InfoCatólica / Sapientia christiana / Archivos para: Septiembre 2015

14.09.15

XXV. Existencia y naturaleza de la predestinación

Definición agustiniana de predestinación

De la doctrina de la gracia de Santo Tomás se sigue que la justificación y con ella la salvación del hombre dependen de la predestinación gratuita de Dios. La concesión de la gracia implica que la iniciativa de la salvación la tome Dios, que sea así la causa determinante de la misma, y que, por ello, dependa ante todo de su predestinación.

La cuestión de la divina predestinación de los buenos y reprobación de los malos es de las más difíciles, por no decir la más profunda e insondable. En el decreto sobre la justificación del Concilio de Trento se la califica de misteriosa e incomprensible. Por ello, se dice en el mismo: «Nadie tampoco, mientras exista en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto ser del número de los predestinados; como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación, no se puede saber quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí»[1].

En su último libro, El don de la perseverancia, San Agustín define la predestinación –cuya palabra etimológicamente significa destinación previa– como ciencia de visión de los elegidos para la vida eterna y de la preparación de los medios sobrenaturales necesarios para que la alcancen. Escribe: «La predestinación de los santos no es otra cosa que la presciencia de Dios y la preparación de sus beneficios, por los cuales certísimamente se salva todo el que se salva; los qué no, son abandonados por justo juicio de Dios en la masa de perdición, donde quedaron aquellos tirios y sidonios, que hubieran creído si hubiesen visto las maravillosas obras de Cristo Jesús. Pero como no se les dio aquello por lo que hubieran creído, también se les negó el creer»[2].

En una obra anterior, La predestinación de los santos, San Agustín había afirmado que: «La predestinación es una preparación para la gracia y la gracia es ya la donación efectiva de la predestinación».

Explica en el mismo lugar que: «Por eso, cuando prometió Dios a Abrahán la fe de muchos pueblos en su descendencia, diciendo: «Te he puesto por padre de muchas naciones» (Gn 17, 4), por lo cual dice el Apóstol: «Y así es en virtud de la fe, para que sea por gracia, a fin de que sea firme la promesa a toda la posteridad»(Rm 4, 16), no le prometió esto en virtud de nuestra voluntad, sino en virtud de su predestinación».

La promesa fue sobre la gracia, no sobre el poder del hombre. «Prometió, pues, no lo que los hombres, sino lo que El mismo había de realizar. Porque si los hombres practican obras buenas en lo que se refiere al culto divino, de Dios proviene el que ellos cumplan lo que les ha mandado, y no de ellos el que El cumpla lo que ha prometido; de otra suerte, provendría de la capacidad humana, y no del poder divino, el que se cumpliesen las divinas promesas, y así lo que fue prometido por Dios sería retribuido por los hombres a Abrahán. Pero no fue así como creyó Abrahán, sino que «creyó, dando gloria a Dios, convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rm 20-21)»[3].

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1.09.15

XXIV. La gracia de la oración

Vocación universal a la oración

            No es casual que el Catecismo de la Iglesia Católica dedique su carta y última parte a la oración, porque, en su primer capítulo, se lee en su título: «La llamada universal a la oración». Además, comienza con el siguiente párrafo: «El hombre busca a Dios. Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia. Coronado de gloria y esplendor (Sal 8, 6), el hombre es, después de los ángeles, capaz de reconocer ¡qué glorioso es el Nombre del Señor por toda la tierra! (Sal 8, 2). Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres (Cf. Hch 17, 27)»[1].

            Todo hombre busca a Dios, porque, como se indica en el siguiente párrafo: «Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta»[2].

            El Catecismo expresa directa y exactamente la doctrina del concilio Vaticano II. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,  se lee: «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina»[3]. Lo hace con su gracia, con la llamada gracia suficiente, porque como se dice en el párrafo anterior: «La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios»[4].

            En otro documento conciliar, la Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, al empezar a tratar el tema de la fe, se precisa: «Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón  y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad»[5].

            En  uno de los párrafos del Catecismo, se expresa otra necesidad humana conexionada a la de buscar a Dios: la de orar, que es efecto de la gracia[6]. Después de citar al Doctor de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, patrono de los predicadores, para mostrar que siempre es posible orar[7], se dice en el párrafo siguiente: «Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado (Cf. Ga 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser “vida nuestra”, si nuestro corazón está lejos de él? “Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil (…). Es imposible (…) que el hombre (…) que ora (…) pueda pecar” (San Juan Crisóstomo, De Anna, sermón 4, 5). “Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente” (San Alfonso María de Ligorio, Del gran mezzo della preghiera, pars 1, c. 1)»[8].

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