16.05.11

Cuidado con lo que se predica

He leído por ahí la noticia de que un feligrés que asistía a la misa dominical, molesto por la forma y por el fondo de lo que predicaba el sacerdote, lo increpó desde su banco: “Esto es una misa, no un mitin”.

No puedo juzgar sobre el caso en concreto porque yo no estaba en esa iglesia. Puede que tenga la razón el feligrés, puede que la tenga el sacerdote, que la tengan en parte los dos o, incluso, ninguno de ellos. Para los efectos de este post es lo de menos.

A mí me pasó una vez una cosa parecida. Había ido a celebrar la misa dominical a una antigua parroquia mía – en ese momento ya no era yo el párroco – y, mientras leía el evangelio del domingo, un señor comenzó a protestar desde uno de los bancos del fondo del templo. El evangelio decía: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio, y el que se casa con una repudiada por su marido comete adulterio” (Lc 16,18).

Algo desconcertado al oír los gritos de protesta, interrumpí la lectura y, cuando ya volvió a reinar el silencio, la continué. Solo al final de la proclamación del evangelio me permití observar, antes de iniciar la homilía: Un sacerdote tiene el derecho y el deber de leer en la misa el Evangelio de Jesucristo. Después de la celebración, pude enterarme de las razones concretas por las cuales aquel hombre se había sentido aludido.

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15.05.11

La Instrucción

He leído, con algo de calma, la “Instrucción” de la Pontificia Comisión “Ecclesia Dei” sobre la aplicación de la Carta Apostólica Motu Propio data “Summorum Pontificum” de S.S. Benedicto XVI. Se trata de un texto de carácter normativo, dentro de las competencias que le corresponden a esa Pontificia Comisión, cuya tarea es acompañar e instar el cuidado pastoral de los fieles, ligados con la precedente tradición litúrgica latina, presentes en distintas partes del mundo.

La Instrucción tiene tres partes. La primera de ellas – la introducción – resume la naturaleza, el alcance y el significado de “Summorum Pontificum”. Este “Motu Proprio” es, se nos dice, “una ley universal para la Iglesia” que establece unos “criterios esenciales” para el llamado “usus antiquior” del Rito Romano: “Los textos del Misal Romano del papa Pablo VI y del Misal que se remonta a la última edición del papa Juan XXIII, son dos formas de la Liturgia Romana, definidas respectivamente “ordinaria” y “extraordinaria”: son dos usos del único Rito Romano, que se colocan uno al lado del otro. Ambas formas son expresión de la misma “lex orandi” de la Iglesia. Por su uso venerable y antiguo, la “forma extraordinaria” debe ser conservada con el honor debido”.

Se proporciona así, creo yo, una clave para interpretar la ley: Un uso es “ordinario” y otro “extraordinario”, pero “se colocan uno al lado del otro”. Y no solo eso, sino que “la ‘forma extraordinaria’ debe ser conservada con el honor debido”.

Además se dice expresamente que “Summorum Pontificum” no es solo una ley, sino que “constituye una relevante expresión del magisterio del Romano Pontífice” y del oficio que le es propio como supremo moderador de la liturgia y como Pastor de la Iglesia universal.

¿Qué ha pretendido “Summorum Pontificum”? Un triple objetivo: Ofrecer a todos los fieles la liturgia romana en el “usus antiquior”, “garantizar y asegurar realmente el uso de la forma extraordinaria a quienes lo pidan” y favorecer la reconciliación en el seno de la Iglesia.

La segunda parte explicita las tareas de la Pontificia Comisión “Ecclesia Dei”, que tiene “potestad ordinaria vicaria para la materia de su competencia” y que, además, es “superior jerárquico” a la hora de decidir sobre los recursos que legítimamente se le presenten.

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14.05.11

“Yo soy la puerta”

Homilía para el IV Domingo de Pascua (Ciclo A)

Jesús se define a sí mismo como la puerta que conduce a la vida: “Yo soy la puerta de las ovejas: quien entre por mí se salvará” (Jn 10,9). “Él se llama puerta por ser el que nos conduce al Padre”, dice San Juan Crisóstomo. La súplica de los profetas: “Ojalá rasgases el cielo y descendieses” (Is 63,19) ha sido escuchada. Jesús es el Verbo encarnado, la verdadera puerta del cielo descendida a la tierra (cf Jn 1,51), el único Mediador por el cual los hombres tienen acceso al Padre.

Por su Pasión y su Resurrección, Cristo ha cruzado ya los umbrales de la muerte. Él es el Viviente, el Santo y el Verdadero que, como dice el Apocalipsis, tiene la llave de David que da acceso a la nueva Jerusalén, al cielo, “de forma que si él abre, nadie cierra, y si él cierra, nadie abre” (Ap 3,7). En la tierra, el germen y el principio del reino de los cielos es la Iglesia, el redil “cuya puerta única y necesaria es Cristo” (Lumen gentium 6).

¿Cómo se entra por esta puerta? Sabemos que es estrecha (cf Mt 7, 14) y que no se puede traspasar sin la humildad: “Cristo es una puerta humilde; el que entra por esta puerta debe bajar su cabeza para que pueda entrar con ella sana”, comenta San Agustín. Y en otro pasaje añade el Santo Doctor: “Entra por la puerta el que entra por Cristo, el que imita la pasión de Cristo, el que conoce la humildad de Cristo, que siendo Dios se ha hecho hombre por nosotros”.

El apóstol San Pedro incide en la humildad como elemento esencial del testimonio cristiano; un testimonio que incluye la disponibilidad a sufrir con paciencia penas injustas. Se trata de seguir las huellas de Cristo, el Pastor y Guardián de nuestras almas, que en su pasión “no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente” (1 Pe 2,23). La vía de la humildad es el camino que nos permite acercarnos a Cristo, adherirnos a Él, seguirle y atenernos a su mensaje.

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12.05.11

Nuestra Señora de Fátima

La conmemoración de Nuestra Señora de Fátima supone para nosotros una invitación, una llamada, a la penitencia; es decir, a la fe y a la conversión.

Solo así – respondiendo a esa llamada - podremos vivir la verdadera devoción a María, que hizo siempre la voluntad de Dios, pues la devoción a la Virgen consiste fundamentalmente en la imitación de sus virtudes.

La conversión y la obediencia a la voluntad divina son una fuerza poderosa que neutraliza el mal en el mundo. María ejemplifica de modo singular la lucha contra el mal. La Virgen, escribe el beato Juan Pablo II, es “más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado” y por eso se convierte en “señal de esperanza segura” (“Redemptoris Mater” 11).

La fuerza del mal se desató el 13 de mayo de 1981 – hace ahora treinta años – contra “un obispo vestido de blanco” – como decía la tercera parte del secreto de Fátima, redactada por sor Lucía en Tui el 3 de enero de 1944 -, contra el papa Juan Pablo II. La intervención de María desvió las balas que eran ciertamente mortales.

Al camino de los pecadores, que desemboca en la condenación eterna, María contrapone el camino de la salvación. También nosotros podemos avanzar por este segundo camino con la ayuda de la oración (el Rosario), con la consagración a su Corazón Inmaculado y con la Comunión eucarística reparadora.

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7.05.11

Le reconocieron al partir el pan

Homilía para el tercer domingo de Pascua (Ciclo A).

La fe pascual tiene su origen en la acción de la gracia divina en los corazones de los creyentes y en la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado (cf Catecismo 644). Es el Señor quien se acerca a los discípulos que se dirigían a Emaús, se pone a caminar con ellos y, finalmente, despierta su fe (cf Lc 24,13-35).

No había bastado con ver morir a Jesús para creer en Él como Mesías e Hijo de Dios. Es verdad que se había mostrado como “un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo”, pero esa esperanza parecía quedar definitivamente defraudada por la muerte. “¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto. Y han permanecido muertos”, comenta Benedicto XVI.

La Resurrección es la prueba segura que demuestra la identidad y la misión de Jesús. Sí, Él es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte. Él es el salvador del mundo, que puede darnos la vida verdadera. Es esta certeza la que mueve el testimonio de la Iglesia desde sus orígenes: “matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos”, proclama San Pedro (cf Hch 3,15).

El Señor escucha a los caminantes de Emaús que, decepcionados, no acaban de creer los rumores que hablaban de que Cristo estaba vivo, pues su sepulcro había sido encontrado vacío. Con gran paciencia, el Señor “les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura”. La Resurrección es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, la realización de esas predicciones.

Pero será el gesto de partir el pan lo que abra los ojos de estos discípulos para así reconocer a Jesús. San Agustín comenta que “cuando se participa de su Cuerpo desaparece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo”. La Eucaristía es la verdadera escuela que nos permite adentrarnos en el conocimiento del Resucitado, en la comunión con Él.

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