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20.05.16

XLI. Pandemia universal del pecado

El pecado habitual

El verdadero enemigo del hombre es el pecado actual propio. El pecado original heredado también lo es, porque viene del pecado actual de nuestros primeros padres y porque nos conduce a pecar. Como enseñaba Torras y Bages: «Pecar es romper la ley de Dios. Dios ha puesto la ley a todo: a los ángeles, a las bestias, a los hombres, a las cosas materiales. Todos obedecen la ley, menos el hombre. Es la insubordinación, pues, del hombre contra Dios. Cada pecado ataca un atributo de Dios; la ira, su dulzura; la envidia, su caridad; la lujuria, su pureza, etc.»[1].

La maldad o malicia del desorden del pecado, que implica el rechazar a Dios, –con perfecta advertencia del entendimiento y con el consentimiento perfecto de la voluntad–, y en sustituirle para alcanzar la felicidad por algo creado, se conoce: «a) Por la grandeza de Dios, a quien se ofende. Tontería del pecador, que no piensa que un día ha de caer en manos de Dios. b) Por la pequeñez del hombre: “Conózcame a mí, conózcate a ti” (San Agustín, Soliloquios, II, 1, 1; Noverim te, noverim me). c) Porque es contra la naturaleza del hombre, la destruye. Horror y asco que los santos tienen al pecado. Una santa, al verse a sí misma tan deforme, pidió a Dios que le quitara aquella visión. d) Por la deshonra que se hace a Dios, por preferir a El una tontería. e) Por la amargura que causa a Dios».

Confirman la malicia del pecado sus efectos, como la condenación por toda la eternidad de los ángeles rebeldes y la expulsión de Adán y Eva del paraíso y con la posibilidad de la condenación eterna para ellos y sus descendientes si no aceptaban la redención de Cristo. Otros efectos importantes, señalados por Torras y Bages son «a) el diluvio: b) Sodoma y Gomorra; c) el hecho general de que cuando una sociedad se entrega al pecado cae. Todos los pueblos han temido “la ira de Dios” (Rm 1. 18). Sacrificios para aplacar la divinidad irritada ¿Todo jefe de una sociedad castiga la transgresión de la ley, y Dios, no?».

Además, el pecado requirió la pasión de Cristo para la redención del pecador. Por ello: «Nadie puede conocer tanto la malicia del pecado como el cristiano. Las pasiones y el demonio hacen que consideremos el pecado como una flaqueza disimulable; pero. cuando el entendimiento se ha serenado ya, surge el remordimiento. El pecado atontece al hombre, pero la fe cristiana ilumina este punto. ¿De qué medio se valió Dios para destronar el pecado del mundo? De la redención del Hombre-Dios».

Sin embargo: «La redención es una circunstancia agravante del pecado. El pecado del cristiano es más grave porque pisa la sangre de Cristo.”No abandona, sino es abandonado” (“No abandonará su obra si su obra no le abandona”, San Agustín, Enarraciones sobre losSalmos, 145, 8). Temor del pecado por no poder salir de él. El hombre con sus fuerzas se puede perder, pero no salvar. Todavía hoy Cristo es el único remedio contra el pecado, o se puede salvar del pecado que no se apoya en Él»[2].

La miserable situación del pecador

El verdadero problema del hombre es que vuelva otra vez a pecar. «El pecado una vez perdonado deja limpia al alma, pero “el abismo llama al abismo” (Sal 42, 8); pero si el hombre no está resuelto a pelear, huir de ocasiones, etc. volverá como el perro a comer lo que ha vomitado. Nada más se atreve a pecar «”la cerda lavada se revuelca en el cieno” (2 Pe 2, 22). Sólo se atreve a pecar. Vivirá sentado en el pecado; no echará de menos la gracia divina, y será como una viña de la que el amo saca la cerca porque la abandona: todo tipo de bestias pueden pastorear en él»[3].

Se dice en el Antiguo Testamento que: «El impío, después de haber llegado al fondo de los pecados, de nada hace caso»[4]. Nota además Torras y Bages que: «En muchos lugares del Evangelio nos presenta diferentes figuras para hacernos comprender el estado de un alma abandonada al pecado: a) el paralítico que está treinta y ocho años en un lugar sin moverse, signo de la insensibilidad; b) el pródigo, obligado a vivir entre animales, que son las pasiones desenfrenadas que hacen del hombre bestia; c) el ciego de nacimiento y el sordomudo, símbolos del pecador, a quien quedan ofuscadas sus potencias para las cosas divinas».

Con el pecado: «pasa en el alma lo que en el cuerpo. Al principio, después de la muerte, nada tiene de particular; después viene la corrupción. Más la verdadera figura del pecador habitual se encuentra en: “Lázaro (…) huele mal, porque está muerto desde hace cuatro días” (Jn 11, 39), en el muerto que ya apesta». Se pueden considerar: «dos circunstancias del hombre en este estado, o sea, de su corrupción: respecto a sí mismo; y respecto a los otros».

El pecado afecta a su autor, porque: «es una verdadera descomposición o transformación del hombre: Primero, en lo sobrenatural; pierde la amistad de Dios, el derecho a la herencia eterna y el mérito sobrenatural de sus obras. Segundo, en lo natural: todo ello se pervierte: si es de alta posición, se vuelve insolente; si pobre, envidioso; si de talento, orgulloso; si era un carácter noble y decidido, se vuelve temerario; si era afectuoso e inclinado al amor, se entrega a las bajezas de la sensualidad. Hasta su cuerpo se transforma, y lleva marcadas en su cara las viles pasiones que le dominan».

También afecta a los demás, porque el pecado: «es causa de un verdadero apestamiento; la corrupción despide miasmas pestilentes; es ley de la corrupción, tanto en el orden físico como moral, el contagio. El vicioso tiene ya de sí el maldito placer de contaminar los otros; más aún, sin querer, su influencia es terrible: un hombre apesta un pueblo y hasta una nación»[5].

Se puede preguntar, en consecuencia: «¿El infeliz pecador habitual quedará perpetuamente en este estado?». Responde a ella Torras y Bages: «No, puede salir. Se necesitan dos circunstancias: La primera siempre se verifica, y son la intercesión y oraciones de los fieles, pues toda conversión es efecto de esto; la oración de Jesucristo convierte al Centurión y a Longinos; San Esteban, a San Pablo; y Santa Mónica, a San Agustín».

No siempre se da la otra, porque: «La segunda debe ponerla el mismo pecador, quitando los impedimentos a la gracia: dejar las ocasiones, alejarse de los objetos que inflamen sus pasiones. Encomendándose a las oraciones de Jesucristo, que es “la resurrección y la vida” (Jn 11, 25)»[6].

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