¿Eficacia pastoral?
Muchas veces me pregunto por este tema: ¿Se puede medir la “eficacia” pastoral? La “eficacia” es la capacidad de lograr el efecto que se desea o se espera. Si hablamos de “pastoral”, el efecto que se busca es uno solo: la santidad de los cristianos y, por extensión, de todos los hombres. La “pastoral” es, en expresión más clásica, la “cura de almas”; el cuidado, la instrucción de aquellos que forman parte de ese pequeño rebaño que es la Iglesia de Dios.
La palabra “cura” para designar al sacerdote alude a esta dimensión. El sacerdote es el que cuida; el que asiste, el que guarda, el que conserva. La imagen del pastor es muy adecuada. El pastor guarda, apacienta y guía al rebaño. San Pablo es un caso singular en el que la acción pastoral se une a la acción misionera; la atención a las comunidades por él fundadas es inseparable de la predicación del Evangelio.
Hoy un cura y, en realidad, todo cristiano, ha de combinar ambas facetas: Misionar y cuidar. Anunciar y apacentar. Las dos tareas son complicadas. Puede surgir la duda de si el anuncio interesa al destinatario del mismo – aunque, por fe, sabemos que sí debe interesar, ya que todo hombre ha sido creado para entrar en comunión de vida con Dios - . También puede brotar un interrogante sobre la cura pastoral. ¿Qué busca la gente al acudir a una parroquia? ¿Satisfacer un deseo personal, colmar una búsqueda de espiritualidad, cumplir con una costumbre? ¿O acaso encontrarse con Cristo Vivo, Señor de su Iglesia, para extraer las fuerzas necesarias para continuar, sin desfallecer, la peregrinación por este mundo?

El plan de Dios supera las previsiones de los hombres: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos” (cf Is 55, 6-9). Con frecuencia, podemos tener la tentación de querer proyectar nosotros lo que ha de hacer Dios; de decirle cómo, cuándo y a quién debe salvar. Nos olvidamos de su omnipotencia; uno de los atributos divinos que es nombrado en el Credo. Su omnipotencia, nos recuerda el Catecismo (n. 268), es universal, porque Dios, que ha creado todo, rige todo y lo puede todo; es amorosa, porque Dios es nuestro Padre; es misteriosa, porque sólo la fe puede descrubrirla cuando “se manifiesta en la debilidad” (2 Co 12,9).
Recuerdo, cuando estudiaba Filosofía, el interés que despertó en mí el movimiento del Diseño Inteligente. Con argumentos que pretenden ser científicos – y no directamente religiosos – quienes sostienen esta visión defienden que es posible detectar en la naturaleza huellas de un “diseño inteligente”. El estudio de este diseño formaría parte de las ciencias naturales. 
El presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, Gianfranco Ravasi, ha recordado una verdad conocida: La Iglesia nunca condenó a Darwin, ni tampoco el evolucionismo. La misma constatación la exponía, en 1997, el científico Michael Ruse, comentando, en una revista de Chicago, el posicionamiento del Papa Juan Pablo II al respecto de la evolución.












