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14.02.15

XI. Primacía y Soberanía de la gracia

Gracia preveniente y subsiguiente

Después de la división de la gracia actual en operante y cooperante, según que se compare el efecto de la gracia de regenerar la voluntad humana y así causar su volición libre con el otro efecto de misma gracia de ayudarla en su obrar hacia su fin, Santo Tomás presenta otra división de la gracia actual: gracia preveniente y gracia subsiguiente.

Los efectos de la gracia actual, que justifican esta segunda división, son los cinco siguientes: «Primero, sanar el alma; segundo, hacerle querer el bien; tercero, ayudarle a realizarlo eficazmente; cuarto, darle la perseverancia en él; quinto, hacerle llegar a la gloria».

La gracia actual se dirá, por tanto, preveniente y subsiguiente, según el orden de estos efectos. Sin embargo, la gracia cuando produce el primer efecto es siempre preveniente, ya que no hay otro anterior. Las demás serán prevenientes con respecto a los efectos que siguen, pero subsiguientes en relación a los anteriores. De manera que: «La gracia es preveniente con respecto al segundo, y al producir el segundo es subsiguiente con relación al primero. Y como un mismo efecto puede ser anterior y posterior en relación a otros, la gracia que lo produce puede ser considerada a la vez como preveniente y subsiguiente, aunque bajo distinto respecto. Y esto es lo que dice San Agustín en su obra De la naturaleza y de la gracia (c. 31, n. 35): «Nos previene curándonos, y nos sigue para que, ya sanos, nos mantengamos robustos; nos previene llamándonos, y nos sigue para que alcancemos la gloria»[1] .

En este lugar citado por Santo Tomás, dice San Agustín que, en la Escritura: «Se halla escrito: «Encomienda al Señor tus caminos y espera en Él, y Él obrará» (Sal 36, 5), no como algunos creen que ellos obran. Con las palabras anteriores «Él obrará», parece aludir a los que dicen: «Nosotros somos los que obramos, es decir los que nos justificamos a nosotros mismos». Sin duda, también nosotros ponemos nuestro esfuerzo, más cooperamos a la obra de Dios, cuyo misericordia nos previene; nos previene curándonos, y nos sigue para que, ya sanos, nos mantengamos robustos; nos previene llamándonos, y nos sigue para que alcancemos la gloria; nos previene para que vivamos piadosamente, nos sigue para que vivamos con Él siempre, porque sin su ayuda nada podemos hacer. Ambas cosas están en la Escritura: «Dios mío, tu misericordia me precederá» (Sal 58, 11); y «Tu misericordia me acompañará todos los días de mi vida» (Sal 22, 6)»[2].

Tesis de Trento

La división de la gracia en preveniente y subsiguiente fue ratificada por el Concilio de Trento. El Decreto sobre la justificación, que puede considerarse el documento más importante del Concilio, contiene una exposición completa de la cuestión de la justificación, y en su capítulo V, titulado «De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la justificación, y de dónde proviene» se trata esta división.

Se dice en este texto, después de lo expuesto en los capítulos anteriores, que el Concilio: «Declara además, que el principio de la justificación en los adultos debe tomarse de la gracia divina, preveniente por medio de Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se disponen por su gracia excitante y auxiliante para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia».

Queda así afirmada una primera tesis, la de la primacía de la gracia. Con la caracterización de la gracia actual como gracia preveniente, se establece frente al semipelagianismo, la absoluta primacía de la gracia en el inicio de la justificación.

Además de esta tesis sobre la iniciativa de Dios en la justificación, se afirma, una segunda. Frente al protestantismo, queda establecida la necesidad de la cooperación de la libertad del hombre para la misma.

Según esta segunda tesis, la gracia preveniente, que es necesaria para que actúe la voluntad humana para la justificación, no elimina su libertad, sino que exige su cooperación, aunque actuando por la misma gracia. «De tal modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también desecharla; ni puede, sin embargo, moverse sin la gracia divina hacia la justificación delante de Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras: «Convertíos a Mí, y Yo me volveré a vosotros» (Za 1, 3), se nos advierte nuestra libertad; y cuando respondemos: «Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos» (Lm 5, 21), confesamos que somos prevenidos por la gracia de Dios»[3]. El hombre, por tanto,no es pasivo completamente. La voluntad humana puede aceptar o rechazar la gracia de Dios, pero en ningún caso, incluso cuando la gracia hace que el acto humano continúe perseverando en el bien obrar, le quita la libertad.

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