Soberbia y humildad
La humildad es una virtud, un hábito bueno, que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, a ser conscientes de nuestras limitaciones y debilidades. Toda criatura está llamada a la humildad; al reconocimiento de Dios como Creador, a la sumisión ante Él. Y este rendimiento nos enaltece. Nada nos ennoblece más que proclamar que sólo Dios es Dios.
La historia de los hombres parece, en tantas ocasiones, ser un canto a la soberbia, al envanecimiento insensato, a la presunción absurda. Ya nuestros primeros padres, Adán y Eva, cedieron a la tentación de desconfiar de Dios, de pensar, por un momento, que Dios compite con nosotros, que resta espacio a nuestra libertad.
María, en el Magnificat, no teme engrandecer al Señor, no tiene miedo a decir en voz alta que Dios es grande: “María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros […] Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios” (Benedicto XVI).