13.11.08

Estar en la Iglesia con el corazón

El Día de la Iglesia Diocesana debe ayudarnos a meditar sobre nuestra pertenencia a la Iglesia y sobre nuestra corresponsabilidad en su labor pastoral y en su sostenimiento económico.

“Pertenecer” a la Iglesia significa ser parte integrante de ella; es decir, pasar a ser miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo es el sacramento que nos incorpora a la Iglesia, que nos hace piedras vivas para la edificación de un edificio espiritual (cf 1 P 2,5). Los bautizados ya no se pertenecen a sí mismos, sino a Cristo y, siendo de Cristo, están unidos entre sí: “En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3,27-28). Uno no pertenece a la Iglesia como quien pertenece a una asociación humana cualquiera, simplemente “anotándose” a ella. Un cristiano pertenece a la Iglesia siendo la Iglesia; siendo el Cuerpo de Cristo, “el lugar de la presencia de su caridad en nuestro mundo y en nuestra historia” (Benedicto XVI, 15.10.2008). Por eso no basta con estar “externamente” en la Iglesia; hay que “estar con el corazón”, como decía San Agustín. ¿Y qué significa “estar con el corazón”? Significa permanecer en el amor, respondiendo a la gracia de Cristo con los pensamientos, las palabras y las obras (cf Lumen gentium, 14).

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9.11.08

Las Iglesias de Oriente

Cuando hablamos de las “iglesias de Oriente” pensamos, casi inmediatamente, en las iglesias precalcedonenses separadas de la antigua Iglesia unida – los armenio-gregorianos, los coptos, los etíopes y los siro-jacobitas – o bien en las iglesias ortodoxas, calcedonenses, ligadas a los patriarcados de Alejandría, de Antioquía, de Jerusalén y de Constantinopla que rompieron la comunión con la Iglesia de Roma. Hoy, al elenco de las iglesias ortodoxas, habría que añadir, al menos, el arzobispado del Monte Sinaí, la Iglesia de Rusia, de Georgia, de Serbia, de Rumanía, de Bulgaria, de Chipre, de Grecia, de Polonia y de Albania; a parte de las iglesias ortodoxas autónomas (Finlandia, Japón, China y Hungría).

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6.11.08

El Templo y los templos

La Basílica de Letrán, edificada por el emperador Constantino y dedicada en el año 324, es la catedral del Papa, la sede del Sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Desde el siglo XI, la Iglesia Romana celebra la fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán el día 9 de noviembre. Esta Basílica es llamada “cabeza y madre de todas las iglesias de la Urbe y del Orbe” y constituye un punto de referencia para todos nosotros porque nos recuerda nuestra unión con el Papa. Como enseña el Concilio Vaticano II, el Sumo Pontífice “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen gentium 23). Sin el Papa, y mucho menos contra el Papa, no podemos vivir plenamente el misterio de la unidad de la Iglesia.

El “templo” es la morada de Dios entre los hombres; el ámbito privilegiado para encontrase con Él. Los israelitas veneraban el templo de Jerusalén. Y Jesús mismo comparte esta veneración y este respeto. Al expulsar a los mercaderes del templo, les dice: “No hagáis de la Casa de mi padre una casa de mercado” (Juan 2,16). Pero el templo de Jerusalén es prefiguración del Misterio de Cristo. La morada de Dios entre los hombres, el verdadero “lugar” de encuentro con Él, no es tanto un edificio construido por hombres, sino la misma Persona de Cristo, el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre. Cuando el Señor profetiza la destrucción del templo, en realidad estaba hablando, como anota San Juan, “del templo de su cuerpo”, destruido en la muerte de cruz y levantado a los tres días por su gloriosa resurrección. El Cuerpo del Señor Resucitado es el Templo definitivo de Dios, “el lugar donde reside su gloria”.

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4.11.08

Los difuntos y el espiritismo

¿Pueden comunicarse los difuntos con los vivos? ¿Son eficaces las diversas técnicas que se suelen considerar al respecto: la psicofonía, la escritura automática, los trances de los médiums…? ¿Se puede evocar a los espíritus de los muertos para conocer el futuro o alguna otra cosa desconocida?

Los espíritus de los difuntos existen, ya que el alma humana es inmortal. Otra cosa es que puedan “comunicarse” con nosotros; que puedan “volver” al orden de la existencia histórico-temporal. Entre mediados del siglo XIX y comienzos del XX se despertó un gran interés por el espiritismo.

El Santo Oficio, consultado al respecto, pronunció una condena el 24 de abril de 1917. Se le había consultado al Santo Oficio si “es lícito por el que llaman médium, o sin el médium, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos”. La respuesta fue: Negativamente en todas sus partes.

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1.11.08

La muerte

La muerte, la cesación o término de la vida, se nos impone como una realidad que no podemos evitar; que se nos escapa de las manos. De algún modo, la repugnancia instintiva que experimentamos hacia la muerte constituye una proclama en favor de la vida. Lo deseable, nos parece, es la vida; la vida propia y también la vida de aquellos a quienes amamos. ¿Quién prefiere la muerte de un ser querido a su vida? Si dependiese de nosotros aquellos a quienes amamos no morirían nunca.

Para un cristiano, la realidad de la muerte – como la de la vida – sólo puede comprenderse de modo adecuado desde Dios. Y, más en concreto, desde Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que quiso asumir como suya – asumir para redimir – la muerte. La asume para vencerla, para aniquilarla, para transformarla, por el poder de Dios, en lo que nunca podría ser: en vida verdadera.

Sólo Cristo muere voluntariamente. A nosotros, en cambio, no se nos permite escoger, porque la muerte es herencia del pecado. San Pablo dice que por el pecado entró la muerte en el mundo – al menos la muerte tal como la conocemos - y “así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rm 5, 12). Pero Jesucristo, Dios verdadero, Dios de la vida, pudo transformar por completo la muerte. Pudo transformarla en favor nuestro. Un cristiano no muere ya como Adán. Un cristiano puede morir como Cristo; es decir, puede salir de este cuerpo terreno para vivir con el Señor (2 Co 5,8). La muerte, entonces, ya no es una condena, sino una llamada que Dios nos hace para que vivamos, para siempre, con Él y en Él.

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