Resurrección y perdón
El Evangelio de este tercer domingo de Pascua presenta a Jesús apareciéndose a los discípulos en el Cenáculo. El Señor, pedagógicamente, ayuda a entender a los suyos la realidad de su resurrección. Les muestra que no es un espíritu: “Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo” (Lucas 24, 39). La relación, no sólo visual, sino mediante el tacto y el gesto de compartir la comida manifiesta claramente que su cuerpo glorificado es un cuerpo auténtico y real.
Su cuerpo es el mismo cuerpo que ha sido martirizado y crucificado, y que sigue llevando las huellas de la pasión: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 645).
El Señor introduce también a los discípulos en la comprensión del sentido y del alcance salvífico de la resurrección. Todas sus palabras y las predicciones de la Escritura tienen en la resurrección su cumplimiento: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse” (Lucas 24, 44). Y les “abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Las Escrituras nos permiten comprender a Cristo y Cristo es la clave para comprender las Escrituras. Como escribió Hugo de San Víctor: “Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo” (De Arca Noe, 2, 8; Catecismo de la Iglesia Católica, 134).

Los cristianos creemos que Jesús, con su muerte, expió nuestros pecados; que los borró por medio de su sacrificio. Desde muy pronto se contempló la muerte de Jesús a la luz del cuarto canto del siervo de Yahvé del profeta Isaías: “Fue traspasado por nuestros pecados, molido por nuestras maldades”.
Guillermo de Juan Morado, en la parroquia de San Pablo. R, Grobas
El reciente libro de Hans Küng, “Verdad controvertida. Memorias” (Ed. Trotta, Madrid 2009, 764 páginas, 42 euros), constituye la segunda entrega – y posiblemente no la última – de las memorias del conocido teólogo suizo. Hay acontecimientos que marcan una vida, que imprimen en ella una impronta tan honda que nada de lo que vendrá después y, de alguna forma, nada de lo que ha habido antes, resulta inteligible prescindiendo de ese hecho significativo. En este sentido se ha señalado – aunque algunos historiadores relativicen su importancia - la decisiva trascendencia de la llamada “experiencia de la Torre” en la biografía y en el pensamiento de Martín Lutero. Si buscásemos un “acontecimiento central” que unifique el período que abarca estas memorias (comprendido entre 1968 y 1980) habría que destacar la resolución de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 15 de diciembre de 1979 según la cual “el profesor Küng, en sus escritos, ha faltado a la integridad de la verdad de la fe católica, y por tanto […] no puede ser considerado como teólogo católico” ni puede enseñar como tal (p. 629-630). En torno a ese eje central gira todo el contenido del libro. Razón y pasión se entrelazan, porque, obviamente, el pensamiento no puede separarse de la vida. Dice Küng que ha querido “evitar ataques personales y vengativos ajustes de cuentas” (p. 695), pero resulta patente que el juicio sobre situaciones, personas y actuaciones está mediatizado por la respectiva incidencia en “el hecho” de su vida.
El Señor Resucitado se encuentra con los suyos “el día primero de la semana”. Son estos encuentros, estas apariciones, las que, bajo la acción de la gracia, hacen nacer la fe de los discípulos en la Resurrección.






