Homilía para el sábado, 17 de enero de 2008, en la parroquia de San Pablo, de Vigo.
La figura y el ejemplo de San Pablo nos convocan esta mañana para celebrar, en el Año Jubilar Paulino, esta peregrinación. Las parroquias del Arciprestazgo de Vigo-Casablanca: Corazón Inmaculado de María, Inmaculada Concepción, María Madre del Buen Pastor, Nuestra Señora de Fátima, Nuestra Señora de la Paz, Nuestra Señora de la Soledad, San José Obrero y Santa Rita, y esta parroquia de San Pablo que hoy ejerce, a la vez, como anfitriona y como peregrina, nos reunimos en torno al altar para confesar a Cristo Resucitado y actualizar sacramentalmente el misterio de su Pascua.
Enumerar los nombres de estas parroquias equivale casi a recitar una letanía mariana. La Virgen está muy presente, desde el principio, en la vida de la Iglesia y la existencia de tantos templos dedicados a Ella nos recuerda su materna solicitud y su viva intercesión desde el cielo en favor de todos nosotros. Y con María, su esposo San José, y San Pablo, el Apóstol de las gentes. Mis primeras palabras han de ser de saludo a todos ustedes, aquí congregados, al Sr. Arcipreste y a los párrocos.
La Liturgia de hoy nos invita a la conversión y al apostolado. Convertirse significa encontrarse con Cristo en el camino de la propia vida, dejarse envolver por su resplandor, escuchar su palabra, conocer su voluntad. La consecuencia de este encuentro, para cada uno de nosotros como para San Pablo, es el testimonio, dejándonos transformar por la gracia para cumplir el mandato misionero de Cristo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.
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