. Se pregunta San Pablo, refiriéndose a los judíos: «¿Qué decir entonces? ¿Tenemos acaso alguna ventaja nosotros? No, de ningún modo, porque hemos probado ya que tanto los judíos como los griegos, todos, están bajo el pecado; según está escrito “no hay justo, ni siquiera uno” (Sal 13, 1) (…) Sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre y el mundo entero sea reo ante Dios: dado que por obras de la Ley “nadie será justificado delante de El carne alguna” (Sal 142, 2); pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[6].

Sobre este pasaje, considera Santo Tomás que «Los judíos, contra quienes hablaba el Apóstol, pudieran para su excusa torcer el sentido de la autoridad invocada, diciendo que las palabras anteriormente dichas débense entender acerca de los gentiles, no de los judíos»[7]. Sin embargo, en este mismo lugar dice San Pablo: «sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero sea reo ante Dios»[8].

Todavía podrían replicar: «La palabras arriba invocadas no están tomadas de la Ley sino de un Salmo. Pero a esto débese decir que a veces el nombre de Ley se toma por todo el Antiguo Testamento, no sólo por los cinco libros de Moisés, según aquello de Jn 15, 25: “Es para que se cumpla, la palabra escrita en su Ley”, lo cual está escrito en el Antiguo Testamento, no en los cinco libros de Moisés, que propiamente reciben el nombre de Ley. Y también así se entiende aquí la palabra ley».

Una segunda objeción podría ser la siguiente: «En el Antiguo Testamento, se dicen muchas cosas relativas a otras naciones, como es patente en muchos lugares de Isaías y Jeremías, donde leemos muchas cosas contra Babilonia y de manera semejante contra otras naciones. Así es que no por mencionarse la ley se habla de las personas ni de las cosas que en la ley aparecen», es decir, de los judíos.

A esta objeción, indica Santo Tomás que: «débese decir que lo que indeterminadamente se dice es claro que se refiere a los que se les da la Ley, pues cuando habla de veras la Escritura de otros, de manera especial los designa, como cuando dice: “Duro anuncio contra Babilonia” (Is 13, 1) y cuando amenaza a Tiro (Am 1, 19).

Por consiguiente: «Las cosas que se dicen en el Antiguo Testamento contra otras naciones de algún modo les correspondían a los judíos, en cuanto los infortunios de aquello se decían para la consolación o para terror de éstos, así como también el predicador debe decir aquello que les toca a los que les predica, no lo que corresponde a otros».

Además, nota el Aquinate que San Pablo en este último versículo «cuando dice “, para que toda boca enmudezca” (Rm 3, 19), indica el alcance del predicho argumento, pues por dos motivos arguye a todos de injusticia la Sagrada Escritura. Lo primero para reprimirles su jactancia, por la cual se juzgaban ser justos (…) Lo segundo para que reconociendo su culpa se sujetaran a Dios, como el enfermo al médico».

Argumenta seguidamente Santo Tomás: «Por lo cual añade: “Y el mundo entero sea reo ante Dios” (Rm 3, 19) esto es, no sólo el gentil. Sino también el judío, reconociendo el uno y el otro su culpa “¿Cómo no ha de estar mi alma sometida a Dios? (Sal 61, 2)»[9].

Las obras de la ley

Como consecuencia, puede afirmar San Pablo: « por obras de la Ley “nadie será justificado»[10]. Comenta Santo Tomás: «Nadie es justo porque ninguna carne, esto es, ningún hombre se justifica ante sí mismo, o sea, según su juicio por las obras de la Ley, porque, como se dice en Ga 2, 21: “Si por la ley se obtiene la justicia, entonces Cristo murió en vano”. El Apóstol también dice: “El nos salvó, no a causa de obras de justicia, que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia” (Tt, 3, 5)».

Acude seguidamente una distinción que se encuentra en la Glosa. «Es doble la obra de la Ley: la una es propia de la ley de Moisés, como la observancia de los preceptos ceremoniales; la otra es obra de la ley de la naturaleza, porque pertenece a la ley natural, como “no matarás”, “no hurtarás”, etc.».

Refiere a continuación la exégesis de la Glosa de la afirmación paulina que la justificación no es por el cumplimiento de la obras de la ley, interpretación que el Aquinate no asume. «Algunos entienden que esto se dice de las primeras obras de la ley, a saber que las ceremoniales no conferían la gracia por la que los hombres son justificados». Al decir San Pablo que las obras que se siguen del cumplimiento de la ley no justifican, se referiría a las leyes ceremoniales o rituales. La negación no alcanzaría a la obras de la práctica de la ley natural, que se confirmó en el Decálogo. San Pablo, por tanto, no negaría la eficacia justificadora de las obras morales.

En este segundo comentario a la Epístola a los romanos rechaza abiertamente esta interpretación, que seguían muchos autores. Nota a continuación Santo Tomás que: «Más no parece ser ésta la intención del Apóstol, lo cual es evidente porque en seguida agrega: “pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado”. Y es claro que los pecados se conocen por la prohibición de los preceptos morales, y así el Apóstol quiere decir que por todas las obras de la Ley, aun las que están mandadas por los preceptos morales, nadie se justifica de modo que por las obras se opere en él la justicia, porque como se dice más adelante: “Y si es por gracia ya no es por obras” (Rm 11, 6)»[11].

Al comentar este otro lugar de la Epístola de los romanos –«Y si es por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia dejaría de ser gracia»[12]–, indica el Aquinate que San Pablo refiriéndose a los judíos, que siguen la ley, dice: «”Y si es por gracia” por lo que han sido salvos”, “ya no es por obras” de ellos. “El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia (Tt, 3, 5) (…) si la gracia proviene de las obras, “la gracia dejaría de ser gracia”, que así se llama por otorgarse gratuitamente. “Justificados gratuitamente por su gracia” (Rm 3, 24)»[13]. Con ninguna obra de la ley, ya sea ceremonial o natural, se consigue la justificación. Con las obras no se «compra» la gracia[14].

Después de declarar San Pablo que la observancia de la ley no es eficaz para la justificación del hombre, y añadir: «pues por la ley no se alcanza sino el conocimiento del pecado»[15], explica Santo Tomás que con ello: «demuestra lo que dijera, o sea, que las obras de la ley no justifican. En efecto, la ley se da para que el hombre sepa qué debe hacer y qué evitar. “No ha hecho otro tanto con las demás naciones, ni les ha manifestado a ellas sus juicios” (Sal 147, 20). “El mandamiento es una antorcha, y la Ley es una luz y el camino de la vida” (Pr 6, 23)».

Ni el cumplimiento de la ley de Moisés, o la ley natural expresada en ella, ni tampoco su mero conocimiento justifican al pecador. A los judíos, que estaban bajo la ley del Moisés, o a los gentiles, que lo estaban bajo la ley natural, la ley les servía para el conocimiento de sus pecados. «Ahora bien, de que el hombre conozca el pecado el cual debe evitar por cuanto está prohibido, no se sigue formalmente que lo evite, lo cual pertenece al orden de la justicia, porque la concupiscencia subvierte el juicio de la razón en el obrar concreto. Y por lo mismo la ley no basta para justificar, sino que se necesita otro remedio por el cual se reprima la concupiscencia»[16]. La gracia de Dios es, por ellos, la que permitirá que se cumplan las obras de la ley.

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